Capítulo 45
Son las ocho y media del 31 de diciembre y el momento de verlo de nuevo.
Todavía estoy en la habitación del hotel, intentando calmarme mientras con ojo crítico examino mi atuendo. Llevo un pantalón negro con un suéter ceñido color crema decorado con minúsculas estrellitas doradas, a juego con las estrellas que luzco en mis orejas. Arreglada, pero informal, como diría Elsa.
Me pongo la chaqueta, me envuelvo con un fular y, tras coger mi bolso junto con la hadita que le compré ayer a Sara, salgo del hotel hacia mi coche, enfrentándome a la furia de los dioses, pues hace un viento que da miedo y nieva como si con esos copos quisieran cubrir el mundo.
Celia vive en el casco antiguo, muy cerca de donde lo hace Roberto. Su casa, de piedra como todas las que conforman el lugar, se encuentra en la misma plaza, sobre su pequeño negocio, Sabores de siempre, una tienda de delicatessen en la que venden tanto confituras como vinos, embutidos y chocolates. Aparco lo más cerca posible y, tiritando, llego hasta ella.
—¡Oliviaaa! —me recibe Sara tirándose encima de mí tras abrirme la puerta—. ¡Mamiii, Olivia está aquí!
Entro y la calidez del hogar provoca un escalofrío placentero que recorre mi cuerpo entumecido por el frío.
—¡Qué frío! —le digo a la niña aún tiritando y dándole un beso.
—¿Qué llevas ahí? —me pregunta señalando la bolsa donde tengo su hadita guardada, tan curiosa como siempre.
—Una cosita —respondo cogiéndola de la mano y llegando hasta el salón, donde delante de la chimenea se encuentra Roberto, de espaldas a mí.
—Buenas noches —murmuro intimidada por su presencia con un hilo de voz.
Se vuelve y, sin percatarme de mi gesto, deslizo la mirada por su cuerpo, por sus brazos, por sus abdominales, por sus caderas y, antes de continuar mi descenso, me detengo ruborizándome y alzando la vista hasta encontrarme con la suya.
—¿Qué cosa? ¡Dímelo, Olivia! —insiste Sara.
Pero no puedo contestarle, pues tengo mi mirada atrapada por la suya, fija en esos ojos verdes en los que me perdería para siempre y en ese rostro perfecto que no he podido olvidar a pesar de los años.
—Vaya, vaya... pero mira a quién tenemos aquí.
¡No puede ser! ¡No puede ser! Me doy la vuelta sin poder creer que esté escuchando esa voz que reconocería entre un millón y la veo llegar hasta mí, sonriendo.
—¡¡¡Aliceee!!! Pero ¿qué haces aquí? —le pregunto prácticamente corriendo hacia ella, llorando y riendo a la vez.
—Como no vienes a verme, he tenido que venir yo —me dice llorando abrazada a mí.
—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Puede saberse de qué os conocéis vosotras? —nos pregunta Carmen entrando en el salón junto a Celia, tan atónita como lo está el resto.
—No puedo contarlo; lo siento, Olivia no me deja —contesta cruzándose de brazos y mirando con dureza a Roberto.
Y de repente todas las miradas están puestas en mí y valoro qué hacer; no es el momento, pero tampoco puedo quedarme callada.
—Hace unos años estudié en el Morrigan College y Alice fue mi tutora —aclaro sin soltarme del brazo de Alice, mi querida Alice.
—¿Y por qué no querías que Alice lo contara? —me pregunta Roberto con frialdad, tensando su cuerpo perfecto.
—No preguntes lo que no quieres saber —replico con la misma frialdad con la que él me está hablando a mí.
—Alice es mi tía —me dice Sara tirando de mi chaqueta para llamar mi atención.
—Dame tu chaqueta, Olivia —me pide Celia como buena anfitriona—. ¿Quieres un poco de vino?
—Claro —acepto tendiéndosela—. ¿Estás bien? —le pregunto preocupada, pues no tiene buen aspecto.
—Llevo todo el día con molestias; supongo que será lo normal con el embarazo tan avanzado —me contesta entre susurros.
—¿Tienes contracciones? —me intereso, preocupada.
—De vez en cuando, pero son esporádicas; no te preocupes y desconecta, estás de vacaciones —me dice alejándose con mi chaqueta.
—¿Y por qué me parece que hay más de lo que cuentas? —me pregunta Roberto sin dejar de mirarme cuando Celia abandona el salón, acercándose a mí y quedando a escasos centímetros de mi cuerpo.
—Porque lo hay —murmuro perdiéndome de nuevo en sus ojos, mientras fuera de la casa el viento aúlla con fuerza—; porque, cuando se quiere escuchar, se descubre que siempre hay más y las cosas no son lo que parecen —susurro dándome cuenta de que, muy convenientemente, nos hemos quedado a solas.
—Lo que tenía que escuchar ya lo hice hace años —me asegura con dureza—. No tengo necesidad de revivir el pasado.
—Eso me ha quedado muy claro —contesto envarándome—, pero no preguntes, ya que corres el riesgo de darte cuenta de que has vivido una mentira —añado cubriendo mi corazón con una coraza y mirando a mi alrededor—. No he visto a la estupenda de tu novia. ¿Dónde te la has dejado?
—Eso a ti no te importa —responde sin dejar de mirarme y tan cerca de mí que puedo sentir la calidez de su aliento.
—Ni lo más mínimo —replico con desdén.
—¿Conoces a alguien más de mi familia que deba saber? —me pregunta cabreado.
—Eso a ti no te importa —le contesto a mi vez, alzando el mentón.
Y dando media vuelta, salgo del salón sin saber adónde ir, pero guiándome por las voces provenientes de la cocina, donde se encuentran todos alrededor de la barra tomando jamón con queso.
—Ya veo por qué estáis todos aquí —les digo intentando sonreír.
—Y porque necesitabais intimidad, ¿ya lo has arreglado con el zopenco de mi hijo? —quiere saber Carmen.
—No sé de qué me hablas —miento con tristeza, sintiendo la mirada de Alice y rehuyéndola.
—¿Qué tienes que arreglar con mi hermano? —me pregunta Celia sin entender nada.
—Nada, paranoias de mujer mayor —contesta Carmen con genio, cogiendo una de las bandejas de comida y saliendo de la cocina.
—¿Y por qué no podía ir al salón? ¿Y qué hay en esa bolsa que has traído? —me bombardea a preguntas Sara.
—Ayudadme con las bandejas —solicita Celia sin poder caminar apenas.
Cargada con la comida, accedo de nuevo al salón, hablando con Alice y seguida por Sara y sus miles de preguntas y, al final, ante su insistencia y antes de empezar a cenar, me rindo y le entrego el regalo.
—Es una tontería. Ayer estuve paseando por aquí y entré en una tienda muy bonita... y vi esto —le explico tendiéndole por fin la bolsa—: me recordó a ti y te lo compré. Puede que tengas miles de ellas, pero me gustó y espero que te guste a ti también.
La mira en silencio con esos ojitos que parecen analizarlo todo y, arrugando su pequeña naricita y sin decir una palabra, sale del salón con la hadita entre sus manos.
—¿Significa eso que le gusta? —pregunto a Celia sin entender la reacción de la niña.
—Supongo —murmura respirando profundamente.
—¿Estás bien, cielo? —le pregunta Pablo con preocupación a su mujer.
—Claro, ya sabes que últimamente, de noche, se me carga mucho la barriga.
—¿Qué quieres decir con que se te carga? —demando preocupada yo también.
—Ya sabes: siento presión; supongo que será por el peso de la niña.
Entonces Sara reaparece en la estancia, interrumpiendo nuestra conversación.
—Mira, Olivia —me pide con esa vocecita suya tan infantil y tan dulce, haciéndose un hueco en la mesa entre tantos platos—: tu hada es la novia del hado que me regaló mi tío hace unos días; fíjate, sus manos se unen —explica poniendo ambas figuras una al lado de la otra y encajando sus manos.
—Formando una única figura... comprasteis, por separado, dos figuras que realmente deberían haber ido juntas; suerte que han terminado uniéndose finalmente —nos dice Carmen mirándonos a ambos.
Mi mirada se encuentra con la suya, con esos ojos que a pesar de los años siguen teniendo el mismo efecto en mí, y me pierdo nuevamente en ellos durante unos instantes, conectando otra vez con él antes de quedarnos a oscuras, con la tenue iluminación de las llamas de la chimenea.
—Estupendo, un apagón, lo que nos faltaba; iré a buscar velas —anuncia Pablo levantándose.
—Mejor busca un médico —suelta Celia en un hilo de voz—, he roto aguas.
Y entonces la casa se convierte en un caos. Todos quieren atender a Celia, no hay luz ni cobertura telefónica, fuera la tormenta arrecia con fuerza como si el mundo fuera a terminar esta noche y me quedo clavada en mi silla, envuelta en un bucle que me arrastra a través de los recuerdos al día en que la señorita Beatriz dio a luz.
Había una tormenta como la de hoy, el médico no llegaba y fue Marcela la que atendió el parto... Oigo las voces de fondo, sabiendo de antemano que el médico no llegará a tiempo y que tendré que atender este parto como antaño hizo Marcela: sin instrumental, sin anestesia y sin nadie a mi lado que guíe mis pasos. «Puedes hacerlo... mira en tu interior», murmura una vocecilla en mi cabeza.
—Olivia, tú eres matrona —susurra Alice en mi oído, sacándome de mis pensamientos—, atiéndela tú.
—Alice, no puedo —siseo muerta de miedo mirando a Celia retorcerse de dolor e incapaz de reaccionar.
Veo a través del pánico cómo Roberto se acerca a mí con decisión; siento su mano sobre mi brazo, siento su fuerza y su ira mientras me levanta y me arrastra hasta el pasillo, sumido en la más completa oscuridad.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? —me pregunta con furia mientras mis ojos van adaptándose y puedo ver la forma de su rostro—. Tú eres matrona, tú puedes ayudarla. ¿Por qué no reaccionas, joder?
—¡Porque no lo soy! ¡Sólo soy una residente!
—Pero has atendido partos, ¿verdad? —masculla entre dientes.
—¡Sí! En el hospital, con instrumental y bajo la supervisión de mi matrona. ¡No puedo atenderla aquí!
—¿Sabes que la gente antes paría en su casa sin instrumental y sin tanta hostia? —me pregunta con voz contenida.
—¿Y sabes que continuamente morían mujeres y niños? ¡No puedo monitorizar al bebé ni a tu hermana! No sé cómo están. ¿Y si muere por mi culpa? —planteo por fin, sacando todos mis miedos al recordar al bebé que falleció entre mis manos.
—¡Aquí no va a morir nadie! —me asegura sujetándome entre sus manos—. Sabes tan bien como yo que, sin cobertura y con la que está cayendo, es imposible salir de aquí. Olivia, mírame —me pide atrapando mi mirada con la suya—: confío en ti, sé que puedes hacerlo; piensa en los pasos que tengas que dar y dalos con seguridad, yo te ayudaré. —Con sus palabras, recuerdo nuestros comienzos como profesor y alumna, recuperando la calma y la confianza en mí misma.
—Está bien —acepto respirando profundamente—. Necesito vaselina; un protector para la cama, si no lo encuentras busca toallas o mantas; un cubo o algo parecido; velas y linternas o cualquier cosa que alumbre, y luego lávate bien las manos y ven a buscarme. Vamos a traer a esa niña al mundo —le digo antes de dirigirme a la cocina, donde, a oscuras, me lavo las manos concienzudamente, rogándole a Marcela que guíe mis pasos.