VEINTISÉIS
El 11 de octubre, la revolución de Torrijos celebró sus bodas de arcilla. El tirano constitucional era un igual de Gamal Abdel Nasser y Ho-Chi-Minh. El firmamento de la Revolución Mundial incluía en letras doradas su armonioso nombre de rapsoda persa. Lo que no habían logrado sus antecesores en el Palacio de los Presidentes, lo había conseguido este estrambótico general de espada virgen. El Canal de Panamá pasaba a manos del Estado ribereño y era desmantelado ese oprobio colonialista llamado Zona del Canal. El aliento cósmico que hacía girar las esferas de ese tiempo iconoclasta y levantisco, el cual se nutría de versos de Allen Ginsberg y Roque Dalton, de la música de los Beatles y los Rolling Stones, del pensamiento de Louis Althusser y Nicos Poulantzas y, naturalmente, del boom novelístico liderado por Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, tenía en Panamá una de sus plazas más rutilantes. El general Torrijos era tan conocido como John Lennon o Sofía Loren. Sólo Roberto Durán, dueño de puños que llevaron a ganarle el mote de Mano de Piedra, podía disputar el internacional prestigio del cabecilla de la asonada que defenestró al doctor Arnulfo Arias en octubre de 1968.
El país era un caos de festejos y triunfalismo. Hasta Bandera Popular, un voluntario réprobo de la epopeya cuartelaria, debió plegarse a este cataclísmico frenesí. Desde sus toldas frente a El Casino, decidió celebrar a la inversa la efeméride. Un pleno del Comité Central fue la púdica repulsa. Para las cuatro de la tarde, Eloy se dejó caer por el Marbella Hutton. Decidió poner a prueba el informe de Alex Rujano referido a que su enemigo jurado se apersonaría al lugar. Pero el hombre no sólo faltó a la ignorada cita, sino que Eloy terminó en manos de sus guardaespaldas:
- Te vamos a dar un paseo por tus tripas, hijo de perra. ¡Ya verás!
Atado con sogas, en el maletero de un taxi sin placa de color rojo, a la altura del Café Coca- Cola, cuatro individuos armados lo condujeron hasta una finca ubicada en La Chorrera. De un puntapié, uno de los malhechores lo dejó entrampado en el fango:
- ¿Has visto lo que hacen los tiburones con un cadáver tinto en sangre?
- No tengo ni idea- replicó maltrecho el ingeniero Llorente.
- Pues eso es lo que ocurrirá contigo si sigues acosando a la mujer de tu prójimo.
- Terminarás como el padre Héctor Gallegos o Heliodoro Portugal. No sólo eres un puerco comunista, sino un imbécil. ¡Estás orinando en el mingitorio equivocado!- amenazó el que parecía ser el conductor del punitivo secuestro.
Entonces, como quien golpea un saco de arena, la manada de esbirros lo hizo blanco de una interminable azotaína. Luego, tras desvestirlo, en Arraiján, lo lanzaron a la Carretera Interamericana. Por horas estuvo en la orilla de esa vía. Cuando, a eso de las siete de la noche, pudo ponerse en pie, un camionero atendió su petición de ayuda. En el Mercado Público, envuelto en una lona, fue recogido por Jorge Ceccaldi:
- Eloy, ya te lo había advertido.
- Lo dijiste, pero nada podía hacer. Debo rescatar a mi mujer.
- ¿Tu mujer?
- Sí, compañero, mi mujer. El cochino de Ampudia sólo es su torturador.
- Bueno, hasta ahora, va ganando. Eso deberás admitirlo.
- Así es, pero, como ya sabes, una partida sólo termina con la derrota absoluta del adversario. Y, yo, hasta donde sé, todavía respiro.
- Pero, qué tunda te han propinado.
- Bueno, sólo me duele cuando me río. El rollo es cómo le explicaré esta golpiza a mis padres.
- Te atacaron unos maleantes en la Cuatro de Julio.
- Eso le diré, unos agentes de la CIA la emprendieron contra un patriota. Suena a novela de John Le Carré pero, teniendo de fondo la música de Like a Rolling Stone de Bob Dylan, no tendré más remedio que esgrimir esa fantasiosa excusa.
- En el local hay algo de ropa, allí podrás disfrazarte de gente.
- Junto con las curaciones de Gonzalo Cuervo, quedaré como nuevo.
- Quién diría que este pelma andaría por el mundo batallando por una Maritornes. ¡Esa mujer debe tener un fuselaje de ensueño!
- Es una bella mulata. Estoy que muero por ella.
- Ya estás empezando a morir. No creo que salgas con vida de la próxima tanda de molturación y derribo.
- Secretario General, lo autorizo a pronunciar el discurso de fondo en mi sepelio.
- Ni loco, camarada, esa misión debe dejársela a otro imbécil. El Loco Ampudia terminará matando a todos los dolientes. No quiero formar parte de su lista de funerales pendientes.
- Gracias, por su apoyo, querido traidor.
A la hora, en la clínica del doctor Cuervo, se cumplía la labor de remiendo y vendaje. El politraumatismo incluía una ceja herida, costilla rotas e incontables rasguños y magulladuras. Yeso, compresas, inyecciones y múltiples analgésicos fueron los insumos requeridos. Con la ropa de segunda encontrada en la sede de Bandera Popular, el paciente estuvo listo para el requiebro en reversa que le propinara su jefe político:
- Te salvaste de morir, pero tu pinta no puede ser más lamentable. ¡Ni el marica de la Boca Town, amigo tuyo, te aceptaría en su corte!
- Bulla-Bulla Forbes.
- Ese mismo, es un adefesio con plumas.
- Es mi amigo de infancia. Siempre me cayó bien.
- Bueno, ¿a dónde te llevo?
- A casa de tu cuñada.
- ¿Qué cuñada?
- De Vanesa, la chica del Abracadabra.
- Hijo de perra, te la cogiste- conjeturó con amargura Jorge Ceccaldi.
- Así es, amigo. En su casa pasaré unos días. Tú harás llegar a mi trabajo el certificado de incapacidad que giró Gonzalo.
- Vaya, vaya, maldito santurrón. ¡Quién te ve con tu cara de yo no fui!
- Jefe, a su lado, quien no aprende a cazar ninfas es porque es un mariconazo.
- Pondré a Linda Blair al corriente de estos embelecos tuyos. Ya sabrá que no soy el único fauno de la horda. ¡Que gaste contigo, también, sus gazmoñerías y monsergas de convento!
- En casa de Vanesa podré esconderle a mis padres mi penoso estado.
- Tuviste suerte. El teniente coronel Mayorga te habría troceado las bolas con una tijera de podar.
- Esta vez tuve suerte- reconoció Eloy-. Pero estoy en un aprieto. Sino mato a ese canalla, él me matará a mí.
- Matador, me encanta el dilema que lo atosiga. ¡Apuesto por Ampudia!
- Y yo también- rió Eloy, llevándose las manos al torso-. No veo cómo podré liquidar a este molestoso abejorro.
- ¿Abejorro? El abejorro es usted, compadre: el Loco Ampudia está que se lo puede tirar a usted como hace con su amiguita- graznó Jorge acelerando la marcha por la Vía España-. Oye, pero, ¿hacia dónde vamos?
- A calle novena, Pueblo Nuevo. Allí vive tu cuñada.
- Vaya cuñada. Me dio calabazas a mí, pero a ti te prefiere, ¡esa mujer debe estar mal del coco!
- Bella conclusión, y alivia las lastimaduras de ego.
- No quiero aparecer como la zorra de la fábula, concluyendo que las uvas que no pude alcanzar están verdes, pero, ahora ya no me importa no poder poner en canal a la chica. La monada es suya. ¿Qué hago yo pretendiendo a la íntima de un compadre?
- ¿Tratar de ensartarla como a una aguja con tu hilo de coser?
- ¿Hilo de coser? Si yo trabara a esa chola la tendría corriendo detrás de mí como si yo fuera el mismísimo Sidney Poitier o Alain Delon. Por donde yo paso, no crece la hierba.
- Que lo diga Linda Blair…
- Eso mismo, ¿por qué crees que Linda se comporta conmigo como si no hubiera más hombres que yo en La Tierra? Porque este caballero sí que sabe verguear una vieja. Sus ancas después no le hayan sabor a otro sujeto: el sexo de los demás hombres termina pareciéndoles un simple termómetro o una lima de uñas.
- Ya lo dijo el chiste porno: no todos somos iguales. Y para prueba un botón: mirar el pene del Secretario General de Bandera Popular.
- Me alegra el nivel de objetividad que se da en las bases de este partido. ¡Saben reconocer las maravillas humanas de su Supremo Conductor!
- Eres un hablador, pero no puedo contradecirte en lo de Linda Blair: ella es una fiel devota de tus partes- histrionizó vitriólico Eloy-. Bueno, Gran Capitán, ya llegamos.
Detenido el auto frente al edificio de mampostería, con una disonante risotada, Jorge se despidió:
- Camino a casa decidiré donde pernocto. Linda Blair está en la pelea, pero Jazmín tiene todas las de ganar. ¡Esta infanta sí sabe cómo engolosinar a su hombre!
- Vaya, compadre, que a mí sólo me quedará tenderme en el sillón. ¡Vengo con la pólvora mojada!
- Sí, señor, se lo cogió el Loco Ampudia.
Y, abriendo la puerta, Eloy se dejó caer en el lecho de la alcoba principal. Allí lo encontraría Vanesa. Al descubrir la maceración sufrida por su amigo, casi pegó un grito. De inmediato, se puso a sus órdenes para cuidarlo. Sin tocarlo, acabó de cuidar su sueño. Allí vio llegar la alborada. Con los ojos llenos de lágrimas, Vanesa nunca supo qué hacer, y lo que hizo, fue marcar el número de Odette que descubrió en la cartera del hombre. Con lujo de detalles, le indicó cómo llegar hasta su domicilio. Al mediodía, sin mayor preámbulo, Vanesa hizo entrar a la amante de su huésped:
- Pasa, Odette, está en la recámara del fondo. Duerme todavía.