TREINTA Y CUATRO
- Su cuerpo ya se hundió en el infierno, ¿dónde podremos vernos?- indagó Odette, a su impaciente enamorado, tras concluir la escueta ceremonia que dejó sepulto en el Jardín de Paz, en el suburbio de Parque Lefevre, el cadáver de su tiránico marido a la fuerza.
- En el hotel Venecia, ¿te acuerdas de ese sitio?
- Jamás lo olvidé.
- Pues allí te espero, en el 314.
- Enseguida voy para allá.
Rato después, la pareja celebraba en el lecho el sepelio de su enemigo a muerte. Un tambor de milenios retumbaba en sus cuerpos. Las paredes con su alegre tapizado y mullidas sillas, hacían juego con su desmesurado ardor. Las guirnaldas de esa burbuja de retozón boscaje hacían vibrar sus neuronas y muslos. El día no podía ser más promisorio ni diáfano:
- Te dije que ese ogro iría a parar con sus huesos al panteón de sus ancestros.
- Y lo cumpiste.
- Así es, Odette, eres mía y de nadie más.
- Y yo te adoro por eso- escurrió la mujer depositando sus ancas en el pecho masculino-. Eres mi dueño total. Jamás dejé de amarte.
- Sabía que volverías a mis brazos. Te amé desde que te vi.
- ¿Desde el día de la mudanza?
- Desde ese día quedé maravillado con tu persona. Soñaba con verte desnuda, con estar a tu lado.
- ¿Y qué pasó? ¿Cómo me conquistaste?
- No lo sé, lo que sí sabía era que te adoraba. El día que te avisté desvestida, el corazón se me quería salir del pecho.
- ¿Y tus ojos? ¿Qué pasaba con tus ojos?
- Se me iban tras de ti. Eran dedos visuales que hurgaban tu ropa y tus vellos. Estaba loco por ti.
- Sin embargo, te llevabas bien con Clarence.
- Lo amaba y lo odiaba. Lo envidiaba. Él podía tenerte. Gozar contigo. Yo era un duende misérrimo que odiaba a su afortunado vecino.
- Yo sabía que te gustaba. Me enardecían tus miradas y silencios. Sabía que me espiabas. Pero te dejaba mirar. Tenerme con tus ojos. Por cierto, amo tus ojos, tus bellos ojos.
- Odette, ¿sabes una cosa? No todo se lo he dejado al destino- liberó el hombre este abrupto acertijo, justo cuando se llevaba el busto de la mujer a sus labios y, lacerante, oprimía sus nebulosos pezones.
- El Loco Ampudia lo comprueba, es una evidencia capital- observó la mujer, explayando su cuerpo en el lecho.
- Y si te dijera que con Clarence no fue distinto, ¿qué pasaría?- retomó Eloy aprisionando en sus brazos la escultural mujer de posaderas de granito.
- Pegaría un grito que se escucharía hasta en el Templo Mayor de los aztecas.
- ¿Y qué más?
- Nada más, Eloy, pues siempre lo supe.
- ¿Qué cosa sabías?
- Que eran demasiadas coincidencias. La muerte de Clarence fue excesivamente oportuna. Era obvio que no era casual.
- Pero, en cierta forma, lo fue, su cuerpo herido cayó a mis pies. Sólo tuve que agravar sus lesiones.
- Eloy, estás loco por esta mujer.
- Así es, Odette, ¿qué harás ahora?
- Amarte mucho más. Siempre estuve al tanto de lo que hacías. Era una amante necesitada de tu ardor y audacia. ¿Y sabes una cosa?
- ¿Qué cosa?
- Soñaba con esas muertes. Tú sólo fuiste su hacedor. Mi amor por ti era una gloriosa aberración. Me enamoré de un chiquillo. Te robé de tu cuna y te convertí en un asesino afilador de cuchillos.
- Soy un troglodita que te ama. Mi lanza me ha permitido tenerte- resumió el ingeniero Llorente besuqueando el delineado ombligo de su chica-. Odette, tenemos el deber ineludible de ser felices, nunca deberemos malograr este estremecedor romance.
- Eso nunca ocurrirá. Nuestro amor es demasiado ardoroso y real. Además, hoy tengo una revelación que hacerte.
- ¿Qué revelación?
- Estoy embarazada.
- Dios del cielo, ¿y cuándo pensabas decírmelo?
- Ya lo hice, Eloy, nuestra hija se llamará Victoria Eugenia.
- Un bello nombre, pero, ¿cómo sabes que será niña?
- Ya lo sé- aseguró la mujer enredando sus piernas en el abdomen del hombre-. Es el nombre de mi madre, ¿no te importa verdad?
- Para nada, tu madre te hizo posible a ti, ¿cómo oponerme a que nuestra cachorrita lleve su nombre?
- Eloy, eres un dios. Y, por cierto, ¿dónde viviremos?
- Por lo pronto, te mudarás con mis padres. Luego buscaré un apartamento para ambos. ¿Te parece?
- Claro que sí. Para mí lo esencial es estar contigo- aseguró Odette prendada de la cintura de su amante.
- Antes iremos a visitar a unos amigos. A tus socios de la hoz y el martillo.
- Mira tú dónde piensas meterme. Dirán que te llevas una cualquiera de mujer de asiento.
- Odette, tú eres lo mejor que ha podido pasarme en la vida. Jamás podrían pensar lo contrario. Te amo con todo mi ser.
- Eloy, empiezas con una fulana que ha enviudado dos veces y lleva un divorcio y, para rematar, parte con una barriga, ¿qué pensarán?
- Que me saqué la lotería.
- Una lotería al revés- señaló, mas el hombre clausuró su boca con la suya. Hacendoso y tierno, olisqueó cada resquicio de su anatomía. Por largo rato, ese fue su vivificante quehacer. Ya al atardecer de ese sábado, tras ducharse, se vistieron y se dirigieron al local de Bandera Popular. Al verlos llegar, Jorge Ceccaldi comentó:
- Ingeniero Llorente, ahora entiendo por qué suspiraba usted por esta mujer. Es toda una preciosidad.
- Así es, hermano, esta chica es mi vida- admitió abrazándola por el talle y besando sus sienes-. Odette, éste es mi jefe político.
- Es un placer conocerte- repuso la visitante con alborozo y jovialidad-. Eloy me ha hablado mucho de ti.
- Y tiene que hacerlo, soy su amigo de siempre. Pero, ya sabes, si un día te aburres de él, no olvides que estoy en la fila de tus admiradores.
- Eres muy gentil, pero eso jamás pasará.
- Vaya noticia, pero, bella amiga, la peor diligencia es la que no se hace- rió Jorge estrechando sus manos y besando sus mejillas-. Nunca entenderé como un blanquito como Eloy pudo conquistar a una linda mulata como tú.
- A punta de encantos y perseverancia- anotó Odette.
- Lo segundo me consta, este hombre te ama como un desquiciado. Está loco por ti- admitió Jorge Ceccaldi-. Los felicito a ambos. Han peleado duro por estar juntos.
- Así es, Jorge, no ha sido fácil- glosó Eloy.
- Pasemos a mi oficina, allí nos espera una botella de champaña que vamos a descorchar en su nombre.
El brindis era una tenida de humor y resabios que trotaba con alegre plumaje de pavorreal, pero la ocasión sería interrumpida por un timbrazo. Agentes de la policía, en ropa de civil, se harían presentes con su descortesía y estulticia:
- Comunistas de mierda, estamos buscando a un miembro de sus filas- prorrumpió uno de los recién llegados.
- ¿Qué diablos les ocurre? ¿Cómo se atreven a ingresar de esta forma en una propiedad privada? ¿Dónde está su identificación?- protestó el Secretario General.
- Qué propiedad privada ni qué diablo muerto, ¿dónde se encuentra el ciudadano Alex Rujano?- replicó el agente que parecía comandar el operativo de búsqueda-. Vamos, digan dónde está.
- No tengo la más remota idea de quién hablan. Nadie conozco con ese nombre- resistió Jorge Ceccaldi
- ¿Quieres ver una fotografía del sujeto?- intercaló el agente sacando un cromo de su bolsillo-. Aquí apareces tú con el sujeto.
- ¿Y para qué lo buscan?
- Pues mi teniente coronel Mayorga quiere entregarle un obsequio- respondió el Secretario General.
- Carajo, pero para entregar un regalo no hay que violentar una oficina privada como salteadores de camino- reprobó Jorge.
- Es el nuevo estilo de la fuerza. Su júbilo es así de arrasador- señaló el oficial con una hilarante sorna-. ¿Dónde podemos encontrar al tal Rujano?
- No lo sé, pero en cuanto lo sepa se los haré saber. Pueden contar con ello- manifestó con burlesco enfado el Secretario General-. Vaya cortesía, casi se parecen a los gringos visitando a sus aliados.
- ¿Hablas de Hungría y Checoslovaquia?- objetó el oficial.
- No, señor, esos son los aliados vandalizados por el Kremlin- rechazó el líder de Bandera Popular-. ¡Qué horror de saludo!
- Abogado, no se preocupe, nuestra visita tiene propósitos gentiles- escurrió hierático el capitán del operativo-. Que pasen buen día, señores, no olviden decir al señor Rujano que el teniente coronel Mayorga desea hacerle entrega de un presente.
Al dejar el local la cáfila de gorilas del G-2, a voz en cuello, Jorge rompió a reír:
- Dios del verbo, Mono Metralla se tiró al jefe del G-2. Ahora el teniente coronel Mayorga pasará a nuestras filas, ¿quién lo diría?
- ¿No te dije que ello podría ocurrir?- asintió Julia Barnes-. Ahora nos lloverán los recursos.
- De eso no estoy tan seguro, todo dependerá del juego de cintura del padrote- prosiguió Jorge su mugrienta broma-. Alex se ha empatado con Henry Mayorga, el miedo a perder la chaveta ha sido muy grande. En todo caso, estamos viviendo tiempos especiales. Eros está bendiciendo nuestra casa, hay que seguir brindando. ¡Por la nueva pareja, Mono Metralla y Henry Mayorga!
- Jorge eres un mal tipo, tu cadáver se lo disputarán las ratas en algún páramo del Averno- cuestionó Eloy, mientras el Libiamo, ne´lieti calci, brindis de La Traviata, de Giuseppe Verdi interpretado por Luciano Pavarrotti, surgía del equipo de sonido que el dueño del despacho pusiera a funcionar.
- La vida nos sonríe, el Alá de los comunistas es grande, yo sabía que no nos dejaría a la buena de Dios- levitó el gran timonel de Bandera Popular, mientras hacía girar con prestancia su elevada estatura de mulato linaje-. Tenemos que salir a pintar unos grafitos que digan: “Bandera popular vive: en el corazón de Mayorga”.
Al término del célebre ofrecimiento de Verdi, con torva intención, Jorge puso You’re the first, the last, my everything, en la potente e inconfundible voz de Barry White. Entonces, animado por esa rítmica y sensual melodía, sacando a bailar a Odette, le confió en el oído:
- Esta familia no se la deseo ni a mi peor enemigo, pero la amo con toda mi alma. Es la grey ideal para conspirar y batir a nuestros enemigos de clase. Pero te digo una cosa, son los peores sujetos a la hora de divertirse: son aguafiestas y melindrosos. Sin embargo, Panamá los necesita. ¡Son una especie, para desgracia de los ricos y dueños del país, en permanente expansión!
- Su última obra maestra, como puedes ver, ha sido sodomizar al Jefe de la Seguridad del Estado panameño- incrustó Eloy en la charla-. Vaya familia te has ganado, Odette, ojalá no salgas huyendo al saber tanta locura.
- No huiré, mi amor, además, yo tampoco soy una santa calandria, de eso puedes estar seguro- aseveró Odette llevándose a los labios la frente de su amado-. Eres mi dueño absoluto. Tus amigos son mis amigos. Y lo mismo ocurre con tus enemigos: quien no te quiera bien, igual será mi enemigo.
De madrugada, la pareja fue a dormir a casa de los padres de Eloy. Al despertar, la sorpresa de los mismos no pudo ser mayor. Abrazándola, doña Juana casi rezó:
- Así que era verdad lo que me dijo Eloy. Eres ahora nuestra hija.
- Soy su nuera y su hija, y la madre de su primer nieto.
- ¿Es verdad tanta dicha?- indagó la madre de Eloy.
- Así es mamá. Odette me dará un hijo.
- Qué buena noticia. Siempre supe que mi heredero se moría por ti- indicó el progenitor del ingeniero Llorente.
- Y yo por él, señor Clovis, por eso, siempre, nos hemos buscado.
- Aquí vivirán hasta que nazca ese retoño. Quiero cuidarlo como a la niña de mis ojos. ¿Me están escuchando?- ofreció, enérgica, la progenitora de esmirriada presencia-. Ese bebé será el segundo hijo que no pude tener. ¡Qué felicidad me han proporcionado!
- Doña Juana, ¿me deja hacer el desayuno?- inquirió Odette envuelta en una bata de su suegra.
- Ni loca, jovencita, yo lo haré. Tú dedícate a ponerte cómoda. Eres mi hija, la madre de mi nieta.
- ¿Nieta? ¿Y cómo sabes el sexo?- inquirió Eloy abrazando y besando a su madre.
- Porque esta niña deberá ser tan linda como Odette. ¿Y qué nombre le pondrán?
- Se llamará Victoria Eugenia, como mi mamá- se apuró Odette a revelar.
- Me gusta ese nombre, la llamaremos Toya, será la Toya Llorente.
- Dios mío, ya todo está hecho. ¿Qué más falta?- averiguó Eloy.
- Visitar la tumba de Clarence. Eso haremos en cuanto terminemos de desayunar- sentenció la matriarca.
Y eso fue lo que se hizo. En la limosina del Loco Ampudia se dirigieron a Mount Hope. Un sol abrasador se distendía por el bien cuidado coto. Un ramo de flores y una oración se depositó en la fosa del músico. Con su armónica, un casual músico ambulante que atinó a pasar por el sitio, hizo fluir retazos de Crescendo in blue, de Duke Ellington, la pieza venerada por Clarence. La tarde se les antojó un friso de nostálgica pintura de Manet. Jacintos, heliotropos y claveles atalayaban ese barrio para muertos. De regreso, el recorrido se cerró con una visita a la ciénaga. El vecindario recibió a los visitantes con aparatosa algarabía. Ante ese alboroto, Eloy sintió rebotar la pelota de la historia. Volvió a vivir el Día de Reyes que dejó en las barracas a Clarence y Odette. Una sensación de extravío lo hizo trastabillar. Mas, Odette, leyendo su mente, se abrazó a él y lo tranquilizó:
- Tú eres el último hombre en mi vida.
Y él le creyó. Poco le importó lo que, subrepticio, le insinuara Jacob, su urticante amigo de infancia:
- Como todo asesino, regresas al lugar del crimen y, para colmo, con su mujer. ¡Qué diabólico eres!
- Como en el juego de frío y caliente, te digo que estás frío. Nada tengo que ver con la muerte del músico- masculló Eloy, palmeando el hombro de su interlocutor-. Lo que ocurre, compadre, es que te mueres de la envidia.
- No lo niego, avivato, pero yo no asesiné al marido.
- Eso dices, ahora, pero tu envidia también lo mató- se salió Eloy por la tangente.
- Eres un cabrón con suerte, eso es todo- musitó el hijo de pastor metodista-. Ahora, lo acepto, por ella tenía sentido matar.
- Ya lo admitiste, maldito, sino mataste al músico, vaya ganas que tenías de hacerlo- reasumió, Eloy, su ofensiva-. Ahora, cállate, ya viene mi chica.
- Así es, asesino, te felicito. ¡El clan de la ciénaga se enorgullece de ti!
- Odette, ¿te acuerdas de Jacob?- continuó, Eloy, su elusiva táctica.
- Claro que sí. Por cierto, ¿cómo está el pastor Maxwell?
- Muy bien, señora, muchas gracias.
- Me alegro mucho, Jacob- le estrechó la mano la mujer-. Oye, Jacob, pero qué hombre más guapo te has vuelto
- ¿Escuchaste, Eloy?- bromeó el amiguete.
- Sí, ya escuché, pero ya sabes lo que seguiría de ocurrir lo que piensas- le ladró con jovial animadversión el socio de andanzas.
- Pero, ¿de qué hablan ustedes?- cuestionó intrigada Odette.
- Le decía que eres la mujer más bella de estos contornos, y que serás la madre de una niña que se llamará Victoria Eugenia- clarificó el marido de la divina.
- La Toya Llorente- asentó Jacob.
- Así es, Jacob, la Toya Llorente. ¡Ella será nuestro tesoro!- concluyó Odette llevándose el marido hacia el auto.
Al dejar las barracas, Eloy no pudo evitar mirar hacia el Salón Rocío. El país que surgió del mar, la sonata compuesta por Clarence, era reproducida por el traganíquel de la cantina. Al entrecruzar miradas, Eloy y Odette se sintieron deudores del corazón del intérprete. El hijo de ambos era su oblicuo tributo. La madre de Eloy, perceptiva, girando sus ojos hacia su hijo, hizo el balance de la hora:
- Este barrio está cada vez más feo. ¡Odette y tú son lo único bueno que ha salido de aquí!
- No dejes por fuera a tu nieta- contrapuso el padre de Eloy.
- Una criatura tan bella no pudo se concebida en ese cuchitril, ¿verdad, Odette?
- Para nada, doña Juana, ella fue concebida en Taboga.
- Ya lo sabía, Eloy tuvo el buen detalle de decírmelo.
- Oiga, ¿y qué otra cosa sabe de nosotros?- reaccionó sorprendida la más joven de las dos mujeres.
- Odette, lo sé todo, no soy vieja por gusto.
- Santo cielo, ¿sabía de verdad, todo?- repreguntó la chica.
- Odette, mi hijo no tiene un lunar que yo no conozca. ¿Cómo iba a ignorar el romance que tenías con él?
- Vecina, usted criará a mi hija. ¡Jamás le ocurriría algo malo con usted!
- Así será, belleza, te has buscado a la mejor suegra del mundo. ¡Una que te matará como te atrevas a faltarle a mi hijo!
Al escucharla, los cuatro ocupantes de la carroza del Loco Ampudia rompieron a reír. Entre carcajadas, Eloy le espetó a Odette:
- Ya escuchaste a mi madre. ¡Así que apriétate el cinturón de castidad!
- Definitivamente, nada une tanto como los crímenes compartidos- festinó la madre en curso.
- Así es, Odette, ¡te patearé el trasero como le salgas a mi hijo con otro mirón igual a él!
La suntuosa berlina no avanzaba por la hilaridad de sus pasajeros. Sólo un policía de tránsito, con una boleta, pudo poner orden a tanto desbarajuste. La familia Llorente no tenía razones para llorar. El amor era su silvestre morada. La ruta que, indefectiblemente, los llevaría a comer perdices y, con largueza, a ser felices.