IV

Seguí a Elsa en dirección a su casa, bajando por aquellas calles tan empinadas, tanteando torpemente las piedras y el barro, agarrándome a las paredes y midiendo cada paso Por miedo a resbalar. Ella se había adelantado, creo que sin darse cuenta. Yo escuchaba sus pasos ágiles perdiéndose en aquella tiniebla. Pues el barrio en el que vivía estaba completamente abandonado, casi deshabitado, ni un solo farol alumbraba sus peligrosas cuestas. El prolongado chirrido de unos goznes me hizo saber que Elsa abría una pesada puerta. Al fin habíamos llegado a su casa. La luz mortecina de una bombilla iluminaba, en el patio, las plantas trepadoras de los muros, una mesa de mármol, unos bancos de madera, unas sillas rotas, una fuente de azulejos granadinos…

Una vez en el interior, la escuché moverse en la oscuridad con la diligencia de un gato. Fue encendiendo, una a una, las cinco lámparas que iluminaban el amplio salón. En uno de sus extremos, junto a una ventana, había una pequeña cocina y, en el otro, una chimenea con las brasas aún encendidas. Añadió algunos troncos de leña y en unos instantes reanimó el fuego.

—¿Quieres ver la casa? —dijo y, sin esperar mi respuesta, empezó el recorrido.

El propietario era un amigo suyo, que la destinaba solo a pasar algunas temporadas. Yo la seguí por aquellas habitaciones tan desiguales unas de otras, tanto en tamaño como en decoración.

Estaban distribuidas en diferentes plantas y niveles. De una pequeña estancia sombría y austera como la celda de un monje, se pasaba a otra, muy grande y abigarrada, repleta de objetos que parecían haber sido adquiridos uno a uno, con el cariño de un coleccionista. Subimos y bajamos distintas escaleras: anchas, estrechas, de pizarra, de azulejos, oscuras, iluminadas… Estaban dispuestas de tal manera que, al final, habían logrado confundirme. No sabía ya qué era “arriba” ni qué “abajo”, ni si estábamos en el piso alto o en el sótano. Regresamos al salón de la cocina. El fuego seguía encendido pero Elsa le añadió varios troncos más. Después se dirigió a un mueble de considerables dimensiones. Era de madera y de azulejos negros y contenía un gran número de discos. Eligió uno de ellos y lo puso. Me dijo entonces que desde su llegada a estas montañas, oír música había sido casi su única actividad.

—¿Tenías intención de hacer otra cosa? —le pregunté animada creyendo que al fin se podría establecer entre nosotras algún diálogo. Pero me equivoqué. Ella cerró los ojos y, encogiendo ligeramente los hombros, en un gesto de indiferencia, me dijo:

—Pues no, me parece que no tengo nada que hacer.

Y dedicó toda su atención a la sonata de Haendel que acababa de elegir. La música nos impuso un nuevo y largo silencio. Recuerdo que la miré con indignación. No entendía para qué me había invitado. Sin poder hacer otra cosa, me dediqué a contemplarla. En su rostro, enrojecido por el viento y el calor del fuego, se reflejaba una profunda dulzura, a la que yo no me podía sumar, pues su actitud me estaba impacientando. Además, muy a pesar mío, sentía hambre y tenía presente su invitación a cenar, cosa que a ella parecía habérsele olvidado por completo. Finalmente, al terminar la sonata, abandonó su majestuosa inmovilidad. Y yo, poco a poco, me fui entregando a la atmósfera lánguida que ella iba creando con los movimientos casi imperceptibles de su cuerpo, sus miradas y sus palabras, que giraban siempre en torno a sí misma. Varias veces se refirió a su relación con la música, como si esta hubiera sido la única vocación definida en su vida. Se lamentaba de no haber terminado sus estudios en el Conservatorio de Sevilla, su ciudad natal.

Desde entonces, a medida que pasaban los años crecía su frustración. En la actualidad no tocaba ningún instrumento, pero no recuerdo haberla visto en su casa ni una sola vez sin que nos acompañara alguna de sus melodías predilectas. Claro que, según pude comprender más tarde, para ella la música era fundamentalmente el espacio imprescindible para dar vida a su ensoñación amorosa. De pronto, sus movimientos se hicieron nerviosos. Un nuevo silencio, ahora tenso para ella, le hizo inquietarse. Yo balbuceé algunas ocurrencias que cayeron en el vacío, pues ella no mostraba el menor interés por mi persona. Me pareció que ya había renunciado a decirme ese algo que yo esperaba. Ahora contemplaba el fuego, otra vez ensimismada y olvidada de cuanto la rodeaba. Su extremada palidez me sugirió un profundo desamparo. Entonces comenté:

—A veces puede ser muy duro vivir sola en un lugar tan aislado como este.

Ante ella mis palabras me parecieron triviales. A cualquier persona podrían ir referidas, pero a Elsa no. Al escucharme, un repentino entusiasmo iluminó su rostro y, sin apartar su mirada del fuego, como si solo se dirigiera a él, habló de la soledad, o más bien, de su soledad. Y lo hacía con tal pasión que su mayor aspiración parecía ser la de no vislumbrar a ser humano alguno durante el resto de su vida. Su deseo de separación se definía con claridad en la imagen que parecía tener del mundo: a un lado, la humanidad entera, y a otro, muy lejos, solo ella. Decía que en soledad, a medida que pasaban los días, incluso los meses, todo se le hacía placentero. Cualquier preocupación se alejaba, perdiéndose en una brumosa irrealidad. Aseguraba que adquiría entonces una inmediatez casi inocente en su relación con las cosas. Todas sus acciones eran gozosas e indiferentes, ya fuera fregar platos, escribir algo, encender la chimenea, oír música, pasear, leer, hacer comidas o, simplemente, no hacer nada. Las cosas más importantes adquirían un tono de ingravidez y, a veces, de comicidad. Poco a poco, según decía, hasta su percepción iba cambiando.

Descubría una belleza extraordinaria en todo cuanto la rodeaba, fuera lo que fuese. Su cuerpo se hacia ligero como una nube y hasta el aire parecía que brillaba.

Yo la escuchaba en silencio segura de que no me dirigía a mí sus palabras. Hablaba sola y, evidentemente, no esperaba ningún comentario por mi parte. Y, sin embargo, me gustaba escucharla. No solo por lo que me iba dejando entrever sobre ella misma, sino también por la habilidad que mostraba para dar interés hasta a lo más insignificante.

—¿Puedo verte mañana? —me preguntó de pronto, sin que yo hubiera mostrado intenciones de marcharme.

—Sí, supongo que sí —le respondí desconcertada.

—¿Mañana por la tarde? —insistió.

—Sí, por la tarde está bien —le dije y la miré esperando alguna aclaración.

—Tengo que hablar contigo.

—Si quieres, puedes hacerlo ahora.

—No, mejor mañana.

En su decisión de aplazar aquella conversación que yo había estado esperando, leí, contrariada, un deseo manifiesto de que me marchara. Era tarde, desde luego, y yo misma me sentía fatigada, pero que me despidiera así, de pronto, me pareció una insolencia.

Nos dijimos adiós y salí de la casa cavilando sobre qué tendría ella que decirme, eso que, al parecer no se había atrevido a comunicarme durante mi prolongada visita. Era ya de madrugada, el viento había desaparecido y sobre el pueblo gravitaba una quietud absoluta. A la luz de mi linterna iban apareciendo esquinas, tinados, rincones bajo cobertizos, puertas cerradas… Algunos gatos, siempre vigilantes, se cruzaron conmigo.

A la mañana siguiente, al despertarme, percibí un soplo helado. Mi habitación estaba inundada. Mi primer impulso fue el de continuar en aquella balsa en la que se había convertido mi cama y, al amparo de las mantas, dormir indefinidamente. Pero los niños me estaban esperando en la escuela y, aunque no eran muchos, eran todos los que había en el pueblo. Yo era la única maestra y no podía faltar a las clases.

Conocía ya todos los defectos de mi casa. Sabía cómo tenía que tapar cada gotera, cada ranura y cada ventana por donde el agua entraba a raudales cuando la lluvia era muy fuerte. Pero la noche anterior me había olvidado de sujetar los plásticos que me protegían de ella.

Aquel día, todo el tiempo que pasé en casa lo dediqué a reparar el desastre de la noche. No olvidaba mi cita con Elsa, a pesar de que mi curiosidad había disminuido considerablemente.

Pensaba que aquí arriba, en estas montañas, cualquier nimiedad tomaba unas dimensiones absurdas.

Y cualquier persona adquiría en este lugar una relevancia y un interés que nunca se le habría concedido de conocerla allá abajo, en las ciudades. Me parecía que vivir aquí era como viajar en un barco que navegara a la deriva, perdido en el mar, lejos de todas las costas. No se sabía bien adónde se dirigía y tampoco parecía preocupar a nadie si alguna vez llegaría a algún puerto.

Cuando conocí a Elsa yo adolecía, por primera vez, de ese mal casi vegetal, al que creo que está expuesto todo el que se quede a vivir aquí de manera indefinida. Es un mal pasajero, pero cíclico. Es la otra cara de la exaltación que en un principio provocan estas montañas. Y esa serenidad que yo creí haber alcanzado tan fácilmente, se me apareció, de pronto, como un tedio que podía retenerme durante horas enteras adormecida al calor de la chimenea o arrastrarme por las calles en un vagar somnoliento. Me movía entonces impulsada por una mecánica rutina. Y la quietud, a veces desesperante, de las montañas y de todo el pueblo, me hacía deambular en paseos interminables por calles vacías y heladas, embozada en una bufanda negra, como una más de esas viejas que se deslizaban, fantasmales y sombrías, envueltas en sus mantos negros, en sus lutos intemporales. Percibía en mí, con alarma, signos de un letargo amenazador, signos de una vida vegetal que empezaba a invadirme, anulando cualquier impresión placentera que pudiera despertarme un paisaje que, no obstante su belleza, paralelamente se iba encerrando también en un silencio letárgico.

Quizá por ello me empeñé en no dejar decaer mi curiosidad por Elsa, por su insólita presencia en esta aldea. Y, antes de que el sol se pusiera tras el Tajo Gallego, salí en dirección a su casa. Algo había allí que lograba atraerme. Era una ligera emoción que surgía de aquella atmósfera tan singular, nacida a la vez de una casa asombrosa, de la música que Elsa iba eligiendo, y de ella misma: del aliento soñador que envolvía cada uno de sus gestos, su melodiosa voz, sus silencios, su mirada, vagando siempre por espacios irreales…