XIII

 

La venganza.

 

              Año 1.976 Argentina sufre un golpe de estado y el país entra en una nueva dictadura, la de Jorge Videla; Ulrike Meinhof aparece muerto en su celda de Stuttgard; Adolfo Suarez es nombrado Jefe de Gobierno; muere a los ochenta y dos años Mao Zedong; ha pasado un años de los hechos que cambiaron mi vida.

 

El detenido subía las enormes escaleras de mármol escoltado por dos guardias civiles. Bajo ellas los calabozos de donde lo sacaran momentos antes. Sonreía y conversaba con los guardianes gesticulando sus manos esposadas como si nada le importara. Al final del primer tramo, la escalera se dividía en otros dos más estrechos, a derecha e izquierda, ambos conducían a la planta superior donde se encontraban las salas de vistas. Tomaron el de la derecha, un amplio rellano y al fondo un pasillo más estrecho que giraba a la izquierda. Caminaban, el imputado seguía gesticulando con ambas manos frente a su cara, fumaba, los policías lo llevaban tomándolo por ambos brazos, sin presiones.

              Las Audiencias Provinciales, en aquel entonces, carecían de cualquier medida de seguridad. Tan sólo en su puerta dos Guardias civiles la custodiaban sin exigir siquiera la identificación de aquellos que accedían a su interior. El edificio había sido en tiempos anteriores sede de la tabacalera y ahora sus dependencias pertenecían al Ministerio de Justicia.

              Vi como aparecían los tres hombres al fondo del pasillo. A un lado, puertas enormes conducían a las Salas de vistas, al otro amplios ventanales alternaban las luces y las sombras del pasillo. Los hombres surgían se escondían y volvían a surgir de la oscuridad reinante entre ventanas. Observando las enormes puertas me sentí sobrecogido, era como si tras ellas se ocultaran gigantes inaccesibles.

              Me situé frente a la pequeña y vieja mesa metálica de escritorio donde el ujier depositaba la lista de los juicios a celebrar. Se acercaban a mi, sentí que mi alrededor se movía, que todo comenzaba a girar en torno mío, me recosté sobre la mesa.

              El fiscal, en sus calificaciones provisionales, había pedido una pena de veinticinco años de Reclusión mayor por la comisión de un delito de asesinato, la defensa había calificado los hechos como crimen pasional y solicitaba la libre absolución del detenido alegando la eximente de trastorno mental transitorio y subsidiariamente a tal petición calificaba los hechos de homicidio con la atenuante de arrepentimiento espontáneo. De una forma u otra, los jueces apreciarían el crimen pasional o al menos la atenuante de arrepentimiento y en uno u otro caso la pena efectiva a cumplir, con los beneficios penitenciarios, la buena conducta y al trabajo en prisión, supondrían que aquel maldito canalla no permanecería entre rejas más de ocho o diez años.

              Se quedaron un instante parados frente a mi. Los policías soltaron al detenido. Mi mano buscó detrás de la chaqueta, bajo el cinturón la nueve milímetros parabelum de Cillo, la “mataperros”.

 

La tarde antes había acudido a su guardia para pedirle me facilitara una pistola limpia, sin datos, sin pertenencia conocida de forma que no pudiera comprometer a quien me la entregara. Le vi sentado en la salita de médicos, estaba solo, me acerqué y le dije:

- Necesito una pistola, si te pongo en un compromiso, olvídalo. Dime quien puede facilitarme una, que no le comprometa. - Cillo me miró a los ojos y me pidió esperase unos instantes. Desapareció y al rato volvió con un pequeño paquete bajo el brazo:

- Toma. No está registrada. Es la mía, la de la División Azul, mi pistola de nueve milímetros Walter PPK, ¿recuerdas? la mataperros, la adecuada para el perro al que debes dar caza.  - Respondió.

- Tengo que hacerlo, Cillo, tengo que hacerlo o no podré vivir en paz.

- No dudes, no hay mejor justicia que la propia. Haz lo que tengas que hacer pero hazlo convencido, consciente de que es lo justo. No tienes que darle explicaciones a nadie, ni esperar que un tercero venga a solucionar tus problemas, nadie es más capaz que tu para hacer justicia.

 

Sentí la culata dentro de mi mano, la saqué levantando el cañón, apunté a su cuerpo, se escucharon cuatro disparos. El hombre intentó frenar las balas con las manos, las puso frente a su pecho. Su expresión denotó terror. Apreté fuertemente mis mandíbulas y susurré:

- ¡Vas a sufrir, cabrón!. 

En mi mente un solo deseo, que aquel mal nacido sufriera más que Elvira, tanto como yo había sufrido en el último año. Los disparos no fueron dirigidos al azar. Era perfectamente consciente del lugar donde debían ir los impactos: estomago y el lóbulo inferior del pulmón derecho, aquella era la zona en la que agrupé los disparos. Quería una muerte segura pero lenta. Las balas abrieron varios orificios de cuyo  interior comenzó a brotar sangre.

              En menos de cinco segundo el detenido estaba tumbado sobre un charco de su propia sangre. La automática estaba depositada sobre la mesa del ujier y mis manos permanecían en lo alto. La policía me encañonaba a la vez que gritaba ¡Alto, no te muevas!. Al fondo, agazapados tras un enorme banco de madera, un hombre profería gritos de histeria abrazado a una mujer. Una voz pidió que alguien llamara una ambulancia.

              El hombre de las esposas permanecía en el suelo, ya no reía y sus gemidos liberaban mi espíritu de la opresión del último año. Ahora era mi turno para la sonrisa y el suyo para el sufrimiento y la muerte. Abrió la boca intentando hablar, tosió y la boca se le llenó de sangre. Abrió los ojos y en ellos se dibujó el miedo. - Es el pulmón- pensé. Y sonreí.