III
Eduardo expone sus ideas sobre la novela

A pesar de la primera apariencia, y aunque cada cual, como dicen, «pusiera de su parte», la cosa no marchaba del todo bien entre el tío Eduardo y Bernardo. Laura tampoco se sentía satisfecha. ¿Cómo iba a estarlo? Las circunstancias la habían obligado a asumir un papel para el cual no había nacido; su honradez la estorbaba. Como esas criaturas amantes y dóciles que son después las esposas más abnegadas, necesitaba ella, como apoyo, las conveniencias, y se sentía sin fuerza desde que estaba fuera de su marco. La situación respecto a Eduardo le parecía cada día más falsa. Lo que la hacía sufrir sobre todo y le resultaba, a poco que se fijase su pensamiento, insoportable, era el hecho de vivir a expensas de aquel protector, o mejor dicho, el no darle nada a cambio; o más exactamente todavía, el que Eduardo no le pidiera nada a cambio, cuando se sentía dispuesta a concederle todo. «Los beneficios, dice Tácito a través de Montaigne, no son agradables más que cuando puede uno pagarlos»; e, indudablemente, esto es cierto tan sólo con las almas nobles, pero Laura era realmente de éstas. Cuando lo que hubiese querido era dar, era ella la que recibía sin cesar, y esto la irritaba contra Eduardo. Además, cuando recordaba el pasado, parecíale que Eduardo la había engañado al despertar en ella un amor que sentía vivo aún, y al evadirse luego de aquel amor, dejándole sin objeto. ¿No se encontraba en esto el secreto motivo de sus errores, de su casamiento con Douviers, al que se había resignado y al que la empujara Eduardo y después su rápido abandono a las incitaciones de la primavera? Porque érale forzoso contesarse que era a Eduardo a quien seguía buscando entre los brazos de Vicente. Y, al no explicarse aquella frialdad de su amante, se hacía responsable de ella, decíase que hubiese podido vencerla de haber sido más bella o más osada; y no consiguiendo odiarle, se acusaba a sí misma, se rebajaba, se negaba toda valía, suprimía su razón de ser y no se reconocía ya la menor virtud.

Añadamos aún que aquella vida de campamento, impuesta por la disposición de los cuartos, y que podía parecer tan divertida a sus compañeros, hería en ella más de un pudor. Y no veía ninguna salida a aquella situación, difícilmente prolongable, sin embargo.

Laura sólo encontraba un poco de consuelo y de alegría inventándose, con respecto a Bernardo, nuevos deberes de madrina o de hermana mayor. Era sensible a aquel culto que le consagraba aquel adolescente lleno de encanto; la adoración de que la hacía objeto la contenía en la pendiente de ese desprecio de sí misma, de esa repulsión, que puede llevar a resoluciones extremas a los seres más indecisos. Todas las mañanas, Bernardo, cuando una excursión a la montaña no le arrastraba antes de amanecer (pues le gustaba levantarse temprano), pasaba dos horas enteras junto a ella leyendo inglés. El examen que tenía que sufrir en octubre era un cómodo pretexto.

No podía decirse, en realidad, que sus funciones de secretario le ocupasen mucho tiempo. Estaban mal definidas. Bernardo, al asumirlas, se imaginaba ya sentado ante una mesa de trabajo, escribiendo al dictado de Eduardo y poniendo en limpio originales. Eduardo no dictaba nada; los originales, si es que los había, seguían encerrados en la maleta; en todo momento del día gozaba Bernardo de libertad; pero como sólo dependía de Eduardo utilizar más una actividad que no deseaba sino emplearse, Bernardo no se preocupaba demasiado de su cargo ni de ganarse en absoluto aquella vida bastante desahogada que hacía, gracias a la munificencia de Eduardo. Estaba completamente decidido a no dejarse apurar por los escrúpulos. Creía, no me atrevo a decir que en la providencia, pero sí al menos en su estrella, y que le correspondía cierta felicidad, como corresponde el aire a los pulmones que lo respiran. Eduardo era el dispensador de aquélla, con igual título que el orador sagrado, según Bossuet, lo es de la sabiduría divina. Por lo demás, Bernardo consideraba aquel régimen como provisional, esperando pagarlo algún día, no bien hubiese fabricado las riquezas, cuya abundancia sopesaba en su corazón. Lo que le causaba despecho sobre todo era que Eduardo no recurriese a ciertos dones que sentía en él y que no descubría en Eduardo. «No sabe utilizarme», pensaba Bernardo, que se tragaba su amor propio y que añadía, sensatamente, a renglón seguido: «Peor para él.»

Pero entonces, ¿de dónde podía proceder la tirantez entre Eduardo y Bernardo? Bernardo me parece pertenecer a esa clase de espíritus que encuentran su firmeza en la oposición. No soportaba que Eduardo tuviese ascendiente sobre él y, antes que ceder a su influencia, se rebelaba. Eduardo, que no pensaba para nada en doblegarle, se irritaba y se entristecía alternativamente, sintiéndole reacio, dispuesto a defenderse, o al menos a protegerse, continuamente. Llegaba, pues, a pensar si no habría cometido una torpeza al traerse consigo aquellos dos seres que no había reunido, al parecer, más que para coligarles contra él. Incapaz de penetrar los sentimientos secretos de Laura, tomaba por frialdad su retraimiento y sus reticencias. Le hubiera cohibido grandemente ver claro en ello y era lo que Laura comprendía; de suerte que su amor desdeñado empleaba ya únicamente su fuerza en ocultarse y en callar.

La hora del té los reunía, de costumbre, a los tres en el cuarto grande; ocurría con frecuencia que, invitada por ellos, la señora Sophroniska se les unía; sobre todo los días en que Borís y Bronja se iban de paseo. Ella les daba mucha libertad, a pesar de su corta edad; tenía absoluta confianza en Bronja y la sabía muy prudente, sobre todo con Boris, que se mostraba especialmente dócil con ella. El sitio era seguro; pues, naturalmente, ni qué decir tiene que ellos no se aventuraban por la montaña ni escalaban ni siquiera las rocas cercanas al hotel. Cierto día que los dos niños habían conseguido permiso para ir hasta el pie del ventisquero, a condición de no apartarse en absoluto de la carretera, la señora Sophroniska, invitada al té, y animada por Bernardo y por Laura, llegó hasta atreverse a pedir a Eduardo que les hablase de su futura novela, si es que no le era desagradable.

—De ningún modo; pero no puedo contársela.

Sin embargo, pareció casi enfadarse cuando Laura le preguntó (pregunta evidentemente torpe) «a qué se parecía aquel libro».

—A nada —replicó; e inmediatamente y como si no hubiese esperado más que aquella provocación—: ¿Por qué rehacer lo que otros han hecho ya, o lo que he hecho yo mismo, o lo que otros podrían hacer?

No bien hubo proferido estas palabras Eduardo, cuando comprendió su inconveniencia, su exageración y su asurdidez; al menos aquellas palabras le parecieron inconvenientes y absurdas; o, por lo menos, temía que las tildase así el criterio de Bernardo.

Eduardo era muy quisquilloso. En cuanto le hablaban de su trabajo, y sobre todo en cuanto le hacían hablar de él, hubiérase dicho que perdía la cabeza.

Sentía un perfecto desprecio por la fatuidad habitual de los autores; corregíase lo mejor que podía de la suya propia; pero buscaba gustoso en la consideración ajena un refuerzo para su modestia; en cuanto esta consideración faltaba, la modestia se venía abajo inmediatamente. La estimación de Bernardo le interesaba extraordinariamente. ¿Era para conquistarlo por lo que no bien estaba delante de él dejaba piafar a su pegaso? Ya sabía muy bien Eduardo cuál era el mejor medio para perderla; se lo decía y se lo repetía; pero, a pesar de todas las resoluciones, en cuanto estaba delante de Bernardo obraba de muy distinto modo de lo que hubiese querido y hablaba de una manera que le parecía inmediatamente absurda (y que lo era, realmente). ¿En qué iba a poder notarse que le quería?… Pero no, no lo creo. Para obtener de nosotros la mueca, así como mucho amor, basta un poco de vanidad.

—¿Será porque, de todos los géneros literarios —discurría Eduardo—, la novela sigue siendo el más libre, el más «lawless», será quizás por eso, por miedo a esa misma libertad (porque los artistas que más suspiran por la libertad, son los más trastornados con frecuencia, en cuanto la consiguen), por lo que la novela se ha aferrado siempre tan tímidamente a la realidad? Y no hablo sólo de la novela francesa. De igual modo que la novela inglesa, la novela rusa, por exenta que esté de la sujeción, se esclaviza a la semejanza. El único progreso que tiene presente es acercarse todavía más al natural. No ha conocido nunca la novela, «esa formidable erosión de los contornos», de que habla Nietzsche, y ese voluntario apartamiento de la vida, que permitieron el estilo, en las obras de los dramaturgos griegos, por ejemplo, o en las tragedias del siglo XVII francés. ¿Conoce usted nada más perfecto y más hondamente humano que esas obras? Pero precisamente eso no es humano más que hondamente; eso no se precia de parecerlo, o cuando menos de parecer real. Eso sigue siendo una obra de arte.

Eduardo se había levantado, y con el temor de parecer explicar una clase, mientras hablaba echaba el té, luego iba y venía, y después exprimía un limón en su taza, prosiguiendo, sin embargo:

—Porque Balzac era un genio, y porque todo genio parece aportar a su arte una solución definitiva y exclusiva, se ha sentenciado que lo característico de la novela era hacer la «competencia al estado civil». Balzac había construido su obra; pero no había pensado nunca codificar la novela; su artículo sobre Stendhal lo muestra claramente. ¡Competencia al estado civil! ¡Cómo si no hubiese ya bastantes monigotes y paletos en la tierra! ¿Qué tengo que ver con el estado civil? El eslado soy yo, el artista; civil o no, mi obra aspira a no hacer la competencia a nada.

Eduardo, que se acaloraba, un poco ficticiamente quizá, se volvió a sentar. Fingía no mirar para nada a Bernardo; pero para él hablaba. A solas con él no hubiera sabido decir nada; agradecía a aquellas dos mujeres que le incitasen.

—A veces, paréceme que no admiro en literatura nada tanto como, por ejemplo en Racine, la discusión entre Mitrídates y sus hijos; en la que se sabe perfectamente que jamás han podido hablar de ese modo un padre y unos hijos, y en la que, sin embargo (y debiera yo decir tanto más), todos los padres y todos los hijos pueden reconocerse. Localizando y especificando, se limita. No hay verdad psicológica más que la particular, es cierto; pero no hay más que arte general. Todo el problema está aquí precisamente; expresar lo general con lo particular; hacer expresar lo general con lo particular. ¿Me permiten ustedes encender la pipa?

—Enciéndala, enciéndala —dijo Sophroniska.

—Pues bien: quisiera yo una novela que fuese a la vez tan cierta y tan alejada de la realidad, tan particular y tan general al mismo tiempo, tan humana y tan ficticia como Atalía, Tartufo o Cinna.

—¿Y… el asunto de esa novela?

—No lo tiene —replicó Eduardo bruscamente—; y eso es lo más asombroso quizá. Mi novela no tiene asunto. Sí, ya lo sé; parece una estupidez lo que estoy diciendo. Pongamos, si ustedes lo prefieren, que no tendrá «un» asunto… «Un trozo de vida», decía la escuela naturalista. El gran defecto de esta escuela es el de cortar su trozo siempre en el mismo sentido; en el sentido del tiempo, a lo largo. ¿Por qué no a lo ancho?, ¿o a lo hondo? Por lo que a mí se refiere, quisiera no cortar en absoluto. Entiéndanme bien: quisiera incluirlo todo en esta novela, Nada de tijeretazo para detener, aquí mejor que allá, su sustancia. Desde hace más de un año que trabajo en ella, no me acontece nada que no vierta y que no quisiera yo hacer entrar allí: lo que veo, lo que sé, todo cuanto me enseña la vida de los demás y la mía…

—¿Y todo eso estilizado? —dijo Sophroniska, fingiendo la más viva atención pero indudablemente con un poco de ironía. Laura no pudo reprimir una sonrisa. Eduardo se alzó levemente de hombros y repuso:

—Y ni siquiera es eso lo que quiero hacer. Lo que quiero es presentar por una parte la realidad y por otra ese esfuerzo para estilizarla, del que les hablaba hace poco.

—Mi buen amigo, hará usted morir de aburrimiento a sus lectores —dijo Laura; no pudiendo ya disimular su sonrisa se había decidido a reír abiertamente.

—Nada de eso. Para lograr ese efecto, sígame usted, invento un personaje de novelista, que coloco como figura central; y el asunto del libro, si usted quiere, es precisamente la lucha entre lo que le ofrece la realidad y lo que él pretende hacer con ella.

—Sí, sí, ya lo veo —dijo cortésmente Sophroniska, que estaba a punto de contagiarse de la risa de Laura—. Podría ser bastante curioso. Pero ya sabe usted que en las novelas es siempre peligroso presentar a intelectuales. Fastidian al público; no consigue uno hacerles decir más que necedades, y transmiten a todo lo que se relaciona con ellos, un aspecto abstracto.

—Y además veo perfectamente lo que va a ocurrir —exclamó Laura—: no podrá usted por menos de describirse en ese novelista.

Había adoptado, desde hacía un rato, al dirigirse a Eduardo, un tono burlón que la extrañaba a ella misma, y que desconcertaba a Eduardo tanto más cuanto que sorprendía un reflejo de aquél en las miradas maliciosas de Bernardo. Eduardo protestó:

—¡No, no! Ya tendré buen cuidado de hacerle muy desagradable.

Laura estaba lanzada.

—Eso es: así le reconocerá a usted todo el mundo —dijo prorrumpiendo en una risa tan franca que provocó la de los otros tres.

—¿Y está hecho el plan de ese libro? —preguntó Sophroniska, intentando recobrar su seriedad.

—Claro que no.

—¿Cómo claro que no?

—Debía usted comprender que un plan, tratándose de un libro de ese género, es esencialmente inadmisible. Resultaría todo falseado si decidiese yo nada de antemano. Espero a que la realidad me lo dicte.

—Pero yo creí que quería usted apartarse de la realidad.

—Mi novelista querrá apartarse; pero yo le volveré a llevar a ella sin cesar. En puridad, ése será el asunto: la lucha entre los hechos propuestos por la realidad y la realidad ideal.

La falta de lógica de sus palabras era flagrante, saltaba a la vista de una manera penosa. Veíase claramente que, bajo su cráneo, Eduardo encerraba dos exigencias inconciliables, y que se consumía queriendo concertarlas.

—¿Y está muy adelantado? —preguntó cortésmente Sophroniska.

—Eso depende de lo que entienda usted por ello. En realidad, del libro mismo, no he escrito aún una sola línea. Pero he trabajado ya mucho en él. Pienso en él todos los días sin cesar. Trabajo de una manera muy curiosa, que voy a explicarles: anoto a diario en un cuaderno el estado de esta novela en mi espíritu; sí, es una especie de diario que redacto, como llevaría uno el de un niño… Es decir, que, en vez de contentarme con resolver, a medida que se presenta cada dificultad (y toda obra de arte no es sino la suma o el producto de las soluciones de una cantidad de pequeñas dificultades sucesivas); cada una de esas dificultades la expongo y la estudio. Ese cuaderno contiene, si ustedes quieren, la crítica continua de mi novela, o mejor dicho, de la novela en general. Figúrense ustedes el interés que tendría para nosotros un cuaderno así, escrito por Dickens o Balzac; ¡si tuviéramos nosotros el diario de La Educación sentimental o de Los Hermanos Karamazov!, ¡la historia de la obra, de su gestación! Sería apasionante… más interesante que la obra misma…

Eduardo esperaba vagamente que le pedirían que leyese aquellas notas. Pero ninguno de los tres manifestó la menor curiosidad. Y en lugar de eso:

—Mi pobre amigo —dijo Laura con un acento de tristeza—; veo perfectamente que no escribirá usted nunca esa novela.

—Pues bien, voy a decirles una cosa —exclamó en un impetuoso arrebato, Eduardo—: me es igual. Sí, si no consigo escribir ese libro es que la historia del libro me habrá interesado más que el propio libro; que habrá ocupado su puesto; y será mejor.

—¿No teme usted, al separarse de la realidad, extraviarse en regiones mortalmente abstractas, y hacer una novela, no de seres vivos, sino de ideas? —preguntó Sophroniska, tímidamente.

—¡Y aunque así fuera! —gritó Eduardo en un nuevo arrebato de vigor—. A causa de los torpes que se han descarriado, ¿debemos condenar la novela de ideas? A guisa de novelas de ideas no nos han ofrecido hasta ahora más que execrables novelas de tesis. Pero no se trata de eso, como usted comprenderá. Las ideas… las ideas, se lo confieso, me interesan más que los hombres; me interesan por encima de todo. Viven, combaten, agonizan como los hombres. Puede decirse, naturalmente, que las conocemos tan sólo a través de los hombres, de igual modo que no conocemos el viento sino por las cañas que doblega; pero de todas maneras el viento importa más que las cañas.

—El viento existe independientemente de las cañas —insinuó Bernardo.

Esa intervención hizo estremecer a Eduardo, que la esperaba hacía largo rato.

—Sí, ya lo sé: las ideas existen únicamente por los hombres; pero ahí está precisamente lo patético: viven a expensas de ellos.

Bernardo había escuchado todo aquello con una atención sostenida; sentíase lleno de escepticismo y le faltaba poco para que Eduardo le pareciese un visionario; en los últimos momentos, sin embargo, la elocuencia de aquél le había emocionado; bajo el soplo de aquella elocuencia había sentido inclinarse su pensamiento; pero, decíase Bernardo, como una caña después de haber pasado el viento, ésta se endereza muy pronto. Recordaba lo que les enseñaban en clase: las pasiones mueven al hombre, y no las ideas. Sin embargo, Eduardo proseguía:

—Lo que yo quisiera hacer, compréndanme, es algo que fuese como el Arte de la fuga. Y no veo por qué lo que fue posible en música, iba a resultar imposible en literatura…

A lo cual replicaba Sophroniska, que la música es un arte sistemático y que, además, al no considerar excepcionalmente más que la cifra musical, al proscribir la emoción y la humanidad, Bach había logrado ejecutar la obra maestra abstracta del tedio, una especie de templo astronómico, donde no podían penetrar más que escasos iniciados. Eduardo argüía inmediatamente que él veía en ello el resultado y el pináculo de toda la carrera de Bach.

—Después de lo cual —añadió Laura—, hemos quedado curados de la fuga por mucho tiempo. Al no encontrar dónde alojarse allí, la emoción humana ha buscado otros habitáculos.

La discusión se perdía en argucias. Bernardo, que había guardado silencio hasta aquel momento, pero que comenzaba a impacientarse en su silla, no pudo contenerse al fin; con una gran deferencia, exagerada incluso, como cada vez que dirigía la palabra a Eduardo, pero con aquella especie de jovialidad que parecía convertir en un juego dicha deferencia:

—Perdóneme usted —dijo— el que conozca el título de su libro, ya que ha sido por una indiscreción, sobre la cual ha querido usted, sin embargo, creo yo, pasar la esponja. ¿Ese título parecía anunciar una historia…?

—¡Oh! Díganos ese título —suplicó Laura.

—Como usted quiera, mi querida amiga… Pero le advierto que es posible que lo cambie. Temo que sea un poco engañoso… Ande, dígaselo usted, Bernardo.

—¿Lo permite usted?… Los monederos falsos —dijo Bernardo—. Pero ahora, díganos usted a su vez: esos monederos falsos… ¿quiénes son?

—Pues… no lo sé —contestó Eduardo.

Bernardo y Laura se miraron y luego miraron a Sophroniska; se oyó un largo suspiro; creo que fue Laura la que lo lanzó.

En realidad, Eduardo pensaba al principio en determinados compañeros suyos al pensar en Los monederos falsos; y especialmente, en el vizconde de Passavant. Pero la imputación se había ampliado en seguida considerablemente; según soplase el viento espiritual de Roma o de otra parte, sus héroes se convertían alternativamente en sacerdotes o en masones. Si abandonaba su cerebro en su pendiente, volcaba pronto en lo abstracto, donde se revolcaba a su gusto. Las ideas de cambio, de desvalorización, de inflación, invadían poco a poco su libro, como las teorías del traje el Sartor Resartus, de Carlyle, donde usurpaban el sitio de los personajes. Como Eduardo no podía hablar de esto, callaba del modo más torpe, y su silencio, que parecía una confesión de penuria, empezaba a cohibir mucho a los otros tres.

—¿Le ha ocurrido ya tener en la mano una moneda falsa? —preguntó al fin.

—Sí —dijo Bernardo—; pero el «no» de las dos mujeres cubrió su voz.

—Pues imagínese una moneda de diez francos, falsa. No vale en realidad más que diez céntimos. Valdrá diez francos mientras no se compruebe que es falsa. Por lo tanto, si parto de la idea de que…

—Pero, ¿por qué partir de una idea? —interrumpió Bernardo impaciente—. Si partiese usted de un hecho bien expuesto, la idea vendría a ocuparlo por sí sola. Si escribiese yo Los monederos falsos, empezaría por presentar la moneda falsa, esa pequeña moneda de la que hablaba usted hace un momento… y aquí está.

Y al decir esto, sacó de su bolsillo una moneda de diez francos y la echó sobre la mesa.

—Oiga usted lo bien que suena. Casi el mismo sonido que las otras. Juraría uno que es de oro. Me ha dado el pego esta mañana, como se lo dio al propio tendero que me la ha proporcionado, según me dijo. Creo que no tiene el mismísimo peso; pero posee el brillo y casi el sonido de una moneda buena; su baño es de oro, de modo que vale, a pesar de todo, un poco más de diez céntimos; pero es de cristal. Con el uso se pondría transparente. No, no la frote usted; me la estropearía. Se ve ya casi al través.

Eduardo la había cogido y la examinaba con la más atenta curiosidad.

—¿Pero quién se la dio al tendero?

—Ya no se acuerda. Creía tenerla desde hace varios días en su cajón. Se divertía en endosármela, para ver si yo picaba. Iba a admitirla, palabra, pero como es un hombre honrado, me lo advirtió; y luego me la dejó en cinco francos. Quería conservarla para enseñársela a los que él llama «los aficionados». He pensado que no podía haber ninguno mejor que el autor de Los monederos falsos; y la he adquirido para enseñársela a usted. Pero ahora que la ha examinado ya, ¡devuélvamela! Veo ¡ay! que la realidad no le interesa.

—Sí —dijo Eduardo—; pero me molesta.

—¡Qué lástima! —replicó Bernardo.

DIARIO DE EDUARDO

«(Aquella misma noche). —Sophroniska, Bernardo y Laura me han hecho preguntas sobre mi novela. ¿Por qué he consentido en hablar? No he dicho más que tonterías. Interrumpido, afortunadamente, por el regreso de los dos muchachos; rojos, sofocados, como si hubiesen corrido mucho. En cuanto entró, Bronja se arrojó sobre su madre; creí que iba a llorar.

»—Mamá —exclamó—, riñe un poco a Boris. Quería tumbarse todo desnudo sobre la nieve.

»Sophroniska ha mirado a Boris que permanecía en el umbral de la puerta, con la frente inclinada y una mirada fija que parecía casi rencorosa; no ha parecido ella darse cuenta de la expresión insólita del chico, y con una tranquilidad admirable:

»—Escucha, Boris —ha dicho—: no hay que hacer eso al atardecer. Si quieres, iremos allí mañana por la mañana; y, primero, puedes probar a andar descalzo…

»Acariciaba ella suavemente la frente de su hija; pero ésta ha caído al suelo bruscamente y se ha revolcado con violentas convulsiones. Estábamos bastante asustados, Sophroniska la ha cogido y la ha acostado sobre el sofá. Boris, sin moverse, contemplaba esta escena con ojos atontados.

»Los métodos educativos de Sophroniska me parecen excelentes en teoría, pero quizá se equivoca sobre la resistencia de estos muchachos.

»—Obra usted como si el bien debiera siempre vencer al mal —le he dicho al poco rato, ya solo con ella. (Después de comer, he ido a preguntar por Bronja, que no había podido bajar a cenar).

»—En efecto —me ha dicho—. Creo firmemente que el bien debe triunfar. Tengo confianza.

»—Sin embargo, puede usted equivocarse por exceso de confianza…

»—Cada vez que me he equivocado, es que mi confianza no había sido lo suficientemente grande. Hoy, al permitir salir a estos niños, les dejé ver un poco de preocupación; ellos lo notaron. Todo lo demás ha venido de eso.

»Me ha cogido la mano.

»—Parece usted no creer en la virtud de las convicciones… o mejor dicho, en su fuerza operante.

»—En efecto —he dicho riendo—, no soy místico.

»—¡Pues yo —ha exclamado ella, con un arrebato admirable— creo con toda mi alma que, sin misticismo, no se hace en este mundo nada grande, nada bello!

»He descubierto en el registro de viajeros el nombre de Víctor Strouvilhou. Según los informes del dueño del hotel, ha debido marcharse de Saas-Fée, la antevíspera de nuestra llegada, después de haber permanecido aquí cerca de un mes. Sophroniska le ha tratado, sin duda. Tengo que preguntarle.»