Capítulo 33

 

 

 

 

Abro los ojos con la luz del día y lo primero que ven mis ojos es la cadena tirada en el suelo. Me levanto y la recojo, arrepentida de habérmela arrancado anoche; no puedo deshacerme de ella, como tampoco puedo hundirme otra vez. «Si algo he aprendido durante estos dos últimos años es que, aunque me duela el alma, yo puedo; saldré de ésta como hice entonces», me digo secando mis lágrimas e intentando ponérmela con manos temblorosas, pero tiene el cierre roto, lo rompí anoche... está rota... como nuestra historia.

Me ducho y me cambio, obligándome a no sentir más, a confinar el amor y el odio que siento por él en un rincón de mi corazón y de mi alma, decidida a seguir caminando, aunque sea sola.

Tengo muchas cosas que hacer y, cuanto antes las haga, mejor. Lo primero es adquirir un móvil, necesito estar comunicada con el mundo y, sobre todo, llamar a Elsa; necesito oírla y hablar con ella, así que, tras vestirme, me dirijo a una tienda de telefonía donde adquiero un teléfono y la llamo. No necesito buscar su número de teléfono porque lo he memorizado, como el de Alice y el de todas las personas que me importan.

—¡Hombre! ¡Pero si estás viva! ¿Cómo ha ido el reencuentro? —me pregunta feliz.

—Elsa, él ya no está en Madrid —murmuro empezando a caminar sin rumbo.

—¿Cómo que no está en Madrid? ¿Y dónde está?

—No lo sé ni me importa tampoco.

—¿Perdonaaa? ¿Qué me he perdido? ¿Cómo que no te importa? —me demanda, asombrada por mi respuesta.

—Fui al colegio a buscarlo y me encontré con Lucía. ¿Te acuerdas que te hablé de ella, verdad?

—Sí, la sobona que se colgaba de su brazo a la mínima ocasión.

—Justo. Me contó que él había rehecho su vida con otra mujer.

—¿Y vas a creerla? Olivia, no podías con ella ni ella contigo. ¿Por qué vas a creer lo que te diga? Búscalo, seguro que es mentira, seguro...

—Elsa —la corto antes de que pueda seguir—: vi una fotografía suya; estaba con una mujer y un bebé recién nacido, ha sido padre.

—¿Cómooo? Perdona, pero en dos años no hay tiempo material suficiente como para sufrir, enamorarte y ser padre; nadie es padre a la primera de cambio. ¡No me jodas, Olivia! ¡No me digas que te lo has tragado! Seguro que es un montaje.

—Elsa, Lucía no sabía que iba a verme, no es ningún montaje: era él con una mujer y un bebé; además, ponía algo así como «digan lo que digan, yo la veo igualita a mí». Más claro, agua. Además, se lo veía tan feliz y tan orgulloso...

—¡Joderrr! Cuánto lo siento... ¿Y ahora qué vas a hacer?

—No lo sé, ahora no sé nada.

—¡Vente a Valencia! ¡Hasta que sepas qué hacer con tu vida! ¡Ven a mi casa! Pasa el verano conmigo o vuelve a Irlanda con Alice, pero no te quedes sola, por favor.

—Tengo que reunirme con el abogado de mis abuelos. Además, necesito saber qué ocurrió, voy a buscar a Javier o a mis amigas... alguien tiene que estar al corriente de lo que pasó.

—¿Y qué más da lo que sucedió?

—Necesito saberlo para poder continuar. ¿Y si mis padres le hicieron algo? Ellos me prometieron que, si estudiaba y no les daba disgustos, lo dejarían en paz. ¿Y si no cumplieron su promesa? Necesito saberlo porque, como sea así, soy capaz de ir al Congreso de los Diputados y avergonzarlo delante de todos.

—Olivia, para, que estás haciendo chispa. ¿Qué tonterías estás diciendo? Como hagas eso, vas a ponerte en el ojo del huracán... la oposición, la prensa, todos se harían eco. Tu padre es el presidente, ¿sabes el alcance que tendrían tus palabras? Nunca volverías a ser anónima y todos te perseguirían, ¿así quieres empezar tu nueva vida? Además, ¿de qué serviría? Él ha rehecho su vida; olvídalo, vente a Valencia, reponte y continúa. La vida no termina por un tío, eso te lo aseguro.

Cojo aire profundamente intentando tranquilizarme mientras pienso en sus palabras.

—¡Olivia! ¿Me estás escuchado? No hagas tonterías, en serio, no arruines tu vida.

—Tranquila, no pienso hacerlo; luego te llamo.

Cuelgo y, parando un taxi, me dirijo a casa de Teresa. Si alguien lo sabe, sin duda es ella.

Llamo al timbre y responde Sabina, la asistenta de sus padres.

—Buenas tardes. ¿Está Teresa en casa?

—Sí. ¿Quién es?

—¿Puede decirle que una amiga está aguardándola abajo?

Espero durante unos segundos, cuando...

—¿Sí? ¿Quién es? —Reconocería la voz pijita de mi amiga entre un millón y, sonriendo, me muestro a la pantalla.

—Ni una palabra, Teresa, no digas que estoy abajo.

No me contesta y en cuestión de minutos la tengo frente a mí, echándose a mis brazos medio llorando.

—¡Olivia! ¡Olivia! ¡Eres tú! ¡Neniii! ¡Me moría por verte de nuevo! ¿Dónde has estado durante tanto tiempo?

—¿Nos tomamos un café y te lo cuento? Es un poco largo para hacerlo aquí —le digo secando mis lágrimas, que no dejan de fluir.

Llegamos al Starbucks y allí nos sentamos en una mesa alejada de las miradas de todos, donde le cuento de principio a fin toda mi historia con Roberto y mi estancia en Irlanda.

—¿Estuviste con Roberto? ¿Con el Bombonazo? —me pregunta asombrada—. ¡Dios míooo! Los rumores eran ciertos... —añade llevándose las manos a la cara y mirándome como si no me reconociera—. ¡¡¡Oliviaaa!!! ¿Cómo pudiste ocultarme algo así?

—Teresa, no te enfades, por favor. No podía contarlo, todo era demasiado delicado: él era mi profesor, yo, una menor, y estaba Javier, quien se suponía que era mi chico. ¿Cómo iba a explicártelo? Por favor, si era de traca... no podía hacerlo, compréndelo —le pido suplicante.

—¿Pensabas que lo contaría? ¿Es que no confiabas en mí? —me plantea dolida por mis palabras.

—Claro que confiaba en ti, pero le prometí a Roberto que no lo explicaría. Por favor, Teresa, cuéntame qué sucedió cuando me fui. ¿Qué clase de rumores circularon por el colegio?

Me mira con desaprobación; la conozco y sé que le ha dolido mi falta de confianza. Ella también ha cambiado. A pesar de que continúa igual de pijita que siempre, ha madurado, se ha hecho mujer, como yo, y después de un largo silencio, comienza a contarme lo que tanto ansío oír, dejando de lado reproches inútiles.

—Me acuerdo de todo como si fuera ayer, para mí también fue muy doloroso. Recuerdo que me dormí y casi llegué tarde a clase. Tu sitio estaba vacío e imaginé que estabas enferma; no habíamos hablado en todo el fin de semana y pensé en llamarte a la salida. A primera hora teníamos clase con él y fue muy extraña... estaba distraído y ausente. Varias veces consultó su teléfono en mitad de clase y se lo veía preocupado. Ese día nos cargó muchísimo de deberes y, casi al final de la clase, se acercó a mí para preguntarme si sabía dónde estabas. Por supuesto no supuse que su pregunta fuera más allá de la preocupación de un profesor por su alumna y no le di mayor importancia.

»Esos días fueron diferentes, había tensión en el ambiente. Roberto tenía muy mal aspecto... estaba descuidado, ojeroso, apenas nos prestaba atención y un día, sin ningún tipo de explicación, dejó de darnos clase.

—¿Pasaron muchos días desde que me fui hasta que dejó de daros clase?

—No, no llegaría a una semana. No fueron muchos y hubo habladurías en el colegio. Tú habías desaparecido y él abandonó el centro poco después. ¿Cómo no iba a llamar la atención algo así? Te llamé infinidad de veces, te dejé mensajes, fui a tu casa, pregunté por ti a todo ser viviente que pudiera ayudarme, pero sin éxito...

—¿Dónde dijeron mis padres que estaba? —le pregunto, cortándola.

—Ese día te llamé cuando terminaron las clases; tenías el móvil apagado y fui a tu casa. Nadie me abrió, ni siquiera Juana, y me preocupé. Llamé al fijo de tu casa sin éxito y, al día siguiente, volví; ese día sí estaba Juana, y me abrió la puerta llorando. Tus padres no estaban y me dijo que no sabía nada, que tu madre le había dicho que estabas en un internado en Suiza. Según le contó, habían estado viéndolo en verano, pero no había plazas y, cuando una chica se dio de baja y los llamaron para ofrecérsela, no lo dudaron y te matricularon, por eso las prisas.

Juana no se lo tragó. No dejaba de repetirme que todo era muy raro, que algo no iba bien, pero ni ella sabía el qué, ni yo tampoco, y con el tiempo todo se olvidó. A Roberto lo sustituyó Joaquín, y en tu lugar entró otra chica. Si sucedió algo, el colegio y tus padres se encargaron de silenciarlo.

»Durante un tiempo fui a tu casa para preguntar por ti, pero me daba la sensación de que mis visitas no eran bien recibidas y dejé de aparecer. Te busqué por Facebook, por Instagram, por Twitter... pero nunca te encontré.

—Y a él, ¿no volviste a verlo?

—No, nunca.

—¿Qué sucedería, Teresa? ¿Por qué dejaría de dar clase? —me pregunto con la vista fija en el café.

—¿Y por qué tuvo que suceder algo? A lo mejor te echaba de menos y no quiso continuar dando clases en un colegio que tanto le recordaba a ti, o quizá fue a buscarte a Suiza o simplemente se largó.

—¿Le contaste tú que estaba en Suiza?

—No, pero era algo que se supo en el colegio; puede que lo oyera. No lo sé, Olivia, todo esto es hablar por hablar. Exceptuando ese día en que me preguntó por ti, no volví a hablar con él.

Durante dos horas, charlamos sin cesar de lo que pudo ser y no fue, de su vida, de la mía y de nuestros planes de futuros. Cómo es la vida: yo regreso del extranjero y ahora es ella la que se marcha a estudiar a París, con la diferencia de que ella ansía hacerlo.

Nos despedimos entre besos, dándonos nuestros teléfonos y prometiéndonos que nos llamaremos y estaremos en contacto. Durante estos días, he prometido tantas veces lo mismo que siento que mi vida es un bucle continuo.

De allí me dirijo a casa de Montse, la única que podrá darme el teléfono de Javier. Necesito saber que está bien y poder encajar las piezas del puzle que me faltan para poder entender a Roberto. Montse no está en su casa y me dirijo al restaurante de sus padres, que me saludan con cariño, se interesan por mi vida y me facilitan su teléfono.

La llamo y, al segundo tono, contesta.

—¿Sí?

—¿Montse?

—Sí... ¿Quién es?

—¿Ya no te acuerdas de mí? —le pregunto con tristeza al percatarme de que ha olvidado el tono de mi voz.

—¿Olivia? ¡Madre mía, tíaaa! ¡Por fin das señales de vida! ¡Ya verás cuando se lo cuente a Javier! ¡Tenemos que vernos ya! ¿Estás en Madrid?

—Sí. ¿Javier está bien? —le pregunto, preocupada por mi amigo.

—Claro. ¡Venga!, dime dónde estás, que voy.

—Estoy en el restaurante de tus padres —respondo feliz por verla de nuevo.

—¡Tardo diez minutos! Voy a llamar a Javier. ¡Diosss! ¡Le va a dar algo, seguro!

—Por favor, llámalo y pídele que venga, necesito verlo.

—No lo dudes, jodida. ¡No te haces una idea de cuánto te hemos echado de menos!

Cuelgo y me siento a esperarlos, mirando el reloj a cada segundo. Estoy tan nerviosa que siento que los minutos retroceden en lugar de avanzar y finalmente se abre la puerta y veo a Javier, tan guapo como siempre, y atropelladamente me levanto de la silla para ir a su encuentro. Sus brazos me envuelven con fuerza, como si temiera que pudiera desaparecer por segunda vez, y durante unos segundos nos evadimos del mundo.

—¡Olivia! ¡Es verdad! ¡Estás aquí! ¡Por fin! —me dice mirándome de arriba abajo—. ¿Estás bien? ¿Por qué estás tan ojerosa? —me pregunta abrazándome de nuevo con fuerza.

—Es una larga historia...

—¡Oliviaaa! —Montse está entrando a mil por hora por la puerta, corre hacia nosotros, se echa encima de mí y me llena de besos—. ¡Locaaa! ¿Dónde has estado?

Nos abrazamos y besuqueamos, lloramos y reímos y, cuando nos sentamos, me abro en canal, como hace unas horas con Teresa, llorando otra vez como si con cada palabra reviviera cada momento, esa fatídica noche, la reacción de mis padres y mi estancia en Irlanda, mi regreso, su paternidad... y, entre lloros y como puedo, finalizo mi historia.

—¿Roberto ha rehecho su vida? —me pegunta Javier con desconfianza.

—Eso parece —susurro.

—¿Y te lo has tragado, tía? —me pregunta Montse mirando a Javier.

—¿Y por qué no habría de hacerlo? Vi una fotografía suya, con una mujer y un bebé.

—Todo fue muy raro —interviene Javier—. Tenías que haberlo visto... esos días, después de tu desaparición, fueron tremendos para él. Te juro que nunca había visto a un tío tan desesperado y tan hecho polvo, lo pasó realmente mal... Luego sucedió algo y se largó.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué sucedió? —lo interrumpo como si mi vida dependiera de su respuesta.

—No lo sé, pero un día lo llamé para ver cómo estaba y me dijo que muy equivocado, que había estado muy equivocado y que se marchaba, que estaba hasta los huevos. Intenté que me lo contara, pero no hubo forma y no supe reaccionar. Su ira me dejó clavado en el suelo, tía; hablaba sin sentido y me pidió que no lo llamara más, que necesitaba olvidarte como fuera. Ese día rompimos todo contacto y ya no volví a verlo.

—Pero ¿por qué te dijo que estaba equivocado? —le planteo sin poder entender nada—. ¿Y por qué quería olvidarme?

—No lo sé, no tengo ni idea. Estaba como loco, pero del cabreo que llevaba encima, y yo me cabreé con él. No dejaba de gritarme y le colgué, furioso, jurando que nunca más lo llamaría.

—Pero ¿qué te gritaba?

—Ya te digo que decía cosas sin sentido. Yo creo que estaba medio borracho, porque no dejaba de repetir que había estado muy equivocado... no lo sé, hace demasiado tiempo.

—¿Mis padres le harían algo? ¿Tienes forma de averiguarlo?

—Mi padre ya no pertenece al partido y, tanto él como mi madre ya no son amigos de los tuyos.

—¿Nooo? ¿Por qué? —exclamo asombrada.

—Esa noche, cuando nos pillaron, fue decisiva para ti, y también para mí. Por suerte mis padres no reaccionaron como los tuyos y, para asombro mío, con el tiempo aceptaron mi relación con Toni y mi deseo de estudiar peluquería. Pero, que yo fuera gay, fue un mazazo tremendo en la carrera de mi padre; el tuyo intentó presionarlo para que intercediera en mi relación con Toni y, ante su negativa, digamos que lo dejó de lado y, al final, mi padre abandonó el partido.

—¿Y ahora? ¿Qué está haciendo? —me intereso, preocupada.

—Después de que mi padre abandonara el partido, otros colegas suyos también lo hicieron. Tu padre es muy radical en ciertos temas y se ha ganado bastantes enemigos, así que, entre mi padre, otros colegas y gente que ha ido sumándose al proyecto, han creado otro partido político: TsU o, lo que es lo mismo, Todos somos uno, ¿te suena?

—Te recuerdo que, durante dos largos años, he estado en un internado en Irlanda —le digo sonriendo—. Me alegro por ti, Javier, me alegro de que tus padres no reaccionaran como los míos y respetaran tus deseos. ¿Por eso ya no vas vestido tan pijito? —le pregunto, pues va vestido como lo hacía cuando nos cambiábamos en casa de Montse.

—Sí, por fin soy yo mismo y, aunque en un principio les costó aceptarlo y fueron días de reproches por parte de mi padre y de lloros por parte de mi madre, cuando vieron que la cosa iba en serio y que podían perderme, lo aceptaron y me dieron la mayor lección que podían darme, no sabes cómo me han sorprendido.

—Te han dado una lección de amor, la de unos padres que quieren a su hijo y están dispuestos a renunciar a lo que sea por él; no los decepciones nunca, Javier, no se lo merecen.

—Lo sé, yo mismo he cambiado mi actitud y ahora les digo continuamente cuánto los quiero... yo, que era un borde con ellos, ahora soy un amor —me dice riéndose feliz—. Además, peino a mi madre y a sus amigas gratis. A ellas las tengo encantadas y yo estoy haciéndome clientas para el día en que abra mi propio centro.

—Listillo —bromeo sonriendo.

—No lo sabes bien... ¿Y tú? ¿Qué harás ahora? ¿Vas a buscarlo?

—No, nunca me metería en medio de una pareja y menos en una que acaba de tener un bebé. Sucediera lo que sucediese, no cambiará mi presente. Él ha rehecho su vida y yo tengo que vivir la mía, no hay más —sentencio con tristeza—. Lo superaré; si superé a mis padres y mis primeras semanas en Irlanda, superaré esto.

—Déjame que se lo cuente a mis padres. Si saben algo, me lo dirán; ahora somos una piña y confío plenamente en ellos, por favor.

—Claro, por mí no hay problema —acepto encogiéndome de hombros.

Poco a poco comienzan a llegar todos, Toni, María, Clara y Miguel, tan ansiosos de saber de mí como yo lo estoy por saber de ellos.

—Y ahora, ¿qué? —me pregunta Clara después de oír toda mi historia.

Lo pienso detenidamente. Podría quedarme aquí, pero, haciéndolo, me arriesgaría a ver a mis progenitores de nuevo y eso es lo último que quiero. Cuanto más lejos de ellos, mejor, siempre.

—Necesito empezar de cero y aquí, con mis padres tan cerca, no creo que eso sea posible. Además, me he acostumbrado demasiado a Elsa y, aunque suene egoísta, necesito su alegría para encontrar la mía. Creo que me iré a vivir una temporada a Valencia y conoceré por fin las fallas, veremos si es para tanto —les digo sonriendo, recordando la matraca que durante estos dos últimos años me ha dado sin darme tregua—. Pero antes tengo que ver a Juana, ¿me ayudaréis? Ni muerta me acerco allí yo sola. ¿Alguno de vosotros podría acompañarme a esa casa y conseguir que bajara para poder saludarla? No puedo irme sin despedirme de ella, y hasta el domingo no librará.

—¿Quieres que vayamos ahora? Tus padres no me conocen; yo misma podría ir y hacerla bajar con alguna excusa —se ofrece Montse.

—Sí, por favor, necesito verla —acepto agradecida.

—Pues vamos.

Me despido de todos prometiendo que nos veremos antes de mi marcha y, tras subir a un taxi, nos dirigimos a ese lugar. Durante el trayecto no articulo palabra, no puedo; estoy demasiado nerviosa y me dedico a respirar profundamente en un intento fallido por calmarme.

Llegamos y, con decisión, Montse se baja del taxi y llega hasta el portal de esa casa. La veo pulsar el timbre y empezar a hablar por el interfono. Tengo el cerebro embotado por los nervios, las manos sudadas y la boca seca, temo que la pillen. En apenas unos minutos, se abre la puerta y aparece mi Juana, intercambia cuatro palabras con Montse y, corriendo, llega hasta el taxi, abre la puerta y en dos segundos está abrazándome, hecha un mar de lágrimas.

—Arranque, por favor, rápido —le pido al taxista entre lloros.

Nos lleva un buen rato tranquilizarnos... mi Juana, la única que me quiso en esa casa, conmigo por fin.

—Mi niña, cuéntemelo todo. ¿No estuvo en Suiza, verdad? —me pregunta secando mis lágrimas.

—No, Juana, estuve en Irlanda.

Y de nuevo vuelvo a contar la historia de mi vida durante estos dos últimos años, con la diferencia de que ahora la cuento con calma; lo bueno de explicar lo mismo tantas veces es que, al final, llegas a inmunizarte.

—Ya sabía yo que su señora madre me ocultaba algo... tanto secretismo tenía que ser por algo, pero no se preocupe, señorita, porque ya le digo yo que, quien siembra vientos, recoge tempestades, aquí y en Pekín; no lo olvide, algún día todo esto se volverá en su contra.

—Me da igual, Juana, lo que pueda sucederles me es indiferente, me marcho.

—¿Adónde, mi niña? ¿Adónde va a ir usted?

—A Valencia.

—¿Con esa joven?

—Sí, con Elsa. Necesito empezar de cero y alejarme de ellos todo lo que pueda.

—La casa no es la misma sin usted. Hay demasiado silencio. Sus padres apenas están por casa y, cuando lo hacen, todo es demasiado forzado entre ellos. El poder ha cambiado a su padre... pero no me haga mucho caso, señorita, que aquí una se hace vieja y, lo que no ve, lo imagina.

—Juana, tú no eres vieja —le digo sonriendo.

—Ya, pero me queda poco para serlo; cualquier día me jubilan, lo que yo le diga, aunque tampoco me importaría, que ya estoy muy cansá de sus reproches. A su señora madre nada le parece bien y yo, cualquier día, la mando a freír espárragos.

—Me gustaría ver su cara si algún día lo hicieras.

—Y a mí —reconoce sonriendo.

—Juana, cuando me fui, ¿Roberto fue a casa a buscarme?

—No, exceptuando a sus amigas y a Javier, nadie más vino, pero ahora que lo nombra... esos días me crucé varias veces en el portal con un hombre barbudo y mirada de ido. Me asusté, temía que fuera mala gente, ya sabe usted que una no puede fiarse de nadie, pero no dije nada. Por aquel entonces sus padres siempre estaban reunidos o trabajando y no quise meter más leña al fuego.

—¿Con quién se reunían?

—No lo sé, pero durante unas semanas todo fue muy extraño. Se encerraban en el despacho de su señor padre y no salían durante horas; ya le digo que todo fue muy raro cuando usted se fue. Luego, poco a poco, todo volvió a la normalidad. Tengo que regresar, señorita, llevo fuera demasiado tiempo.

—Claro, vamos. —Le indico al taxista de nuevo la dirección y regresamos a ese lugar.

—¿Volveré a verla, señorita?

—No lo sé, Juana, espero que sí. Dime tu número de teléfono, así, por lo menos, podremos hablar de vez en cuando.

Memorizo su teléfono y, entre lloros por tener que despedirnos y a través de las lágrimas, la veo bajarse del taxi y alejarse de mí.

—Arranque.