XV
De alguna manera, a Elsa le gustaba vivir aquel sentimiento de amor pasivamente, sin defensa, dejándose sorprender por las huellas de un destino que parecía dedicado a ella. Eran signos cargados de significado que la asaltaban inesperadamente y que ella iba guardando y constituyendo con ellos las pruebas irrefutables de una historia misteriosa que ya no surgía solo de su interior, por muy insondable y desconocido que se le presentara. En torno a ella se habían ido congregando señales que la conmovían peligrosamente.
Cuando, pocos días después de renunciar a su viaje, llamó de nuevo a Agustín Valdés, recuperó en un instante toda su vehemencia. Él la había estado esperando con verdadero interés, con impaciencia, incluso, según me dijo, le manifestó contrariedad por no haber podido verla.
Mantuvieron una larga e intensa conversación en la que él le aconsejó con insistencia que leyera un libro de Goethe: Las afinidades electivas. No tardó ella en trasladarse a Granada a buscarlo y allí, en la misma librería en que lo encontró, recibió una sorpresa, otro eslabón más para la cadena de guiños que la iban adentrando por el frágil camino de su amor. Era una postal que reproducía un retrato de Goethe contemplando la silueta, recortada en un papel, de una mujer. Estaba fechado en 1778. Ella había conocido a Agustín Valdés en 1978. Pero, sobre todo, ¿no podía ser ese su propio retrato? ¿Acaso no estaba ella dedicada a lo mismo, contemplando el rostro ensombrecido de un ausente? Enmarcó con esmero la postal y la colocó sobre una mesita que había junto a su cama, apoyándola en la pared, igual que si fuera la estampa de un santo.
Aún no sé cuándo, exactamente, empezó a rondarme la idea de llamar yo también a Agustín Valdés. Claro que lo haría en nombre de mi amiga, con la única intención de ayudarle. Pero no puedo negar que, al mismo tiempo, me impulsaba una fuerte curiosidad por escuchar el timbre de su voz, por comprobar si realmente existía y por saber qué podría decirme él a mí. Trataba de imaginarle a través de las descripciones que Elsa me había ido pintando en sus palabras. Y para que aquella llamada, que al fin logré hacer furtivamente, casi robando el número de teléfono de la agenda de mi amiga, no se me apareciera como una traición, me di una sólida excusa: tenía que saber algo claro sobre su actitud con Elsa. Y no era solo una justificación, era, además, el motivo que me incitó a asomarme yo también por aquel agujero que el teléfono nos abría para permitirnos contemplar un poco de la realidad de Agustín Valdés. Y necesitaba saber cuál era su actitud para poder ayudar a Elsa, pues era innegable que sus sentimientos derivaban ya hacia formas morbosas y enfermizas. Yo empezaba a estar realmente asustada.
Cuando Agustín descolgó el teléfono y yo me presenté como amiga de Elsa, se limitó a decir:
—¿Ah sí?
Desde luego su voz era cálida y el tono que empleó conmigo durante toda la conversación, y no solo en los dos monosílabos del comienzo, era realmente cordial e inalterable, incluso ante las noticias que yo le proporcionaba respecto al estado en que se hallaba Elsa, o ante la irritación que no pude ocultar debido a sus respuestas.
—La verdad es que nunca me ha parecido que Elsa estuviera sufriendo —me dijo en un momento de nuestro diálogo—. No puedo entenderlo. Y, además, no me siento destinatario de sus cartas.
—Pero tú la has alentado a que te escriba y a que te llame —le respondí.
—¿Sí?
—Pues sí, claro. En tu carta le decías «Llámame alguna vez aunque no te llame (y no me reproches eso. Prometo, en cambio, escribirte, pues es al escribir cuando se me une el corazón con la atmósfera…)». —Seguramente le extrañó que yo le repitiera aquella frase suya de memoria.
—¿Eso le escribí?
—Pero ¿no te acuerdas? —protesté.
—Sí, ahora creo que sí lo recuerdo. Y si se lo dije, es que lo sentía en aquel momento.
—¿Entonces?
—¿Por qué no le escribo? Mira, me ha cogido en un momento muy conflictivo. Yo también estoy muy enredado en una historia de amor. Estoy viviendo un amour fou con una mujer casada. Es muy difícil. Estoy tan absorbido…
—Pero ¿por qué no se lo dices? ¿Cómo puedes permitir que siga con su amor, o lo que sea, sin saber lo que te pasa a ti?
—No sé… No se me había ocurrido. Además, ese amor suyo, o lo que sea, como tú dices, me parece tan productivo…
—Bueno, relativamente. Porque le está haciendo mucho daño.
—No lo imaginaba. Háblale tú si quieres. No sé qué hacer. Me dejas desconcertado.
No recuerdo si le dije que sí, que yo le hablaría o si solo lo pensé y me despedí de él con pocas palabras. Dijera lo que dijese, lo hice bruscamente, y en seguida colgué el teléfono irritada.
«Con que amour fou, ¿eh?», dije entre dientes, en voz baja, mientras salía de la cabina telefónica.
«¡El muy cretino! ¡Valiente estupidez!», y a estos insultos siguieron otros muchos, en voz alta, mientras me dirigía hacia mi casa. Y es que, en realidad, aquella conversación me decepcionó profundamente. Sentí, quizá sin una justificación válida, que aquella historia que yo había estado persiguiendo de la mano de Elsa, perdía de pronto su soporte, su posible conexión con la realidad.
Quedaba flotando en el aire, sola, abandonada, irreal. Además, no comprendía que Agustín Valdés no estuviera ya fascinado, que las cartas, la voz, el amor de Elsa, no hubieran sido para él como un canto de sirena a cuyo hechizo ya tenía que haber sucumbido. Por el contrario, a Elsa ni siquiera le había prestado atención. Se había tapado los oídos con cera, igual que Ulises. Y, en cambio, se había dejado enredar en una aventura cualquiera, de esto yo no tenía duda, a la que encima nombraba como amour fou. Al recordar su voz melosa me pareció perteneciente a una persona blanda, indolente, a alguien que jamás gozaría del impulso e imaginación necesarios para corresponder a un amor como el de Elsa. Aunque ¿quién iba a corresponderle a ella? Comprendí que estaba realmente sola y que amaba con verdadera pasión a alguien que no existía. Decidí ocultarle mi conversación con Agustín Valdés y negarme, en adelante, a secundarla en la construcción de su quimera.
Cuando, dos días después de su bajada a Granada, vino a visitarme soliviantada por la lectura de Las afinidades electivas de Goethe, y en rebeldía contra su propia pasividad en aquella historia, pensé que tenía la obligación de mostrarle al Agustín Valdés que había conocido en mi breve conversación. Era urgente detenerla, ya que me anunciaba exaltada su determinación de ir, al fin, a visitarle. Parecía haber vencido de forma milagrosa su reciente impotencia para encontrarlo en un territorio real. El hallazgo de esa novela, provocado precisamente por él, había sido la coincidencia más sorprendente de su andanza amorosa y, al mismo tiempo, la más inexplicable.
Empezó comunicándome que el protagonista llevaba el mismo nombre que recibía Agustín en su trance hipnótico: Eduardo.
—No querrás buscar un significado a esa casualidad, ¿no? —le dije con indiferencia—. Reconocerás que Eduardo es un nombre bastante común.
Ella no se detuvo a responderme. Tenía mucha prisa por exponerme todas las coincidencias que había encontrado en la novela. Hablaba con ansiedad y renunciando, ya desde el comienzo, a mi comprensión, pues mis respuestas, casi despectivas, no lograban hacerle mella. Le sorprendió la relevancia que tenían en el libro esas coincidencias que normalmente parecen tonterías, insignificancias, igual que en la historia que le estaba sucediendo a ella. Me contó que, en una ocasión, Eduardo, en el comienzo de su amor por Otilia, lanza una copa al aire en una fiesta, después de haber bebido en ella. Era una costumbre romperla así como signo de una gran alegría.
Pero aquella vez la copa no solo no se rompió sino que, además, llevaba grabadas las letras E y O.
—¿No te parece significativo que juegue con las coincidencias de esa manera?
—Pues no. No me dice nada —le respondí—. Además, tendría que leer la novela para captar el significado de esa anécdota.
—He encontrado también —continuó— coincidencias entre Otilia y yo, al menos tal como me muestro en esta historia. Por ejemplo, ella solía guardar flores secas a menudo.
—¡Por favor! —protesté, interrumpiéndola deliberadamente—. ¿Quién no ha guardado flores secas alguna vez en su vida?
—Y también le dolía terriblemente el lado izquierdo de la cabeza, igual que a mí.
—No pensarás que es ese un padecimiento muy singular, ¿no?
—¿Y ese estado horroroso en el que yo me quedo de vez en cuando y que consiste en una absoluta imposibilidad de moverme y de articular sonido alguno? A Otilia le ocurrió en dos ocasiones.
—Bueno, esa es una coincidencia curiosa, pero nada más.
—Hay otras muchas que no te voy a contar. Pero sí vas a escuchar la más importante de todas: el final de la novela. Hay un lago y en él ocurre algo trágico. A partir de entonces Otilia cae en un estado que la conduce a la muerte. Y Eduardo, negándose a reconocer que ya no vive, ordena que la sigan sirviendo, llevando alimentos y vestidos a su habitación, como si no hubiera muerto.
Impide por todos los medios que la entierren. Enloquece. ¿Tampoco te impresiona una semejanza tan grande con la historia que se repite en mis sueños y en las sesiones de hipnosis? ¿Por qué se parecen tanto estas dos historias? ¿Por qué ha tenido que ser Agustín Valdés el que me haya aconsejado la lectura de esa novela, si yo nunca le he hablado de nuestra secreta historia de amor?
—Tranquilízate —le dije, marcando cuanto pude un tono de escepticismo en mis palabras—. Sé razonable, Elsa. Todas las historias de amor que se cuentan en las novelas y en las películas son más o menos parecidas, sobre todo las desgraciadas, que son las más interesantes. Siempre hay en ellas muerte o locura. Es casi una ley. Tu imaginación en los sueños que has tenido, incluso en la hipnosis, ha estado influida por multitud de lecturas que tú ahora ni siquiera recuerdas. Esta es una posible explicación. Y no tiene mayor importancia.
—¡No seas simple, María! —dijo desanimada ante mi actitud—. La próxima vez que me hipnotices quiero que me preguntes sobre estas coincidencias con Las afinidades electivas de las que te he hablado.
—No habrá próxima vez —afirmé enérgica.
—¿No? ¿Por qué?
—No quiero seguir apoyándote en esa fantasmagoría. Es interesante si lo tomas como un simple juego. Pero, por lo que estoy viendo, para ti no es un juego. Te está destruyendo. Ya no puedo colaborar más en algo así. Lo que tú necesitas es encontrar a un hombre real y tener una historia real.
—¡No digas sandeces! —me gritó repentinamente, fuera de sí—. ¡Yo no quiero un hombre! ¡No quiero un hombre! ¡Solo quiero sentir amor como lo estoy sintiendo, venga de donde venga!
Al terminar de pronunciar estas palabras se marchó sin decir más, sin detenerse siquiera a cerrar la puerta de la calle. Yo no dudé de la veracidad de sus palabras. Pero también me resultaba evidente que se hallaba sometida a una fuerte contradicción y que ya no le era posible mantener un equilibrio mínimo, imprescindible. No quería un hombre. Seguramente no mentía al afirmar algo así, pero, al mismo tiempo, su propósito de tener un encuentro con Agustín Valdés me pareció muy firme. Ella, finalmente, era consciente de la necesidad que tenía de pisar un territorio sólido. Y, sin embargo, no se atrevió a mencionarle su decisión de verle en la carta que le escribió en aquellos días:
«Querido Agustín. Pasan los días, voy de un lugar a otro y tú no cambias dentro de mí. Ni un solo instante puedo olvidarte. De nada sirven mis esfuerzos por concentrarme en otras cosas. Mi cabeza parece poseída por una densa y dulce niebla en la que solo tú habitas. Un mecanismo diabólico se ha desatado en ella y no puedo dejar de ensoñarte en mil situaciones distintas, en las que finalmente siempre descubro que tú no estás conmigo, que ni siquiera me es posible verte.
»Cuando recuerdo tu voz y me parece que casi la oigo, todo mi cuerpo se estremece. Al despertarme cada mañana es a ti a quien siento más que a mí misma, que solo soy ya un fantasma, santuario de tu imagen. No importan las distancias, ni la ausencia, ni el tiempo, ni esta oscuridad que ahora me cubre. Tú siempre estás dentro de mí. A veces pienso que podría ir a Barcelona, vivir allí y verte cuando tú quisieras. Pero hay algo que me lo impide. Quizá sea el temor a sufrir tu indiferencia más de cerca. Yo no sé, pero es algo tan poderoso como eso otro que me lleva hacia ti.
»Esta ensoñación es ya permanente. Nada puedo hacer ni vivir. Ya no necesito ni siquiera moverme, ni apenas puedo. Cierro los ojos y vivo contigo en cualquier parte, en todo tiempo. Pero por ti enfermo. Me siento caída en un pozo muy hondo. La anemia, la debilidad, me dejan a veces casi sin vida, pero ni aún entonces dejas tú de estar en mí. No puedo sentir ya nada que no seas tú.
»Intento recuperarme físicamente, pero no puedo. Hace ya tiempo que vivo en un permanente desasosiego, que no consigo dormir, ni descansar, ni puedo apenas comer. Por ti me muero y no soy capaz de hacer nada por verte. Temo que tú nunca me puedas amar. Si supieras cómo es mi desesperación, quizá serías más generoso conmigo. Pero ¿por qué habrías de ser de otro modo que como eres, si casi no me conoces, si ni siquiera me recuerdas, si a ti, al verme, no te sucedió lo mismo que a mí?
»Querido Agustín. No puedo dejar de escribirte, pues solo al hacerlo siento que, de alguna manera, puedo descansar. Te abrazo. Elsa».