VIII
Eduardo regresa a París. La carta de Laura
Hay que elegir las mujeres o conocerlas; no existe término medio.
CHAMFORT.
En el rápido de París, Eduardo lee el libro de Passavant: La barra fija, recién publicado y que acaba de comprar en la estación de Dieppe. Aquel libro le espera, sin duda, en París; pero Eduardo está impaciente por conocerlo. Hablan, de él en todas partes. Ninguno de sus libros ha merecido nunca el honor de figurar en las librerías de las estaciones. Le han hablado, sí, de tal, o cual gestión que bastaría hacer para conseguir su admisión; pero a él no le interesa mucho. Piensa una vez más que le preocupa muy poco que sus libros estén expuestos en las librerías de las estaciones, pero necesita repetírselo al ver en ellas el libro de Passavant. Todo lo que hace Passavant le molesta, así como todo lo que se hace en torno a Passavant: los artículos, por ejemplo, donde ponen aquel libro por las nubes. Sí, es como un hecho deliberado: cada uno de los tres periódicos que compra, apenas se apea, contiene un elogio de La barra fija. Otro, el cuarto, inserta una carta de Passavant, protestando de un artículo un poco menos laudatorio que los otros, publicado anteriormente en ese periódico. Passavant defiende allí su libro y lo explica. Aquella carta irrita a Eduardo todavía más que los artículos. Passavant pretende esclarecer a la opinión: es decir, la inclina hábilmente. Ninguno de los libros de Eduardo ha dado lugar jamás a tantos artículos; por eso Eduardo no ha hecho nunca nada para ganarse la simpatía de los críticos. Si éstos le acogen con frialdad, le importa poco. Pero, leyendo los artículos sobre el libro de su rival, necesita repetirse que le importa poco.
No es que deteste a Passavant. Le ha visto algunas veces y le ha encontrado encantador. Por otra parte, Passavant ha estado siempre con él de lo más amable. Pero los libros de Passavant le desagradan; Passavant le parece más bien un intrigante que un artista. Basta de pensar en él…
Eduardo saca del bolsillo de su americana la carta de Laura, aquella carta que releía sobre la cubierta del barco: la relee una vez más:
«Amigo mío:
»La última vez que le he visto —era, como recordará usted, en St. Jame’s Park, el 2 de abril, la víspera de mi viaje al mediodía— me hizo usted que le prometiese escribirle si me encontraba en un apuro. Cumplo mi promesa. ¿A quién iba yo a recurrir sino a usted? Aquellos en quienes quisiera poder apoyarme, son precisamente a los que debo ocultar mi angustia. Amigo mío, estoy en una gran desesperación. Algún día quizás le contaré a usted lo que ha sido mi vida desde que me separé de Félix. Me acompañó hasta Pau y luego se fue solo a Cambridge, reclamado por su clase. Lo que ha sido de mí, allá lejos, sola y abandonada a mí misma, a la convalecencia, a la primavera… ¿Podría atreverme a confesar a usted lo que no puedo decir a Félix? Ha llegado el día en que debía reunirme con él. ¡Ay! No soy ya digna de volverle a ver. Las cartas que le he escrito desde hace algún tiempo son falsas y las que recibo de él sólo hablan de su alegría al saber que estoy mejor. ¡Por qué no seguiré enferma! ¡Por qué no habré muerto allá!… Amigo mío, he tenido que rendirme a la evidencia; estoy embarazada, y el hijo que espero no es de él. Me he separado de Félix hace tres meses; de cualquier modo, a él, por lo menos, no puedo engañarle. No me atrevo a regresar a su lado. No puedo. No quiero. Es demasiado bueno. Me perdonaría, sin duda, y yo no merezco, no quiero que me perdone. No me atrevo a volver con mis padres, que me siguen creyendo en Pau. Si mi padre supiera, si comprendiese, sería capaz de maldecirme. Me rechazaría. ¿Cómo afrontaría yo su virtud, su horror al mal, a la mentira, a todo lo que es impuro? Temo también afligir a mi madre y a mi hermana. En cuanto al que… pero no quiero acusarle; cuando me prometió ayudarme estaba en situación de poder hacerlo. Pero para ayudarme con más facilidad, empezó, desgraciadamente, a jugar. Perdió la cantidad que iba a servir para mi manutención y para el parto. Lo perdió todo. Pensé al principio marcharme con él a cualquier parte, a vivir juntos, por lo menos algún tiempo, porque no quería molestarle ni serle gravosa; hubiese yo terminado por encontrar donde ganarme la vida; pero no puedo intentarlo inmediatamente. Veo claramente que él sufre de tener que abandonarme y que no puede hacer otra cosa, por eso no le acuso; pero, a pesar de todo, me abandona. Estoy aquí sin dinero. Vivo de fiado, en un hotel modesto. Pero esto no puede durar. No sé lo que va a ser de mí. ¡Ay! Unos caminos tan deliciosos no podían acabar más que en un abismo. Le escribo a usted a las señas de Londres que me dio; pero, ¿cuándo le llegará esta carta? ¡Y yo que tanto deseaba ser madre! No hago más que llorar todo el día. Aconséjeme usted, ya que sólo en usted confío. Socórrame si le es posible y si no… ¡Ay! En otros tiempos hubiese tenido más valor, pero ahora ya no soy sola la que muero. Si no viene usted, si me escribe: «no puedo hacer nada», no le dirigiré ningún reproche. Al decir adiós, procuraré no añorar demasiado la vida, pero creo que no ha comprendido usted nunca muy bien que la amistad que me demostró sigue siendo lo mejor que he conocido; no ha comprendido usted bien que lo que yo llamaba mi amistad hacia usted tenía otro nombre en mi corazón.
LAURA FÉLIX DOUVIERS.»
»P. S. —Antes de echar esta carta en Correos, voy a volverle a ver por última vez. Le esperaré en su casa esta noche. Si recibe usted ésta es que realmente… Adiós, adiós, no sé ya lo que escribo.»
Eduardo ha recibido esta carta la mañana misma de su marcha. Es decir, que se ha decidido a partir inmediatamente después de haberla recibido. De todas maneras, no pensaba prolongar mucho su estancia en Inglaterra. No pretendo insinuar que no hubiera sido capaz de volver a París especialmente por socorrer a Laura; digo que le alegra volver. Se ha saciado terriblemente de placer, estos últimos tiempos, en Inglaterra; lo primero que hará en París es ir a una pasa de mala nota; y como no quiere llevar allí papeles personales, coge de la red del compartimiento su maleta, y la abre para meter en ella la carta de Laura.
El sitio de esta carta no es el espacio entre una americana y unas camisas; extrae de debajo de las ropas un cuaderno medio lleno con su letra, busca en él, al comienzo, determinadas hojas escritas el pasado año, que relee, y entre las cuales ocupará un sitio la carta de Laura.
DIARIO DE EDUARDO
18 de octubre.
«Laura no parece sospechar su poder; yo, que penetro en el secreto de mi corazón, sé muy bien que hasta hoy no he escrito ni una línea que no haya inspirado ella indirectamente. La siento junto a mí, infantil aún, y toda la habilidad de mi discurso no se la debo más que a mi deseo constante de instruirla, de convencerla, de seducirla. No veo nada, no oigo nada, sin pensar inmediatamente: ¿qué diría ella? Prescindo de mi emoción y no conozco más que la suya. Me parece, incluso, que si ella no estuviese ahí para concretarme, mi propia personalidad se perdería en contornos demasiado vagos; me concentro y me defino únicamente en torno a ella. ¿Por qué ilusión he podido creer hasta hoy que la moldeaba a mi semejanza? Cuando, por el contrario, soy yo quien me doblegaba a la suya, ¡y no lo advertía! O, mejor dicho, por un extraño cruzamiento de influencias amorosas, nuestros dos seres se deformaban recíprocamente. Involuntaria e inconscientemente cada uno de los dos seres que se aman se moldea conforme a la exigencia del otro, trabaja en parecerse a ese ídolo que contempla en el corazón del otro… Todo el que ama de verdad renuncia a la sinceridad.
»Así me ha engañado. Su pensamiento acompañaba por todas partes al mío. Admiraba yo su gusto, su curiosidad, su cultura y no sabía yo que era tan sólo por amor a mí por lo que la interesaba tan apasionadamente todo cuanto veía ella que me seducía. Porque no sabía descubrir nada. Cada una de sus admiraciones, hoy lo comprendo, no era para ella más que un diván donde tender su pensamiento junto al mío; nada respondía en esto al hondo afán de su naturaleza. «No me adorno ni me arreglo más que para ti», dirá ella. Precisamente, hubiese yo querido que lo hubiera hecho sólo para ella, y que cediese, al hacerlo, a alguna íntima necesidad personal. Pero de todo eso, que añadía ella a su persona para mí, no quedará nada, ni siquiera una añoranza, ni siquiera una sensación de falta. Llega un día en que reaparece el verdadero ser, que el tiempo despoja lentamente de todo su ropaje de prestado; y si el otro está enamorado de esas galas, no estrecha ya contra su corazón más que un adorno vacío, que un recuerdo… que luto y desesperación.
»¡Ah, con cuántas virtudes, con cuántas perfecciones la he adornado!
»¡Qué irritante es esta cuestión de la sinceridad! “¡Sinceridad!” Cuando hablo de ella, no pienso más que en la sinceridad de ella. Si me vuelvo hacia mí, dejo de comprender lo que quiere decir esa palabra. No soy nunca más que lo que creo que soy, y esto varía sin cesar, de modo que, muchas veces, si no estuviese yo aquí para tratarles, mi ser de por la mañana no reconocería ya al de por la noche. Nada hay más diferente de mí que yo mismo, tínicamente en la soledad es donde se me aparece a veces el substratum y cuando consigo cierta continuidad íntima; pero entonces paréceme que mi vida se aminora, se detiene y que voy a dejar de ser en puridad. Mi corazón no late más que por simpatía; no vivo más que por otro; por poder, pudiera yo decir, por desposorio, y nunca me siento vivir tan intensamente como cuando me escapo de mí mismo para convertirme en cualquiera.
»Esta fuerza antiegoísta de descentralización es tal que volatiza en mí el sentido de la propiedad y, por consiguiente, el de la responsabilidad. Un ser así no es de los que puedan casarse con nadie. ¿Cómo hacer comprender esto a Laura?
26 de octubre.
»Nada tiene para mí otra existencia que la “poética” (y devuelvo a esta palabra su sentido pleno) empezando por mí mismo. Paréceme a veces que no existo realmente, que me imagino, simplemente, que soy. En lo que más difícilmente consigo creer es en mi propia realidad. Me escapo sin cesar y no comprendo bien, cuando me veo obrar, que el que yo veo obrar sea el mismo que el que mira, y se extraña y duda que pueda él ser actor y espectador a la vez.
»El análisis psicológico ha perdido para mí todo interés desde el día en que advertí que el hombre experimenta lo que se imagina experimentar. De aquí a pensar que se imagina experimentar lo que experimenta… Lo veo muy bien con mi amor: entre amar a Laura e imaginarme que la amo; entre imaginarme que la amo menos y amarla menos, ¿qué pupila divina vería la diferencia? En la esfera de los sentimientos, lo real no se distingue de lo imaginario. Y si le basta a uno con imaginar que ama para amar, basta igualmente con decirse que se imagina uno amar, cuando se ama, para amar inmediatamente un poco menos e incluso para apartarse un poco de lo que se ama, o para desprender algunos cristales. Pero para decirse esto ¿no es preciso ya amar un poco menos?
»Por intermedio de semejante razonamiento X, en mi libro se esforzará en apartarse de Z; y, sobre todo, se esforzará en apartarla de él.
28 de octubre
»Se habla sin cesar de la brusca cristalización del amor. La lenta «descristalización», de la que no oigo nunca hablar, es un fenómeno psicológico que me interesa mucho más. Estimo que se le puede observar, al cabo de un tiempo más o menos largo, en todos los matrimonios por amor. No habrá que temer eso con Laura, si realmente (y es mucho mejor) se casa con Félix Douviers, como le aconsejan la razón, su familia y yo mismo. Douviers es un profesor honorabilísimo, lleno de mérito y muy capaz en su esfera (recuerdo que es queridísimo por sus alumnos), en quien Laura va a descubrir, con el trato, tantas más virtudes cuanto menos va ella a ilusionarse por adelantado; cuando habla de él, encuentro que, en el elogio, se queda más bien corta. Douviers vale más de lo que ella cree.
»¡Qué admirable asunto de novela: al cabo de quince años, de veinte años de vida conyugal; la descristalización progresiva y recíproca de los cónyuges! Mientras ama y quiere ser amado, el enamorado no puede darse por lo que es en realidad, y además, no ve al otro, sino, en su lugar, a un ídolo que él adora, diviniza y crea.
»He puesto, por lo tanto, en guardia a Laura, contra ella y contra mí mismo. He intentado persuadirla de que nuestro amor no podría asegurarnos ni a uno ni a otro, una felicidad duradera. Espero haberla casi convencido.»
Eduardo se encoge de hombros, cierra el diario sobre la carta y vuelve a meter las dos cosas en la maleta. Guarda allí también su cartera después de haber sacado un billete de cien francos, que le bastará seguramente hasta el momento en que acuda a recoger su maleta, que piensa dejar en la consigna al llegar. Lo molesto es que no se cierra con llave su maleta, o por lo menos que él no tiene llave para cerrarla. Pierde siempre las llaves de sus maletas. ¡Bah! Los empleados de la consigna están demasiado atareados durante el día, y nunca solos. Recogerá la maleta alrededor de las cuatro; la llevará a su casa, luego irá a consolar y a socorrer a Laura e intentará llevársela a cenar.
Eduardo dormita; sus pensamientos toman insensiblemente otro rumbo. Se pregunta si hubiera él adivinado, con la sola lectura de la carta de Laura, que ella tiene el pelo negro. Se dice que los novelistas, con la descripción demasiado exacta de sus personajes, embrollan más que ayudan a la imaginación y que debían dejar que el lector se representase cada uno de aquéllos como le pareciese. Piensa en la novela que prepara, que no debe parecerse a nada de lo que ha escrito hasta aquel día. No está seguro de que Los monederos falsos sea un buen título. Ha hecho mal en anunciarlo. Absurda esta costumbre de indicar los «en preparación», a fin de atraer a los lectores. Eso no atrae a nadie y le compromete a uno… No está seguro tampoco de que el asunto sea muy bueno. Piensa en él sin cesar y desde hace largo tiempo; pero no ha escrito todavía una sola línea. En cambio, transcribe sobre un cuaderno sus notas y reflexiones.
Saca de la maleta ese cuaderno, y de su bolsillo una estilográfica. Escribe:
«Despojar a la novela de todos los elementos que no pertenezcan específicamente a la novela. Así como la fotografía, en otro tiempo, desembarazó a la pintura de la preocupación de ciertas exactitudes, el fonógrafo limpiará sin duda mañana a la novela de sus diálogos transcritos, de los que se vanagloria con frecuencia el realista. Los acontecimientos exteriores, los accidentes, los traumatismos, pertenecen al cine; está bien que la novela se los deje. Hasta la descripción de los personajes no me parece en absoluto que pertenezca propiamente al género. Sí, realmente, no me parece que la novela “pura” (y en arte, como en todo, sólo importa la pureza) deba ocuparse de ello. Como no lo hace el drama. Y que no se me diga que el dramaturgo no describe sus personajes porque el espectador está llamando a verlos llevados completamente vivos a la escena; porque cuántas veces no nos ha molestado, en el teatro, el actor, y nos ha hecho sufrir el que se pareciese tan mal a quien, sin él, nos imaginábamos tan bien. El novelista, por lo general, no abre suficiente crédito a la imaginación del lector.»
¿Qué estación acaba de pasar, como una tromba? Asnières. Vuelve a guardar el cuaderno en la maleta. Pero decididamente el recuerdo de Passavant le atormenta. Saca otra vez el cuaderno, y escribe de nuevo:
«Para Passavant, la obra de arte es más un medio que un fin. Las convicciones artísticas de que hace muestra, se afirman tan vehementes sólo porque no son profundas; ninguna secreta exigencia temperamental las manda; responden al dictado de la época; su santo y seña es: oportunidad.
»La barra fija. Lo que muy pronto parecerá más anticuado, es lo que, al principio, parece más moderno. Cada complacencia, cada afectación, es la promesa de una arruga. Pero por eso es por lo que Passavant gusta a los jóvenes. Le importa poco el porvenir. Es a la generación de hoy a la que se dirige (lo cual es realmente preferible a dirigirse a la de ayer), pero como no se dirige más que a ella, lo que escribe corre el riesgo de irse con ella. Él lo sabe y no se promete la supervivencia; y eso es lo que hace que se defienda tan hoscamente, no sólo cuando le atacan, sino que protesta incluso a cada restricción de los críticos. Si sintiese que su obra era duradera, la dejaría defenderse por sí misma y no intentaría justificarla sin cesar. ¿Qué digo? Se felicitaría de las incomprensiones y de las injusticias. Mayores dificultades para los críticos de mañana.»
Consulta su reloj. Las once y treinta y cinco. Deben haber llegado. ¿Curiosidad de saber si —por imposible casualidad— Oliverio le espera a la llegada del tren? No piensa en ello lo más mínimo. ¿Cómo suponer tan sólo que Oliverio haya podido tener conocimiento de la postal en que él anunciaba a los padres de Oliverio su regreso —y donde incidentalmente, descuidadamente, distraídamente en apariencia—, precisaba el día y la hora, como si tendiese un lazo al azar, por amor a las troneras?
Para el tren. ¡Pronto, un mozo! No; su maleta no es tan pesada y la consigna está cerca… Suponiendo que esté allí, ¿sabrán reconocerse entre la multitud? ¡Se han visto tan poco! ¡Con tal de que no esté muy cambiado!… ¡Ah, cielos! ¿Será él?