XVII

Antes de amanecer fui a recoger a Elsa. Le había prometido acompañarla al autobús y ayudarla a transportar el equipaje por las difíciles cuestas que tenía que subir desde su casa.

Llegamos arriba con mucha antelación. Desayunamos juntas en el bar, lentamente, mientras la mañana iba apareciendo tras los cristales de la ventana con una luz cenicienta y fría. Al mediodía llegaría a Granada y, por la noche, cogería un tren que la conduciría hasta Madrid, donde había vivido sus últimos años. Ahora, según decía, no tenía más alternativa que la de regresar allí y trabajar, en la enseñanza si era posible, pues otra cosa no sabía hacer. Sus padres habían muerto hacía ya tiempo. Una tía, hermana de su madre, le enviaba algún dinero de vez en cuando, pero era una cantidad insuficiente para sobrevivir en la ciudad. No solía hablar de estas cuestiones y, si lo hacía, era marginalmente, de paso, como un inciso apresurado que debía terminar en seguida para continuar la otra conversación, la central, la que importaba. Durante la espera se imaginaba, en voz alta, en un continuo ir y venir por la ciudad, buscando antiguos amigos, retornando viejos proyectos ya frustrados, marchándose siempre de todas partes, abandonando cuanto encontrara. Negaba cualquier posibilidad de sorpresa o de renovación en su vida y sus años pasados se le aparecían ahora, desde aquí arriba, fragmentados, rotos, desperdigados por un campo de ruinas en el que solo sobrevivía Agustín Valdés, intocable por ese tiempo que transcurre entre lo que existe y que conduce inevitablemente a la destrucción. Su amor había resistido a la descomposición que le amenazaba. Recordaba a Agustín intensamente, como si de verdad hubiera sido un amigo tierno y cercano.

—¡No me voy! —dijo de pronto, con alivio—. No puedo, estoy muy cansada. Me quedo aquí.

No sé hasta cuándo.

Su repentina decisión me dejó desconcertada. La noche anterior, cuando me confirmó su marcha, sentí un silencio nuevo, más intenso, realmente perturbador. Pensé en mí, en mi vida, en el vacío que ella me dejaría con su ausencia. Había vivido tan inmersa en aquella historia de amor, ajena a mí, que en ningún momento pude advertir hasta qué punto había absorbido mi atención. Y, sin embargo, le dije:

—Debes marcharte. Tienes que volver a tu vida normal, hacer algo.

—Mi vida puede estar en cualquier parte. Y, además, no tengo nada que hacer —me respondió.

Pensé que, al margen de los motivos que ella tuviera para rechazar la ciudad, era difícil marcharse de estas montañas. Pues aquí, para nosotras, la vida parecía hacer un alto y detenerse, con el fin de permitirnos descansar, escapar, jugar. Nada nos parecía necesario aquí arriba.

Elsa se quedó, pero yo sentí su ausencia como si hubiera abandonado este pueblo. Nos esquivaba tanto a Matilde como a mí. Se obstinaba en permanecer sola en su casa o entregada a paseos interminables por las montañas. Alguna vez, al mirarla, percibí una clara transparencia, como si ya no hubiera nadie dentro de ella. No volvió a mencionar el nombre de Agustín Valdés.

En ningún momento aludió a su amor ni a aquella historia singular que ahora quedaba a medio desenterrar.

Varias noches seguidas fui a visitarla, a pesar de su actitud huraña y distante, pero no logré encontrarla. La puerta de su casa estaba siempre abierta y las luces apagadas. Sabía que regresaba muy tarde de sus paseos. Ella misma me había dicho que solía subir andando hasta lugares muy alejados, cercanos al Veleta, por donde las montañas permanecían nevadas durante casi todo el año.

Decía que allí arriba el silencio de la nieve era más intenso que cualquier pensamiento o sentimiento. Y sumergirse en aquella inmovilidad era como salirse de los límites del cuerpo, ser quietud, blancura, silencio. Me aseguró que en aquella intemporal blancura había encontrado, al fin, algo parecido a la paz.

Un día fui a verla por la mañana, muy temprano, antes de ir a la escuela, con la esperanza de encontrarla dormida. La puerta de su casa seguía abierta y, en el interior, no había nadie. Me asustó la idea de que hubiera pasado la noche a la intemperie.

Matilde se mostraba, por aquellos días, muy inquieta y desconcertada. Casi se reconcilió conmigo. Insistía en repetir sus frustrados intentos para lograr la recuperación de Elsa. A pesar de que sabía que la apreciaba con sinceridad, pensé que en su terco empeño también estaba en juego la eficacia de esos supuestos poderes suyos, que ahora fracasaban sistemáticamente. En aquellos días se limitó a esperarla sentada en el umbral de su puerta, donde permanecía vigilante mientras duraban las horas de sol. Después, en cuanto los últimos rayos desaparecían tras el Tajo Gallego, se levantaba con puntualidad para regresar a su casa. Ahora parecía atribuir un oscuro significado a las noches, y nunca la visitaba después de ponerse el sol.

Alarmada aquella mañana ante la ausencia de Elsa, decidí salir a su encuentro y suspender las clases. Subí en coche en dirección a las cumbres nevadas hasta que el camino, borrado por la nieve, se hizo intransitable. Continué andando y gritando el nombre de mi amiga en aquella indescriptible soledad. Di muchas vueltas por lugares que identificaba con aquellos a los que ella se había referido. Al fin, en una llanura de un blanco inmaculado, descubrí su figura, su cabello oscuro, su rostro casi cristalizado. Estaba rígida, inmóvil, adherida a la tierra y formando parte de la montaña, igual que sus plantas, sus árboles, sus rocas, sus piedras… Todo se cubría por igual con la blancura de la nieve. Desde las cumbres más altas, desde el Mulhacén y el Veleta, picos helados e inhumanos, bajaba un viento enérgico que azotaba mi cuerpo. Aquel grandioso y gélido espectáculo se apoderó de mí. Nada podía hacer ni pensar. Al fin me dejé caer junto a Elsa, sobrecogida por el poderoso silencio de las montañas y de la muerte. Y me pareció que ella vibraba ahora con la misma pulsación de la tierra. Deseé dejarla allí para siempre, en aquel espacio, tan ajeno al mundo de los hombres, que ella misma había elegido para confundirse con él, para pertenecerle, como si por fin hubiera encontrado su sitio. Allí el tiempo transcurría de otra manera, se hacía otro, inmenso, quieto, inagotable. Durante breves instantes, su muerte me transmitió un hondo descanso.

Pero, de pronto, sentí miedo. Un frío pavoroso empezaba a inmovilizar mi mandíbula, mis manos, mis piernas. Corrí a buscar el coche y lo acerqué cuanto me fue posible. Levanté lentamente el cuerpo rígido de Elsa, luchando contra la torpeza de mis movimientos, y lo dejé, reclinado, sobre el asiento trasero. En aquella operación tardé mucho tiempo, o, más bien, tardé un tiempo extraño, que no se movía, que no pasaba nunca. En seguida me alejé de aquel lugar sobrecogedor que había recibido a Elsa, envolviéndola en su paz inhumana. Creo que no pensé nada mientras conducía.

Cuando llegué al pueblo, pedí ayuda a varias mujeres enlutadas que se nos acercaban temerosas y observándonos con curiosidad. Entonces, movida quizá por un repentino sobresalto de esperanza, les rogué que llamaran al médico. Ellas me ayudaron a bajar el cuerpo de Elsa hasta su casa. La tendimos sobre su cama y, poco después, llegó el médico. Ya le habían dicho que estaba muerta o que, al menos, lo parecía. Sin embargo, él la miró, dudó, trató de escuchar los latidos de su corazón, guardó silencio durante breves instantes y, finalmente, anunció que había muerto hacía ya más de veinticuatro horas. Matilde cubrió su cuerpo con una sábana blanca y, junto con otras mujeres, se quedó a su lado, sentándose en una silla y dispuesta a velarla hasta la hora de su entierro. Entonces, como si pensara que nada había podido hacer por ella en vida, como si se sintiera endeudada, insistió en hacerle un regalo ahora que ya estaba muerta. Le cedió su nicho. Así Elsa recibiría los rayos del sol a cualquier hora del día. Un amago de desconfianza me hizo intuir que Matilde deseaba liberarse de semejante lugar, que prefería iniciar de nuevo el largo camino de ahorrar para comprarse otro. Quizás así podía crearse la ilusión de aplazar su cita con la muerte. Yo quise oponerme, pero no me atreví a impedirle su gesto. Y, en definitiva, sentí que ya nada importaba. Pero, imaginando a Elsa encerrada en aquel aseado agujero, propiedad de Matilde, de pronto, su muerte se me hizo real, espantosa. Ante aquellos siniestros signos: ataúd, nicho, cementerio, caí en una angustia irresistible y se me presentó la ausencia definitiva de mi amiga. Me arrepentí de no haberla dejado allá arriba, en las cumbres nevadas, en aquella hermosa tumba que ella misma había elegido.

En el salón de la entrada, junto a la chimenea, apagada y repleta de ceniza fría, encontré unos objetos que Elsa había dejado para mí. Los había ordenado sobre una mesita de madera, cubierta por un paño de terciopelo. Eran una flor seca y azul que, según decía, se llamaba «Amor en la niebla», una postal que reproducía un cuadro de Paolo Ucello: san Jorge y el dragón, una vieja caja china y otros objetos que habían participado en su historia de amor, impulsando su desmesurado sentimiento. También dejó una carta dirigida a Agustín Valdés. Aún estaba abierta.

Antes de cerrarla, no pude evitar el leerla. Le enviaba solo un cuento de F. Kafka, El silencio de las sirenas, copiado a mano por ella misma. Había subrayado algunas líneas:

«… Ulises, que no pensaba sino en cera y cadenas…».

«… de haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido destruidas aquel día…».

Cerré el sobre y lo envié a su destinatario, sin añadir nada más. Temí que la muerte de Elsa no le impresionara como en los sueños en que ella tanto le había amado.

Capileira, 1979-80 y mayo-junio de 1985.