VI

Elsa había fijado, sin consultarme, una hora y un día para nuestra primera sesión de hipnosis. Acudí a la cita con un retraso involuntario. La encontré como de costumbre, frente al fuego, oyendo música y sumida en la indolencia. Apenas si me dejó tiempo para saludarla.

Pretendía comenzar en seguida. Cualquier palabra o acción posibles no eran para ella sino obstáculos que retrasaban su llegada a ese otro lugar donde suceden los sueños, y en el que ella creía poder lograr un encuentro con Agustín Valdés. Yo, en cambio, deseaba postergar nuestro experimento cuanto fuera posible. Le pedí que me invitara a una taza de té para entrar en calor, pues hacía mucho frío. En realidad, necesitaba al menos unos minutos para improvisar mi farsa y para aproximarme al previsible fracaso de una manera suave, sin delatarme tontamente. Tenía la impresión de que Elsa carecía por completo de formalismos, no representaba jamás, entraba en la realidad bruscamente, casi tropezándose con ella. No logré que me acompañara tomando un té. En medio de un forzado silencio bebí yo sola varias tazas. Y, finalmente, decidí dar comienzo a la sesión. Propuse, en primer lugar, encender una vela. Anochecía y, cosa rara, las lámparas del salón aún no estaban encendidas. El fuego de la chimenea irradiaba una luz débil en la que yo me sentía amparada. Acerqué la vela al rostro de Elsa, ordenándole que fijara la vista en la diminuta llama mientras yo la movía lentamente de un lado a otro.

Ella la seguía obediente con su mirada, sin apenas pestañear, escuchando mi voz que la invitaba, sin ningún convencimiento, a sumirse en una relajación cada vez más profunda. Pasados unos diez minutos, sus párpados empezaron a caer con pesadez hasta que, al fin, cerró los ojos como si de verdad hubiera entrado en un sueño muy hondo. Bajo aquella luz mortecina su rostro hierático me pareció el de una esfinge. Entonces, con la intención de despertarla y utilizando un tono de voz enérgico, dije:

—Ahora voy a contar hasta diez. Cuando termine no podrás mover el brazo derecho, aunque lo intentes con todas tus fuerzas.

Durante diez segundos, que yo hacía transcurrir lentamente pero llena de ansiedad, me inquietó un pensamiento: Elsa podía estar hipnotizada aunque yo no lo hubiera pretendido. Tan rígida y extraña la encontraba, que me asaltó el deseo de zarandearla y, a continuación, delatar mi simulacro. Pero no fue necesario, pues al llegar al número diez, ella levantó el brazo con absoluta facilidad, sin obedecer mi indecisa orden. Abrió los ojos y, con un gesto de contrariedad, me notificó que ni siquiera se había quedado adormecida.

—No sé qué ha podido ocurrir —murmuré aliviada—. Quizá sea la falta de práctica. Hace años que abandoné estas cosas.

—Puedes probar con otro método —dijo.

Y se levantó como impulsada por una feliz ocurrencia. En seguida desapareció por la casa para regresar poco después, mostrándome una sortija de platino con incrustaciones de diamantes.

Enhebró en ella un hilo y la dejó caer en un movimiento pendular ante la vela aún encendida. Temí que me propusiera continuar, es decir, empezar de nuevo. Yo estaba decidida a negarme. Pero no fue necesario. Un repentino desaliento, una forma de tristeza, le hizo recoger el hilo y el anillo entre sus manos. Se sentó fijando la vista en el vacío del suelo, ante sus pies. Entonces balbucí algunas preguntas que a cualquiera le hubieran parecido indiscretas, pero que a ella le devolvieron el aliento perdido. Parecía que le bastaba con evocar a Agustín Valdés, con traerle a la realidad de las palabras para sentir que, de alguna manera, estaba realizando su amor. Pues eran precisamente las palabras el único material mundano con el que iba construyendo su singular historia, y alimentando un sentimiento cuya realidad, viniera de donde viniese, evidentemente era indiscutible que a través de sus respuestas me iba conduciendo por aquella enorme insensatez que había tejido ella sola. Yo me sorprendía tanteando palabras y consejos que se le ocurrirían a cualquiera, tratando de distraerla de aquella gravedad con que a mí me parecía que se entregaba a tan desmesurada irrealidad. Si le preguntaba por Agustín Valdés, ella se enredaba en minuciosas descripciones. Tardé en comprender que siempre me hablaba del otro, del que aparecía en sus sueños. Claro que para ella terminaron por borrarse las posibles diferencias entre los dos. Supe también que aquel encuentro que él mismo había concertado no llegó a realizarse. Ella estuvo allí, en el café que él había elegido, sentada en la última mesa, en un rincón del salón, esperándole confiada, negando el tiempo que pasaba, adivinándole con ansiedad en cada silueta que se recortaba tras los cristales, a la luz nocturna de la ciudad. Él la citó y no acudió, abandonándola a una cadena de suposiciones que la condujo a telefonearle de nuevo. Pues ¿y si su ausencia se hubiera debido a un equívoco? ¿Y si la hubiera estado esperando en otro lugar o si algo impensable en aquellos momentos le hubiera impedido acudir? ¿Y si ahora, contrariado por no haberla encontrado, estuviera esperando impaciente su llamada?

En un movimiento mecánico, producto quizá de un despiste momentáneo, Elsa enrolló el hilo que había enhebrado en el anillo y lo arrojó al fuego. Después se puso la sortija y me mostró su mano extendida. Era excesivamente delgada para aquel adorno. Me dijo entonces que lo había heredado de una tía abuela que apenas conoció. Y sin darle más importancia, continuó con aquel relato en el que yo, a pesar de su entusiasmo, percibía una desolación última, inevitable, de la que no sabía si ella era consciente.

Aquella noche esperó a Agustín Valdés hasta que el café se quedó vacío, hasta que la invitaron cortésmente a que se marchara ella también. Era la hora de cerrar. En su cuaderno había escrito:

«La noche entera fue cayendo sobre mí, oscureciendo mi entusiasmo. Las calles estaban vacías y una lluvia suave empapaba en silencio mis ropas, mi pelo, mi rostro, confundiéndose con mis lágrimas, pues yo iba llorando amargamente sin preguntarme siquiera qué me ocurría. Mis ojos nublados miraban ciegos en todas direcciones. Todavía esperaba encontrarte. Me dominaba un deseo disparatado de volver a verte».

Elsa llamó a Agustín Valdés y él se disculpó cordialmente: un fuerte dolor de muelas le había impedido acudir a la cita. Añadió, además, que deseaba verla antes de que regresara a Madrid. Acordaron entonces un nuevo encuentro en aquel mismo café.

«Cuando te acercaste a mí para saludarme con un beso de cortesía, advertí que mi voz temblaba, así como mis manos, mi pelo y todo mi cuerpo. Durante largos minutos fui de nuevo solo estremecimiento. Desde aquel estado, cualquier nimiedad adquiría a mis ojos un significado misterioso. Por ejemplo, tú me estabas esperando en la misma mesa del rincón en la que yo me preguntaba, la noche anterior, si de verdad te había visto alguna vez, si era cierto que me habías dado una cita y que de un momento a otro podías llegar».

Apenas si habían logrado cruzar unas pocas palabras en medio de un silencio tenso, cuando Agustín Valdés le preguntó:

—¿Conoces algo de la Cábala?

Elsa, desconcertada, pues apenas sabía nada sobre ello, le tendió como respuesta un libro que esta vez había llevado consigo: Consideraciones sobre el pecado, la esperanza y el camino verdadero, de F. Kafka. En el prólogo se afirmaba que el autor había pertenecido al hasidismo, grupo cabalista surgido en Polonia por los siglos 17 o 18, no recordaba muy bien. Agustín leyó algunos aforismos de las primeras páginas. De ellos surgió una larga conversación sobre la que Elsa, después, escribió:

«No recuerdo en toda mi vida que la palabra hubiera sido algo tan pleno para mí. Aún no puedo explicarme qué ocurrió allí, entre tú y yo. Después, cuando tú te levantaste a telefonear, abrí el libro y leí el primer aforismo que encontré. Recuerdo que tenía el número diecisiete y que decía:

»“Nunca había estado aquí. Junto a ella una estrella brilla con más resplandor que el sol”.

»Y esa aparente coincidencia fue para mí el primer presagio claro, incuestionable, de un amor que ya empezaba a reconocer. Nada me reclamaba en Madrid y, sin embargo, decidí marcharme al día siguiente, cosa que tú lamentaste. Y aquella ligera queja, que quizá no fuera sino un gesto mecánico de cortesía, me conmovió de tal manera que me impulsó a huir atemorizada. Pues aquella fue realmente una huida, ahora lo sé.

»Y, sin embargo, a pesar de que tu recuerdo se había desvanecido en mi memoria, meses después regresé a Barcelona con la única intención de visitarte, como si obedeciera a un deseo antiguo y ya cercano al olvido. Tú me dijiste no tener tiempo para nada y yo andaba todo el día cavilando con recelo, sospechando si tus ocupaciones no serían más que una excusa para no verme.

»Quizá por eso, cuando al fin me diste una cita, mostrando, además, un gran interés en verme, una atracción poderosa, violenta, me oprimió. Nunca había sentido algo parecido. Tampoco esta vez apareciste y, sin embargo, yo no sufrí sino que, por el contrario, me invadió una repentina e injustificada felicidad. Exaltada por la euforia, atribuía tus desplantes a un destino oculto que, de alguna manera, al impedir nuestros encuentros, nos estaba uniendo. Pero me equivoqué. Al preguntarte el motivo de tu ausencia por teléfono, tu respuesta fue despiadada: “Me entretuve y se me pasó el tiempo. Me acordé de pronto, pero ya era demasiado tarde”. Entonces una queja larga y llorosa se precipitó por mis labios. Escuchaba mi propia voz como si me llegara del exterior, como si no fuera yo quien hablara. Me sentía impotente para detener aquel absurdo que tú, sin saberlo, desataste en mí».

—No, no te llamaré —respondió Elsa cuando él, Indiferente, le pidió que le telefonease en otra ocasión—. Me quedaré aquí, en Barcelona; viviré aquí, pero nunca te llamaré.

—Bueno, me parece muy bien —contestó Agustín con irritación.

—¡Yo soy normal! —gritó entonces ella esforzándose en contener el llanto—. ¡No soy un monstruo! ¡No soy un monstruo!

Y es que Agustín le había dicho al conocerla, entre bromas, que ella le despertaba un miedo incomprensible. Y aquellas palabras que entonces había escuchado casi con complacencia, de pronto se le revelaron con una dimensión de crueldad que antes no había captado, convirtiéndose al mismo tiempo en la única explicación de sus ausencias.

«No sabes cómo llegué a percibirme a mí misma en aquellos momentos. Yo era algo informe, repugnante, era un pozo repleto de horrores y amenazas contra mí. Era la monstruosidad misma. Y desde allí, desde aquel hundimiento ahora incomprensible te hablé precipitadamente, sin control alguno. Aunque solo recuerdo aquel grito desesperado que, como un estribillo, repetía entre lamento y lamento: ¡No soy un monstruo! ¡No soy un monstruo!».

Agustín Valdés no respondía nada ante el grito de Elsa.

—¿Me estás escuchando? —le preguntaba alarmada—. ¿Estás ahí?

Al otro lado del teléfono parecía no haber nadie. Solo silencio. Finalmente tuvo que colgar dudando si él la habría escuchado.

«No tiene ya interés hablarte de mi dolor, de mi llanto absurdo, de los días que aún permanecí en Barcelona, deambulando por todas partes, buscándote con imprudencia en todos los hombres de las calles. Cuántas veces corrí para alcanzar a alguno que, de espaldas, me pareció que podrías ser tú. Erraba de un lado a otro padeciendo tu ausencia por toda la ciudad».

Entre las últimas páginas del libro de Kafka que Elsa había llevado consigo, encontró una postal que ella misma había dejado allí, olvidada desde hacía ya tiempo. Reproducía un cuadro de Paolo Ucello: san Jorge y el dragón. En él una mujer, ante una gruta en tinieblas, como si saliera de ella, llevaba sujeto por una cuerda a un legendario monstruo. San Jorge, desde su caballo, le hería con su lanza.

«… encontrarla en aquellos momentos fue una nueva coincidencia que venía a alentar mi esperanza. Supe que nuestro encuentro no se perdería en el olvido. Incluso llegué a pensar que la fatalidad nos mantenía unidos de manera misteriosa».

Elsa envió la postal a Agustín Valdés, después de escribir al dorso:

«Al parecer no somos nosotros los que manejamos los hilos de la “realidad”, sino otros, como se nos dice en La Ilíada que ocurría en Troya. Un abrazo».

Y, más abajo, añadió:

«¿No te gustaría ser tan valiente como san Jorge?».