VEINTICUATRO
El congreso extraordinario de Bandera Popular se verificó en el Hotel Ginebra, una hostería de nivel medio aposentada en Santa Ana, en los alrededores del parque de este centenario bastión del arrabal. Un millar de militantes y simpatizantes de todo el país ocupaban las sillas dispuestas en un salón con aspecto de encía corrugada por la escasa higiene. La cúpula del grupúsculo no dejaba esconder su júbilo. Sólo con una morrocotuda determinación se había logrado realizar ese evento, el cual era esencial para poder postular candidatos a cargos de elección en una que otra circunscripción de la geografía nacional. Hecho una colmena, el joven partido desplegaba sus medios para atender a satisfacción a su heteróclita membresía. Obreros, campesinos, aldeanos y estudiantes constituían la progenie de ese protoplasma político. Por todos lados, las efigies de la Santa Familia del marxismo-leninismo decoraban la cita, y los micrófonos tronaban el cancionero de Víctor Jara, del Inti-Illimany, Carlos Puebla y Carlos Mejía Godoy, éste último popular cantautor y militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional. La fiesta roja era un dechado de camaradería y entusiasmo. Para las once de la mañana, al sonar La Internacional, el incendiario himno del movimiento obrero nacido del levantisco e inspirado cerebro de Eugene Pottier y Pierre Degeyter, se supo que había empezado el aquelarre. Las brujas del socialismo irían por su presa. Como hizo Salomé con la cabeza de Juan el Bautista, la del capitalismo sería blandida por Bandera Popular. Los primeros pasos estaban por darse. Capturar una que otra representación de corregimiento, era el primer paso del montañismo que debía conducir a la toma del poder. Ésta era la alegoría de este cenáculo, pero, ni en tragos, confiaba Jorge Ceccaldi en esta utopía de mercado:
- Si logramos despertarnos temprano el día de las elecciones, me sentiré realizado- confió entre bromas el Secretario General a su compinche de Villa Gabriela-. ¿Cómo verga podremos competir con la maquinaria de los gorilas? Si alguien de la oposición logra colarle un gol a la dictadura, se habrá sacado el premio gordo de la lotería.
-¿Y entonces por qué nos lanzamos a esta campaña?- lo increpó el ingeniero Llorente.
- Porque por algo hay que empezar en la conspiración contra el sistema. Esta derrota será una pedagogía invaluable. Nos mostrará que la Revolución no es una putona que podemos levantarnos en cualquier esquina, sino una epopeya que sólo se podrá consumar con el concurso de los explotados y marginados de la nación. Esta cruzada no es un propósito voluntarista, es una experiencia de masas que, incluso, desborda el entorno nacional- explicitó Jorge apretando los dientes-. Esta maldita cosa puede que no despegue nunca en nuestras vidas, pero no por ello es imposible. Lenin y Fidel Castro no se encontraron la revolución, sino que la otearon e hicieron posible. En Panamá, un país por hacer y con un pueblo invertebrado, la tarea será no sólo titánica, sino nada lírica. La Revolución Socialista de Panamá no se sabe ni cómo será, ¿qué se haría con los gringos? ¿Cómo se podría montar un nuevo Kremlin en el país del Comando Sur?
- Mudándose a Cuba o a Nicaragua- punzó Eloy, dándole una aspirada a su Montecristo-. Por cierto, saben a gloria estos puros.
- ¿Cómo hizo Fidel para convertir a Cuba en una balsa anticapitalista a metros de la Base de Guantánamo? Es un irrepetible milagro revolucionario- peroró Jorge.
- Fidel nunca se quitó del cuello el crucifijo.
- Sabe mucho ese gallego. Él no será un Che que muera en una barranca a manos de sus esbirros- perjuró Jorge-. Deberán venir por su cabeza.
- Kennedy lo intentó y mira cómo quedó- elucubró Eloy.
- Así es, la historia es una extraña tomadora de pelos. Fidel debió bailar en un pie cuando supo que entre todos se habían echado al petimetre de Boston: los gusanos anticastristas de Miami, la CIA, Sam Giancana y la misma Inteligencia Cubana- rió Jorge Ceccaldi viendo que ya concluía el discurso de bienvenida pronunciado por Julia Barnes, una suerte de Juana de Arco del esmirriado partido de la hoz y el martillo.
- Jack Kennedy era un malandrín con suerte, llegó a la Oficina Oval, pero su biografía le cobró sus malandanzas. La invasión a Bahía Cochinos y las trastadas con Marilyn Monroe, las pagó bien caro. Al año del supuesto suicidio de Marilyn, la vida le pagó con un balazo. Se fue con todos sus huesos a otra parte.
- Compró la eternidad con la fórmula archiprobada: “Vivir rápido y morir joven”- señaló Jorge.
- Todo un Dorian Gray del wagneriano crepúsculo de los dioses- explotó Eloy-. ¿Le gustaría un destino así, camarada Secretario General?
- Por nada del mundo, querido hijo de puta- resistió con feroz sorna el oficial de la izquierda-. Ese destino se lo deseo, de todo corazón, a Linda Blair. Sus ínfulas de volcán Krakatoa bien podrían posar para esta apología hecha por gusanos.
- Haría esta metempsicosis sin eructar insecto alguno- repuso alborotoso Eloy, mientras, entre aplausos, Julia Barnes se aproximaba con gesto entre indignado y sorprendido.
- ¿Qué es lo que tanto cuchichean ustedes? Me han saboteado durante toda la disertación.
- Sermón dirás, pues no paraste de fustigar al auditorio- la cortó con agria desconsideración el gran timonel-. Tras que, para no variar, llegaste tarde, vienes a soltar tus incandescencias a la pobre gente que ha tenido a bien distinguirnos con su presencia.
- No le haga caso, compañera, estábamos elogiando su pieza oratoria y la reacción del congreso. El líder está que echa humo todo porque hoy sus camaradas hemos hecho las cosas bien- jugó a mediador el responsable de prensa y propaganda.
- Lo hicieron tan bien que veo sapos y culebras de Mayorga por todos lados. Sólo falta que postulemos a agentes del G-2. Con la leche que tengo, quedo de inferior jerárquico de algún soplón de Henry Mayorga- satirizó Jorge Ceccaldi.
- Quedaríamos bien parados, entonces sí que no nos faltarían los recursos- jugueteó Julia palmeándole el rostro-. Hasta Lenin debió tolerar y convivir con dislates parecidos.
- Roman Malinovsky, un obrero metalúrgico captado por Lenin, quien llegó a ser miembro del Comité Central Bolchevique e, incluso, uno de los seis diputados a la Cuarta Duma Imperial que logró elegir el Partido Comunista en 1912, resultó ser un espía bien pagado al servicio del Zar- inventarió Eloy en plan conciliador-. Al mostrársele las pruebas, con gran desencanto y frustración, Lenin debió consentir que el traidor fuese llevado al paredón de fusilamiento. El infidente era culpable de la muerte y el apresamiento de notables figuras del movimiento revolucionario ruso.
- Pero si no detectas a tiempo a los infiltrados, quedas como un marido cornudo. Todos se ríen de ti- rebuznó Ceccaldi.
- No hay modo de no ensuciarse si se camina por un lodazal- juró la Jefa de Finanzas del partido.
- Negativo, como te diría un tongo, eso es evitable. Para eso se inventaron las botas y equipos de seguridad. Puedes hundirte en un pozo de mierda y salir inmaculado si llevas el atuendo apropiado. No estamos en los tiempos de Lenin, estamos en la era de los viajes al espacio, de los superconductores y de los cohetes intercontinentales. Hay que afinar las estrategias y métodos si deseamos que este partido sea algo más que un club social o un parqueadero de gente insulsa y desdichada- rugió el titán de la vida interior de Bandera Popular-. Ésta no es una pasarela para debiluchos y gente sin pareja. ¡Para eso no hay que leer a Carlos Marx ni a Federico Engels, sino Vanidades y Playgirl!
- ¿Y eso a qué viene?- se encrespó la mujer del trío parlante.
- A lo que dije, no deseamos en el partido a desdichados e ineptos. Ser proletario no es sinónimo de pobreza moral y medianías. Hay que depurar el colectivo de detritos y lloriqueantes de oficio. Eso es lo que dije. Estoy harto de las miserias de algunos en este tugurio izquierdizante. En Bandera Popular más de cuatro se creen obligados a protagonizar el Hotel de los Corazones Rotos de Elvis Presley. ¡Vaya cochinada!
- George “Washington” Ceccaldi, lo llaman al podio. ¡No haga esperar a sus soldados!- lo latigueó Julia Barnes-. Aquí vamos a calificar su soflama. No le vamos a perdonar ni un solo traspié fonético ni de fondo.
- Te falta mucho para poder calificarme. ¡Bien que lo sabes forma sin contenido!
- Vaya, hombre, no se quiebre. ¡La plomera apenas empieza!
Con un típico gesto de desprecio adquirido en sus avatares de matón intelectual, dando un manotazo a una silla, Jorge Ceccaldi se dirigió al círculo de micrófonos. Con voz cansina, desperdició la ocasión y profirió un alegato que parecía hecho por el Guerrillero Heroico en su agonía de Ñancahuazú. Al regresar al estrado, con la cinética de una bofetada, se dejó caer en su asiento:
- ¿Y qué pasó? ¿Por qué no leíste el texto acordado?- indagó Julia Barnes.
- Porque no me dio la gana- respondió mordiendo sus palabras como haría un anciano con su prótesis dental-. Recité un discurso a la altura del tuyo. Pura basura ideológica. No te mereces otra cosa. Ahora, sabelotodo, encárgate de tu verbena. Podrás apoyarte en tus hormonas. Hacer la revolución es para ti como quitarse la comezón de la silla turca del trasero. ¿Verdad que no tengo que explicarte qué significa esta frase?
- Ya veo, estás de mal humor y los demás deberemos atenernos a las consecuencias. ¿Se trata de eso, verdad?- se defendió la dirigente mirando alternativamente a sus interlocutores-. Eloy, ¿estás de acuerdo con esta ñamería del Líder Máximo?
- Para nada, pero igual creo que si enloquece el piloto, los copilotos deben entrar en acción- repuso el ingeniero.
- Eloy, has dado en el clavo. Si el piloto enloqueció, sus doctos copilotos deberán relevarlo hasta que el mismo recupere la cordura- prosiguió el cabecilla aspirando su puro-. Pues, manos a la obra, colegas, ustedes son ahora los nuevos capataces de Bandera Popular. Asuman la conducción, pues yo me sumergiré en esta dulce locura. Y otra cosa, como me hagan hablar, me haré el desmayado o el loco. ¡Me tendrán que llevar al Cuarto de Urgencia cantando alguna sonsera como el Jack Nicholson de “Alguien voló en el nido del cuco”! ¿Qué les parece este anuncio del Padre del Marxismo-Leninismo de Bandera Popular?
- Te estás comportando como un histérico Lenin tropical.
- Es lo que soy según dicen las malas lenguas.
- Vaya papelón que estás haciendo- se enfurruñó Julia Barnes.
- Por eso no se debe dar el papel de Secretario General a cualquiera- largó su aullido con risotada el hombre de espigado porte-. Puede terminar confundiendo las cosas, creyendo, por ejemplo, que su deber es estar en consonancia con el “Trópico de cáncer”, de Henry Miller. Eloy, ¿no te habrás olvidado de esta incomparable novela erótica? ¿Acaso la conoces, tú, Lady Testosterona?
- Mira, demente, respétame. No soy una de tus lamedoras de ego- resopló la Dama de Hierro del partido-. La cosa es bastante simple, ¿te declaraste orate o serás el Secretario General de este partido?
- Mira, Krakatoa, yo soy lo que me salga de los forros.
- ¿Y qué es ahora, Su Majestad Reverendísima?
- Un orate, un orate con talento. Dirija ahora su tángana de aldea. Regurgite su ideario de ideas cortas y pelos en la sopa.
- ¿Y qué rayos quiere decir ese galimatías?
- Lady Krakatoa, lo que dije, pero no se hable más. El orate de su jefe político quiere desfogar su talento entre las canillas de alguna pécora. ¿Tendrá fondos su caja menuda para sufragarme esta cana al aire?
- Me largo a mis deberes, tú estas cada vez más loco. ¿Qué te habrá hecho Bandera Popular para que la trates así?
- Ponerme en su mugrienta dirección política. ¡Estoy hasta la coronilla de ser El Cid Campeador de los mediocres e incompetentes de este partido!
Desarbolados por los crudos términos de esta pendencia, los integrantes de la mesa principal respiraron con alivio al ver que, en medio del vapor y los truenos y relámpagos, se había resuelto proseguir la agenda de la jornada. Ya al atardecer, en el banquete de despedida, Eloy le recriminó a Jorge Ceccaldi:
- Hoy se te fueron la lengua y las patas.
- Lo sé, pero no tenía más remedio. Para que explotara yo, mejor que exploten Rubén y Julia. Tendrás que ayudarme a limar asperezas. Les obsequiaré el discurso de clausura. ¡Así recogeré a los dos hijos de puta del triunvirato!
- Me alegra escucharlo, Diablo de Porquería. Sin ti la cúpula ha pasado las de Caín- respiró con agrado Eloy abrazando a su amigo-. A ratos no te entiendo, ¡eres un padre odioso y bestial!
- Lo sé, Eloy, pero la lucha por la Revolución no nos tratará mejor. Tienen suerte conmigo, yo no les quitaré la vida ni los confinaré al ostracismo.
- Pero tu amor de Líder Máximo es clave para ellos. Necesitan tu aprobación y certeza de afecto.
- Deben comportarse como partisanos. Esta tarde les haré sentir en la gloria. Ya lo verás, debilucho, ¡llorarán de felicidad! Soy su adorado Saturno.
Y, ciertamente, cumplió su palabra. Por dos horas su arenga conmovió a los congresistas. Con energía y fervor, se los echó al bolsillo. La hora del triunfo les pareció a los maquis del patio allí presentes a la vuelta de la esquina. A cada instante, su intervención era interrumpida por espontáneos arrebatos de corporativismo y orgullo combatiente. Presa de un súbito numen, el líder abrazó con su verbo patriarcal y triunfalista a sus congéneres congregados en el Hotel Ginebra. La toma de la Bastilla parecía un mero ardid de su adrenalina. Al final, un cerrado grito de guerra del neurasténico alabardero pareció desbaratar la sede de esa sucursal del Marxismo Mundial. Al acercarse a sus camaradas de proscenio, Julia Barnes le prodigó:
- Bastardo del demonio, yo sabía que no nos dejarías solos. ¡Te amo maldito hijo de puta!
En el centro de la escena, frente a la multitud que rugía y silbaba, abrazando a su colega del cenit partidario, entre algazaras y desmanes de gran comunicador, con gracejo, la encuadró:
- ¿Te agrada tu Secretario General, verdad? Niégalo si puedes.
- Eres un petulante, mi querido Lenin tropical- le decía al oído la mujer-. Hoy eres mi héroe. ¡Gracias por el fuego, como diría Mario Benedetti!
- Me gustó la cita, ya veo que tu histeria te da tiempo para la buena lectura.
- Ya va el troglodita. No digas más- lo interceptó Eloy.
- Como quieras, hermano, ahora a comer. Esta perorata me ha dejado con la boca seca y sin mendrugo alguno en el baúl. Julia, vamos a probar la pinche comida que ya veo nos trajiste- desbarró Jorge.
- No caeré en tu trampa, buscas una bronca para poder escaparte con alguna cuca del congreso.
- ¿Oíste eso, Eloy? Esta mujer no puede entender que, al igual que Jim Jones, el promiscuo líder espiritual del grupo Templo del Pueblo establecido en Guyana, necesito libertad- aseguró Jorge Ceccaldi.
- ¿Libertad? Vaginas dirás, ¡fornicador empedernido!
- Al fin lo entendió, esta mujer: un líder no puede ser tal sin sentir, en carne viva, los nervios de la sociedad.
- Los nervios de la sociedad, no las ronchas y agujeros de los genitales de tus adoratrices habidas y por haber- le enrostró Julia Barnes-. No le atribuyas ribetes ideológicos a puras trapacerías de cuarentón decadente.
- Ya aterrizó la teoría revolucionaria donde yo quería. Soy ferviente seguidor de Erich Fromm. “El arte de amar” es mi libro de cabecera. Junto con los textos de Herbert Marcuse, Eldridge Cleaver, Stokely Carmichael, Malcolm X y Angela Davis, es mi fuente de abigarrada inspiración- rezó casi Jorge Ceccaldi-. Soul on ice, de Eldridge Cleaver y las obras de Albert Camus y Jean-Paul Sartre, alimentan mi marxismo. El capital, de Carlos Marx, no está reñido con la vida. Soy un líder abierto al futuro y a la experiencia. Tú deberías hacer lo propio…
- Ya leí tu telegrama. Adiós, amado patán, siempre tienes la razón.
- Así es- dijo carcomiendo un entremés de tuna y camarones-. Eloy, por tu bien, nunca te metas a Secretario General. Ser el adalid de lo que sea, te hace acreedor a verdaderos dolores de cabeza. Para prueba un botón: aunque este abrebocas sea una bazofia, la jefa de proveeduría espera que la felicites. ¿Debo hacerlo? No, no lo haré. Ven, Eloy, te invito al Squirt. Ya lo dijo Humphrey Bogart, ¡un hot dog en el parque es mucho mejor que un filete en el Ritz!
Y, ni corto ni perezoso, abordó su volkswagen y se fue. Eloy no lo siguió, sino que, presto, se dirigió a un teléfono público y llamó a Odette:
- Qué bien que te localicé. ¿Podrás salir? Necesito verte. Te extraño.
- ¿Dónde estás tú?
- En Santa Ana, en un evento del partido.
- Puedo estar en la iglesia de allí en una hora.
- Te esperaré por el área de los confesionarios.
Con verla llegar, los ojos del hombre se cargaron de lágrimas. Su amante traía lentes oscuros y apenas podía ocultar las huellas de golpes en su cuello y brazos. Sin prisa, se recluyeron en unos de los compartimientos de perdón:
- Magdaleno y yo peleamos.
- Lo mataré. Te lo juro.
- Mi amor, no digas eso. Estamos en un templo.
- Pues no me importa.
- Todo se debió a que no quise estar con él. Me violó y, después, me golpeó. Fui un bloque de hielo. Por eso me lastimó.
- ¿Y qué pasó con tus escoltas?
- Están afuera. Les prohibí acompañarme al sagrario.
Por horas, se dio esa charla de renegados. Sus citas parecían destinadas a tener como sede uno que otro místico atrio del Creador. Entre suspiros y aromas, se embriagaron de su incorpórea atolondrada cópula. Al final, Odette le regaló a Eloy la desnudez de su busto. Las dulcificantes anémonas de sus pezones lo hicieron vibrar de regocijo y deseo. Esa noche, en casa de sus padres, el ingeniero Llorente renovó su promesa. Llamaría a Alex Rujano quien, por razones de seguridad, no concurrió al congreso. La cabeza del marido opresor sería descuartizada en el pavimento del sanitario de la cantina del Marbella Hutton. Esa promesa de muerte no podía esperar. Una bala viva esperaba por él.