II
Diario de Eduardo:
El pequeño Boris

«No me ha salido difícil encontrar al pequeño Boris. Al día siguiente de nuestra llegada, ha salido a la terraza del hotel y ha empezado a contemplar las montañas a través de un catalejo montado sobre un trípode, puesto a disposición de los viajeros. Le he reconocido en seguida. Una muchachita un poco mayor que Boris se ha reunido pronto con él. Estaba yo colocado muy cerca, en el salón cuya puerta-balcón permanecía abierta, y no perdía una sola palabra de su conversación. Tenía muchas ganas de hablarle, pero he creído más prudente entrar primero en relaciones con la madre de la muchacha, una doctora polaca a quien han confiado Boris y que le vigila estrechamente. La pequeña Bronja es exquisita; debe de tener unos quince años. Lleva su espeso pelo rubio en trenzas, que le llegan hasta el talle; su mirada y el sonido de su voz parecen más que humanos, angélicos. Transcribo a continuación el diálogo de los dos niños:

»—Boris, mamá prefiere que no toquemos el anteojo. ¿No quieres venir a pasearte?

»—Sí que quiero. No, no quiero.

»Las dos frases contradictorias fueron dichas de un tirón. Bronja no se fijó más que en la segunda y replicó:

»—¿Por qué?

»—Hace demasiado calor, hace demasiado frío. (Había él dejado el anteojo.)

»—Anda, Boris, sé bueno. Ya sabes que le gustaría a mamá que saliésemos juntos. ¿Dónde has puesto tu sombrero?

»—Vibroskomenopatof. Blaf, blaf.

»—¿Qué quiere decir eso?

»—Nada.

»—Entonces, ¿por qué lo dices?

»—Para que no lo entiendas.

»—Si no quiere decir nada, me es igual no entenderlo.

»—Aunque quisiese decir algo eso, no lo entenderías de todas maneras.

»—Cuando se habla es para hacerse entender.

»—¿Quieres que juguemos a inventar palabras para que no las entendamos más que nosotros dos?

»—Procura, primero, hablar bien el francés.

»—Mi mamá habla el francés, el inglés, el romano, el ruso, el turco, el polaco, el ítaloscopo, el español, el peluquines y el xixitú.

»Todo esto dicho muy de prisa, con una especie de furor lírico.

»Bronja se echó a reír.

»—Boris, ¿por qué te pasas todo el rato contando cosas que no son verdad?

»—¿Por qué no crees nunca lo que te cuento?

»—Creo lo que me dices, cuando es verdad.

»—¿Y cómo sabes tú cuándo es verdad? Bien te creí el otro día cuando me hablaste de los ángeles. Di, Bronja, ¿crees tú que si rezase muy fuerte los vería yo también?

»—Los verás quizá si pierdes la costumbre de mentir y si Dios quiere enseñártelos; pero Dios no te los enseñará si le rezas sólo para verlos. Hay muchas cosas preciosísimas que veríamos si fuésemos menos malos.

»—Bronja, tú no eres mala y por eso puedes ver los ángeles. Yo seré siempre malo.

»—¿Y por qué no procuras no serlo más? ¿Quieres que vayamos los dos hasta (aquí la indicación de un lugar que yo no conocía) y rezaremos allí los dos a Dios y a la Santísima Virgen para que te ayuden a no ser ya malo?

»—Sí. No; oye: vamos a coger un palo; tú cogerás una punta y yo la otra. Voy a cerrar los ojos y te prometo no volver a abrirlos hasta que hayamos llegado allí.

»Se alejaron un poco; y mientras bajaban los escalones de la terraza oí de nuevo a Boris:

»—Sí, no; esa punta no. Espera que la limpie.

»—¿Por qué?

»—Es que la he tocado.

»La señora Sophroniska se ha acercado a mí, cuando acababa yo a solas mi desayuno y buscaba precisamente el medio de abordarla. Me sorprendió ver que llevaba mi último libro, en la mano; me preguntó, sonriendo del modo más afable, si era realmente el autor a quien tenía el gusto de hablar; e inmediatamente después se ha aventurado en una larga apreciación sobre mi libro. Su opinión, críticas y alabanzas, me han parecido más inteligentes que las que acostumbro a oír, aunque su punto de vista no fuese apenas literario. Me ha dicho que la interesan casi exclusivamente las cuestiones de psicología y lo que puede iluminar con una luz nueva el alma humana. Pero qué raros son, ha agregado, los poetas, dramaturgos o novelistas que saben no contentarse con una psicología completamente fabricada (la única, le he dicho, que puede contentar a los lectores).

»El pequeño Boris le ha sido confiado durante las vacaciones, por su madre. Me he guardado muy bien de dejar traslucir las razones que tenía yo para interesarme por él.

»—Está muy delicado —me ha dicho la señora Sophroniska—. La compañía de su madre no le sirve de nada. Hablaba ella de venir a Saas-Fée con nosotros; pero yo no he accedido a ocuparme del niño como no le entregase ella, por completo, a mis cuidados; si no no podría yo responder de mi tratamiento.

»—Figúrese usted, caballero —ha continuado ella—, que mantiene a ese pequeño en un estado de exaltación continua, que favorece en él la aparición de los peores trastornos nerviosos. Desde la muerte del padre, esa mujer tiene que ganarse la vida. No era más que pianista, una ejecutante incomparable, hay que reconocerlo; pero su arte demasiado sutil no podía gustar al gran público. Se ha decidido a cantar en los «concerts», en los casinos, a mostrarse en los escenarios. Se llevaba a Boris a su camerino; creo que el ambiente ficticio del teatro ha contribuido mucho a desequilibrar a este niño. Su madre le quiere mucho; pero, a decir verdad, sería preferible que no viviese con ella.

»—¿Qué tiene en realidad? —pregunté.

»Ella se echó a reír:

»—¿Quiere usted saber el nombre de su enfermedad? ¡Ah!, ¿qué adelantaría usted con que le dijese yo un bello nombre científico?

»—Dígame usted tan sólo de qué padece.

»—Padece una enormidad de pequeños trastornos, de manías, que hacen pensar: es un niño nervioso, y que se tratan, generalmente, con reposo al aire libre y con higiene. Verdad es que un organismo robusto no permitiría que se produjesen esos trastornos. Pero si la debilidad las favorece, tampoco es que las cause, precisamente. Creo que se puede encontrar su origen en una primera conmoción del ser debida a algún suceso que importa descubrir. El paciente, en cuanto se siente consciente de esa causa, está semicurado. Pero esa causa se va la mayoría de las veces de su memoria; diríase que se disimula a la sombra de la enfermedad; detrás de ese abrigo la busco yo, para tratarla a plena luz, es decir, al campo de la visión. Creo que una mirada clara, limpia la conciencia como un rayo de luz purifica un agua infectada.

»Conté a Sophroniska la conversación que había yo descubierto el día anterior, y por la cual, me parecía que Boris se hallaba lejos de estar curado.

»—Estoy también lejos de saber del pasado de Boris todo lo que me sería necesario saber. Hace poco tiempo que he empezado mi tratamiento.

»—¿En qué consiste?

»—¡Oh! Sencillamente, en dejarle hablar. Todos los días me paso una o dos horas a su lado. Le interrogo, aunque muy poco. Lo importante es conquistar su confianza. Sé ya muchas cosas, y presiento muchas más. Pero el muchacho se defiende todavía, siente vergüenza; si insistiera yo demasiado rápidamente y con demasiada intensidad, si intentase provocar violentamente sus confidencias, iría yo en contra de lo que deseo lograr: un abandono completo. Se rebelaría. Mientras no haya conseguido vencer su reserva, su pudor…

»El interrogatorio de que ella me hablaba me pareció hasta tal punto atentatorio que me costó trabajo contener un movimiento de protesta; pero mi curiosidad pudo más.

»—Es decir, ¿qué espera usted de ese muchacho, algunas revelaciones impúdicas?

»Fue ella ahora la que protestó.

»—¿Impúdicas? Hay en eso el mismo pudor que en dejarse auscultar. Necesito saberlo todo y especialmente lo que tiene más cuidado en ocultar: Tengo que empujar a Boris hasta la confesión completa; hasta que llegue ese momento no podré curarle.

»—¿Sospecha usted entonces que tiene él que hacerle una confesión? ¿Está usted segura, y perdone, de no sugerirle lo que querría usted que él confesase?

»—Esta preocupación no se aparta de mí y ella es la que me dicta semejante lentitud. He visto jueces de instrucción torpes, apuntar sin querer a un niño una declaración inventada totalmente, y el niño, bajo la presión de un interrogatorio, mentir con perfecta buena fe, dar crédito a fechorías imaginarias. Mi papel consiste en dejar venir las cosas y sobre todo en no sugerir nada. Hace falta para ello una paciencia extraordinaria.

»—Creo que, en estos casos, el método vale lo que vale el operador.

»—No me atrevía a decirlo. Le aseguro que después de algún tiempo de práctica se llega a una habilidad extraordinaria, a una especie de adivinación, o de intuición si usted lo prefiere. Por lo demás, puede uno a veces aventurarse por pistas falsas; lo importante está en no obstinarse. Mire usted: ¿sabe cómo se inician nuestras conversaciones? Boris empieza por contarme lo que ha soñado durante la noche.

»—¿Quién le dice que no inventa?

»—¿Y aunque inventase? Toda invención de una imaginación enfermiza es reveladora.

»Enmudeció durante unos instantes, y luego:

»—Invención, imaginación enfermiza… ¡No! No es eso. Las palabras nos traicionan. Boris sueña en voz alta, delante de mí. Consiente todas las mañanas en permanecer, durante una hora, en ese estado de semisueño, en que las imágenes que se presentan a nosotros se evaden del control de nuestra razón. Se agrupan y se asocian, no ya conforme a la lógica ordinaria, sino según unas afinidades imprevistas; responden, sobre todo, a una misteriosa exigencia interna, que es precisamente lo que me interesa descubrir; y estas divagaciones de un niño me enseñan mucho más que pudiese hacerlo el análisis más inteligente del más consciente de los sujetos. Muchas cosas escapan a la razón y quien, para comprender la vida, aplica a ella solamente la razón, se parece al que pretendiese coger una llama con unas pinzas. No encuentra ante él más que un pedazo de madera carbonizada que deja inmediatamente de arder.

»Se interrumpió ella de nuevo y empezó a hojear mi libro.

»—¡Qué poco se adentran ustedes en el alma humana! No me refiero a usted especialmente; al decir ustedes —exclamó; y luego agregó bruscamente, riendo—: ¡Oh! entiendo por ello los novelistas. La mayoría de sus personajes parecen construidos sobre pilotaje: carecen de cimientos y de subsuelo. Creo realmente que hay más verdad en los poetas; todo lo que no está creado más que por la inteligencia es falso. Pero estoy hablando ahora de lo que no me incumbe… ¿Sabe usted lo que me desorienta en Boris? Pues, que le creo de una gran pureza.

»—¿Por qué dice usted que la desorienta?

»—Porque no sé ya dónde buscar el origen del mal. De diez veces, nueve encuentra uno en el origen de un trastorno semejante un gran secreto vergonzoso.

»—Se le encuentra en cada uno de nosotros, quizá —dije yo—; pero no a todos nos pone enfermos, a Dios gracias.

»En este momento la señora Sophroniska se levantó; acababa de ver pasar a Bronja por el balcón.

»—Mire usted —dijo señalándomela—; ahí tiene usted al verdadero médico de Boris. Me busca; tengo que dejarle, pero le volveré a ver, ¿verdad?

»Comprendo por otra parte, lo que, según Sophroniska, no le ofrece la novela, y que ella le reprocha; pero en este caso, ciertas razones artísticas, ciertas razones superiores se le escapan, y me hacen pensar que no puede hacerse un buen novelista de un buen naturalista.

»He presentado Laura a la señora Sophroniska. Parecen entenderse, cosa que me congratula. Siento menos escrúpulos en aislarme cuando sé que están charlando juntas. Lamento que Bernardo no encuentre aquí ningún compañero de su edad; pero al menos la preparación de su examen le ocupa, por su parte, varias horas diarias. He podido volver a dedicarme a mi novela.»