XI
Matilde llegó a casa de Elsa sobresaltada y tratando de mostrarnos una dudosa alegría.
Aquella misma tarde había comprado su nicho. No le gustaban las tumbas, le asustaba reposar bajo tierra y llegar a confundirse con ella. Prefería un agujero aseado en la pared. Así necesitaría menos cuidados, pues ella no contaba con ningún familiar que la atendiera en el cementerio.
Elsa y yo nos esforzábamos en compartir su alegría. Las tres escamoteábamos el verdadero significado de semejante compra. Hablábamos de ello no con entusiasmo, pero sí evidenciando lo que de satisfactorio había en el hallazgo, como si lo que de verdad importara en esa cuestión fuera el haber adquirido el nicho a un buen precio, o el que estuviera a salvo de humedades gracias a su situación en el muro más soleado del cementerio.
«A más de uno le voy a dar yo un susto», decía Matilde bromeando con su propia muerte.
Elsa se reía, olvidada del motivo que aquella noche nos había reunido en su casa. Desde que recibiera la carta de Agustín Valdés, se había dedicado a releerla una y otra vez, a escribirle y a llamarle por teléfono. Esperaba con ansiedad nuestra próxima sesión de hipnosis. Esta vez fui yo quien fijó la cita para el primer viernes que llegara. Necesitaba disponer de tiempo, sin prisas, sin tener que madrugar a la mañana siguiente. A ella no le importaba que Matilde asistiera, así que la invitó a participar en nuestro experimento. En cambio yo me sabía incapaz de ponerme en situación si la tenía a ella como espectadora. Matilde había llegado dispuesta a organizar una tertulia, tratara de lo que tratase. Pero su actitud desenfadada, incluso incrédula, ante el hipnotismo, sus previsibles interrupciones, sus preguntas improcedentes, eran para mí una auténtica mordaza que me incapacitaba para realizar mi papel. Quizás aquello a lo que nosotras llamábamos hipnosis tuviera mucho de representación, más o menos consciente, pero para mí estaba claro que en ella no cabía más público que Elsa y yo. No había lugar en aquel experimento, tan frágil por otra parte, para la mirada escéptica de Matilde.
Después de la compra que, dado lo avanzado de su edad, se había visto obligada a realizar, me pareció que no era el momento adecuado para rogarle que se marchara, como pensaba hacer en cuanto tuviera una oportunidad. Podía haberle pedido, disculpándome antes, que nos dejara solas.
Podía haber intentado que comprendiera cómo me cohibía su presencia y haberle prometido que, más adelante, cuando hubiera logrado dominar la técnica de la hipnosis, ella podría asistir a nuestras sesiones. Pero me resultaba tan embarazoso pedirle, con las palabras que fuera, que se marchara de la casa, que solo fui capaz de decirle:
—Matilde, por favor, necesito estar sola con Elsa. Si no le importa, márchese ya, porque es un poco tarde.
Se lo dije, además, con una aspereza involuntaria. Y, evidentemente, no se puede hablar así a nadie sin titubear, sin dedicarle al mismo tiempo el tono de voz más cordial posible y sin pedirle perdón repetidas veces. Ella, superando el primer momento de desconcierto, se levantó desconsolada y abiertamente enemistada conmigo. Ya en la puerta, se volvió de golpe, adquiriendo una quietud que me asustó. Miró a Elsa con dureza, como exigiéndole, en el último momento, que la defendiera y que tomara su partido. Pero Elsa se limitó a prometerle que, al día siguiente, le contaría todo cuanto hubiéramos descubierto en el experimento. Finalmente, Matilde pronunció un «Buenas noches» muy triste y se marchó con la actitud de una niña a la que acababan de castigar.
Pensé que lo sucedido no tenía gran importancia y que ella lo olvidaría en poco tiempo.
Pero me equivoqué. Aquella impertinencia que me permití con Matilde enturbió nuestra relación para siempre. Desde entonces no dejó de tenerla presente, de una u otra manera, cada vez que nos encontrábamos. Pero en aquellos momentos yo solo pensaba en la otra historia de Elsa, y en la de sus sueños, en la que parecía no tener lugar en este mundo y en la que mi curiosidad ya había picado sin poder retroceder. Y llegar hasta ella era tan intrincado… No podía permitir ninguna distracción. Estaba decidida a deshacerme de cualquier obstáculo. A veces pienso que el atractivo y singularidad de aquella historia, de cuyos hilos íbamos tirando Elsa y yo, consistían precisamente en su peculiar manera de ir apareciéndosenos. Ni siquiera ahora estoy convencida de que aquel rito, al que ambas nos entregábamos y el que nos abría la puerta desde la que contemplábamos aquella otra vida en la que Elsa aseguraba participar, fuera realmente una sesión de hipnosis. Pero sí era evidente que para asomarnos a ella necesitábamos primero realizar aquella ceremonia.
Mientras escuchábamos el concierto número veintisiete de Mozart, yo balanceaba la sortija de diamantes ante el rostro de Elsa, quien se concentraba en su movimiento pendular hasta llegar a lagrimear. En cuanto cerró los ojos improvisé una prueba para cerciorarme de que ya estaba sumida en el trance. Inmediatamente verifiqué con emoción que la puerta se nos había abierto y, tras ella, la historia que habíamos convocado se nos aparecía. Elsa acababa de entrar, de nuevo, en la sala de conciertos de su sueño.
—Estás tocando el piano —le sugerí—, interpretas un concierto de Mozart, el número veintisiete.
El público de la sala te escucha en silencio. Agustín Valdés se encuentra entre ellos, te contempla conmovido.
Yo no sabía si mis palabras llegaban o no hasta ella. Y, aún así, al terminar el concierto de Mozart, en medio de un silencio abrumador, continué:
—Has terminado tu interpretación. Ahora te levantas y das unos pasos hacia el público, alejándote del piano. Te aplauden todos, aunque sin mucho entusiasmo. Estás mirando a Agustín. Solo él existe para ti en estos instantes. ¿Le ves? ¿Cómo está vestido?
—Lleva una levita de color verde oscuro y, debajo, una camisa blanca con volantes o un lazo anudado al cuello. No puedo distinguir con claridad. La sala está en penumbra.
—¿Quiénes están junto a él?
—Hay otras personas que ya se han levantado para marcharse. Los veo un poco borrosos pero me resultan familiares. Él se queda sentado. Me mira intensamente.
—Fíjate mejor en las personas que se han levantado junto a él. ¿Puedes reconocer a alguien?
—Sí. Eduardo también se está levantando.
—¿Eduardo? ¿Es Agustín?
—Se dirige hacia un grupo reunido al final de la sala. Solo hay hombres entre ellos. Son sus amigos. Están hablando en voz muy baja. No puedo escucharles.
—¿Cuántos forman el grupo?
—Ahora yo me acerco a ellos. Estoy junto a Eduardo. Me roza la mano en una caricia casi imperceptible.
—¿Cuántos son? —insisto.
—Seis o siete. Los conozco a todos. He asistido, acompañando a Eduardo, a algunas de sus reuniones.
—¿Qué clase de reuniones son?
Después de largos minutos de silencio, Elsa continuó:
—Yo no pertenezco al grupo. Pero Eduardo me lleva con él algunas veces. Observo siempre desde fuera. No comprendo bien las cosas que dicen. Existe entre ellos una complicidad que no comparten conmigo. En mi presencia siempre hablan a medias, ocultando intencionadamente algo.
Eduardo se enfada si le hago preguntas sobre esas cosas.
—Y ahora, ¿puedes entender lo que están hablando?
—Ahora están en silencio. Saludan a uno de ellos que se acerca desde el otro extremo de la sala. Sé que pertenece al grupo porque le conozco. Es amigo mío. Cuando llega me sonríe y me saluda a mí antes que a los demás. Ahora entrega un libro a Eduardo. No, no es exactamente un libro. Es un manuscrito pequeño y encuadernado artesanalmente. Eduardo lo recibe con ansiedad.
Lo abre y empieza a leerlo. Yo puedo verlo también. Está escrito a mano, con una caligrafía perfecta pero muy difícil de descifrar.
—Intenta leer algo.
—No puedo. Pero sé que no tiene autor conocido, mejor dicho, ha sido escrito por varios autores que se desconocen.
—¿Para qué se lo da a Agustín?
—Agustín lo estaba esperando. Ahora lo está leyendo entre líneas, pasa sus hojas, una tras otra, como si buscara algo. Creo que él tiene que escribirlo otra vez, pero de manera diferente. El amigo que se lo ha traído se queda entre el grupo, hablando con los demás. Tiene el pelo blanco, aunque no es viejo. Sus ojos parecen sonreír siempre, también cuando está serio. Tiene unas ojeras muy marcadas. Eduardo me coge ahora por un brazo, pero en seguida se separa de mí. Saluda a una mujer que acaba de llegar. Es bastante mayor que yo. Debe tener alrededor de cuarenta y cinco años, la edad de Eduardo. Es muy guapa. Está peinada y vestida con una gran elegancia. Me sonríe con frialdad y me felicita cortésmente por mi interpretación. Me siento anulada. No soy capaz de responderle. Ella se dirige a Eduardo y los dos me ignoran. Le reprocha algo que yo desconozco. No habla con claridad. Observo a Eduardo con tristeza. En su rostro va apareciendo una tensión, a medida que ella habla, hasta transformarse en un profundo malestar. Está muy contrariado. Ella sube el tono de su voz, está irritada. Él se vuelve hacia mí y me mira unos instantes. «Tú no temas nada», me dice con un amor que me estremece. Continúa su conversación con esa mujer.
—¿De qué están hablando? ¡Escúchales con atención! —le ordené impaciente, como si ella estuviera sumergida en un pozo, contemplando imágenes que yo solo podía escuchar.
—Bismarck. Hablan de Bismarck —me respondió con preocupación.
—¿Qué dicen?
—Hay guerra. Eduardo está en peligro. Le buscan por algo que desconozco. Ella trata de convencerle para que huya. Le dice que ya ha preparado todo lo necesario para su marcha. Ahora, con voz autoritaria, afirma que no permitirá que nada, ni nadie, le retenga en la ciudad. Se dirige a mí con una mirada larga y cruel. Se marcha sin despedirse. Eduardo está abstraído en algo. Me ignora. No sé qué le ocurre. Ahora no veo nada. Todo se ha oscurecido.
Elsa guardó silencio, como si de verdad estuviera sumida en una profunda oscuridad. De pronto, sin atender a mis preguntas, comenzó a hablar:
—La sala está vacía. La pared es de madera. Me acerco a una ventana, a través de ella contemplo un paisaje que me resulta muy familiar, así como el tacto de las cortinas. Son de terciopelo verde. Puedo percibir su olor a polvo.
Después de unos instantes, durante los que parecía haber sido abandonada por sus imágenes, continuó con ansiedad:
—Estoy en un jardín. Hay una luz muy clara, sin sombras. Está amaneciendo. Siento frío. A lo lejos descubro a Eduardo. Camina con mucha prisa. Le llamo pero no me oye. Me acerco corriendo, asfixiándome. Él me mira y no se detiene. Pasa bajo un porche de columnas de mármol cubiertas por enredaderas. Allí le alcanzo. Grito su nombre. No puedo soportar su mirada irritada y distante. Mecánicamente dirijo mis ojos hacia el suelo. Él, inmóvil ahora frente a mí, no me dice nada, no hace ningún gesto de acercamiento. En la mano derecha lleva una cartera negra, de cuero. La reconozco. En ella guarda sus escritos. Está escribiendo un libro. Ahora lo recuerdo. Está vestido con un abrigo largo de color oscuro y cubre parte de su rostro con una bufanda blanca. Yo tampoco digo nada. No puedo hablar. Comienzo a llorar desesperada, sin poder controlarme. Por un camino cercano se aproxima un coche de caballos. Eduardo corre a su encuentro sin despedirse de mí, sin decirme ni una sola palabra. Me abandona. Ni siquiera vuelve la cabeza para mirarme cuando alguien, desde el interior, le abre una puerta. Lo veo subir y desaparecer.
Elsa tenía los ojos cerrados pero no dormía, su expresión era vigilante. Esta vez el silencio fue más prolongado. Pensé que debería despertarla y terminar ya la sesión. Pero ella, sin ser interrogada, habló de nuevo:
—La playa está vacía y hace mucho frío. En la arena, junto a mí, hay láminas de hierro cubiertas de robín. Están agujereadas. Presiento algo horrible… Un dolor insoportable. No veo nada… Se me van todas las imágenes… Ahora llega Eduardo. Ha envejecido muchísimo. Su pelo, muy alborotado, se ha vuelto blanco, sus mejillas están muy afiladas, sus ojos se mueven inquietos de un lado a otro con una mirada desapacible. Es la locura. Ese es precisamente su aspecto: el de un loco. Apoya sus manos en la balaustrada blanca que tiene delante. Desde allí contempla una playa donde se ven restos desperdigados de barcos destrozados. Allí he muerto yo. Lo sé. Y por eso él contempla ese lugar cada día. Mi muerte ha sido horrible. Él lo sabe. Pero yo no puedo recordar nada. Solo tengo impresiones vagas y lejanas que me asustan.
Elsa hablaba en voz muy baja, casi imperceptible. Finalmente se agotaron sus visiones y se abandonó a una total laxitud. Esperé durante unos minutos antes de empezar a contar hasta el número diez. Cuando di una palmada, señal que la devolvería a este mundo, ella abrió los ojos y se quedó muy quieta mirando el fuego, sin interesarse por todas aquellas escenas que había ido nombrando, en voz alta y que yo, a petición suya, había escrito con detalle. Rechazó los folios que le tendía alegando que no necesitaba leer nada, pues recordaba con, precisión todo cuanto había visto. Me pidió con sequedad que la dejara sola. Se encontraba muy cansada y deseaba estar en silencio y dormir pronto. Me marché entonces dejándola prendida a unas imágenes que evidentemente estaba incorporando a su memoria como si fueran recuerdos muy profundos, como si constituyeran un pasado que le pertenecía.