VIII
Un color gravitaba sobre la carretera, ocultando los pueblos y el verdor del campo, un color ceniciento, sin luz. Era el color de la niebla en el crepúsculo. Caía sobre nosotras rodeándonos, aprisionándonos en un limbo intemporal.
Elsa vestía un chaquetón marinero y la misma falda vaquera con que la conocí. El frío sacudía todas las fibras de su cuerpo. Temblaba de pies a cabeza y se podían escuchar sus dientes castañeteando por detrás de una bufanda de lana violeta. Y, sin embargo, fue ella la que insistió en dar un paseo por la carretera. Según decía, le atraía tanto la niebla…
La había encontrado en la tienda, casi al principio del pueblo. Caminábamos cuesta abajo, con paso rápido, tratando de entrar en calor. Pero el frío se nos había adherido como una segunda piel de la que no podíamos escapar. Propuse regresar, alegando que debía corregir exámenes atrasados de mis alumnos. Una vez más tuve la impresión de que ella no me escuchaba.
—Oye —le dije deteniéndome—, cuando yo te hablo de mis cosas, ¿en qué piensas tú?
Elsa me miró sonriendo y extrañada de que hubiera advertido su desatención.
—Perdona —me dijo—, supongo que cada vez en algo diferente. No puedo evitarlo.
—No deberías dar tantas vueltas a tus obsesiones —le dije con aspereza, ofendida por su continua falta de atención—. Siempre estás ausente.
—Bueno, y ¿qué importa eso? —me respondió quedamente, encogiéndose de hombros ante mi reproche.
Regresamos en silencio, subiendo lentamente la cuesta arriba. Al llegar a la aldea entramos en el bar. Había allí un olor a leña húmeda, un olor de frío, y a humo de tabaco. Los hombres, pues las mujeres no solían frecuentarlo, ocupaban las mesas que rodeaban la estufa. Algunos jugaban a las cartas y otros, muchos otros, miraban, abstraídos y silenciosos, a cualquier parte. Nosotras nos sentamos en el extremo opuesto, al amparo de la penumbra, protegidas de todas las miradas. Hasta aquel rincón apenas llegaba la luz de la única bombilla que pendía del techo.
—Además —continué con la intención de suscitar en ella una perspectiva diferente a aquella otra y única, que mantenía a ultranza ante sus ensueños—, esa historia de amor, o lo que sea, terminó pronto en el mundo real, mejor dicho, por lo que me has contado, ni siquiera llegó a empezar, ¿no?
—¿Qué quieres decir con eso de «mundo real»?
—Pues lo que cualquiera entendería por realidad. Es muy simple.
—Demasiado. La realidad nunca es simple —me respondió con gravedad.
—Bueno —insistí—, quiero decir que no pasó nada de nada.
—¿Que no nos hemos acostado? ¡Qué estupidez!
—No me refiero a nada en concreto. Pero es que en tu caso… la verdad, haberos visto solo en dos ocasiones y tomando un café…
—No espero que entiendas nada de lo que te he contado hasta ahora. Ni tú, ni nadie. A pesar de todo, mi amor existe.
La palabra «realidad» inquietaba a Elsa. Ya lo había advertido en repetidas ocasiones. Tenía el poder de producirle una desagradable desazón. Quizá le sugiriera algo demasiado vago, ambiguo, inaprensible. Era como si percibiera en ella algo así como las imágenes de un caleidoscopio que no pudiera detenerse, imágenes siempre irrepetibles, inalcanzables. Cuando hablaba de su amor, lo hacía como si fuera el único o el primero de la humanidad, como si la experiencia de otros no pudiera prestarle alguna luz. Y, a pesar de mis palabras, yo sabía que su amor era real, extremadamente intenso, tan poderoso como para nutrirse solo de sí mismo y de su portentosa imaginación.
A veces, me empeñaba en imponerle alguna sensatez, pero poco a poco yo misma me fui convirtiendo en testigo de sus ritos amorosos y entregando, igual que ella, a la persecución de una historia fantasma que parecía haber sucedido, o que podría suceder, en un tiempo mítico, en un espacio u otro.
Ya era de noche cuando salimos del bar. Solo nos cruzamos con algunos gatos errabundos, mientras bajábamos las cuestas de la aldea. Escuchábamos nuestros pasos cautelosos resonando en las piedras que pavimentaban las calles. Al llegar a la plaza, Elsa sacó un sobre blanco del bolso y me pidió que la esperase unos instantes. Yo me detuve bajo un tinado mientras la veía avanzar, atravesando la niebla, hasta llegar al buzón de correo. Depositó allí su carta. Regresó lentamente, casi deslizándose. Traía los ojos cerrados y algo cercano al éxtasis la conmovía.
Aquella misma tarde había salido a pasear por el campo que lindaba con las últimas casas de la aldea. Y, de pronto, la tierra misma le ofreció una sorpresa: una flor de aspecto frágil brotaba de ella. Parecía bordada en el aire con sutiles hilos azul ceniciento y verde. Ella ya la conocía. Me dijo que era de origen inglés y que se llamaba «Love in a mist». Había muchas y las observó todas detenidamente, una y otra vez, hasta descubrir la más bella. Cuando se dirigía hacia su casa, según me dijo, la flor, entre sus manos, despedía el calor de un ser vivo. La guardó en el sobre que acababa de enviar por correo, añadiéndole una breve nota:
«Querido Agustín: te regalo esta flor porque se llama “Amor en la niebla”. ¿Te gusta?».
Inevitablemente, al escucharla, yo admitía en silencio, sin decirle nada, que aquel amor que la estremecía día y noche, era el más real que yo había presenciado en mi vida. ¿Qué otra cosa cabía pensar de aquella intensidad casi sagrada con que ella se entregaba a estas insignificantes acciones?
Y sigo creyendo que su sentimiento era amor cada vez que releo su cuaderno y descubro fragmentos como el que sigue:
«En septiembre me marché a Venecia. Y aquello más que un viaje era una peregrinación hacia el olvido, a pesar de que ya entonces me jactaba ante mí misma, en solitario, de haber enfriado mi deseo de verte y desdibujado tu presencia en mi memoria gracias a mi voluntad. Sabía que si hacía un último esfuerzo lograría borrarte de la existencia. Y ese era entonces mi deseo, que tú no hubieras existido nunca. Así me puse en camino, huyendo de ti, sin saber todavía que si bien ibas desapareciendo de mi recuerdo era solo para hundirte en terrenos más peligrosos, en los laberintos ocultos de mi inconsciencia, para emerger más tarde y arrastrarme en pos de tu sombra a escenarios imaginarios, a esta torre de viento donde ahora me sé tu prisionera. Cuando subí al vaporetto que recorría el Gran Canal de Venecia, nada sabía yo de aquella cita extraña en el centro mismo de la noche, y a la que tú sí acudiste, en aquella locarna húmeda, próxima a la plaza de San Marcos, donde alquilé una habitación.
»No sé cuánto tiempo dejé pasar allí, inmovilizada en la oscuridad, aterida de frío y escuchando los ecos del agua horadando tantas piedras milenarias. Tú no existías para mí en aquellos momentos. Quizá fuera entonces cuando alcancé el más perfecto olvido, allí sola, en aquel dormitorio extraño, en una ciudad extranjera y lejos de todo lo que constituía mi vida. Y también allí fui presa de un miedo inexplicable. Era un miedo que me llegaba del agua que atravesaba la ciudad por todas partes. Recuerdo que lloré angustiada sin saber qué me estaba sucediendo. Al fin decidí salir al encuentro de aquello que me asustaba de manera tan absurda. Una vez en la calle, se me apareció la otra Venecia, imposible y fantasmal. Eran imágenes umbrías que respiraban ondeando entre oquedades pétreas, imágenes reflejadas en los húmedos espejos de los canales. Desde ellos se erguían las otras fachadas y en ellos hundían sus cimientos, como raíces vivas de Venecia. Todos los edificios se me aparecieron entonces como espectros amenazadores que abrían sus ojos a la noche y vertían un aliento helado que se me anudaba a todo el cuerpo. Cuando volví a la locarna, impregnada de humedad y de frío, pero sin pensamiento alguno, al fin pude dormir. Aunque todavía me pregunto si aquello que me sucedió en seguida fue realmente dormir. Las imágenes de mi sueño poseían la misma solidez que las piedras de las calles por las que anduve perdiéndome hasta la madrugada.
»Y entonces me hallé en un espacio nuevo, no sé si de mi sueño o de alguna suerte de vigilia. Allí te encontré plenamente, como no lo había logrado antes, en Barcelona. Tú y yo nos abrazábamos inmersos en un mar que no tenía más límites que el vacío del cielo. Supe que te amaba con una intensidad desconocida. Pero, de repente, descubrí un águila gigante que se cernía sobre nosotros. Aún recuerdo sus negras alas agrandándose a medida que se me acercaba, pues venía hacia mí. Lo supe al verla. Me aprisionó entre sus garras separándome de tus brazos que se esforzaban en retenerme. Al dolor de perderte se unió entonces el miedo a que descubrieras mi monstruosidad: yo no era en realidad una mujer, sino una sirena. Cuánto tiempo duró aquel angustioso vuelo hacia el vacío de lo alto, exhibiendo ante tus ojos mi cuerpo monstruoso, signo, quizá, de una fatal prohibición de nuestra unión.
»A la mañana siguiente recorrí Venecia bajo la estela de tu amor, pues tú me correspondías en aquel sueño en que más que dormir me pareció despertar a un sentimiento misterioso que las luces del día no pudieron desvanecer. Ya no deseaba el olvido. Te amaba con una plenitud nueva y al calor de ese amor viví durante todos aquellos días. Tu sombra amorosa gravitaba sobre la ciudad entera. Y, si alguna vez volviera, no hallaría rincón alguno, ni puente, ni canal, ni plaza, ni iglesia, que no fuera un precioso recuerdo de ti, Agustín, que mientras tanto vivías ajeno a mi pasión. En mis largos paseos te llevaba conmigo por aquel otro espacio que no era ya el del sueño, ni tampoco el de la vigilia, sino otro, mágico y nuestro. Cada noche asistía a un concierto y cualquier melodía se convertía en el lugar de un encuentro contigo. Tú amas la música, igual que yo, tú mismo me lo dijiste. Y de esa manera, entregada a la exaltación que esta me provocaba, dejé que fuera adquiriendo vida tu sombra, tan inaprensible, por otra parte, como la música y como el agua en la que Venecia se iba sumergiendo.
»Después, cuando regresé a Madrid, sin esperanza de volver a verte, tu incorpórea presencia fue tomando cuerpo a fuerza de repetirse en mis sueños a lo largo de todo el invierno. De manera sutil, sin que yo lo advirtiera, se fue deslizando hasta ese reino intemporal que albergamos en algún rincón de nuestro interior. Se hizo ensueño y creció alimentándose de mis días, de mi atención, robando todas mis acciones, mis horas de sueño, hasta imponer una distancia real entre todo lo que no fuera tú y yo, que no era ya sino un fantasma vagando perdido, buscando tu sombra que se había convertido en mi única realidad.
»La necesidad de tocarte, de alguna manera, de comprobar que existías de verdad, me impulsó a enviarte mi segundo mensaje. De momento la escritura era la única forma posible de acercamiento a ti. Es posible que ya me hubieras respondido de haber anotado el remite, pero secretos temores me impidieron enviarte mi dirección. Han transcurrido ya dos semanas y me parece hallarme en el umbral de un sueño, en trance de traspasarlo y de entrar en él, con los ojos muy abiertos, con todo mi cuerpo. Aún recuerdo mi carta, la he repetido tantas veces en silencio, buscando dentro de mí los ecos que haya podido levantar en tu interior, haciéndome tú una y otra vez, adivinando tus sentimientos, tus pensamientos, alejando de ti todo lo que me resulta extraño. Estas fueron las palabras que te dediqué:
»“Había duendes negros danzando en el azul de aquella noche, y eras imposible al otro lado de un cristal azul. Azul mi tristeza y tu sombra, azul un hondo dolor sin lágrimas, azul tu silencio en mi pena. Y tus ojos… inmensos mares negros perdidos para mi esperanza”».