XVI

Era ya medianoche cuando Elsa empujó mi puerta con fuerza, abriéndola de golpe y adentrándose en mi casa, como si surgiera de la espesa oscuridad que quedaba tras ella, en el exterior. Al verla, me incorporé de un salto, mecánicamente. La expresión de su rostro me resultó desconocida. No llegaba a ser miedo, ni tristeza, ni preocupación. Era una expresión rota, muda, sin nombre, constituida por facciones descompuestas. Se detuvo unos instantes y se arrojó a mis brazos, llorando, gritando, gesticulando con violencia. Traté de calmarla sin atreverme a hacerle ninguna pregunta. Al fin, entre sollozo y sollozo, habló. Había llamado a Agustín Valdés para comunicarle su visita, confiada en que se alegraría con la noticia. Pero esta vez no fue así. Él se negaba abiertamente a verla, así se lo dijo, sin paliar su crueldad con ninguna excusa. Añadió que, en realidad, no la conocía de nada y que no quería seguir alentando involuntariamente aquel disparate que ella llamaba amor. Tampoco deseaba que continuara escribiéndole. La prohibición fue implacable. Si recibía alguna carta de ella, se la devolvería sin abrirla siquiera. La conversación fue muy breve. Él se negó a escuchar sus quejas y protestas. Y, si volvía a llamarle alguna vez, estaba decidido a colgarle el teléfono. Le había cerrado todas las puertas. Le había retirado el único territorio firme en el que se asentaba. Esa peculiar forma de existencia que era para ella la escritura, acababa de ser destruida. Al escribirle, existía para él. Y también era en la escritura donde únicamente se iba realizando su amor. ¿Qué le quedaba ahora si se negaba a leer sus cartas? Me sentí culpable al pensar que la repentina crueldad de Agustín Valdés había sido la consecuencia de mi intervención. No sabía qué podía ser peor para Elsa, si la desolación de aquel amor solitario o el vacío abrumador al que ahora la arrojaba Agustín.

Al día siguiente, impulsada quizá por la necesidad de negar el doloroso final que se le había impuesto, envió un nuevo mensaje a Agustín Valdés. Era la reproducción de una litografía de Goya. Un hombre se inclinaba sobre una mujer que cubría su rostro con un antifaz. Parecía tratar de adivinarla. Al pie figuraban las siguientes palabras: «Nadie se conoce». Colgaba de una de las paredes de su casa. La sacó del marco y, guardándola en un sobre, la echó al buzón del correo.

Después anduvo a la deriva durante varias horas, por los caminos de la montaña, por las calles del pueblo, por las escaleras y habitaciones de su casa… Finalmente marchó en busca del cartero. Le pidió que le devolviera su carta. No sé con qué excusa le convenció, pero logró recuperarla. Guardó la reproducción de la litografía entre los demás objetos, pertenecientes ya a su historia de amor.

Durante varios días no supe nada de ella. Esperé que me visitara, pero no lo hizo. Yo ya no solía ir a su casa, pues siempre encontraba en ella a Matilde, riéndose deliberadamente como una muralla entre las dos, impidiendo cualquier diálogo entre nosotras. Sin duda me hacía responsable del estado en que había caído Elsa. Me llegó a decir que, desde el comienzo, le habían parecido muy peligrosos mis experimentos de hipnosis. Y, en la actualidad, según creía, yo representaba un obstáculo para cualquier clase de ayuda que Elsa pudiera recibir, si es que aún estaba a tiempo de cambiar su suerte. Ella lo dudaba, incluso parecía convencida de su inevitable perdición. De todas formas, había decidido cuidarla mientras lo necesitara.

Al fin fui a visitarla una noche. Matilde me abrió la puerta.

—Elsa está dormida —me anunció secamente, imitando el mismo tono de voz con que yo le había dirigido esa misma frase hacía ya algún tiempo.

En seguida me invitó a sentarme con ella al calor de la chimenea. Quién sabe si lo hizo con el secreto deseo de que rehusara y la dejara sola. Yo acepté, esperando que me diera alguna información sobre lo que sucedía, pues me parecía demasiado temprano para que Elsa se hubiera ido a dormir.

—Ahora duerme mucho —aclaró sin que le preguntara nada.

Las dos guardamos silencio. Esperaba que a ella se le ocurriera contarme algo más, ya que se había convertido en su cancerbero. Pero Matilde se balanceaba pausadamente en una mecedora, fingiendo ignorarme. No sé cuánto tiempo permanecí a su lado, soportando su incómodo silencio y esperando que, de un momento a otro, apareciera Elsa en el salón. Me pareció que la casa había adquirido una atmósfera inquietante. No sabía muy bien a qué atribuirlo. Había lámparas encendidas por todas partes. Podría incluso parecer excesivamente iluminada. Y, sin embargo, yo percibía una última oscuridad que se resistía a disiparse. Era una oscuridad morbosa y viva, terca y casi sonora en medio de aquel agobiante silencio. Matilde se levantó para dirigirse a la cocina.

Estaba preparando la cena para Elsa, pues, según decía, la encontraba tan desvalida que si nadie la cuidaba se moriría. Propuse llamar al médico.

—¡Ese no sabe nada! —respondió—. Además, nunca hace visitas más abajo de la iglesia. Está demasiado gordo para subir las cuestas. Lo que le pasa a Elsa es que no tiene ganas de vivir. Se las han quitado los pájaros, que tiene, en la cabeza.

Yo no le respondí. De alguna manera, lo que decía era cierto. Pues ¿qué otra enfermedad podía tener?

La figura de Matilde se deslizaba por aquella atmósfera sin dificultad, armonizando con ella y observándome vigilante desde ella, con sus poderosos ojos. Deseaba que me marchara. Yo lo intuía, aunque ella no lo dejaba traslucir ni en sus palabras, ni en su actitud hacia mí.

—¿Cómo duerme tanto Elsa? —le pregunté, realmente preocupada.

Me respondió que las noches eran muy largas para ella. A veces la oía gritar desde el sueño.

Durmiera o no, las horas nocturnas ya no le servían para el descanso. Por el contrario, durante el día se encontraba más tranquila y dormía mejor. Añadió que ella había decidido pasar las noches allí, en aquella casa, al menos hasta que Elsa se recuperara.

Al día siguiente acudí a casa de mi amiga más temprano, todavía por la tarde, en cuanto salí de la escuela. Tenía la esperanza de que Matilde no permaneciera allí, encerrada con ella, a cualquier hora del día o de la noche. La puerta del patio estaba abierta y la del salón también. Entré sin llamar y sorprendí a Matilde en la cocina, preparando una infusión con hierbas que ella misma había cogido del monte, y mezclado después, según una antigua receta, con fuertes propiedades sedantes.

—Necesita descansar y no pensar en nada me dijo al verme entrar.

—Pero si ahora no estuviera dormida, me gustaría verla. —Me irritó sorprenderme a mí misma en la actitud de pedir permiso a aquella vieja mujer para ver a mi amiga.

—Es mejor que no la vea. Yo no podré hacer nada si usted la ve.

—¿Qué quiere decir?

—Que no podré hacer nada si usted la ve —repitió, evidenciando que no estaba dispuesta a dar más explicaciones.

Comprendí que ahora me consideraba un obstáculo para que su poder de curación ejerciera algún beneficio sobre Elsa. Tuve deseos de correr hacia su dormitorio y de empujar violentamente a Matilde que se movía de un lado a otro guardando la puerta que conducía a su habitación. Pero no me atreví a hacer nada. En definitiva era cierto que Elsa necesitaba descansar y olvidar. Me retiré resignada a no verla durante algún tiempo y, con la misma resignación, regresé al día siguiente. Era de noche. Empujé la puerta y me extrañó no encontrar en seguida a la vieja guardiana. Aunque ya desde la entrada escuché un rumor de voces y un suave tintineo de cristales. Me acerqué sigilosamente al dormitorio de Elsa. Temía que Matilde se me apareciera desde cualquier puerta o rincón para impedirme el paso. Al fin llegué hasta ellas y me detuve, enmarcándome en el vano de la puerta, visible e indiscreta. Ni siquiera saludé. Matilde, entretenida en inventar no sé cuántas alabanzas sobre el agua ferruginosa que había mandado traer de la Fuente Agria, no advirtió mi presencia. Elsa le devolvía la copa de champán, llena todavía de un agua roja, mineral, repugnante, con un exagerado gesto de asco en su rostro. Matilde devolvió el contenido de la copa a la misma botella de la que había salido. Después me descubrió observándola y, sin decirme nada, comenzó a ordenar la ropa de Elsa. Su figura parecía agrandarse, sobrepasar sus propios límites, al moverse por la habitación, como si ocupara todo aquel espacio con su rítmico ir y venir. Elsa me recibió con un gesto de alivio y alegría. Mostraba buen humor y agradecimiento hacia su enfermera pero, al mismo tiempo, parecía estar ya cansada de su permanente presencia.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Estoy bien —me respondió—. Me voy a levantar ahora mismo. Llevo ya varios días adormilada y, además, no quiero dar más trabajo a Matilde.

Su voz sonaba artificialmente alegre. Matilde se había sentado a los pies de la cama y me miraba inmutable y sombría. Elsa se incorporó con cierto esfuerzo. Ya estaba vestida. Me propuso dar un paseo. Pensé que deseaba liberarse por algún tiempo de la vigilancia a la que había estado sometida.

Bañado por la luz de la luna, el rostro de mi amiga parecía el de una figura de cera. Percibí en él algo no humano, algo irreal. Caminaba a mi lado sin preocuparle el rumbo que siguiéramos.

Gracias a mis preguntas, supe que pasaba las horas tumbada en la cama, perdida en un tiempo vacío, sin, imágenes, sin pensamientos, sin palabras, inmersa en una realidad adormecida, siempre la misma. No era tedio, me dijo, sino otra cosa. Era la contemplación impotente de un sentimiento, único e intenso, que ya no podía mantenerse así, sin estímulos del exterior, que se descomponía, se desfiguraba, pero que no lograba desaparecer. Me dijo también que había decidido marcharse. Aún no sabía adónde iría. Pero quería salir de aquella casa que le parecía estar sembrada de pozos.

Pozos en todas direcciones, en vertical, en horizontal, hacia abajo o hacia arriba, en cualquier rincón o escalera. Sentía vértigo al pasar junto a cada puerta. No sabía bien qué temía: ¿manos sin cuerpo?, ¿gatos?, ¿aparecidos?, ¿intrusos reales? No lo sabía, pero la casa la tenía acorralada, paralizada. La presencia de Matilde, por muy incómoda que pudiera parecer, le había permitido algún sosiego y, gracias a sus cuidados, por primera vez en mucho tiempo, había podido descansar.

Mientras hablaba, lentamente, casi sin aliento, observé que había sufrido una transformación. Ahora tenía un aire de muñeca, de figura irreal. Al andar, sus brazos permanecían inmóviles, rígidos, pegados a su cuerpo. Había adquirido el aspecto de una anciana, cuyos movimientos tenían que luchar contra unas articulaciones casi cristalizadas. Anduvimos durante más de una hora. Yo estaba cansada de subir y bajar por las calles de la aldea. Propuse entrar en mi casa. Ella aceptó, pues le era indiferente estar de pie o sentada, en la calle o en un interior. No le importaba el frío, ni el sueño, ni el cansancio, ni la hora… nada. Su desgana de vivir me enervaba y me obligaba a buscar con impaciencia alguna palabra que pudiera alentarla.

—¿Adónde piensas ir? —fue lo único que se me ocurrió decirle.

—No sé —me respondió—. Me gustaría marcharme de todas partes. Para siempre.

Evidentemente, sus palabras me parecieron una alusión al suicidio. Traté de responderle de una manera afirmativa, pero la palabra «vida» se me caía del pensamiento en cuanto la evocaba.

—El suicidio es una cobardía. —No sé cómo le pude decir semejante torpeza.

Ella me miró desconcertada y yo me sentí ridícula. En realidad no la había ofendido, a lo sumo pude haberla decepcionado. Opté por callarme. Solo se me ocurrían frases tópicas y dictadas por el sentido común, o algunos desatinos, que en nada podían ayudarla y que eran los que más se aproximaban a mis pensamientos. Elsa, sentada a mi lado, frente a la chimenea, como tantas otras veces, se dejó hundir en una inmovilidad inquietante, como si todo, a su alrededor, se hubiera detenido solidariamente con ella. Su mirada se había vaciado de cualquier destello de vida y su rostro, envejecido de repente, me pareció el de una extraña.