Capítulo 2
Estoy en una casa humilde de piedra; el fuego caldea el ambiente, huele a humo y a hierbas. Es mi casa y hay mucho amor en ella. La tripa me ruge; tengo un hambre atroz, pero estoy acostumbrada a ello.
—Madre, tengo que hablar con usted —susurro con un nudo en la garganta. Está sentada delante del hogar, hilando la lana de los corderos para tejernos los escarpines, y la miro con ternura.
—¿Qué pasa, hija?—me pregunta sin levantar la vista de su labor.
—Me voy a Madrid, si a usted y a padre les parece bien. Rosa, la hija de doña Ana, se marcha también. Allí hay muchas familias adineradas que necesitan emplear criadas; ganaré dinero y podré ayudarlos.
—Eso está muy lejos, hija mía —me dice mirándome con tristeza.
—Lo sé, madre, pero, en estos tiempos de penurias, es lo mejor que puedo hacer; ustedes necesitan dinero y allí lo ganaré. Es una buena oportunidad. Volveré, se lo prometo.
Mi hermana pequeña se acerca a mí llorando; tiene diez años y va vestida con ropa tan vieja y raída como la mía.
—Marcela, ¡no te vayas! —me pide suplicante.
—Tengo que hacerlo, mi niña —le digo abrazándola—. Madre... ¿qué dice usted?
—Hija, tienes dieciséis años; eres toda una mujer y ni padre ni yo podemos decirte qué hacer. Sólo te pido que, estés donde estés, seas honrada y no nos avergüences.
—Nunca lo haré, se lo prometo —le aseguro, y rompo a llorar, abrazada a ella y a mi hermana.
Sus delgados brazos me envuelven y me dan el mismo cariño y amor que siempre me han dado. Mi madre es una mujer mayor y está enferma; por suerte están mis hermanos Antonio, Josefa y Catalina, que viven muy cerca de aquí, para echar una mano en todo lo que se precise, y mi hermanita Candela, que todavía vive con nosotros.
—¿Cuándo te irás? —me pregunta Candela entre lloros.
—Manuela, la hermana de Rosa, está a punto de dar a luz, y ella quiere estar presente en el parto para ayudarla y conocer al bebé. Supongo que, cuando nazca, nos iremos —le explico secándome las lágrimas.
—Es un largo viaje, hija. ¿Cómo lo haréis? —La voz temblorosa de mi madre me araña el alma, pero sé que debo irme.
—Hay una diligencia que sale de Aínsa hacia Madrid. —Me muero de pena sólo de pensar en dejar a mi familia, pero somos demasiado pobres y es la única forma de poder ayudarlos.
—Te haré un vestido para tu viaje, para que vayas guapa a esas casas ricas —me dice Candela, secando mis lágrimas mientras yo seco las suyas.
Como todas las niñas de su edad, asiste casi todos los días a casa de Remedios, la costurera del pueblo, donde aprende a coser, planchar y hacer ropa, aunque dentro de poco, cuando alcance la pubertad, dejará de hacerlo para ayudar en el campo durante el día y sólo podrá dedicarse a la costura o al hilado por la noche, como hago yo y todas las jóvenes de mi edad...
Despierto llorando y mojando las sábanas, con el olor del humo y las hierbas aún presentes en mis fosas nasales y, a pesar de los lloros, que no puedo frenar, todavía puedo sentir dentro de mí todo el amor que había en esa casa.
Desde que murieron mis abuelos no había vuelto a sentirme querida, y este sueño me ha hecho revivirlo. «Pero no era yo, ¿verdad?», pienso mientras me incorporo secándome las lágrimas y deseando no haber despertado tan pronto. A pesar de que estoy completamente espabilada, me acuesto otra vez en un intento frustrado por dormirme de nuevo y seguir soñando... pero me resulta imposible volver a conciliar el sueño y, con reticencia, me levanto de la cama y me dirijo hacia la moderna cocina, toda de acero y mármol, donde, tras ojear la abarrotada despensa repleta de comida ecológica y repostería casera hecha por Juana, opto por una magdalena de calabaza y un vaso de leche de avena.
Me siento en la barra y pienso en toda la comida que hay aquí y en el hambre que tenía Marcela, y mi mente recuerda cada momento del sueño vivido. A pesar de llevar un rato despierta, todavía tengo las sensaciones a flor de piel. ¿Qué ha sido eso? ¿Vivían así antes? ¿Y por qué lo he soñado?
Demasiadas preguntas para ninguna respuesta; estoy frustrada y confusa y, puesto que todavía es temprano, me pongo unos leggins con una camiseta y salgo a la calle a dar un paseo. Odio correr, pero me encanta caminar a paso rápido; me ayuda a pensar y hace que olvide mis problemas. Además, disfruto de la tranquilidad que ofrece la ciudad a estas horas; no hay tráfico y puedo oír claramente el trinar de los pájaros.
Camino durante una hora y, cuando vuelvo a casa, continúo sin tener respuesta a ninguna de mis preguntas, pero por lo menos estoy más sosegada.
—Buenos días, Olivia. ¿Puede saberse de dónde vienes? —me pregunta mi madre mirándome de arriba abajo.
A pesar de lo temprano que es, va impecablemente vestida; desde que tengo uso de razón, no recuerdo haberla visto nunca despeinada o vestida de forma inapropiada.
—Buenos días, mamá. No podía dormir más y he salido a caminar un poco; voy a ducharme —le contesto con dulzura, intentando arrancarle un gesto de cariño o una simple sonrisa.
—Espera un momento. ¿Adónde vas con tanta prisa? Quiero que me cuentes qué hiciste ayer con Javier —me dice sentándose en el sillón e invitándome con una mano a que me coloque a su lado.
Me sorprende que muestre curiosidad por mi vida y, aunque supongo que la posición social de los padres de Javier tiene mucho que ver con este repentino interés por mí, no voy a desaprovechar este momento de confidencias tan inusual entre nosotras y que tantas veces en mi vida he echado de menos.
—Pues nada, fuimos al cine y luego a tomarnos un café en una terraza. Lo pasamos tan bien que me ha invitado a salir esta tarde; le he dicho que sí, si te parece bien —murmuro mintiendo y sintiendo remordimientos de inmediato.
—¡Qué maravilla! ¡Por supuesto que sí! Javier es ideal y puedes salir con él siempre que quieras.
—Bueno, voy a ducharme —digo levantándome.
—Claro... anda, ve y dúchate —me contesta distraída, fijando su atención en el móvil, que acaba de sonar.
A las tres y media Javier pasa a recogerme y, después de los saludos y la típica conversación de cortesía con mis padres, nos subimos al taxi hacia casa de Montse. Por el camino, hablamos de ellos, porque, si los míos apenas me prestan atención, los suyos tampoco se quedan atrás, y hablarlo, aunque sea bromeando, nos ayuda. Además, el compartir situaciones familiares tan similares hace que estemos muy en sintonía.
Llegamos a casa de Montse y vuelve a alucinar con mi ropa. Llevo un vestido blanco de Adolfo Domínguez, con el cuerpo ceñido y la falda con vuelo, y unas bailarinas rosa chicle a juego con el bolso de Carolina Herrera... sus ojos se abren desproporcionadamente.
—¡Olivia! ¡Qué pasada! ¡Me encanta!
—Todo tuyo —le digo, bajando la cremallera y dándoselo; yo ya sé qué voy a ponerme y voy directa a su armario a cogerlo.
Es un vestido floreado de manga corta, ayer ya lo vi y me encantó, y lo combino con un cinturón finito marrón a conjunto con unas sandalias y un bolso bandolera. ¡Me chifla! Cotorreamos como si nos conociéramos de toda la vida y, entre risas, nos dirigimos al Bora a disfrutar de los monólogos.
Me río como nunca, tanto que termina doliéndome la boca. ¿Cómo no había visto nunca un espectáculo de este tipo? Cuando finaliza, decidimos quedarnos un rato más; todavía es pronto y pedimos otra ronda de cervezas.
—Cuidado, Olivia. Cuando llegues, tus padres aún estarán despiertos y no puedes llegar mareada... no bebas más —me aconseja Javier en un susurro para que sólo yo pueda oírlo.
—¿Cómo puedes ser tan responsable? —Me tiene alucinada. Puede comportarse como el más loco de todos, exprimiendo a tope cada segundo, pero sin dejar de controlarlo todo a la vez.
—Porque me gusta mi vida y, si tú llegaras borracha a casa, el responsable sería yo y podrías ponerme en un aprieto. Pídete un refresco ahora, ¿vale?
—Está bien, aguafiestas —acepto sonriendo y dejando la cerveza.
Pasamos la tarde entre risas. Empiezo a conocerlos a todos y son geniales. Observo la complicidad existente entre Javier y Toni, y las continuas miraditas que se dedican entre ellos, pero nadie parece extrañarse y no seré yo quien lo haga. Cada cual, con su vida, que haga lo que quiera. A las ocho, y entre besos, me despido de todos hasta septiembre, puesto que mañana me marcho a Marbella, nuestro lugar habitual de vacaciones.
—Gracias, Javier —le digo sinceramente cuando llegamos a mi casa.
—¿Por qué, tontita? —me pregunta con esa risa suya tan contagiosa.
—Por hacer mis sueños realidad.
—Eran fáciles de realizar; los tenías al alcance de tu mano, sólo que no sabías cómo.
—Aun así, si tú no hubieras aparecido, no hubiera sabido cómo hacerlo. En septiembre, cuando vuelva, ¿me invitarás a salir de nuevo?
—Si tú quieres, por supuesto; todos mis amigos están encantados contigo, y yo más que nadie.
—¿Tú? ¿Por qué? —pregunto extrañada.
—Porque me viene cojonudo que mis padres piensen que nos gustamos y estamos juntos.
—¿Aunque no sea cierto? —digo enarcando una ceja.
—¿Qué más da? Ellos no tienen por qué saberlo.
—Entonces... ¿no te gusto? —le pregunto poniéndole a propósito en un aprieto.
—Olivia, eres genial, en serio, pero no quiero atarme a nadie de momento. Sólo tenemos dieciséis años y... —Está poniéndose de todos los colores y pasándolo tan mal que tengo que cortarlo.
—¡Eyyy! Que era una broma. Oye, no te lo tomes a mal... tú también eres genial, pero no eres mi tipo —le aclaro sonriendo y haciéndome la interesante.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no soy tu tipo? —me pregunta de repente curioso.
—No lo sé, pero te veo más como un amigo, un primo o un hermano —contesto antes de confesarle que me temo que soy frígida.
—¡Hombre! Muchas gracias, aunque la verdad es que tú tampoco eres mi tipo —me dice haciéndose el interesante él ahora.
—¿Ah, no? ¿Y quién es tu tipo? —demando levantando una ceja.
—No lo tengo claro todavía —murmura rehuyendo mi mirada.
—Bueno, pues, hasta que lo sepas, tú serás mi chico. ¿Qué te parece?
—Cojonudo —acepta tendiéndome la mano.
Se la cojo y forjamos una alianza que sólo nosotros conocemos, una alianza que nos permitirá llevar, de momento, la vida que ambos deseamos. Ya veremos qué nos deparará el futuro.