XIV
Bernardo en casa de Eduardo
Alrededor de las diez, Bernardo entró en casa de Eduardo, con un maletín que era suficiente para contener la poca ropa y los escasos libros que poseía. Se había despedido de Azals y de la señora Vedel, pero no había intentado ver de nuevo a Sara.
Bernardo estaba muy serio. Su lucha con el ángel le había madurado. No se parecía ya en nada al despreocupado ladrón de la maleta que creía que en este mundo basta con ser osado. Empezaba a comprender que la felicidad ajena la paga con frecuencia la audacia.
—Vengo a buscar asilo a su lado —díjole a Eduardo—. Aquí estoy sin casa otra vez.
—¿Por qué ha dejado usted a los Vedel?
—Razones secretas… Permítame que no se las diga.
Eduardo había observado lo suficiente a Bernardo y a Sara, la noche del banquete, para comprender aproximadamente aquel silencio.
—Basta —dijo sonriendo—. El diván de mi estudio está a su disposición por esta noche. Creo debo decirle antes que su padre vino ayer a hablarme.
Y le refirió la parte de su conversación que juzgó más adecuada para conmoverle.
—No es en mi casa donde debía usted dormir esta noche, sino en la de él. Le espera a usted.
Bernardo callaba, sin embargo.
—Lo pensaré —dijo por último—. Permítame que deje aquí mi ropa, entre tanto. ¿Puedo ver a Oliverio?
—Hacía tan buen tiempo, que le he animado a tomar el aire. He querido acompañarle porque está todavía muy débil; pero ha preferido salir solo. Por lo demás, se ha ido hace una hora y no tardará en volver. Espérele… Pero, ahora que recuerdo… ¿y su examen?
—He sido aprobado; eso no tiene importancia. Lo que me importa es lo que voy a hacer ahora. ¿Sabe usted lo que me detiene, sobre todo, para volver a casa de mi padre? Pues que no quiero nada con su dinero. Le parecerá a usted, quizá, absurdo que desprecie esta suerte; pero me he jurado a mí mismo vivir sin él. Me interesa probarme que soy hombre de palabra, que puedo contar conmigo mismo.
—Yo veo en eso, sobre todo, orgullo.
—Llámelo usted como quiera: orgullo, presunción, suficiencia… El sentimiento que me anima, no podrá usted desacreditarlo ante mí. Pero he aquí lo que quisiera saber ahora: para dirigirse en la vida, ¿es necesario poner los ojos en un objetivo?
—Expliqúese.
—He discutido eso durante toda la noche. ¿En qué emplear esta fuerza que siento en mí? ¿Cómo sacar el mejor partido de mí mismo? ¿Dirigiéndome a un fin determinado? Pero, ¿cómo escoger ese fin? ¿Cómo conocerle, mientras no se alcanza?
—Vivir sin objeto es dejar que disponga de uno la ventura.
—Temo que no me comprenda usted bien. Cuando Colón descubrió América, ¿sabía hacia dónde navegaba? Su objeto era ir hacia adelante en derechura. Su objeto era él, y quien lo proyectaba ante sí mismo…
—He pensado con frecuencia —interrumpió Eduardo— que en arte, y especialmente en literatura, cuentan únicamente los que se lanzan hacia lo desconocido. No se descubre tierra nueva sin acceder a perder de vista, primeramente y por largo tiempo, toda costa. Pero nuestros escritores temen la alta mar; son tan sólo costeros.
—Ayer, al salir de mi examen —continuó Bernardo sin escucharle—, entré, empujado por no sé qué demonio, en un salón donde se celebraba una reunión pública. Se trataba allí de honor nacional, de sacrificio por la Patria, de un montón de cosas que hacían latir mi corazón. Estuvo en un tris que firmase yo cierto papel, en el que me comprometía, por mi honor, a consagrar mi actividad al servicio de una causa que me parecía realmente bella y noble.
—Me alegro de que no haya usted firmado. Pero, ¿qué es lo que le detuvo a usted?
—Algún secreto instinto, sin duda… —Bernardo reflexionó unos instantes y luego añadió, sonriendo:
—Creo que fue, sobre todo, la cara de los adictos; empezando por la de mi hermano mayor, que reconocí en la reunión. Me pareció que todos aquellos jóvenes estaban animados por los mejores sentimientos del mundo y que hacían muy bien en abdicar de su iniciativa, porque no les hubiese llevado lejos su sentido común, ya que era escaso, ni su independencia de espíritu, ya que se hubiese encontrado muy pronto en el último trance. Me dije también que era bueno para el país que se pudiesen contar entre sus ciudadanos un gran número de esas buenas voluntades domésticas; pero que la voluntad mía no sería nunca de esas. Entonces fue cuando me pregunté cómo establecer una regla, puesto que no consentía en vivir sin regla y que esta regla no la aceptaba de otro.
—La respuesta me parece sencilla: encontrar esa regla en uno mismo; tener como fin el desenvolvimiento de sí.
—Sí… Eso fue lo que me dije. Pero no por eso me encontré más adelantado. Si todavía estuviese yo seguro de preferir lo mejor de mí, le daría preferencia sobre el resto. Pero no consigo siquiera conocer lo que de mejor hay en mí… He discutido toda la noche, le repito. Cerca ya del amanecer, estaba tan cansado que pensaba en anticiparme al llamamiento de mi quinta; en alistarme.
—Huir de la cuestión no es resolverla.
—Eso me dije, y, además, que esta cuestión, no por quedar aplazada, dejaría de planteárseme más seriamente, después de mi servicio. Y entonces he venido en busca de usted para oír su consejo.
—No tengo ninguno que darle. No puede usted encontrar ese consejo más que en usted mismo ni saber cómo debe usted vivir, más que viviendo.
—¿Y si vivo mal, esperando a decidir cómo he de vivir?
—Eso mismo le enseñará. Es bueno seguir la pendiente, con tal de que sea subiendo.
—¿Bromea usted? No; creo que le comprendo a usted y acepto su fórmula. Pero, mientras me desenvuelvo, como usted dice, tengo que ganarme la vida. ¿Qué le parecería a usted un relumbrante anuncio en los periódicos: «Joven de gran porvenir, utilizable para cualquier cosa»?
Eduardo se echó a reír.
—No hay nada más difícil de conseguir que «cualquier cosa». Mejor sería precisar.
—Pensaba yo en algunas de esas numerosas ruedecitas en la organización de un gran diario. ¡Oh! Aceptaría un puesto subalterno: corrector de pruebas, regente de imprenta… ¿Qué sé yo? ¡Necesito tan poco!
Hablaba con vacilación. En realidad, era una plaza de secretario lo que él deseaba; pero temía decírselo a Eduardo, a causa de su desengaño recíproco. Después de todo, no era culpa de él, si aquella tentativa de secretaría había fracasado tan lamentablemente.
—Quizá pueda yo —dijo Eduardo— hacerle entrar en el Gran Diario, a cuyo director conozco…
Mientras Bernardo y Eduardo conversaban así, Sara tenía con Raquel una explicación de las más desagradables. Que los reproches de Raquel han sido causa de la brusca partida de Bernardo, es lo que Sara comprendía de pronto; y se indignaba con su hermana que, según ella, impedía toda alegría a su alrededor. No tenía derecho a imponer a los demás una virtud que su ejemplo bastaba para hacer odiosa.
Raquel, a quien transtornaban aquellas acusaciones, porque se había sacrificado siempre, protestaba, muy pálida y con los labios trémulos:
—No puedo dejar que te pierdas.
Pero Sara sollozaba y gritaba:
—¡No puedo creer en tu cielo! ¡No quiero salvarme! Decidió inmediatamente volver a marchar a Inglaterra, donde su amiga la acogería. Porque «después de todo, ella era libre y pretendía vivir como le pareciese». Esta triste disputa dejó destrozada a Raquel.