IX
Por estas calles y estas casas jamás se oía una canción, una radio, una guitarra. Una gravedad sombría se cernía pesada sobre los aldeanos, de los que solo he podido escuchar palabras sueltas, frases cortas, amagos de conversaciones siempre interrumpidas secamente. Matilde era distinta. Solo tenía dos o tres amigas que se acercaban a ella con distancia y respeto. Los demás habitantes del pueblo la miraban con temor. Indudablemente, alguien que tiene poder para conjurar el mal de ojo, también lo tiene para echarlo. Era una mujer menuda, de estatura mediana y muy delgada. Aunque, como tantas otras, había nacido con el siglo, la tez de su rostro, surcada por profundas hendiduras, se iluminaba y rejuvenecía con la extraordinaria concentración de su mirada.
Su silueta, recortada a lo lejos, gracias al brío y a la agilidad de sus movimientos, era siempre la de una mujer joven. Acostumbraba ocultar sus opiniones. Era muy cautelosa en las breves observaciones que a veces hacía y las palabras que le llegaban del exterior eran simples excusas que ponían en marcha el hilo de sus recuerdos. Monologaba entonces confiada, perdiéndose en un «antes» intemporal y siempre vivo en su memoria y en sus palabras, con las que creaba, evocaba, inventaba un mundo extraño y cruel que, sin embargo, existió realmente a su alrededor, en otro tiempo. Vivía en la cocina de su casa y dormía en una pequeña habitación que había junto a ella. El resto de la vivienda creo que no lo habitaba. Yo nunca llegué a verlo, aunque según decía, toda ella estaba perfectamente amueblada.
Pocos días después de su intromisión en la sesión de hipnosis, fui a visitarla. Tenía un lado práctico, atado a la tierra, que se expresaba fundamentalmente en el comercio. Yo ya había ido varias veces a su cocina, que en algunas ocasiones hacía las veces de tienda, para comprarle huevos de sus gallinas o leche de sus cabras. Una vez incluso se ofreció a matar para nosotras, como lo hacía para algunos aldeanos, uno de sus pollos o conejos. Elsa se negó. Supe entonces que era vegetariana.
Cuando llegué a la casa de Matilde grité su nombre desde la calle y ella me invitó a subir.
Estaba adormecida al calor de la chimenea, como acostumbraba hacer siempre que no se dedicaba al cuidado de sus animales o a deambular de un lado a otro a las horas que el sol de invierno todavía podía calentar algo. En sus paseos tenía un territorio marcado, igual que un gafo. El suyo estaba limitado por la fuente de los cinco caños por un lado, la panadería como el lugar más alto al que ella subía. Y por abajo, su linde coincidía con los límites naturales del pueblo. En el lado este de la aldea se hallaba su casa y, muy cerca de ella, salía un camino que la conducía al campo cada vez que necesitaba recoger leña fina. Ella sola, doblada por la cintura, cargaba con un haz de ramas secas, que economizaba con precaución para que le durase varios días. Al llegar a la cocina la encontré taciturna y con poco humor para charlar conmigo. Yo, sin embargo, señalando una fotografía enmarcada que colgaba de una pared, le pregunté:
—¿Era este su marido?
—¡Era un verdugo! —me dijo, asintiendo antes con un leve movimiento de cabeza.
—¿A qué edad murió? Parece muy joven.
—A los cuarenta y dos años. Desde entonces estoy viuda. Y tenía él dieciséis años más que yo. Pero no quise casarme otra vez. No estaba dispuesta a aguantar a otro hombre.
Matilde guardó silencio, mostrando su desinterés por este tema. Bruscamente, como si deseara cambiar de conversación, me comunicó que le dolía mucho la cabeza.
—¿Quiere que le traiga una aspirina? —me ofrecí con amabilidad.
—No, hija, este dolor no me lo quita ni un okal.
Me senté al calor de la lumbre, sin que ella me invitara a hacerlo. En otras ocasiones me gustaba preguntarle por los objetos que veía por la casa. Me asombraba ver que siempre tenía una historia para ellos. Recuerdo que una vez, señalando una devanadera que había sobre una mesita, con la lana de un ovillo a medio arrollar, como si la estuviera utilizando, le dije:
—¿Le gusta hacer labores?
—Yo ya no tengo la vista para esas cosas me respondió.
En seguida me contó que ni siquiera tocaba aquella devanadera que había dejado allí, en el mismo lugar que ocupaba al morir su tía, la propietaria del utensilio y también de la casa que ella había heredado y que ahora habitaba. También me contó que sus tíos habían tenido, anteriormente, una vivienda mejor, pero que la vida en ella se les había hecho insufrible por culpa de los miedos que la habitaban.
—Los miedos son las ánimas de los difuntos me aclaró.
Había tantos, que no les dejaban dormir por las noches. Y hasta los martinicos, duendes invisibles que todos parecen conocer en esta tierra, vivían atemorizados. Al fin decidieron cambiarse. Una vez instalados en la nueva casa, su tía se lamentó por haber olvidado la devanadera.
Una voz sin cuerpo, tras ella, se apresuró a comunicarle que ya se habían ocupado de trasladarla.
Era un martinico. Todos ellos habían seguido a los dueños de la casa. Claro que ni los unos ni los otros pudieron liberarse de las ánimas. Pues también los miedos hicieron la mudanza. Concluyó diciendo:
—Y aquí siguen todos. A mí no me asustan. Pero algunas veces… ¡qué solivianto!
Matilde hablaba de estas cosas con gran naturalidad. Y la realidad que tenían para ella los miedos o los martinicos era, más o menos, la misma que concedía a la devanadera, a sus tíos o a la casa misma.
—¿Por qué no se echa agua fría en la cabeza? Es muy eficaz —le dije al escucharle un quejido de dolor en medio del prolongado silencio en el que nos manteníamos.
—¡Ay, hija! Yo el agua no la cato, ni fría ni caliente. A mis años eso ya no puede ser bueno.
Y, al decir estas palabras, dejó escapar un suspiro de resignación. Comprendí que estaba decidida a soportar el dolor sin hacer nada para aligerarlo. Y también que ella no entendía mi preocupación. Me miraba extrañada cada vez que yo insistía en ofrecerle algún remedio. Parecía que su sufrimiento no le importaba nada, absolutamente nada. Comenzó entonces a contarme, con los ojos entrecerrados y con una expresión de embotamiento en su rostro, olvidándose poco a poco de su propio dolor, cómo «antes» sí que había enfermedades y horrores que ya, afortunadamente, no se volverían a conocer. Aún no había olvidado aquellas epidemias que, en su juventud, asolaron varias aldeas a un tiempo. Cuando empezó la de cólera, ella tenía dieciocho años. De vez en cuando recordaba, sin que nada exterior se lo trajera a la memoria, imágenes de entonces. Una vez subió al lazareto, instalado en las afueras del pueblo, algo más arriba de las primeras casas, y vio cómo un hombre trataba de introducir un cadáver en una de las tumbas ya preparadas en la tierra. Y vio también cómo aquel cadáver, que todavía no lo era, sino que solo lo parecía, empezaba a agitar sus brazos débiles pero desesperados, hundido ya en el hoyo, tratando de asirse a los pies de su sepulturero. Aquella escena, entrevista a través de la polvareda que el enfermero levantaba con su pala, tratando de aquietar al pretendido difunto, le pareció un sueño, una mentira. Pero en seguida supo que no lo era, que las autoridades habían determinado enterrar a los moribundos en el primer descuido o desmayo que tuvieran. Estaban convencidos de que con esa medida, muriendo ya bajo tierra los afectados por el cólera, el contagio amainaría. Más adelante dulcificaron las muertes por epidemia. Se limitaron a trasladar a los enfermos al cementerio. Y allí, acompañados por sus familiares, expiraban junto a las tumbas que se les había destinado. Algunos, muy pocos, lograron no morir, recuperarse y regresar a sus casas.
Matilde narraba estos infortunios mirando absorta, perdida en un tiempo que la había aterrorizado y que parecía no haberse ido aún del todo. Era un «antes» cristalizado y que ya formaba parte de su presente. Un «antes» en el que disponían de un solo peine y de una sola escoba para toda la calle, en el que, en virtud de aquellas haterías prestadas, todos los campesinos y pastores se convertían en perennes deudores de los pocos hombres ricos que habitaban la aldea. Las deudas no se saciaban con nada, ni siquiera con sus propias mujeres o sus hijas, ni con todo el tiempo de que ellos disponían entre sol y sol, ni con sus vidas enteras.
Matilde se enorgullecía a menudo de la independencia que había logrado, sin ayuda de nadie. Recibía una mísera pensión de viudez que le llegaba muy de tarde en tarde. Pero había logrado sobrevivir sola gracias a sus pocos animales y, sobre todo, como solía decir con satisfacción, porque desde muy temprana edad había aprendido a mantenerse viva casi sin nada.
Antes de marcharme, aún tuvo humor, a pesar del dolor que la atormentaba y que ella consideraba incurable y caprichoso, de contarme cómo había conocido a Elsa, pues precisamente se encontraron por mediación de un dolor de cabeza. La vio por primera vez sentada en el umbral de una casa cercana a la suya. Desde allí se podía contemplar con facilidad el triángulo marino que, en los días nítidos, dibujaban las montañas en el horizonte. No le hubiera extrañado encontrar al pie de aquella puerta a una forastera, si esta se hubiese hallado entregada a la contemplación del paisaje.
Pero no era así: Elsa hundía la cabeza entre sus brazos, apoyándola en sus rodillas. Al principio le pareció que estaba llorando. Después, cuando se acercó a ella para ofrecerle su ayuda, si es que la necesitaba, reconoció en su cara señales de un fuerte sufrimiento. Cuando supo que le dolía terriblemente toda la zona izquierda de la cabeza, se sintió hermanada con ella. Pues ese era también su padecimiento más constante. La invitó a subir a su casa con la intención de darle una pastilla de okal. Elsa la miró como a una intrusa y, sin embargo, aceptó agradecida su ofrecimiento.
Añadió Matilde que, desde el primer instante, le pareció una mujer muy frágil y desvalida y que en seguida sintió deseos de protegerla. También me dijo que ya entonces adivinó que algo muy grave le estaba sucediendo.
Me despedí de Matilde dejándola cobijada en su cocina, al amor de la lumbre y esperando paciente que, de un momento a otro, se debilitara su dolor. Era la hora de visitar a Elsa, como la mayoría de las tardes. Me trasladé de una casa a otra sin pensar en nada. En aquel tiempo me incomodaba tener que fijar mi atención en tanta piedra. Aún ahora, sigo sin acostumbrarme a estas calles, pero entonces me resultaba impensable el pasear plácidamente, contemplando el paisaje o las imágenes que me rodeaban. Tampoco podía pensar en otra cosa diferente a los pasos que iba dando. Las piedras del suelo me frenaban toda reflexión. Tenía que subir y bajar por las cuestas atendiendo siempre, con gran cuidado, al terreno que iba pisando, eligiendo cada lugar en que ponía el pie. En ningún momento desaparecía el peligro de resbalar o de tropezar, el constante peligro de caer.
Al entrar en la casa de Elsa percibí con agrado un olor a madera húmeda y limpia, a madera encerrada en una casa deshabitada. Era un olor cálido, acogedor. En cambio, en mi casa no lograba hacer desaparecer su olor a gallinero. Aunque me empeñara en cerrar herméticamente puerta y ventanas, suponiendo que procedía de las casas vecinas, el olor a gallinas y a conejos se quedaba siempre dentro.