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Camino de Berlín. Remagen.
Mismo año de 1975, mismos acontecimientos, o alguno más. En la ciudad de México chocan dos trenes, causando al menos 30 muertos y 70 heridos; 20 de noviembre, muere el General Francisco Franco, dos días después Juan Carlos de Borbón es proclamado Rey de España.
Cenaba junto a don Ismael, ambos solos dado que Cillo había cambiado la guardia con el doctor Segovia. Le agradecí su intervención a través del Vicario y él, por todo, sonrió golpeando suavemente mi espalda y siguió su lectura. La guardia, hasta el momento, había resultado dura, un accidente de tráfico en el que un autobús se había empotrado contra un camión-cuba haciéndole explotar. Los heridos de quemaduras graves habían sido trasladados al centro de quemados más próximo, el resto ingresó en el hospital, la mayor parte de ellos en cuidados intensivos. Recordé años atrás cuando lo que lo que diferenciaba tales cuidados era un paraban. unas cortinas de tela situadas en torno a la cama del enfermo grave. Allí, en las salas de ocho camas, cuando una de ellas era ocultada a los ojos del resto de pacientes, aquello anunciaba con casi total certeza la proximidad de la muerte. Los traumatismos por tráfico eran ingresados en la sala de traumatología, con independencia de su estado y muy a pesar del servicio de cuidados intensivos al que se le asignaban otros menesteres. Los “tráficos” dejaban buenos emolumentos al departamento de traumatología donde ingresaban y, bajo ningún concepto se permitía su ingreso en cuidados intensivos, era una pura cuestión económica.
- ¿Cómo te va rojeras? – Cillo acababa de llegar a la mesa que ocupábamos don Ismael y yo.
- ¡Hombre, Cillo! – Don Vicente rió por el efecto fonético que se producía al decir las dos palabras sin pausa. Hice un gesto encogiendo los hombros y proseguí:
- No te esperaba hoy. Me habían dicho que no venías.
- Cierto. He cambiado el día, asuntos personales, pero a Segovia le resultaba imposible hacer la noche y he venido yo. Aquí estoy, dispuesto a que hoy seas tu el que nos cuentes una historia.
- ¿Y qué historia? – Por un momento no comprendí.
- ¡La del cerdo de Carmona! – Gritó y lo hizo de tal manera que el resto de médicos y personal de puertas de urgencia que ocupaba el comedor se volvió hacia nosotros. Cillo a su vez se giró hacia los presentes, en una rápida vista general, se plantó en jarras, mirada desafiante y añadió:
- ¿Qué os pasa? ¿Alguien piensa que Carmona no era un cerdo? ¿Alguien es tan cerdo como él para defenderlo?– Todos evitaron la mirada de Cillo, en el fondo le respetaban o le temían. Aquel pequeño hombre conocía muy bien la diferencia entre el bien y el mal, mantenía como tesoros determinados valores perdidos que le hacían superior. Sin bajar la voz añadió:
- Ves, todos son unos cobardes. Hablan detrás, como putas. – Dijo tapándose la boca como para evitar que la voz saliera demasiado fuerte esta vez, aunque no lo logró y la frase se escuchó perfectamente en el comedor. Nadie respondió. Todos bajaron la mirada hacia los respectivos platos.
- ¡Que bruto eres doctor Cillo! – Esta vez era el padre Ismael el que había pronunciado de forma perfectamente vocalizada y sin pausa entre palabras su apellido y título.
- No me toques los cojones, curita, no me jodas tu también, ¿vale? – Dijo Cillo.
Don Vicente ocupó una de las dos sillas vacías junto a la mesa y pidió que le sirvieran la cena, él la llamó la bazofia de hoy.
- Bien, cuenta rojillo –dijo mirándome a los ojos. Yo previamente le agradecí su afecto y apoyo, que me constaba. Sabía su intervención ante el Decano del hospital y su llamada a determinados políticos. El hizo un gesto de poca importancia y me animó a iniciar el relato.
- Algo increíble – Intenté abreviar al máximo. No me sentía con ánimos de profundizar en el tema. La verdad es que prefería escuchar su historia a contar la mía. Seguí diciendo:
“ Si lo cuentas no se lo cree nadie, joder, piensan que te lo inventas. Ves a un tipo meterle mano a un chaval, quieres denunciarle y por poco te tiran a ti del trabajo. Me niegan el saludo, me miran mal. Durante unos días el hospital es mi enemigo, mi campo de batalla.
- Alto ahí – Interrumpió Cillo -, todos no ¿Eh?. El curita y yo te creímos y te apoyamos incondicionalmente. – Recalcó las palabras.
- Así es – Dijo don Ismael, haciéndonos el honor de dejar por unos momentos la lectura y demostrándonos, a la vez, que estaba tanto en el plato como en las tajadas.
- Eso lo he dado por sentado, hablaba en términos generales, todos menos vosotros dos... – Esta vez les tuteaba. Demostrando una vez más que andaba loco con las formalidades. Continué:
- Me llamaron de Diputación, el diputado Juan José Gascón, quiso saber lo sucedido y “avisarme” del lío en el que me había metido.
- Politicuchos... – Dijo Cillo entre dientes.
- No, Juanjo es un tipo genial – Dije
- ¿Juanjo? – Preguntó Cillo
- Sí, le conozco desde hace años. Estudiamos un tiempo juntos, llegamos a montar un conjunto musical. – Cillo y don Ismael se miraron - Sé que es un tipo honrado. Intentó ayudarme pero quería que conociera los límites de su influencia y que dichos límites, por desgracia, se situaban por debajo de las influencias de Carmona,que por lo visto eran buenas. Pero por fin todo se arregla por pura casualidad: resulta que la madre del niño al que manoseo ese tipejo tenía una relación fuerte de amistad con el Gobernador; había sido la tata de sus hijos, - aclaré – y cuando la mujer supo lo que le habían hecho a su hijo acudió llorando al Gobernador y éste inmediatamente pidió la cabeza del médico. ¿Sabes el peso que tiene en el partido el Gobernador, no? Es la mano derecha del Ministro de Interior. Y por tanto pica alto.
- O sea que de casualidad tú, ahora, no estás en la puta calle ¿vale? – Dijo Cillo.
- Es la verdad, triste pero la verdad – Respondí.
- No creáis. La providencia se encuentra dentro de los caminos del Señor – Dijo don Ismael y añadió:
“Tarde o temprano esa bestia del infierno habría pagado. Para mi, lo más lamentable de toda esta historia no es que un hombre tenga una desviación tan innombrable como esa, lo auténticamente triste, deplorable, es que lo tapen otros hombres que la conocen, que conocen su enfermedad o vicio y permitan con su silencio que ingenuas y limpias criaturas se traumaticen. Yo nuca hice una guardia con él y nunca le vi hacer actuación anormal en las ocasiones en que coincidimos en sala o en policlínica; siempre pensé que eran rumores malintencionados pero ten por seguro que si le hubiera visto el más mínimo gesto de degeneración habría actuado como tú. Sin embargo, otros debieron verle y callaron, esos son aún peores que él, es mayor su pecado porque taparon el pecado ajeno por miedo, por corporativismo o por una mal entendida lástima o amistad. – Y era verdad. Don Ismael no se equivocaba Eduardo Carmona no era el único cerdo en el hospital, los cerdos que lo ocultaron y apoyaron eran tan responsables como él. Tras aquella perorata del cura, que fue atendida por el doctor Cillo con respeto y complacencia, don Ismael tomó de nuevo el breviario, lo dejó junto a su plato de sopa, lo abrió por la señal estirando la pequeña cinta que marcaba el punto de lectura, se colocó unas pequeñas gafas, se persignó y guardó silencio. Comía y leía pausadamente. No dijo nada más. Yo le observé a él y a su impecable sotana, por unos segundo y cuando volví la vista a Cillo observé a su vez que él hacía lo mismo. Nuestras miradas se cruzaron y ambos dibujamos una leve sonrisa. Al mirar a Cillo mi vista captaba a la vez varias mesas situadas tras él, como en un segundo plano semi desenfocado, ocupadas por diverso personal de urgencias. Pude ver como alguno disimuladamente señalaba hacia nosotros, alzando la barbilla, mientras otros daban cabezazos de reproche o indignación. Tomé una cucharada de sopa y me sentí incapaz de tomar otra. Aparté el plato un poco hacia el centro de la mesa, pellizqué un trozo de pan con dificultad por su consistencia correosa y me lo metí en la boca. Masticaba aquella masa gomosa cuando el camarero llegó junto a la mesa y ofreció:
- De segundo hay emperador con patatas, merluza a la romana con patatas o ternera con patatas ¿qué les traigo?
- Emperador – Dije.
- A mi tráeme solo las patatas. ¡Es broma! – Dijo Cillo - no quiero nada. Tráete un café, corto cuando puedas. - Don Ismael seguía absorto en su lectura. Debe saberse de memoria el librito, pensé.
- Don Ismael ¿qué le traigo de segundo? – Insistió el camarero.
- Ah, perdón. Ternera si es tan amable.
- Mi historia ha sido breve, don Vicente. ¿Va a seguir con la suya? La verdad es que me tiene muy intrigado saber a qué misión se refería en su relato.
- ¿Recuerdas a aquel tipo que nos pidió ir a Berlín? – Comenzó a decir Cillo demostrando que recordaba perfectamente el momento de la historia en el que se quedara días atrás.
- Lo recuerdo perfectamente, a él me refería con lo de la misión.
- Nosotros aceptamos sin el menor titubeo. Los cuatro, al día siguiente salimos camino de Berlín. Habían puesto a nuestra disposición un camión de transporte de tropas, lo conducía un alemán y otro le acompañaba como copiloto. Yo guardaba en el bolsillo de mi camisa azul los salvoconductos y la carta de presentación que debíamos entregar a Bormann.
“Al principio, el camino parecía un paseo, sin complicaciones. Durante varios días en la mente de todos permanecía el recuerdo al camarada caído, el recuerdo del catalán, de Jorge. En mi mente vivían aún aquellos ojos negros y vivarachos y aquellas orejas enormemente separadas del cráneo que tantas veces estiramos de broma. Qué forma más estúpida de morir.
“Recorrimos infinidad de caminos escapando del fuego enemigo, era el año cuarenta y cinco, la guerra estaba próxima a su fin y atacaban por todas partes. Eludíamos zonas que según informaban estaban siendo atacadas por los aliados. A principios de marzo del cuarenta y cinco llegamos a Remagen, faltaban más de seiscientos kilómetros para llegar a Berlín. El motivo de nuestro paso por Remagen era esencial: allí debíamos reclutar para nuestra misión a legionarios españoles que, huidos del frente ruso, se habían unido al Comando de Lara para frenar el avance enemigo. Los legionarios azules en ningún momento eludieron la batalla, su huida se debió al deseo de luchar junto a camaradas españoles, no a las órdenes de oficiales alemanes. Se habían unido a uno de los comandos más destacados de la Legión, el comando Lara que recibía su nombre de Gabriel Lara, teniente de la Legión Azul. Acudimos a él, le mostramos nuestras credenciales y le solicitamos voluntarios para la misión en Berlín. No hubo inconveniente, el Teniente leyó nuestros salvoconductos, vio el sello personal de Hitler y tras formar a sus hombres pidió voluntarios que quisieran partir con nosotros a una misión suicida, Los quince hombres que formaban el Comando, todos, dieron un paso al frente, elegimos a seis. De entre ellos, Paco “el polilla”, un asturiano al que conocimos en tiempos de la división azul, al verlo Anacleto y yo le abrazamos ante las sonrisas del resto de camaradas.
“Respirábamos un ambiente denso. Se esperaba el ataque enemigo de un momento a otro. Las noticias que llegaban hasta nosotros no resultaban esperanzadoras. El comandante Scheller, al mando de las formaciones de Remagen, ordenó que se dinamitara el puente ferroviario de Ludendorff, situado a treinta y ocho kilómetros de la ciudad, para frenar el avance de los aliados, y así lo hizo un grupo de zapadores. El siete de marzo, hacia el mediodía, nuestro camión cruzaba el puente. Dejábamos atrás aquella estructura metálica en forma de semicírculo a cuyos lados discurrían las vías del ferrocarril. Bajo sus traviesas una mortífera carga esperaba la ocasión, oculta bajo la grasa. Nuestro camión se alejaba, dos alemanes conducían y los diez camaradas conversábamos en la parte trasera, frente a frente, cinco a cada lado. Fumábamos. Anacleto y “el polilla” se reían recordando viejas anécdotas de la División Azul.
“Llegamos a la falda de la colina, comenzamos a bordearla a la vez la visión del puente se perdía tras la montaña. Un instante antes de perder la visión, vimos aparecer una patrulla de reconocimiento americana, por la parte occidental del Rhin.
- ¡Halt! – Grité golpeando sobre el cristal de separación de la cabina. El camión frenó de inmediato. Todos nos agolpamos junto a la cabina por la inercia, Anacleto cayó sobre Paco el polilla, quien blasfemó entre dientes. Bajamos y observamos. Al fondo los pocos soldados alemanes se aprestaban a defender el puesto en tanto el pequeño grupo de zapadores se disponía a concluir los preparativos para proceder a la voladura del puente. Nosotros permanecíamos allí, inmóviles, observando indecisos. Doce hombres frente a un ejercito de ocho divisiones tenía pocas posibilidades de salir victorioso. El puente se encontraba dispuesto para ser volado; los carros de combate americanos iniciaban su paso sobre él. El comandante Scheller dió la orden. Se accionó el dispositivo y falló, ninguna explosión. Palidecimos. Abajo, los pocos zapadores que se encontraban junto al puente intentaban heroicamente seguir el trazado de los hilos de conexión, en busca del lugar de la interrupción de la corriente. Los americanos no iban a permitirlo, el fuego de los carros impidió cualquier acción a los alemanes. Las pequeñas ametralladoras de los carros de combate disparaban sin cesar. Resguardada tras los tanques, la infantería avanzaba.
“Vimos como el comandante de puesto y el jefe de la compañía de zapadores eran tomados prisioneros. Hacia nosotros, dos alemanes corrían disparando hacia atrás; junto a ellos el comandante Scheller que había logrado escapar del ataque americano. En pocos minutos los tuvimos junto a nosotros. Las balas salpicaban el suelo a nuestro alrededor. Sin perder ni un segundo ayudamos a subir al camión al comandante, mi mano aferró la suya mientras que los dos soldados que le acompañaban en la huida le empujaban hacia el interior. Scheller rodó por el suelo del camión. Un soldado se agarró a la mano de uno de los nuestros mientras intentaba saltar al interior de la cabina, el camión rechinó lanzando piedras a los lados de sus ruedas. Un gemido. El segundo soldado alemán abrió los brazos hacia nosotros, como en un último abrazo y cayó hacia atrás sobre la carretera atravesado por el fuego enemigo. Allí quedó, doblado sobre sus rodillas, hacia atrás descansando la espalda en el camino. Sentimos la necesidad de bajar y luchar hasta el final pero nos habían prohibido morir.
“Los treinta y ocho kilómetros que nos separaban de Remagen los hicimos en poco más de media hora. Allí, las noticias de la invasión eran confusas, el desastre de las Ardenas, con sus ciento veinte mil soldados heridos o prisioneros, corría de boca en boca, creando un malestar infinito que prendía en el alma de los soldados eliminando todo deseo de lucha. Quizás la única y pobre victoria alemana en las Ardenas, había sido la captura del documento que hablaba de la “Operación Eclipse” referida al fin de la guerra, a la rendición sin condiciones y al reparto de Alemania una vez acabada la contienda.
“El comandante Scheller informó sobre el ataque de los americanos y la pérdida del puente. Nosotros nos disponíamos a partir hacia Tangermünde. Los alemanes ocupaban la cabina del conductor, eran dos rubios, altos y desgarbados alemanes que no hablaban absolutamente nada de español y que parecía habían olvidado sonreír. Cuatro de nosotros estaban ya sentados en el interior del camión cuando un Teniente nos hizo salir y formar junto al vehículo, hombro con hombro. El teniente nos observó unos segundos, posiblemente le ofendía nuestro atuendo, nuestra falta de disciplina, las guerreras caquis con el escudo nacional, sobresaliendo por los cuellos las camisas azules, emblemas españoles – de Falange - en los bolsillos, unos con botas cortas y polainas otros botas de caña alta. El teniente frunció el ceño, no se refirió a nuestro atuendo quizás recordando las palabras del General de artillería Jürgens “Si en el frente os encontráis a un soldado mal afeitado, sucio, con las botas rotas y el uniforme desabrochado, cuadraos ante él, es un héroe, es un español” – En aquel momento miré a Cillo, no sabía si aquellas palabras se correspondían con la realidad o no; sin embargo su expresión no dejaba dudas, al menos él las creía y yo había sentido un escalofrío al escucharlas. Continuó su relato:
- El teniente señaló a Anacleto y a Miguel Izquierdo y les hizo una seña para que le siguieran. Junto a él ocho SS permanecían impasibles. El Guardia civil y el gordo nos miraron y comenzaron a caminar tras el oficial y los ocho SS. Decidimos seguirles, nadie quedaba solo a su suerte en nuestro grupo y algo no estaba funcionando en aquella extraña elección. El teniente y los diez hombres rodaron junto a una casa de dos plantas, de estilo rústico, que extrañamente se encontraba en perfectas condiciones. Frente a ella un camino de tierra, una hilera de árboles y al fondo la pared de una especie de granero. Frente a él, de pie, con las manos atadas a la espalda permanecía impasible el comandante Scheller, y los oficiales Strobel y Kraft , los supervivientes del puente de Ludendorff. Un soldado SS estaba procediendo a vendar los ojos de comandante, los oficiales ya tenían sobre su rostro un sucio pañuelo que les impedía ver el inminente final. Observé a mis hombres, sus caras denotaban ira. El teniente mandó formar al pelotón de ejecución frente a los maniatados oficiales. Anacleto, con los huevos que le caracterizaban, dio un corte de mangas frente al Teniente, era un gesto internacional de indudable significado, el gordo hizo lo mismo y ambos comenzaron a darse la vuelta, volviendo sobre sus pasos, ofreciéndoles la espalda. Los soldados de las SS observaban al teniente sin saber qué hacer. Por un momento temí que aquello fuera el fin de todos. El teniente gritó alto y comenzó a apuntar hacia la espalda de Anacleto con su Luger. Corrí los pocos metros que me separaban del oficial enarbolando el sobre lacrado con el sello de Hitler e interponiendo mi cuerpo en la línea de fuego. Mis camaradas apuntaban sus armas, todos, hacia los alemanes que no daban crédito a sus ojos y que a su vez habían comenzado a elevar sus armas hacia nuestro grupo.
- ¡Quieto cabrón! – Grité. – ¡Esto son ordenes de Hitler! – Enarbolaba el sobre y lo pasaba frente a su cara. Seguí diciendo: “ Misión especial. Asunto personal de Hitler y de Bormann” – Aquellos nombres hicieron palidecer al Teniente. Creo que no entendía bien mis palabras. Tomó los sobres, abrió el de los salvoconductos, lo leyó y después observo el sobre dirigido a Bormann, palideció, dudó sobre su contenido y optó por hacer lo menos peligroso para su vida: dejarnos marchar. Realmente, aquello hubiera podido ser una autentica matanza en la que los alemanes habrían llevado la peor parte, seguro. Aún sin creer en el gesto de alejarnos con el que nos despedía el teniente, caminamos un trecho hacia atrás, sin perder de vista al grupo de fusilamiento que aun permanecía con las armas hacia nosotros.
- ¡Has visto a esos mamones! Van a fusilar al comandante y querían que lo hiciéramos nosotros – Dijo Anacleto – Es increíble, es el tío que hemos salvado del puente y ahora se lo quieren cargar.
- Pues por poco al que te fusilan es a ti. ¡Qué reanimal eres Anacleto! – Dije.
- Sigue igual de bestia que en la división ¿eh? – Añadió Paco el polilla dirigiéndose hacia mi.
Interrumpí el relato de Cillo para preguntarle:
- ¿Tu eras el oficial del grupo, qué grado tenías, Cillo? Nunca me lo dijiste – Cillo me miró con sorpresa y dijo:
- ¿No te lo dije? Mi grado era el de Teniente, igual que el mamón de las SS. Pensé que te lo había comentado al principio.
- No, no dijiste nada o al menos no lo entendí – Respondí.
En el comedor del hospital, de puertas de urgencias, no quedaba nadie, solo nosotros tres y un camarero que recogía las mesas depositando en una bandeja los restos de comida dejados sobre los manteles de papel. Por un momento, al ver al camarero, recordé la diferencia entre aquel comedor y la sala donde comíamos cuando la limpiadora era la única cocinera de puertas. Ahora los manteles eran de papel, había desaparecido aquel otro de tela que guardaba marcas del menú de una comida a otra. El hospital había cambiado enormemente. Por fin había firmado un concierto con la Seguridad Social, ya no era el antiguo hospital que atendiera exclusivamente pacientes de beneficencia y eso se notaba en los medios. Di un sorbo al café, estaba frío. Don Ismael dejó el breviario y abriendo su cartera de piel extrajo de su interior un libro, lo dejó junto a su plato. Ojee su título. “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” de Blasco Ibañez. Cillo señaló el libro con su índice, profirió entre dientes un: cochino rojo y continuó su relato:
- Salimos de aquel maldito Remagen y dirigimos nuestros pasos hacia Tangermünde, casi seiscientos kilómetros de recorrido. Allí llegamos el diez de abril. Los últimos treinta kilómetros tuvimos que hacerlos caminado, no teníamos carburante. El frío seguía dificultando nuestros movimientos aunque no podía ni compararse con el que habíamos pasado en nuestro primer destino. Los dos alemanes que nos acompañaban se habían integrado en el grupo de los diez legionarios y todos hablábamos el lenguaje internacional de los signos, aunque ellos seguían sin sonreír. Cuando llegamos nos pusimos en contacto con el comandante de puesto, responsable de las operaciones en Tangermünde, se nos informó que la 5ª división acorazada americana se encontraba a las puertas de la ciudad y hacía falta toda la ayuda posible para repeler el ataque. Decidimos ayudar, deseábamos combatir aunque hubiéramos preferido hacerlo frente a los rusos. El comandante de puesto nos ordenó que, caso de ver la derrota inminente partiéramos hacia Berlín, nuestra misión resultaba prioritaria. La verdad es que el sello de Hitler les impresionaba, y las instrucciones que Bormann había escrito en nuestros salvoconductos hacían cuadrarse al más regio de los jefes alemanes. Los dos alemanes que nos habían acompañado durante tanto tiempo se despidieron de nosotros con un saludo marcial, sin sonreír.
- Quita, hombre quita saludos. ¡Venga un abrazo!- Era Anacleto que se abalanzaba sobre uno de ellos y materialmente le estrujaba. Todos le imitamos y el abrazo fue general.
“Ocupamos el centro de la ciudad, un edificio con dos plantas y sótanos. Anacleto, Juanito “el cura” y yo subimos al primer piso y nos apostamos junto a las ventanas. Miguel “el gordo”, el polilla y dos de los nuevos camaradas quedaron en la planta baja, al sótano fueron los otros tres recién reclutados. En el primer piso montamos una ametralladora de fuego rápido MG 34, alimentada por cinta, al gatillo el Guardia civil, dándole cinta Juanito y yo encargado de las bombas anticarro, cuatro en total. En la planta baja se armó a los hombres con subfusiles Schmeisser MP 40 y en el sótano, junto a los subfusiles, Tomás, uno de los nuevos, llevaba a las espaldas un Flammenwerfer 41 – lanzallamas – Esperábamos el ataque. Desde la ventana podíamos ver la plaza y las casas en derredor, ninguna permanecía intacta. Parecían esqueletos de cemento, madera y hierro. Los cascotes cubrían el suelo. El asfalto levantado y los cráteres abiertos en el suelo completaban la escena. Frente a la puerta de acceso a la casa ocupada por nosotros pude ver a un grupo de alemanes que montaban un lanzagranadas, un mortero de 81 milímetros, tres hombres lo atendían. Al lado izquierdo se veía una pieza ligera anticarro de 37 milímetros. Todos observábamos el callejón del frente, por allí vendría el enemigo.
“El ruido precedió a la visión. Por fin los carros americanos de la 5ª división acorazada comenzaron a invadir las calles de Tangermünde. El fuego cruzado fue total, la metralla invadió las calles de la población y los carros americanos comenzaron a caer bajo ella. La pieza ligera de nuestra izquierda fue la primera en ser inutilizada por el certero disparo de uno de los carros: voló en un amasijo de hierro, metralla y sangre. El “BLOP... BLOP... BLOP” del mortero bajo nuestra ventana se repetía una y otra vez, nuestros hombres disparaban incesantemente.
“Un carro cruzó hacia nosotros, no parecía poder detenerle nada. Las granadas explotaban a su alrededor sin acertarle en ningún punto vital, seguía avanzando. Un viejo coche quedó aplastado bajo sus cadenas, el Carro se alzó al trepar sobre él para volver a descender, alzaba el morro y luego volvía a agacharlo. Los alemanes dejaron el mortero y salieron en frenética huida. La ametralladora del tanque los abatió. Su torre giro hacia nosotros, vimos el fuego del disparo saliendo por la boca del cañón y sin apenas tiempo para reaccionar, instintivamente nos agachamos y pusimos las manos sobre la cabeza. Un obús entró por la ventana junto a nosotros, le oímos silbar, y salió por nuestras espaldas explosionando contra el edificio trasero. Nos salvó la falta de pared a nuestras espaldas, de haber existido el obús habría explosionado sobre ella. Una lluvia de cascotes nos alcanzó. El carro seguía avanzando cuando Tomás, como surgiendo de la nada, se colocó frente a el y comenzó a rociarlo. Las llamas lo cubrieron todo en un instante. La torreta se abrió y un americano asomó la cabeza, una ráfaga del Guardia civil lo dobló sobre el metal en llamas. Con una agilidad increíble para su peso Miguel “el gordo” saltó por entre los escombros, trepó sobre el carro, entre el humo y las llamas, y una vez junto al soldado americano muerto dejó caer en el interior del blindado dos granadas de palo, tras haberles quitado la anilla de cerámica, el seguro. Dio un largo salto, para bajar del carro y otro para colarse por la ventana de la planta baja. Tomás había dejado de lanzar fuego y corría tras un montículo de hierro y ladrillos. Sonó una explosión sorda, como el de un gigantesco petardo dentro de un enorme bote, el tanque se estremeció, la torreta se inclinó sobre su cuerpo metálico y el fuego y el humo lo envolvieron.
“En pocos minutos la plaza humeaba por sus cuatro costados, los carros se apilaban entre fuego y humo. No se podía respirar y el fragor de la batalla se escuchaba por doquier. El ruido te ensordecía y te mantenía en constante tensión. El avance aliado estaba siendo frenado. Hubo unos momentos de calma, bajamos a la planta baja y reagrupé a los hombres.
- Hemos de salir de aquí o no llegaremos a Berlín. – Dije. Todos asintieron. Añadí, elevando la mano con los dedos separados, cinco minutos y tomamos el Semioruga que hay detrás de la casa.
“Efectivamente, tras la casa habíamos visto un Semioruga SdKZ 251 utilizado por los alemanes como transporte de tropas. Los primeros en llegar al camión oruga fuimos Anacleto, Juanito y yo. Pocos minutos después el resto de los hombres se encontraban junto a nosotros.
- ¿Quién sabe llevar este trasto? – Pregunté.
- Yo, camarada, no tiene problemas. – Era la voz de Tomás, hombre recio de casi la misma estatura que el Guardia civil, poco hablador. Su aspecto, su mirada denotaba tristeza, sus amplias cejas ocultaban unos ojos azules que nunca se abrían en su totalidad. Nunca conocimos su historia pero intuíamos un pasado dramático. Los hombres le apodaron “el mudo” por su falta de comunicación. Pero nadie se lo dijo nunca en la cara, imponía casi tanto respeto como Anacleto.
- Vale, pues arriba. Tú animal – Dije dirigiéndome a Anacleto – encárgate de la ametralladora trasera, y tu Juanito de la delantera.
“Subimos. El camión rugió y una estela de humo negro envolvió la parte trasera del vehículo arremolinándose sobre nosotros, tosimos. Comenzamos el camino hacia Berlín. Entre escombros y cortinas de humo llegamos hasta el puente del Elba, un grupo de zapadores nos dió el alto. Se situaron junto a nosotros. No entendíamos nada de lo que decían. Al fin uno de ellos habló algo parecido al español:
- Volar puente, ¡ya!. No poder cruzar. – Le enseñé el salvoconducto de Hitler y se cuadró. Dio una orden al otro soldado que salió corriendo hasta cruzar el puente, habló con los alemanes del otro lado y desde allí nos hizo una señal indicando que podíamos avanzar. El Alemán junto a nosotros dijo:
- Pasar, un minuto y explosión, ¡ya!.
- ¡Aprieta a fondo Tomás! ¡Corre leche que estos cabrones vuelan el puente con nosotros encima – Las ruedas del oruga resbalaron, el camión dio un pequeño zig, zag y enfiló el puente. En menos de treinta segundos estábamos al otro lado y nos alejábamos acelerando al máximo. Hasta nuestros oídos llegó el inconfundible sonido de una explosión. El puente había sido volado.
- Siempre se me hiela la nariz con el maldito frío – Dijo Juanito, el cura santiguándose tras escuchar la explosión.
- Pero si esto no es frío hombre. – Le respondí en una carcajada.
- Que los extremeños son muy blandos – Dijo Anacleto. Juanito se frotó la nariz.
- ¿Blandos? ¿Blandos los extremeños? Con más cojones que mil guardia civiles – Dijo volviéndose hacia Anacleto. Comenzamos a reír y nuestras risas quedaron interrumpidas de golpe. Una explosión feroz nos lanzó hacia arriba, el camión oruga alzó el morro para caer después sobre su lado derecho. Las cadenas, partidas, saltaron en mil pedazos, nosotros salimos disparados como proyectados por un cañón de feria. Una mina había hecho explosión bajo las cadenas del semioruga. Rodé como una pelota por el suelo, golpeándome contra las piedras de la cuneta. Unos momentos de mareo, de aturdimiento, de visión nublada y enfoque borroso, y un zumbido que me impedía escuchar con normalidad.
“Instintivamente toqué mis piernas, estaban allí, en su sitio. Abrí y cerré los ojos un par de veces y como pude, me levanté intentando averiguar si algún camarada había resultado herido. Lo primero que vi fue el cuerpo sin cabeza de uno de nuestros camaradas, junto a mi, aplastado por una cadena, aún movía sus piernas en un último reflejo. ¡Dios! Dije. En un principio no pude identificarle pero al rodear el cuerpo pude ver, por sus ropas que se trataba de uno de los recién unidos al grupo y eso, he de reconocerlo, me alivió incomprensiblemente (que absurdo resulta que a la hora de ver a un camarada muerto tengas predilecciones). Corrí hacia el camión que humeaba próximo a explosionar. Humo, el humo lo cubría todo dificultando la búsqueda y sin embargo no podía esperar a que se disipara, tenía que actuar rápido, antes de la prevista y segura explosión. De la caja del oruga salieron arrastrándose y tosiendo Anacleto, Miguel el gordo y uno de los nuevos, Andrés.
- ¿Estáis bien camaradas? – Dijo una voz tras de mi. Era la voz de Juanito el cura.
- Si, cura sí. Faltan camaradas, hay que ver si están aprisionados por el camión - Dijo Anacleto - Rodeamos el camión y vimos dentro de la caja los cuerpos de dos legionarios inconscientes, me arrastré dentro del camión y tiré del primero, tosía, No está muerto, pensé a la vez que comprobaba que se trataba de Paco el polilla.
- Ayúdame Anacleto – Grité. Rápidamente y con la ayuda de los camaradas arrastramos los dos cuerpos, cuando estaban alejados del camión, volvíamos hacia él pero una nueva explosión nos impidió acercarnos. Todo comenzó a arder, dimos dos pasos más pero tuvimos que retroceder. Paco el polilla se recuperaba, tosía. Comprobamos con horror que el otro camarada había muerto a consecuencia de la última explosión.
- Aquí, camaradas – Oímos una voz y vimos a Tomás, al otro lado de la carretera, casi a veinte metros del camión se incorporaba tambaleante. Corrimos en su auxilio y una vez junto a él nos volvimos a contemplar impotentes el fuego, entre sus llamas otro camarada había encontrado la muerte. Contamos las bajas: faltaban tres legionarios. Habíamos sobrevivido a múltiples batallas encarnizadas y ahora, allí, entre las llamas, bajo los hierros retorcidos morían tres bravos legionarios. Bajamos la mirada hacia el suelo y guardamos unos instantes de silencio frente a lo que podía ser la pira funeraria de tres héroes.
- ¡Quietos! – Grito de pronto Andrés, el nuevo legionario. Todos quedamos inmóviles. Andrés añadió:
- Esto es un campo de minas. Aquí, a mi lado veo una intacta. Hemos estado moviéndonos entre ellas como si nada. Deben haberlo limpiado pero, igual que se han dejado ésta – señaló con la mano hacia el suelo - Pueden quedar más.
- La madre que los parió - Dijo Anacleto.
- El campo minado debe llegar hasta allí – Señalé una curva del camino junto a la cual se encontraba clavado un cartel que no podíamos leer por encontrase de espaldas a nosotros pero que sin duda anunciaba el campo de minas. Añadí:
- Aquello debe ser la señal de minas, a buenas horas mangas verdes.
- ¿Qué hacemos matasanos? – Dijo Juanito el cura mientras permanecía quieto como una estatua de hielo y se santiguaba repetidamente.
- Pasar - Añadí - Pasar y tu curita rezar – Todos volvieron hacia mi sus miradas. Cargué sobre mi hombro aquella maldita ametralladora que me acompañaba fiel desde una eternidad y comencé a caminar entre los terruños mezcla inmunda de tierra y nieve. Mi vista se clavaba en el suelo hasta el extremo de sentir como los ojos lloraban por la falta de lagrimeo, no parpadeaba. Todos fueron acercándose hacia el camino que yo marcaba para luego seguirlo, pisaban sobre mis huellas. Las armas las llevábamos apretadas contra nosotros, las habíamos recogido de los alrededores del camión oruga, sin ningún tipo de precauciones, ignorantes de lo que se ocultaba bajo nuestros pies. Avanzábamos lentamente.
- ¡He pisado una, he pisado una! – Gritó Anacleto.
- No puede ser, habría estallado. ¡No te muevas ni un pelo! – Dijo Juanito. – Voy a ver.
- ¡Iros, leche, iros! no arriesguéis vuestras vidas ni la puta misión por mí – Juanito seguía acercándose clavando su vista en el suelo, estudiando el lugar donde posteriormente depositaría sus pies, avanzaba sin escuchar las palabras del Guardia Civil. Todos observamos.
- No muevas el pie. Deja que meta por un lado la bayoneta y toque a ver de que tipo es. Si no has reventado ya es por el peso, será antitanque o algo así. – Todos nos agachamos colocando las manos libres sobre la cabeza, Juanito se colocó en cuclillas junto a Anacleto e introdujo la punta de la bayoneta a cinco dedos del pie del camarada, la dirigió horizontal y un poco hacia abajo, rozó algo.
- Aquí está, noto algo que parece... Sí. Es…. ¡Una piedra! ¡Una puta piedra con punta, es una piedra cojones! ¡Serás miedica! ¿Conque los extremeños somos unos cagaos eh? – Y poniéndose en pie le dio una palmada a la espalda, Anacleto agachó la cabeza y murmuró:
- Parecía una mina, cura, parecía, yo la notaba igual.
- Claro, será por la de minas que has pisado en tu vida de guardia civil.
“Seguimos la marcha hacia el fin del campo de minas. De nuevo formábamos una fila de siete hombres que caminaban fijando su vista en el lugar donde el compañero de delante colocaba los pies para imitarlo.
- Aquí se acaba, ¡vamos camaradas! Ya ha pasado todo – Dije con una sonrisa que salía del fondo de mi corazón.
“Poco más de setenta kilómetros y alcanzaríamos Berlín. Ahora el camino debíamos hacerlo andando y evitando el encontrarnos tanto con americanos como con rusos... - Cillo se levantó y estirando la espalda dijo:
- Creo que debemos dejar la historia aquí. Es algo tarde y tengo la espalda hecha polvo. Queda lo más importante: la misión.
- Me parece bien don Vicente – De nuevo le hablaba de usted. Añadí: “Cuándo tiene la próxima guardia?
- Ah, pues... – pareció dudar y añadió - el viernes, sí, el viernes próximo.
- Perfecto, yo también. Seguiremos entonces ¿te parece Cillo? – Ahora me dirigía a él hablándole de tu. Esto era un despropósito que no lograba corregir. Don Ismael sonrió y no creo que fuera a causa de su lectura.
Pasé la noche levantándome cada diez minutos, no sé porqué aún intentaba dormir. Las urgencias habían aumentado de forma considerable desde que el hospital firmara el convenio con la Seguridad Social. A las cinco de la mañana decidí no volver al cuarto. Me senté en el banco del pasillo de urgencias, aquel solitario banco del pasillo donde el fresco te mantenía despierto. Estiré las piernas, cerré los ojos y recordé mis tiempos de facultad, mis amores de estudiante, mis líos amorosos en el hospital y sin pretenderlo recordé a María de las Mercedes, la innombrable. Había sido una experiencia traumática que arrastraba. Recordé el sufrimiento en silencio de mis padres al verme marchar de casa para compartir la vida con una mujer casada y con tres hijos. Había sido un error que ahora intentaba corregir. Recordé a mi padre, ojalá hubiera podido conocer a Elvira, le habría encantado. Una voz ronca me devolvió a la realidad:
- Trauma, a puertas, un accidente.
Me levanté rápidamente, algo aturdido por la falta de sueño, pero como un autómata entré en el box de traumatología. Allí, un hombre era trasladado de la camilla a la mesa de exploraciones. Me acerqué a la vez que escuchaba tras de mi la voz de Cillo:
- ¿Qué ha pasado?
- Parece que está chocado. – El box de traumatología se llenó de especialistas. Cilló palpaba las costillas del herido en tanto que un anestesista, empujando hacia atrás la cabeza del inconsciente, introducía el laringoscopio en su garganta intentando intubarlo. La auxiliar de clínica purgaba un suero, yo buscaba la safena en un rápido afán por canalizar una vena. En cuestión de segundos el box se transformó en un hervidero. Inconscientemente alcé la vista y contemplé la cara del herido, Carmen, una de las Auxiliares de puertas, había limpiado la sangre que hasta aquel momento la ocultaba.
- ¡Dios santo! Es el pelirrojo – Exclamé.
- Le conoces – Dijo Cillo volviendo su vista hacia mi.
- Si, era, era un amigo de la infancia, un conocido. Bueno, creo que es él. Lo juraría.... – Sentí un mareo, un pequeño mareo que desapareció en cuestión de segundos, no obstante lo cual las piernas parecían negarse a sostenerme en pie. Me excusé con la mano, incapaz de articular palabra alguna y salí del box seguido por la atenta mirada de Cillo. Por un momento las imágenes de la infancia se agolparon en mi mente. Una voz al fondo grito:
- ¡Una parada! Ha entrado en parada…
Recordé aquel año cuando contábamos algo menos de catorce, recordé el colegio de Cristo Rey. donde acudíamos el pelirrojo y yo. Los curas resultaban ser bastante rígidos y el pelirrojo no se encontraba precisamente dentro del grupo de los preferidos. “Plato de lentejas”, así le llamaba cariñosamente el padre Artemio, hombre enjuto, amargado, algo maricón y al que los chavales llamaban “picha brava”. Tal sobrenombre le venia impuesto por su costumbre de restregarse las partes nobles contra las esquinas de las mesas. Se plantaba allí, en el ángulo de la mesa, comenzaba la explicación sobre Política del Espíritu Nacional y comenzaban los restregones arriba y abajo. Contaba cosas interesantes, tales como el irrefutable hecho de que los rojos tenían rabo y cuernos, que no se les veía porque se cuidaban muy mucho de mantenerlos escondidos bajo las ropas, los cuernos bajo el sombrero (desde sus explicaciones los niños observaban con temor a cualquier hombre cubierto por tan noble prenda) y el rabo enroscado alrededor del cuerpo. También contaba como el General Franco había arrojado de la patria, ayudado por el arcángel San Gabriel, a todos los rojos masones que la prostituían.
En medio de sus peroratas, que crecían en fervor conforme avanzaban, siempre se escapaba el bofetón que recibía, inexcusablemente, el pelirrojo. ¡A callar! Decía don Artemio, y en la mayor parte de ocasiones Emilio, el pelirrojo, no había siquiera abierto la boca para decir cosa alguna. En verdad, el cura, golpeaba con la misma facilidad e injusticia al pelirrojo como lo hiciera de forma habitual su padre (el auténtico, el biológico). Cuando don Artemio golpeaba lo hacía con toda la mano abierta para recoger dentro de la palma el máximo de cara, estiraba el brazo para atrás, todo cuanto le permitía su estructura anatómica, y lo lanzaba con una increíble fuerza sobre la mejilla de la victima. El peli aguantaba estoicamente los golpes, quizás acostumbrado ya no los sentía, a veces comentaba: “mi padre pega mejor”.
En una ocasión el padre Artemio alzó la mano para golpear con saña al peli y éste se agachó de forma refleja, la mano del padre no encontró más que vacío, aire y su cuerpo rodó como bailarina de ballet, dió un trompo, dos, emitió un ligero gritito amariconado y cayó sobre los pupitres de la primera fila. Aquella actuación le costó a “plato de lentejas” dos tandas correctivas de jugosas bofetadas, una del padre Artemio por la deuda contraída, otra del padre biológico por su cobardía mostrada al eludir el castigo.
Recuerdo un final de curso. Una tarde llegó a el peli muy alterado a la clase de Política Nacional. Entró en el aula del primer piso, donde daba sus clases habitualmente el padre Artemio, se dirigió hacia la mesa ocupada por el cura y colocándose frente a él gritó a la vez que sacaba del bolsillo una pistola Luger P-08 de 9 milímetros: “¡A la ventana, a saltar por la ventana cabrón!”. El cura palideció (faltaba más), comenzó a temblar y a emitiendo grititos, inadecuados para su tamaño, y quedó inmóvil clavado en el suelo. “¡He dicho que vayas a la ventana!” Insistía Emilio a la vez que encañonaba al cura. Los alumnos permanecían atentos a los hechos. Nadie gritaba, estaban petrificados unos de miedo y otros de emoción. El peli iba a darle su merecido a “picha brava” pensaban. Don Artemio no se podía mover, él quería cumplir las ordenes pero su cuerpo se negaba a la vez que su rostro palidecía por momentos. Se notaban su esfuerzos por dirigirse hacia la ventana pero sus pies parecían pegados al lustroso suelo de la clase. Madre del perpetuo Socorro gritó y alguien, al fondo coreó “¡Dispara peli, jódelo! Emilio temblaba, el cura más. ¡Si no saltas por la ventana te vuelo los huevos, cabrón! Y encañonó las partes nobles del cura con movimientos horizontales de va y ven. Don Artemio consiguió despegar los pies de los ladrillos y se dirigió arrastrando su noble humanidad hacia la ventana. En el lugar donde permaneciera inmóvil, donde se sintió clavado al suelo, como un milagro, había brotado un pequeño charquito “¡Mirad, mirad, se ha “meao” bajo las sotanas”. Dijo una voz.
Don Artemio sacó una pierna por la ventana, luego la otra. Se aferraba al marco mientras sus pies descansaban sobre el alfeizar. Emilio apuntaba hacia su cabeza. ¡Elige: saltas o te mato...! El cura miró hacia abajo, era solo un piso, pensó encomendándose a su querido Arcángel San Gabriel a la vez que dudara de que le recibiera entre sus brazos. Cerró los ojos. Una voz, al fondo de la clase gritó. “¡He, tu, qué haces. Suelta inmediatamente esa pistola! Era el padre Estanislao, el Director, hombre de pocas palabras, recto y amante de los niños (aunque partidario de los correctivos físicos, fiel cumplidor del dicho: la letra con sangre entra.) Emilio se volvió sobresaltado hacia la puerta, la pistola se disparó y la bala atravesó la pizarra, a la vez que el padre Artemio se desmayaba y, como un ángel, brazos en cruz cual alas, caía precipitándose al vacío hasta ser frenado por la acera. (El Arcángel San Gabriel debía estar ocupado en otros menesteres en aquel momento y no pudo acudir en auxilio del cura). El resultado fue inevitable: once meses de hospitalización necesitó el padre Artemio para curar sus fracturas. Nunca volví a saber nada del peli, hasta aquel triste día.
Ahora, sentado allí en el banco del pasillo de puertas le veía en mi mente pasear por el balcón donde su padre le encerraba como castigo (tras darle la correspondiente y casi diaria paliza). Paseaba como un león enjaulado, se mojaba, sudaba o pasaba frío como ferviente vasallo cumplidor de las estaciones.
La verdad es que se intentó todo lo humanamente posible. Las guardias ahora ofrecían unas mejores garantías asistenciales gracias a sus mayores medios humanos y materiales. Ahora, incluso teníamos un aparato desfibrilador propio. No era una abundancia de medios pero tampoco se mantenía aquel tercermundismo del pasado próximo.
Observé aquel pasillo que tantas veces había recorrido. Los azulejos de las paredes habían desaparecido dando paso a una vulgar imitación a madera colocada hasta media altura y a una pintura verde que se alzaba hasta el techo. Ya no parece un cuarto de baño, pensé. La escayola había reducido la altura anterior de los techos, que ahora guardaban en su interior las conducciones de aire acondicionado, calefacción y cableado en general. El banco seguía allí. Las viejas camillas se agolpaban frente a mi, vacías a la espera de ser cargadas de desdichas. Observé alguna de las sábanas sobre las que aún quedaban las huellas del dolor. Todo en general era más moderno, más joven y más mecánico. Pero la muerte seguía visitándonos cada noche. No pude apartar mis pensamientos del pelirrojo, por mucho que lo intentaba su recuerdo volvía una y otra vez.
Abrí los ojos, sentía el frescor de la pared sobre mi espalda. Volví la vista hacia la puerta del box de trauma a mi derecha, un celador salió empujando una camilla, sobre ella el cuerpo sin vida de un hombre al que creí conocer un día. La sábana lo cubría en su totalidad. Les vi alejarse por el pasillo dirección a los montacamillas que les conduciría, a través del sótano, hasta el mortuorio.
Me levanté del banco de aquel pasillo tan frío, tan impersonal, me estiré colocando las manos abiertas sobre los riñones y volví los dormitorios.
- Un Practicante – Sonó una voz femenina a mis espaldas. Me volví con enorme resignación, allí frente a mi la auxiliar de pediatría sonreía.
- Ah, eres tú, creí..
- ¿Parece que no te alegra mucho verme – Dijo la mujer con auténtica decepción ante mi poca afectividad. Encontré intempestiva la visita, algo que, en otro momento de mi vida, hubiera resultado impensable.
La vida para mí tenía otro sentido. Algo maravilloso había sucedido.
- La verdad es que llevo una noche de perros, son las ... bueno yo que sé. Me voy a tumbar un poco, perdona – Besé su mejilla y me volví hacia la puerta de los dormitorios. Ella quedó allí, sorprendida, sin entender mi actitud, sin comprender lo que me sucedía.