DIECINUEVE
El día que al niño de una arrendataria lo violaron unos gamberros en la tienda de campaña que montaran en las inmediaciones de la ciénaga, la madre de Eloy transformó el cuarto en una cárcel. Sin escuchar razones, le prohibió salir al patio. La policía estaba buscando sospechosos y cualquiera podía ser vinculado a la comisión del delito. A Eloy sólo le quedó dedicarse a sus pasquines y a seguir de cerca el dramón de Odette. La pareja del 13 seguía junta pero nada evidenciaba un pronto apaciguamiento de las hostilidades. En cerrado luto de viuda, Odette dejó claro que había condenado el acceso a su persona. Su cara tan larga como el vestido que lucía, le vedaba al marido hasta el saludo. Por consiguiente, para Eloy no había posibilidad de disfrute visual alguno. Al muchacho sólo le quedaban las novelas radiales o acompañar a su madre en las audiciones de arias interpretadas por María Callas o Enrico Caruso. O sea, su vida era un muelle de paz y plana cotidianidad. Sólo de lejos podía intercambiar miradas con sus compinches. En Vanesa ni siquiera podía pensar, pues el calabozo hogareño lo tornaba sencillamente imposible. Hecha una fiera, su madre contabilizaba cada segundo de sus movimientos. Era el prisionero de su filial campo de concentración.
Pero, a los días, un hecho inesperado lo sacó del enclaustramiento. Clarence había llegado con una soberbia Harley Davidson y, marrullero, remolcó a su esposa hasta la máquina:
- Ven, mujer, te daré un paseo.
El marido había dado en el clavo con esa movida, pero consciente de esa anotación, antes de trepar al potro mecánico, en plena acera, para que todos lo vieran, Odette le devolvió las dos bofetadas que días antes él le propinara:
- ¡Me las estabas debiendo!
Abatido su rostro por las manos de su adorado tormento, abrazándola, Clarence la besó en los labios y se la llevó. Toda la mañana estuvo cautiva en el bochorno de ese marrullero encantamiento. Risueña como una reclusa que acabara de salir de la cárcel para mujeres, ya al mediodía, se plantó en la puerta del cuarto 12:
- Eloy, ven, te daré un paseo.
Sin siquiera mirar a su madre, el chico se puso los zapatos y cambió de ropa. Luego, como una exhalación, se dejó encaramar al aparato. En tándem, acaballado contra la mujer, al recorrer medio Río Abajo, supo lo que era tenerla en sus brazos. Embelesado, olfateó su nuca y, sin reparo ni límites, acarició su túrgido busto. Ella, radiante, le decía:
- Eloy, tú agárrate, que yo acabo de aprender a manejar esta cosa.
- Eso haré señora Forbes.
- No me digas más señora Forbes. Llámame Odette. Sólo tengo cinco años más que tú. Somos dos bebés.
- Pero qué bebé es usted.
- ¿Qué quieres decir?
- Que es usted una mujer bellísima.
- ¿Te gusta tu vecina?
- Mucho, es usted una mujer preciosa.
- Eloy, me estás piropeando.
- Sí, pero no quiero faltarle el respeto.
- Lo que haces es halagarme. Eres un joven galante.
- Desde que llegó me pareció galana.
- Y ahora me tienes abrazada, ¿no te da miedo?
- Miedo, no, Odette, estoy feliz.
- Ése es mi hombrecito- se regocijó la mujer, mientras reanudaba la marcha-. Tú enlaza a la loca de tu vecina. No la sueltes.
A la hora, estaban ingiriendo al alimón una malteada en un quiosco de la calle 12. Plácida, la mujer hizo saltar al aire la pompa de una arcana coletilla:
- Una malteada, un beso y un carrizo, ¿no es eso una prueba de amor?
- Eso dice alguna canción.
- Te deberé el beso en la boca. Tu madre me mataría si hiciera algo así.
- Lo mismo haría Clarence.
- Ese chombo no cuenta. Está castigado por ruin y abusivo. Estoy furiosa con él.
- No es mal hombre- mintió mefistofélico el doncel.
- No, pero se jura un dandi, un Porfirio Rubirosa. Pero yo no soy una cualquiera. Vengo de un buen colegio y tengo todo un futuro por delante.
- Y por detrás.
- Eloy, ¿qué significa eso que dijiste?
- Lo que dije, usted puede tomar para donde quiera y siempre tendrá un brillante futuro. Dios sabe que es verdad.
- Oiga, joven, usted sabe demasiado. ¿Dónde aprendió tantas cosas?
- En los libros.
- Recórcholis, Eloy, pero, dime una cosa, ¿estás seguro de que no dijiste lo que yo entendí?
- No lo estoy- se dobló carcajeándose el chico-. Es que es la verdad: usted no tiene ángulo malo. Es una belleza. ¡Y toda una dama!
- ¿Lo crees así? ¿No me estás diciendo un mero cumplido?
- Lo digo de corazón.
- Eloy, te mereces el beso que impone una malteada compartida entre un chico y una chica.
Y como en una cinta de los Beach Boys o West Side Story, hecha una deleitosa Natalie Wood, Odette tomó en sus manos el rostro del joven y, sin cerrar los ojos, lo besó en los labios. La escena se congeló en la mente juvenil, pues ni cuenta se dio de cuando los interceptó el Thunderbird de Clarence:
- Pensé que algo les había ocurrido- externó agitado el marido.
- Nos demoramos en el Cinco y Seis. Tomamos unas malteadas.
De regreso a la venecia de la 8ª, se toparon con que la policía entrevistaba a los moradores en relación con el abuso del infante. De reojo, Vanesa, lo choteó:
- Te estoy pillando, traidor.
Él nada le respondió, sólo le hizo señal de que se vieran a las seis de la noche en el sitio de la vez pasada. Ella, tras un mohín afirmativo, se perdió de camino a la tienda. Pero, a la hora convenida, él no pudo acudir, pues su madre siguió con su porfiada vigilia. Sólo le quedó ver televisión en casa de Odette. Constatar que proseguía la glaciación. En rígida bata de terciopelo, la mujer mantuvo a raya el mariposeo adulador del infiel trompeador. Finalizada la transmisión de Hong Kong, serie protagonizada por Rod Taylor, Eloy se mandó cambiar a su morada. Al pasar revista a los sucesos del día, pudo decir que había tenido mejor suerte que Clarence. En su boca bullía el beso de Odette. Sus gruesos labios de delicada carnalidad lo tenían hechizado. Se sintió presa de la gloria. Todavía hervía su sangre al recordar la angulosa espalda y firme protuberancia de sus nalgas. La rocosa redondez de sus caderas y pecho. Entronizado en su curva cadera poco faltó para que eyaculara. Tal era la demoníaca tensión de su ingle. Aunque él no ocultó su empinamiento, ella nada dijo. Regalada se dejaba aprisionar. Cuando impulsivo Eloy besó la nuca de la joven esposa, ésta, burlonamente, volviéndose le sonrió al confeso admirador. Eloy, con arrobamiento de perro caliente, nunca escondió su clandestino disfrute.
Pero, en la mañana, Odette otra vez sucumbiría al cortejo del marido. A solas, Eloy pudo comprobar la entrega de plaza. Mas, esa vez, fenomenal enredo, debió cumplir el fisgoneo en compañía de Vanesa, quien a sabiendas de que la madre del chico no estaba, se internó en la habitación y, con inaudible voz, como en una capilla, musitó:
- ¿Qué haces? ¿Espiando a tu amiga?
- Más o menos.
- Pues déjame ver una cosa- farfulló la quinceañera abalanzándose sobre los muslos de su amigo-. ¡Lo tienes más tieso que un clavo!
- Tú deberás bajarlo antes que regrese mi mamá
- Sólo quiero ver un poco.
Y mientras ella trajinaba sus ojos, él se solazó ocultándose bajo la anchurosa falda de la adolescente:
- Eloy, ¡ya están empezando!
- Deja eso, Vanesa, hagamos película nosotros.
- Tanto que peleaban y, ahora, míralos. ¡Parecen dos dementes!
- Ya, Vanesa, quítate la ropa.
- Nada de eso. Quedémonos así.
Y en el lecho de su amigo, tendida sobre él, la damisela le dio la contraseña:
- Hoy me toca a mí. Hazme lo que te hice en la biblioteca.
Al instante, la falda de la chica fue echada de lado como un paracaídas. Los labios del muchacho se dejaron guiar por las manos de ella como haría un jugador de golf con las banderas de los hoyos. Empero, en el apogeo de esa travesura matinal, ocurrió lo imprevisible. Tocó la puerta una tía del anfitrión. La osada no tuvo más remedio que meterse bajo la cama. Allí permanecería hasta el mediodía, momento en que, tras el arribo de doña Juana, las dos hermanas fueron de compras a un almacén cercano. Al emerger del escondite, entre risas, Eloy le susurró:
- Otra vez se salvó tu virginidad.
- Nunca lo harás.
- ¿No vemos en la noche?
- Mejor no, creo que en estos días no nos conviene estar juntos.
- Pero no acabé contigo.
- Sí lo hiciste. Con mis dedos llegué a donde quería llegar. Estoy más empapada que un balde de ropa sin tender- se acicaló la chica-. ¡Pagamos nuestras deudas!
- Te buscaré.
- Eso si te dejan, bribón, estás preso.
- Así es la vida. El amor de mi madre me está matando.
- Ése es su trabajo.
El resto del día tuvo que pasarlo entre libros y deberes caseros. Decidió quemar energía realizando una limpieza a fondo. Baldeó la vivienda y abrillantó los muebles con aceite lustrador. Después, profeta de lo obvio, mentalizó que tendría que cocinar. No había comida en casa. Al final, ante la mesa, disfrutó el banquete surgido de su hacer. En eso estaba cuando se asomó Odette:
- Llegué a buen tiempo.
- Si se arriesga, la invito.
- ¿De veras?
- No miento. Es mi invitada, igual el señor Clarence.
- No, Eloy, yo te acompañaré. Clarence está apipado de amor. Yo sí tengo hambre.
Y con la avidez de una diosa, le entró al bistec picado con arroz, tajadas de plátano maduro y al kool-aid de fresa con tutti-fruti. Entre miradas y bromas, la joven desposada le obsequió su efusiva aprobación:
- Eloy, eres todo un chef. Harás feliz a tu mujer. Por cierto, ¿tienes novia?
- No, soy un soltero empedernido- bromeó el chico-. No levanto pero ni sospechas…
- Mentiroso, bien que te he visto por ahí. Tienes lo tuyo.
- También usted.
- Eloy, eso es público y notorio. Todos saben que soy la mujer del señor King.
- La reina de Río Abajo.
- ¿Sólo de Río Abajo? ¡Qué reinado más pobre!
- Bueno, es la Reina de Panamá.
- Ahora sí- refutó con alegría la mujer tomándolo por el hombro-. Este hombre está loco por su vecina. Si se descuida Clarence, me vendré a vivir con él.
Y la frase fue atrapada por el esposo, quien venía al rescate de su novia:
- ¿Qué fue lo que dijiste? ¿Qué mi amigo me quitaría la hembra? No lo puedo creer, él es mi hermano. ¿No es así, Eloy?
- Así es.
Y los tres se enfrascaron en una jovial chanza que terminó con Clarence llevándolos a pasear:
- Los llevaré a comer la mejor tortuga de Panamá. Descubrí un restaurante en Calidonia donde cocinan como para reyes.
- Qué casualidad, para mí. ¿No es así, Eloy?
- ¿De qué hablan?- interpeló el músico
- Olvídalo, éste es un asunto entre Eloy y yo.
Y el saxofonista cumplió su palabra. Los hizo destinatarios de una memorable cena. De regreso a casa, Eloy le reseñó a su madre los pormenores de la velada. Doña Juana se dijo que no entendía del todo a sus vecinos, mas tuvo que concluir que el amor es lo que decía la mundialmente famosa balada de Nat King Cole, una cosa esplendorosa. Ella nunca habría podido hacer parte de una relación así de tempestuosa, pero, lo reconocía, a su modo, los amantes del 13 parecían felices. Y, lo mejor, le contagiaban su dicha a su tierno heredero. Era un osezno rutilante cuando estaba con ellos. No le daría color a las camorras de sus amigos. Cada quien hace lo que puede para ser feliz. Lo mejor, por tanto, era vivir y dejar vivir.