XI

 

La misión.

 

 

1.975.

A la mañana siguiente mi cuerpo se negó a caminar. Me arrastré hasta el bar y desayuné en la barra. Había gente a mi alrededor, mucha gente pero no la veía. Respiré profundamente y un sinfín de olores me invadieron: una mezcla de comida, café, colonia, medicinas y sudor. Volví el rostro a mi derecha, una mujer gruesa, de luto, brazo alzado llamaba al camarero liberando el olor de sus axilas. Mantuve la respiración y tomé un trago de café. Quedé cogido a la taza, dormitando. Una voz femenina me trajo de nuevo a la realidad:

- Hola – Añadió muy bajito, cerca de mi oído: mi amor. – Me volví totalmente despierto, con una nueva sensación de vida recorriendo mi ser.

- Hola, Elvira. – Hice un esfuerzo por no abrazarla. Nuestras miradas se encontraron, en ellas se reflejaba el más profundo amor.

- ¿Cuando nos vemos? Yo salgo ahora – Dije frotándome los ojos.

- Yo entro – Dijo Elvira encogiendo los hombros. La miré deseando apretarla contra mi pecho. ¡Dios qué delicadeza, qué sonrisa de bondad, qué paz sentía a su lado!

- ¿Puedes más tarde? – Pregunté.

- Sí, a las siete aquí, en la puerta de atrás.

- Perdona mi actitud de ayer, luego te cuento.

- No te preocupes- sonrió.

 

A la hora acordada apareció cruzando la verja trasera del hospital. La esperaba con el coche aparcado frente a la puerta. Fumaba ininterrumpidamente. Abrí la portezuela desde dentro y ella ocupó el asiento del copiloto. Acudimos al piso y durante las dos horas siguientes volvimos a ser felices. Nuestros cuerpos de nuevo se fundieron en uno.

Quince minutos antes de la diez, estábamos sentados en una cafetería del centro, en una especie de reservado, ocultos de las miradas impertinentes. Un viejo camarero con pocas ganas de atender a los clientes y con suficiente edad como para estar con las piernas en alto y descargar aquellas venas que hinchaban sus pies en un afán por salirse de los zapatos, se nos acercó y escuetamente preguntó:

- ¿Toman algo?

- Café – Pedí.

- Yo una Pepsi. – En silencio el hombre volvió tras sus pasos. La cafetería estaba desierta y la música que normalmente se escuchaba, el hilo musical, permanecía mudo. Las pocas personas que frecuentaban el local a aquellas horas de la noche hablaban en voz baja.

- Elvira

- ¿Qué?, mi amor.

- Quiero,  necesito que estemos siempre juntos.

- Yo también pero, no sé cómo.

- Mira, no me importa dejarlo todo, lo juro. Si quieres nos fugamos al estilo de nuestros abuelos.

- Estás loco. Hablaré con mis padres, y luego hablaré con Pedro mi novio. – Abrí los ojos profundamente sorprendido.

- ¿De verdad? ¿Quieres que te acompañe, quieres que hable yo? - Dije

- ¡No, no, ni loco! – Fue una exclamación de horror que me impactó. Elvira continuó:

- El viernes es el día que mi hermano viene a cenar a casa, entonces lo diré. Mi hermano sabe lo nuestro, me adora. A él nunca le ha gustado Pedro, dice que es un histérico celoso, el nos ayudará con mi padre – Sentí una alegría inmensa. Ella añadió:

- Y tú ¿como vas con tu mujer?

- Sin problemas. Me fui de casa con lo puesto y me persigue con el chantaje de nuestro hijo, lo está indisponiendo contra mi ¿sabes? No la soporto. Todo en ella ha sido una pura mentira, su  liberalismo, sus ideas contrarias al matrimonio, sus sentimientos progresistas, todo falso. Una patraña. Eso es lo que peor me sabe, la mujer que yo conocí, aquella persona generosa de altos ideales era un espejismo. Ahora se ha buscado un abogado para “sacarme” todo lo que pueda.. Dice, que va a quitarme  hasta el último céntimo, como si ella no supiera mi estado ruinoso. Está loca de rabia, de celos.

- Lo peor es tu hijo. Él lo sufre todo, pero un día comprenderá y acudirá a ti, ya lo verás.

- Ojalá, lo deseo con toda mi alma pero lo dudo, ya se preocupará ella de que eso no suceda – Moví la cabeza en un gesto negativo. Conocía perfectamente el carácter de María de las Mercedes. Su objetivo ahora no era otro que poner en mi contra a todos a todos los que la rodeaban, se sentía despreciada y aquello le resultaba intolerable. El dialogo razonable y razonado nunca volvería a existir entre nosotros dos.

Dos borrachos entraron en aquel momento en la cafetería, cantaban aquello de el vino que tiene Asunción ni es blanco ni es tinto ni tiene color”. El camarero de los pies hinchados salió a su encuentro arrastrando los pies seguido por otro más joven que en dos pasos lo adelantó situándose a la cabeza.

- Por favor, señores, salgan del local. Aquí no se puede cantar. – Dijo el camarero joven.

- ¿Porqué? Bueno una copita más y nos vamos. – Dijo uno de los borrachos apoyándose en el otro que si en solitario ya le costaba mantenerse erguido ahora hacía verdaderos malabarismos para mantenerse en el desequilibrio que el otro cuerpo le producía, resultaba increíble que pudieran mantener sus cuerpos en estado vertical.

- Imposible, ya hemos cerrado el bar. Les ruego que se vayan o me veré obligado a llamar a la policía.

- ¡Y una  leche! – Gritó uno de ellos lanzando un puñetazo que golpeó el vacío haciéndole  perder el equilibrio. El camarero gordo, el de los pies hinchados, ya había llegado hasta el lugar, no dijo nada. Tomo por detrás de la chaqueta, por el cuello, a uno de los borrachos, lo alzó unos centímetros del suelo y lo sacó a rastras del local. El otro camarero le observaba atónito, con expresión de auténtica incredulidad. Tras arrojar sobre la acera al primer borracho, el hombre de los pies hinchados, volvió sobre sus pasos y agarrando también por las solapas al otro, hizo lo propio. Todos nos quedamos sorprendidos. El camarero respiró profundamente un par de veces y volvió hacia el fondo de la barra, al espacio reservado para camareros.

Elvira y yo sonreíamos.

Nos besamos suavemente, en un beso puro, pleno de ternura.

 

A las diez la vi alejarse con paso apresurado. Mi alma partía con ella. Permanecí en pie junto al amplio ventanal de la cafetería hasta que su figura se perdió tras los coches aparcados al final de la calle. Salí del bar, introduje las manos en los bolsillos y comencé a caminar. Una música estridente salía del balcón de un primer piso Impresentables, pensé. Comenzaba a chispear.

 

Estaba solo, solo en aquel piso destartalado que un amigo me dejara tras mi separación y que utilizaba junto a Elvira como rincón de amor, como bunker contra miradas indiscretas. Me senté en el viejo sofá y pasé la vista por la sala, una mesa de estilo castellano, unas sillas, una nevera pequeña que runruneaba al fondo, quejándose por los años de trabajo inagotable, una pequeña mesa sobre la que descansaba un televisor portátil. Lo único que pude salvar de mi unión con María de las Mercedes, logro que se debió a que, por un lado, en un momento de mala leche decidí llevarme algo y junto a ello que el televisor había pertenecido a mi madre, lo que me permitió poner la excusa de su devolución. Sobre un mueble aparador colgaba un horrible cuadro imitación a un Constable, con un barco remolcado y cirros en el cielo. Tomé el mando a distancia que descansaba sobre el asiento del sofá y  pulse On. Fielmente la tele respondió vomitando miserias. Busqué alguna película y me detuve en la dos. En ese momento comenzaba “El halcón maltés”de Bogart. Me gusta el cine negro americano, pensé a la vez que me recostaba sobre el sofá, a lo largo, descansando la cabeza sobre el incomodo brazo de madera pobremente tapizado.

 

Como buscado a propósito en el intermedió sonó el teléfono. Observé el reloj, las once:

- Dime – Contesté.

- Soy yo –Era la voz de María de las Mercedes. Se avecinaba tormenta. Sentí como el corazón se me aceleraba a la vez que la sangre inundaba mi cuello.

- ¿Cómo tienes este teléfono, quien te lo ha dado? – Me limité a decir.

- Yo consigo siempre lo que me propongo.

- No siempre, María. Por ejemplo, esta vez no vas a conseguir nada.

- Ya lo veremos, ya veremos quien gana al final. Volverás a mi cuando se te pase el enamoramiento y entonces te mandaré a...

- No volveré nunca – La interrumpí.

- Sí lo harás. Ahora estás encandilado con esa monina peludita que te dice lo maravilloso que eres y tu te lo crees. Siempre te ha gustado que te regalen los oídos, que te halaguen...

- Aparte de para joderme me llamas con algún otro propósito.

- No, sólo para decirte que tu hijo te necesita pero que él sabe que para ti es lo último en tu vida.

- Supongo que dices eso porque el niño está a tu lado y te oye, así me jodes más ¿no?.

- Tu quédate con la puta esa y... – Colgué el teléfono y debo confesar que en aquel momento desee verla muerta. Nunca había deseado la muerte de un semejante y ahora mi odio hacia aquella mujer era tal que deseaba su muerte y a la vez mi odio se acrecentaba más hacia ella por haber despertado tan ruin deseo.

 

Aquella mujer comenzaba a transformarse en una pesadilla interminable de la que no podía despertar.

 

*   *   *

 

Eran las nueve y cinco de la mañana del viernes cuando entré en la salita de puerta de urgencias. Allí, sentado en un sofá, Cillo leía el periódico, levantó los ojos y me saludó alzando la mano al estilo falangista, se rió ante la expresión del resto de personal que ocupaba la estancia. No le importaba en lo más mínimo la opinión que de él pudiera tener el resto de compañeros:” no vivo de opiniones” decía.

- ¿Le apetece un café, Cillo? – Se rió, lo de cafecillo había sonado como una sola palabra, era el problema de su apellido, cuando se pronunciabas seguido de determinadas palabras, de muchas en realidad,  resultaba siempre un diminutivo.

- No, no quiero un cafecillo, gracias - Dijo

- Pues voy a tomar uno cargadito a ver si consigo despertarme, he pasado una noche...

- De puro vicio ¿no?

- De pura María – Dije,  Cillo frunció el ceño, yo añadí

- María, María la innombrable, mi ex – Aclaré. El dió varias cabezadas. Me disponía a salir cuando entró en la estancia don Ismael, dijo: ¿alguien viene a tomar un cafelito?

- A eso iba yo – Dije.

- Gracias, curita, ya he tomado uno. – Dijo Cillo.

Salimos de la sala de médicos camino del bar.

-  ¿Algo nuevo? -   preguntó el cura mientras caminábamos uno junto al otro.

- Nada realmente importante, lo de siempre.

- No te veo cara de felicidad, precisamente.

- Bueno, la verdad es que estoy algo harto de la situación con mi exmujer.

- Paciencia, muchacho, paciencia. El matrimonio es algo sagrado que pide grandes dosis de paciencia . Aunque, ¿ lo tuyo fue un matrimonio civil, no?

- Sí, civil, un matrimonio que terminó el mismo día de su boda. Fue pura farsa, cuestión de conveniencia.

- Ya sabes que para la iglesias no estás casado y que durante el tiempo de convivencia con esa mujer estabais en pecado... – Sonrió y detecté una expresión algo cínica. Hablaba como impulsado por la sotana, como si hablara el hábito no el hombre. Pura obligación, pensé.

- Ni usted se cree lo que está diciendo, don Ismael – Dije inconscientemente, como pensando en voz alta. El cura se encogió de hombros.

 

Junto al bar, el hombre de los iguales agitaba al aire una tira de números, a sus pies, el perro de raza desconocida dormitaba tumbado sobre su costado. Don Ismael señaló un hueco en la barra, junto al lugar destinado para camareros, allí nos situamos. Pidió dos cafés fuertes sin consultar mi opinión, quizás adivinando en mi mirada la necesidad de un estimulante.  En mi mente aún perduraban las discusiones mantenidas a altas horas de la noche con la innombrable. Insultos, recriminaciones, amenazas y una y otra vez aquel yo siempre consigo lo que quiero, lo vas a pagar. Don Ismael dijo algo que no entendí. En mi cabeza de nuevo se repetían las  palabras de María de las Mercedes: yo siempre consigo lo que quiero....

- Perdone, ¿cómo ha dicho, don Ismael?, estaba distraído.

- Nada, nada importante. Decía que esta noche estaremos solos los tres en el comedor. En la tele hacen fútbol y ya sabes... la cultura del país..

- Por mi encantado, más vale solos...

Hablábamos y yo observaba el ir y venir de las gentes en el bar. Ninguno de ellos llamaba mi atención, volví la vista hacia la puerta y sentí un sobresalto y la expresión de mi rostro cambio plena de alegría. Elvira caminaba hacia nosotros. Nos miramos en silencio y su cuerpo rozó mi cuerpo. Se situó junto a nosotros, a mi derecha, mi mano buscó la suya bajo el mostrador y así, a hurtadillas, nuestros dedos se entrelazaron. No escuché nada de lo que decía don Ismael.

- Estás dormido. ¿nos vamos? – Dijo el cura a la vez que golpeaba tímidamente sobre mi hombro.

- ¿Eh, cómo..? Perdone, don Ismael, estaba como ausente. Si, vamos – Apreté la mano de Elvira y nuestros dedos se soltaron. Salimos al hall, desde allí, a la derecha caminamos por el pasillo dirección a los boxes de urgencias. La gente acudía a sus puestos de trabajo apresuradamente, como intentando recuperar el tiempo perdido en el bar, en aquel primer café de la mañana. No habríamos caminado más de diez pasos cuando se cruzó con nosotros el doctor Molina, sonreía:

- ¿Hace un café? - Preguntó

- No, gracias Molina – Dijo el cura.

- Yo sí, lo acepto, sigo dormido – Dije bruscamente, pensando en la posibilidad de volver a encontrarme con Elvira. De nuevo volvía a entrar en el bar. Mi vista recorrió el recinto, volando sobre la gente, Elvira ya no estaba. Cerré los ojos y respiré profundamente, ahora debía tomar otro café y mi estómago ardía por el anterior.

 

El doctor Molina era famoso por sus bromas. Sus guardias nunca eran monótonas. Se le podía ver vestido de cura o con pantalón corto, todo dependía del momento o las circunstancias. Que quede claro su alto nivel profesional y su perfecto control de la guardia, única en la que los enfermos no se desesperaban en esperas interminables. Una de sus actuaciones célebres, quizás la que le diera mayor fama, fue “la  aventura del jamón”. Ocurrió así: en una guardia de verano tranquila y calurosa, hacia mitad de la tarde se presentó en urgencias una pareja, matrimonio debían ser, sus rostros presentaban un sarpullido mínimo, llevaban envuelto en papel de periódico un jamón. Pasaron al box de medicina general conducidos por un celador, el hombre sujetaba entre sus brazos el jamón, como si de un niño se tratara.

- Ustedes dirán. - Dijo el doctor Medina al verlos.

- Verá doctor, nos han aparecido todas estas manchas – La mujer hablaba señalándose brazos y cara, el hombre permanecía en silencio abrazado al jamón. Prosiguió su relato – Nos pica todo  y tememos que sea una infección de algún alimento. Han salido de golpe todas las manchas. Mi marido tiene menos – Lo dijo como una recriminación, como si el hombre tuviera parte de culpa en el sarpullido.

- ¿Qué han comido últimamente? – Preguntó Medina.

- Pues al mediodía hemos comido unas sardinas,  un poco de atún y un poco de eso – Señaló el paquete que contenía el jamón, el hombre lo alzó.

- ¿Eso?

- Sí, jamón, un jamón que nos han regalado, un pata negra... – se encogió de hombros - y, la verdad, que tenía un sabor raro.. – El rostro de Molina se iluminó.

- Vamos a ver, traiga aquí ese paquete. Déjelo sobre la camilla. A ver.. Esos puntitos blancos, no me gustan, la verdad. Miren, para mayor seguridad, vamos a hacer lo siguiente: tómense de estas pastillas – Tomó un frasco de la vitrina que entregó a la pareja y añadió – una cada ocho horas. Y yo voy a ordenar que analicen el jamón. Ustedes, mañana hacia las ocho, vuelvan y ya les contaré los resultados.

- Si señor, gracias – La pareja salió del box de medicina general, sobre la camilla el jamón descansaba, junto a él el doctor Medina sonreía.

El jamón, un Jabugo pata negra, sirvió para la cena de la guardia, no quedó prácticamente nada. A la mañana siguiente, los pacientes del sarpullido fueron atendidos por  el doctor Molina quien les  explicó que, gracias a Dios, el jamón no padecía enfermedad contagiosa alguna, que podían estar tranquilos. Eso sí el Jabugo había sido incinerado tras las pruebas, cuestiones de sanidad obligaban a ello.  Los pacientes comprendieron, y tras agradecer las molestias, marcharon sumamente agradecidos.

Entré en la cafetería junto al doctor Molina. Nos situamos al principio de la barra, junto a la puerta de acceso al otro  lado del mostrador. En esa parte de la barra se encontraba expuesta la bollería, resguardada de intempestivos ataques bacterianos por una vitrina-mostrador. Un par de camareros pasaron y el doctor Molina tuvo que dar a su vez varios pasos tras la barra para permitirles el paso, una vez allí, junto a la vitrina se sirvió una ensaimada que dejó en un plato sobre la barra; me preguntó si quería tomar algo de bollería y le respondí que no. Ambos aún vestíamos ropas de calle, él con su pantalón azul marino y su camisa blanca parecía uno de tantos camareros. Una señora, gruesa de mediana edad, vestida completamente de negro, monedero en mano llegó junto al mostrador. Observó la bollería y dijo mirando al doctor Molina:

- Señor, por favor ¿me pone un croissant? 

- Faltaba más – El médico tomó las pinzas de repostería, pescó con ellas un croissant y depositándolo sobre un papel de envolver se lo ofreció a la mujer. Añadiendo: 

- ¿Algo más?

- Pues sí un café con leche para llevar, es para mi marido ¿sabe? lo tengo ingresado en urología, la próstata.

- Enseguida señora: ¡marchando uno con leche para llevar!. – El camarero encargado de la máquina de café, al momento le extendió el vaso de plástico que contenía el café con leche.

- Aquí lo tiene señora – Dijo Molina.

- ¿Cuánto le debo?

- ¿ Tiene usted cartilla del seguro, de la Seguridad Social, señora? – Preguntó Molina, la mujer sorprendida por la pregunta respondió:

- Claro que sí... – Comenzó a hurgar en el pequeño monedero a la búsqueda de la mencionada cartilla de la seguridad social.

- Pues entonces no debe nada, señora. Esto corre por cuenta de la Seguridad Social – Dicho esto salió de detrás la barra haciéndome un guiño, yo le seguí fuera del bar. A nuestras espaldas escuchamos las voces de un camarero gritando: “Señora que son noventa pesetas” la mujer indignada respondió: “Tengo seguro y no pago nada, que se han creído que soy una ignorante y  no conozco mis derechos...

 

La guardia transcurrió sin grandes incidencias. Tuve tiempo de unas páginas del Ulises de J. Joyce, lo abandoné rendido ante mi ignorancia y dediqué el tiempo libre a reposar sobre el sillón, el sueño me vencía.

 

A las nueve treinta, el comedor presentaba un aspecto desolador, como de total abandono. Tan sólo una mesa aparecía ocupada, la nuestra, nosotros tres, el resto vacío, todo el personal, “la cultura del país” como decía don Ismael permanecía en la salita de médicos frente a la caja boba, “culturizándose” ante el espectáculo formado por once señores en pantalón corto persiguiendo una pelota frente a otros once.

 

Sirvieron el primer plato y junto a él depositaron sobre la mesa agua sin gas, zumo de naranja química, y vino peleón. El primer plato consistía en una especie de fideos caldosos con patata deshecha y unos tropezones de sabor indefinido. La conversación inicialmente derivó hacia mis problemas personales, problemas con la innombrable que tan sólo ellos conocían de forma directa. El cura me ofreció sus consejos con claridad meridiana y con visión amplia. Cillo tan solo dijo olvídala. Terminando el segundo plato, ternera correosa, fina como papel, sosa y adobada para nuestro castigo de una salsa blanquecina, Cilló reanudó el esperado relato:

- Ni tan siquiera puedes imaginarte la diferencia de valores que produce una guerra, las cosas que olvidas y a las que ya no concedes importancia. Por ejemplo, no importa la hora, nadie te espera, el aseo personal desaparece como objetivo diario, comes cualquier cosa y cuando puedes, no existe hora de sueño y ni tan siquiera las cosas mantienen sus formas, las calles cambian en cuestión de minutos, los edificios desaparecen, los amigos mueren.

A veces, acurrucados, contábamos anécdotas de nuestra vida pasada. Recordábamos. Anacleto contó su huida por entre los árboles de El Saler, nos contó cómo escuchaba las balas silbar a su alrededor. Cómo corría enloquecido, sorteando pinos, saltando con la cabeza gacha, cuando sintió un picotazo sobre la pierna derecha, algo le había atravesado, sin embargo no le detuvo en su carrera. Llegó junto a la arena y la luz de la luna le mostró la rama que le atravesaba los gemelos, la arrancó y se lanzó contra el agua. Las olas le impedían adentrarse en el mar con la rapidez deseada y los rojos ya se encontraban en la arena disparando. Las balas se zambullían junto a él. Nadó bordeando la playa hasta el puerto de Valencia. Allí robó una bicicleta y con ella salió de la ciudad camino de la zona nacional.

“Cuando alguno contaba sus historias, el resto permanecía en silencio. Existía un verdadero interés por conocer el pasado de cada uno y el escuchar las historias de las épocas civiles nos acercaba a casa, a los nuestros. Fíjate – puntualizó - Quien nunca contó nada fue Tomás, uno de los nuevos, de los que se nos unieron en Remagen. Era serio y taciturno. Escuchaba con atención cuando alguno de nosotros hablábamos pero él nunca contó nada. Era un tipo grandote, imponía respeto pero en el fondo parecía más pachón que lobo.

“Algunas historias no resultaban tan interesantes, por ejemplo la de Paco, el polilla. Antes de la guerra era zapatero y contaba que en Valladolid era uno de los mejores, que le buscaban de las casas de los señoritos para sus remiendos. Hablaba de su María, su mujer, y de los tres niños, lo grandes que estarían cuando volviera. Recordaba la malito que había estado el mayor nada más nacer tuvo el grup decía y casi se nos muere. Y entonces las lágrimas asomaban en sus ojos. Era un tipo delgado y alto, menos que Anacleto, pero alto. Ah, por cierto: lo de “el polilla” le venía porque siempre llevaba algún agujero en la ropa. Volvió a centrarse en su relato y añadió:

- Si recuerdas habíamos salido de un campo de minas limpiado a medias y nos dirigíamos hacia Berlín - Asentí con la cabeza a la vez que intenté masticar aquella correa que nos habían puesto sobre el plato y a la que el camarero habían llamado ternera. Cillo continuó:

- Setenta kilómetros nos separaban de una misión que ninguno conocía, que permanecía encerrada allí, dentro del sobre con el cuño de Hitler y que debíamos entregar en mano a Martín Bormann.

“El general Eisenhower había decidido detener el avance hacia Berlín y ello debido a la sobrecarga de la intendencia que debía dar cobertura a más de cuatro millones y medio de soldados, y si piensas que los transportes se efectuaban mediante de camiones, puedes imaginarte. Solo quedaba un puente ferroviario sobre el Rhin. Al contrario que los americanos, los rusos no estaban dispuestos a abandonar Berlín como objetivo prioritario, querían ser los primeros en entrar en la ciudad.

“Una vez fuera del campo de minas descubrimos que habíamos bordeado el Elba siguiéndolo en paralelo, todo por evitar las defensas anticarros – que son una especie de bloques piramidales de cemento construidos suficientemente juntos como para evitar ser sorteados por los carros - seguíamos a su par. No habríamos caminado más de doscientos metros cuando, como por acto reflejo, todos los hombres nos arrojamos al suelo: el inconfundible teclear de metralletas llegaba hasta nuestros oídos. Permanecimos en silencio y escuchamos gritos de mujeres, de niños y de nuevo el sonido de los disparos. Ordené a los hombres que permanecieran pegados al suelo y haciéndole una seña a Anacleto le indiqué qu. me siguiera hasta lo alto del pequeño promontorio tras el cual se habían producido los disparos. Arrastrando nuestros cuerpos por el impulso de los codos, sosteniendo entre ambas manos las armas, llegamos hasta lo alto. Me quité el casco y asomé la cabeza. Abajo, junto al río una caravana de cadáveres de hombres mujeres y niños tirados en el suelo, junto a ellos carros volcados con animales agonizando. Una mujer había quedado acurrucada sobre una criatura, como protegiendo con su cuerpo el del bebe, en un escudo inservible e inútil. Se escuchó el gemido de un niño. De pie, junto a los cadáveres, humeantes las armas, un grupo de rusos reía a la vez que registraba entre las pertenencias de los campesinos. De nuevo se escuchó el llanto del bebe. El ruso que parecía llevar el mando se volvió hacia el cadáver encorvado de la mujer, debajo de ella un niño lloraba amargamente. El soldado sostenía un subfusil PS de 9 milímetros, con cargador de tambor, asiendo culata y gatillo con su mano derecha, lo alzó y fríamente, sin inmutarse barrió con una ráfaga el cuerpo sin vida de la mujer, atravesándolo. El llanto del niño se apagó. ¡Hijo de puta, cochino bolchevique! Dijo Anacleto entre dientes con auténtica ira. Sentí que de un momento a otro iba a levantarse y arremeter contra aquellos soldados. Coloqué mi mano sobre su hombro empujándole contra el suelo y le impedí  levantarse. Al otro lado del Elba un americano se disponía a cruzar el río. Aquello iba a ser uno de los primeros encuentros ruso-americanos.

A rastras, como habíamos llegado, volvimos sobre nuestros pasos. La expresión del guardia civil denotaba un claro odio.

- Debimos haberlos matado a todos, matasanos. No sé por qué me frenaste.. yo solo habría podido.

- Era una locura. Nos superaban en número y al otro lado del río se encuentran los americanos, y a saber cuantos. Tenemos una misión que cumplir, ¿recuerdas?.

“Nos agrupamos junto al resto de hombres, explicamos lo sucedido y comenzamos a alejarnos del lugar camino de Berlín.

Eran las cuatro de la madrugada del 16 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco. Las bengalas iluminaron el cielo de tinta roja, todo en derredor pasó de las sombras a la luz en fracciones de segundos. El Oder se iluminó por los casi ciento cincuenta proyectores, atendidos por mujeres rusas que arrojaban su luz junto a la de los potentes faros de los tanques que al unísonos vinieron a encenderse. Las líneas alemanas cobraron vida,  se iluminaron. De inmediato, como respuesta a un interruptor inexistente, la noche cambió de color, ahora las bengalas teñían los cielos de verde y aquello era la señal: comenzaba el mayor ataque jamás sufrido en el frente oriental. Diez mil cañones comenzaron a asolar el lugar. Los árboles del bosque desaparecieron bajo el fuego ruso, la temperatura se elevó hasta cotas inimaginables, el calor provocó un viento inmenso que rugía por doquier creando un ciclón destructor, los pueblos se hundían bajo sus propios cimientos y durante más de media hora el suelo se abrió como atacado pon un terrible terremoto. Los hombres ensordecieron.

Todo obedecía  a un plan preconcebido. El general Zhukov bajo ordenes directas de Stalin debía crear miedo, desconcierto y ceguera sobre el ejercito alemán para así, aprovechando el caos lanzar a la infantería rusa, un total de setecientos mil hombres sobre Berlín, a ochenta kilómetros del río Oder. 

Al amanecer, cinco ejércitos de combate y dos de tanques debían aplastar las defensas alemanas. Algo falló en los planes de Stalin. No calculó en su justa medida el valor estratégico del general Henrici quien había previsto el masivo ataque y  junto con sus tropas se habían retirado a la segunda línea durante la noche, con ello los proyectores cayeron sobre posiciones vacías, iluminando simplemente el camino a las tropas. Aquella operación pensada por Stalin e inspirada en las trompetas de Jericó no alcanzó el existo esperado, al menos en su primer momento.

Indiscutiblemente, resultaba imposible frenar el salvaje avance de los rusos. Su penetración  en la zona fue inevitable. Los sóviets empleaban los tanques T34 que venían fabricándose desde principios de la guerra y sobre los que se habían practicado toda suerte de modificaciones, modificaciones no obstante que venían a producir un giro indiscutible sobre las tácticas de ataque. Se había ampliado el alcance de sus proyectiles a través de un cañón de 85 milímetros. El T34 actual venía con la torreta modificada y con un mayor blindaje. Desde el cuarenta y tres, los pesados carros necesitaban el constante apoyo de la infantería para destruir la cada vez más mortífera artillería antitanque.

Allí, aquella noche, en las colinas arenosas del oeste de Küstrin, en las colinas de Seelow, estábamos nosotros junto a la carretera principal a Berlín. Íbamos a vivir la batalla en su totalidad. Los tanques avanzaban por la llanura de árboles destruidos, por el árido campo, sobre ellos se amontonaban las tropas, las luces imprimían un aspecto desolador al terreno. La infantería avanzaba con ansias de ataque, de venganza. Los bolcheviques nos odiaban, ¿sabes?. Eran soldados experimentados que venían de batallas sangrientas como la de Estalingrado, Moscú o Leningrado, allí habían visto caer a sus camaradas y ahora deseaban venganza.

“En ocasiones resulta extraño comprobar como de entre las mayores atrocidades sales “tocado”, o te impresiona un detalle que, junto al cataclismo que te rodea pudiera considerarse una nimiedad. Me explico – aclaró Cillo – Cuando estábamos tumbados sobre los bajos montículos, viendo avanzar los carros y la infantería, escuchamos ladridos de perros, yo volví la vista atrás. A pocos metros unos alemanes cargaban con mochilas a un grupo de perros pastores, les colocaban dos, una a cada lado del pecho, unidas por cintas. Abultaban bastante. Los perros movían el rabo en una clara demostración de amor hacia sus entrenadores, gemían nerviosos por el juego que instintivamente sabían se avecinaba. Los soldados acariciaban sus cabezas a la espera de que todos, aproximadamente quince, estuvieran preparados “para el juego”. Un sargento dio la orden y los perros, todos al unísono, salieron corriendo hacia el campo de batalla. Las luces de los carros recortaban sus siluetas en la noche y ellos corrían sin mostrar el más mínimo temor hacia el estruendo. Eran perros valientes, entrenados a no sentir temor por el sonido de las balas. El juego era sorprendente, cruel, y el adiestramiento de los animales lo había sido más. Corrían saltando los retorcidos troncos que encontraban a su paso, pasaban junto a los bolcheviques que los miraban extrañados sin llegar a comprender. Los pastores buscaban tanques, no personas. Corrían hasta localizar un carro blindado y una vez frente a él se colaban bajo su mole de acero desplomándose sobre un costado. De inmediato sonaba una explosión y el carro ardía totalmente inutilizado. Las mochilas cargadas con potentes explosivos reventaban al contacto con el suelo: un perro un tanque. Los rusos comprendieron el sistema de ataque y centraros sus disparos en los pobres perros que saltaban de un lado a otro. Parecía como si hubieran sido entrenados, también, para esquivar balas. La verdad era que su adiestramiento había consistido en enseñar a los animales a localizar carros blindados, correr en zigzag hacia ellos y tumbarse de lado bajo su panza, luego vendría el premio, la golosina que ahora no iban a obtener.

Estábamos fortificados tras las colinas arenosas de medio metro de altura. El avance parecía imparable y efectivamente su incursión lo fue pero, desde las colinas el fuego de cañones hizo que el ímpetu ruso quedara frenado. Los hombres caían uno tras otros, los tanques los arrollaban, los cañones destruían carros y las oleadas de rusos parecían interminables. Parecía como si cada vez que se alcanzaba uno salieran dos a ocupar su lugar. Los rusos empleaban las técnicas tradicionales de ataque, las clásicas, oleadas de hombres y máquinas, sin preocuparse de las bajas. Los hombres eran arrojados bajo el fuego alemán sin miramiento alguno y caían como moscas. Anacleto maldecía su ardor de estomago, el de aquel día era el más fuerte de los que había sentido en su toda su vida.

Todo el grupo de españoles utilizábamos ametralladoras, más o menos ligeras pero automáticas, en grupos de dos: uno disparaba y otro servía munición. Formábamos una piña. La tierra había ardido hasta tal extremo que el calor resultaba asfixiante y nosotros lo aprovechamos para mostrar nuestras camisas azules (los alemanes nos miraban como si estuviéramos locos), botones desabrochados, mangas arremangadas hasta mitad del brazo.

Recuerdo que junto a nosotros, sobre el pequeño promontorio se habían colocado los únicos dos Tigres que disponía el ejercito alemán en aquel lugar. Uno era la versión clásica, el otro un Mark IV, Tigre a fin de cuentas. Los rusos se equivocaban con ellos, siempre lo hacían. Nunca llegaron a creer que aquellos carros eran invencibles y lo cierto es que estaba muy próximo a serlo. Los pesados tanques soviéticos volaban literalmente cuando eran alcanzados por los Tigres que con su cañón de 88 milímetros podía arrasar todo lo que se encontrara a su paso. Durante los primeros momentos, los Tigres hicieron añicos a los carros rusos, pero solo teníamos dos. Entre la niebla y el humo, un carro soviético había logrado llegar hasta unos trescientos metros de nuestra posición. Antes de que los Tigre reaccionaran  lanzó un obús que fue a empotrarse entre la torreta y el casco, en el hueco. El carro alemán se abrió. Rápidamente la torre del otro Tigre enfiló al tanque ruso que disparaba de nuevo otro proyectil esta vez sin suerte, golpeando sobre el potente blindado del carro alemán que ni tan siquiera emitió un lamento. El Tigre disparó su obús y arrancó la oruga derecha abriendo un boquete en el casco del tanque ruso. Comenzó a arder y de su barriga salieron huyendo, por el boquete, como conejos, tres soldados rusos. Una de nuestras ametralladoras frenó su carrera, quedaron tendidos sobre el suelo quemado.

Resultaba imposible mantener a los rusos por mucho tiempo, nuestra inferioridad numérica y de medios nos iba a pasar factura tarde o temprano. Agazapados allí, sobre la colina, veíamos caer a los rusos y conseguimos, en un primer momento, frenar su ataque – la situación se mantuvo hasta la noche del diecisiete de abril – aclaró Cillo.

La noche del diecisiete, ante la inminente pérdida de la posición los miembros de la legión azul, aunque ahora miembros de las SS, - nunca dejamos de sentirnos falangistas de la legión Azul – Aclaró Cillo - tomamos rumbo a Berlín. El veintiuno estábamos a las puertas de la ciudad, tras haber sorteado infinidad de obstáculos y habiendo guardado el máximo de precauciones. En cualquier momento podíamos ser atacados por los aliados, pensábamos. Los rusos habían comenzado el ataque por el norte del frente de Oder. La ciudad comenzaba a estar sitiada, era el final. Ante nosotros se alzaba una ciudad fantasma, una pura ruina defendida palmo a palmo por soldados alemanes que se hacían fuertes en cualquier promontorio, sótano o casa derruida. Nos encontramos con soldados de cincuenta años junto a niños de catorce luchando codo con codo. Nosotros conseguimos llegar al centro de Berlín, próximo al refugio de Hitler, gracias a los túneles del tren subterráneo y no fuimos los únicos españoles que lo utilizaron para llegar a  la ciudad, la unidad Ezquerra llevó a sus hombres hasta los sótanos del Ministerio del Aire y combatió en diversos puntos estratégicos. Nosotros hubiéramos deseado unirnos a ellos pero no podíamos, teníamos una misión de vital importancia o al menos eso creíamos en aquel momento.

El Teniente Ocaña, del que te hable una noche, cayó prisionero frente al Hotel Excelsior, le vimos luchar impotentes desde nuestras posiciones que ahora resultaban más defensivas, de protección, que de ataque.

Próximos a la Chancillería fuimos descubiertos por un grupo de cuatro soviets que incomprensiblemente habían conseguido llegar hasta allí, fue al traspasar las ruinas del patio de armas, topamos con ellos y tuvimos que entablar una lucha cuerpo a cuerpo, éramos superiores en número. Anacleto fue el más rápido en reaccionar, él y el Polilla. Se abalanzaron sobre los soldados que se disponían a disparar sus armas hacia nosotros, a bocajarro. “El poli” –así llamábamos a Paco el polilla- asió el cañón del arma de uno de ellos con ambas manos a la vez que le clavaba la rodilla en los testículos, el ruso se dobló como una bisagra profiriendo un sonido gutural a la vez que soltaba el arma que Polilla tenía aferrada del cañón. Fue inmediato, caer, arrancar el arma de un tirón y partirle la cabeza con la culata. Yo disparé sobre dos de los rusos en un fuego barrido y cruelmente certero. Anacleto tenía al último de los ruso cogido por el cuello, los pies del soviet pataleaban en el aire mientras sentía como la asfixia poco a poco se apoderaba de él. El soviet gritó ¡Hijoputa, fascista! y lo dijo en un tan perfecto español que hizo que Anacleto dejara de apretar. Aquel cabrón de uniforme ruso era tan español como nosotros, era uno de los republicanos de la Cuarta Compañía que luchaba junto al ejercito rojo.

- ¡Mamón! De donde eres – Dijo Anacleto mientras sostenía elevado por el cuello de la solapa al republicano.

- Madrileño, fascista. Madrileño – Respondió con dificultad.

Anacleto no lo pensó, golpeó con la fuerza de su puño en el mentón. Fue un golpe certero, un crochet que hubiera dejado K.O., sin dificultad, a una mula. El madrileño se desplomó inconsciente en el momento en que Anacleto soltó su pechera. Allá, en el suelo, el republicano se convulsionaba.

- No puedo matarlo, camaradas, no puedo hacerlo. Este tío mamón es un rojo de mierda pero... es español ¿sabéis? – Nos miraba a todos como suplicando consenso.

- Déjalo, aunque con la ostia que le has dado no sé si sobrevivirá por mucho tiempo - Dije yo -. Salgamos de aquí. Hemos de encontrar el búnker antes que  sea tarde, antes que lo asalten los rusos.

Al poco, frente a nosotros la entrada al Bunker del Fúhrer, la entrada que se encontraba situada frente al Ala Norte de la antigua chancillería, la que conducía a lo que fueran los jardines del Ministerio de Asuntos Exteriores. El bunker tenía dos accesos más: la entrada que comunicaba con el Ministerio de Asuntos exteriores y Propaganda y la de emergencia situada en el lado oeste. Podríamos calificar la construcción de catacumba de hormigón armado situada a dieciséis metros bajo tierra. Era una construcción rectangular con dos niveles, el de acceso en el que se encontraban los dormitorios de la familia Goebbels así como el comedor, despensa, cocinas y dependencias del personal y otro más profundo comunicado con aquél a través de una escalera circular y donde se encontraba el dormitorio de Hitler, el de Eva Braun, la sala de conferencias, la habitación-consultorio del doctor Stumplegger y el cuarto de guardia. Esta segunda estancia más profunda se encontraba dividida por un pasillo central a cuyos laterales se disponían las salas o habitaciones indicadas; al bajar las escaleras lo primero era el cuarto de máquinas de ventilación y el del personal de guardia; al fondo del pasillo, la penúltima puerta de la izquierda, la más alejada de la entrada, se correspondía con la sala de entrevistas que a su vez comunicaba con el dormitorio de Hitler.

Dos SS apuntaban con sus automáticas hacia nosotros. Su expresión denotaba cansancio, odio y temor. Habíamos surgido como fantasmas de entre las ruinas. Hacía frío pero nosotros seguíamos luciendo nuestra camisa azul bajo los gabanes, solamente la nariz  de Juanito Escudero denunciaba el frío reinante. Los dos alemanes alzaron la ametralladora cara a nosotros, yo levanté una mano a modo de saludo aunque el temor a ser atravesado por las balas no me lo quitaba nadie, Juanito el cura se santiguó. Llegamos junto a los SS, les mostré el sobre con el sello del Führer, uno de ellos lo tomó entre sus manos y desapareció tras la puerta blindada. Cincuenta escalones nos separaban del hombre que había tenido en jaque a toda Europa. Pasaron diez minutos y la puerta se abrió de nuevo: tras ella el SS y junto a él un hombre con uniforme de general nos observó. El hombre, grueso, de cara redonda con entradas canosas y mirada profunda, con una verruga sobre su sien izquierda era Martín Borman, antiguo técnico agrícola, casado con Gerda Buch, hija de un comandante colaborador de Hitler. El vinculo entre ambos hombres resultaba innegable hasta extremos de confianza casi infinita. Hitler, en aquellos momentos, confiaba plenamente en Borman.

- Heil – Saludó Borman brazo en alto a la vez que preguntaba en un casi perfecto español - ¿Quien de ustedes es el comandante?.

- Teniente Cillo – Dije cuadrándome.

- Pase con sus hombres, descansen y coman. Les esperan unas horas de intensa lucha. Su misión es sagrada para Alemania. Ustedes son el futuro.

La doble puerta blindada se abrió frente a nosotros. Un largo pasillo y en su mitad, a la derecha, otra puerta de espeso blindaje nos esperaba, la cruzamos siguiendo al actual hombre de confianza de Hitler y otro estrecho pasillo con puertas a ambos lados apareció ante nuestros ojos. Borman señaló hacia la primera dependencia de la derecha.

- Pueden alojarse aquí, éstas son las dependencias del personal del Bunker. Descansen. Ya les informaré cuando todo esté dispuesto.

Una semana permanecimos dentro del Bunker. Prácticamente ningún ruido del exterior llegaba hasta nosotros, parecía como si la guerra se hubiera detenido o le hubieran puesto sordina. La puerta siguiente a la nuestra se correspondía con las dependencias de Goebbels y a lo largo de aquella interminable semana pudimos ver tanto al mismísimo Goebbels como a su mujer y a sus seis hijos. Jugamos con ellos, la mayor era Helga, de doce años, y el menor Heide de cuatro. Los niños correteaban por el pasillo, se metían en las cocinas a divertirse con los cocineros y les encantaba jugar a volteretas con  el grandullón de Anacleto. Durante aquellos juegos infantiles fue la primera y única vez que vi sonreír a Tomás. Ninguno de nosotros sospechábamos cual iba a ser el terrible fin que aguardaba a aquellas criaturas. – Cillo respiró profundamente y prosiguió:

-Lo inconcebible es que el fin elegido para los niños lo impusiera la madre, Magda Goebbels. Supimos luego que no sólo el marido sino incluso el mismísimo Hitler le había pedido en repetidas ocasiones que volara hacia Berchtesgaden,  salvando así su vida y la de sus hijos. Ella quiso correr la misma suerte que su marido y arrastrar a la muerte a los pequeños a los que asesinaría el uno de mayo, después de lo cual y tras tomar café junto a su marido, Bormann, y Axmann, se quitaría la vida ella también.

Fuera, el cerco de Berlín se mantenía. El general Wilhelm Mohnke, bajo las ordenes directas de Hitler, se hacía fuerte en la Cancillería con mil soldados SS. Luchar o morir era la consigna que estaba siendo cumplida hasta sus últimas consecuencias.

El veintinueve de abril vimos arrastrar por el pasillo un bulto tapado con una lona. Lo entraban dos hombres seguidos de un capitan de las SS, el capitán Martin Speer. Al poco salió Bormann.

- Ha llegado el momento. Debéis acompañarnos hasta una zona situada al norte de Berlín. El Capitán Speer nos guiará, vosotros defenderéis nuestra retirada hasta el fin. Vamos a ser tres y el capitán. Vuestra sagrada misión es que uno de nosotros, al menos, el hombre de negro, llegue vivo hasta ese maldito campo del Norte. Nuestras vidas no cuentan, solo debe importar la vida del hombre de negro que nos acompañará. Debéis luchar contra todo, sois los elegidos. El futuro depende de vosotros.

- Estamos dispuestos a todo – Respondí. Bormann dio media vuelta y desapareció por la puerta del fondo, la que comunicaba con la parte baja del Bunker, donde se encontraban ubicadas las dependencias de Hitler. Al poco, Bormann, el capital Speer, el doctor Stumpfegger y un hombre menudo, vestido con un abrigo largo de piel negra, aparecieron frente a nosotros. El hombre de negro llevaba subido el cuello del abrigo a la vez que la gorra de plato proyectaba sombras sobre su rostro haciendo imposible su identificación.

- Es la hora. Debemos acudir al campo del norte a través de los conductos del tren subterráneo. – Dijo el capitán Speer. – El mayor peligro lo vamos a encontrar en el camino hasta dichos conductos. Una vez en ellos el riesgo será mínimo. Hemos esperado demasiado...

Salimos del Bunker por la puerta que conducía a la nueva chancillería, el ruido de pronto había perdido su sordina y nuevamente comenzaba a llenarlo todo de forma ensordecedora. Caminábamos en grupo protegiendo al hombre menudo vestido de negro que se situaba en el centro del equipo. En cabeza, Anacleto, el capital Speer y yo. En el centro del grupo: Bormann, que ahora vestía uniforme gris bajo capota militar, el doctor Stumpfegger, y el extraño personaje; rodeándoles, cuatro de nuestros camaradas y protegiendo la retaguardia Paco el polilla armado de su MG34 de la cual colgaba parte de cinta de munición. Abandonamos el barrio de gobierno y nos dirigimos hacia el norte, el paisaje era desolador: no existía ciudad alguna, los cascotes lo cubrían todo, ni un solo edificio permanecía en pie. Caminábamos bajo el fuego de la metralla temiendo encontrarnos al enemigo en cualquier momento. Y así fue, se escuchó el silbido agudo de un obús, seguido de una explosión y una gran humareda nos envolvió, de entre ella, cuando comenzó a despejarse, un grupo de soldados rusos apareció. Estábamos tan cerca que tuvimos que emplear el cuerpo a cuerpo. Las culatas de nuestras armas resultaban sumamente útiles para la defensa. Anacleto y Tomás, juntos como un solo hombre, se lanzaron en plancha contra el grupo, nosotros les seguimos repartiendo golpes, varios disparos sonaron sin alcanzar a nadie, las armas se disparaban por el impacto de los cuerpos. Fue algo rápido, breve, no hubo bajas de nuestra parte. Los rusos quedaron allí tendidos.

Continuamos caminando entre los escombros. Dos viejos y un joven de no más de catorce años nos salieron al paso.

- No podéis seguir por ahí.- Dijo el que parecía más mayor del grupo.

- Es preciso – Respondió Bormann.

- Al otro lado del puente están los rusos – Añadió el viejo.

- No importa, lo cruzaremos. – Dijo el capitán Speer.

  “ Los dos hombres y el joven se ocultaron tras las paredes derrumbadas de lo que debió ser en su día una iglesia, una enorme campana abollada anunciaba las ruinas del templo colocada en lo alto de un promontorio. Cruzamos el puente de los inválidos y nos ocultamos tras los restos de un camión de tropas alemán que bloqueaba el paso.  Ante nosotros un carro de combate, un Tigre, en solitario, se enfrentaba al avance enemigo. A nuestro alrededor las granadas estallaban por doquier. El Tigre rugía sobre los cascotes de hierro y cemento, corrimos y nos agazapamos tras él formando un semicírculo en cuyo centro se encontraba el pequeño hombre de negro. El tubo de escape dejaba tras sí una estela de denso humo negro que dificultaba nuestra respiración, parecía como si una nube sucia envolviera la parte trasera del tanque. Una fuerte explosión nos aturdió por completo lanzándonos por los aires. Una granada había alcanzado de pleno al carro alemán, la torreta saltó por los aires y todo él comenzó a arder. Salimos disparados hacia atrás, cayendo unos sobre otros. Aturdido me levanté buscando a nuestros camaradas entre el humo. De la barriga del Tigre salieron dos alemanes medio ardiendo y gritando, una ametralladora sonaba a lo lejos, Anacleto se lanzó sobre uno de los ocupantes del carro y rodó con él por el suelo intentando apagar las llamas que le consumían. Igual hizo Juanito el cura con el otro. Yo intentaba comprobar si habíamos sufrido bajas. Los hombres, ya en pie, encorvados, arreglaban sus ropas y tomaban las armas del suelo, todos menos el pelirrojo, uno de los nuevos, de los que se unieran a nosotros en Remagen. Había tenido menos suerte, la explosión le debió alcanzar de pleno. Junto a su cuerpo tumbado, brazos en cruz, el doctor Stumpfegger permanecía inmóvil, sin vida. No había tiempo para sentimientos, debíamos partir cuanto antes.

- Vamos – Grité. – Reagruparos.

El capitán Speer, señaló hacia unas enormes montañas de escombros y dijo:               -Allí, tras esos escombros está la entrada de los túneles del tren. Estamos cerca.

Todos corrimos hacia el lugar indicado. Anacleto llevaba del brazo a nuestro protegido que caminaba con dificultad. Los hombres le rodeaban disparando hacia todo aquello que se movía. Bordeamos la enorme montaña de escombros, tras ella seis rusos se resguardaban de las granadas que parecían llover del cielo incesantemente. Literalmente chocamos con ellos, alzaron sus armas y dispararon a la vez que lo hacíamos  nosotros, sus balas se perdieron en el aire. Otra ráfaga y el Capital Speer saltó colocándose entre los disparos de los rusos y el cuerpo de nuestro protegido. Recibió varios impactos de ametralladora que lo doblaron instantáneamente. Al pequeño hombre parecía no inmutarle los disparos. La MG 34 del polilla disparó hasta agotar la munición y cuatro rusos recibieron los impactos. Anacleto se lanzó hacia uno de los supervivientes mientras yo saltaba contra el otro. Cruzamos disparos sin que ninguno cayera. Rodamos por el suelo mientras el resto de hombres corría a nuestra ayuda. De pronto me vi tumbado boca arriba, con el ruso sentado a horcajadas sobre mi cintura intentando desenfundar su pistola. Yo estaba aturdido, en la caída debí golpearme con algo, veía lucecitas y oía al ruso maldecir porque la pistola no disparaba. ¡Clic, clic! sonaba su arma encasquillada mientras que el ruso intentaba apresuradamente desencasquillarla. Escuché un ruido, un disparo, cerré los ojos pero no sentí dolor. El ruso se retorció hacia atrás quedando tendido sobre mi, su espalda entre mis piernas. Tras él, Miguel “el gordo” me sonreía, de su arma salía un hilo de humo. Escuchamos como Anacleto blasfemaba y le vimos golpear al ruso con su propia arma que debía haberle arrebatado en la lucha.

- ¡Allí está la entrada de los túneles del tren! – Dijo Bormann señalando lo que parecía más bien la entrada de una cueva. Corrimos hacia ella. De las sombras de su interior surgieron cuatro figuras: de nuevo los rusos cortaban nuestra marcha. Fue inmediato, los bolcheviques alzaron las armas enfilando sus cañones hacia nosotros y el aire se llenó con el sonido de una ametralladora. Los disparos habían surgido tras nuestras espaldas, volví la vista y pude ver como desde una ventana un grupo de alemanes nos saludaban. Devolvimos el saludo y reiniciamos nuestra marcha. Pasamos junto a los cuerpos de los rusos y entramos en los túneles del tren subterráneo, ahora seguíamos las instrucciones de Bormann que parecía conocer al dedillo sus trayectorias. Anacleto seguía ayudando en su lento y fatigado caminar a nuestro hombrecillo de negro, literalmente lo llevaba a cuestas. Caminamos algo más de tres horas por entre los túneles hasta que, en un momento dado, Bormann hizo un gesto indicando nos detuviéramos,  dijo:

- Allí, esa pared, deben volar esa pared, es falsa. Detrás existe otro túnel, ese es el que nos llevará hasta el descampado del norte.

No resultó difícil volar la pared, tres granadas de mano de palo hicieron el trabajo con toda facilidad. Se escuchó una sorda explosión a la vez que la pared se deshacía en pedazos. Nosotros nos habíamos guarecido unos metros atrás, en un recodo del túnel. Esperamos que el humo se disipara y allí, frente a nosotros apareció de pronto un túnel sin vías. Resultaba estrecho, pensado para caminar en  fila de dos como máximo, su altura exigía caminar algo encorvado, máxime si poseías la estatura de Anacleto o la de Tomás. Sobre el techo, colocadas cada cuatro metros, unas bombillas apagadas esperaban ser encendidas. Comenzamos a cruzar sobre los cascotes de la pared destruida por las granadas, a pocos metros un generador de aceite pesado se encontraba oculto en una especie de capilla. Bormann lo accionó, sonó un pequeño rugido y la luz se hizo en el interior del túnel, por las paredes manaban hilos de agua sucia. Escuchamos voces al fondo de los túneles del tren subterráneo, los rusos, sin lugar a dudas, los rusos estaban inspeccionando los túneles.

- Estamos a menos de dos horas de nuestro destino. No podemos dejar que los rusos nos alcancen, alguien debe frenar su avance. Usted Teniente, disponga lo necesario para que protejan nuestra retirada. – Bormann, en su perfecto español, estaba dándome una dolorosa orden, la más dolorosa que había recibido a lo largo de aquella maldita guerra. Debía decidir qué hombres iban a morir en las próximas horas, qué hombres iban a proteger nuestras vidas con las suyas.  Mi elección suponía la condena de un par de camaradas. Maldije a Bormann y a aquella maldita misión. Por un momento, observé aquella verruga situada junto a su sien izquierda y pensé meter por allí una bala y salvar a mis hombres de una muerte segura. La voz de dos de mis camaradas rompieron aquellos pensamientos.

- Yo me quedo Cillo.

- Y yo con él – Fueron las voces de Miguel, el gordo y de Paco el polilla.

- Y una leche, yo me basto y me sobro para frenar a cuatro mierdas de rojos – Esta vez había sido Anacleto el que se ofreciera.

- No Anacleto, tu haces falta para ayudar a nuestro hombre. Eres el único que puedes cargar con el durante una hora sin retrasar la marcha. Gracias Paco, gracias Miguel. Suerte y ¡Arriba España!

- ¡Arriba España! – Saludaron.

- Dadnos treinta minutos de ventaja y todo estará solucionado. - Añadí

Los hombres se apostaron en el suelo, a pocos metros de la entrada de la nueva boca de túnel abierta por las granadas, en un primer recodo. Su posición resultaba perfecta para frenar el avance de los rusos, si querían entrar en el túnel lo deberían hacerlo de uno en uno y esto resultaría fatal, nuestros camaradas podían resistir quizás horas allí, junto a la entrada del túnel.

Nos alejamos dejando atrás a dos camaradas de valor innegable, dos camaradas que parecían condenados a lo peor. Pocos minutos después escuchábamos el tableteo de una ametralladora, la MG 34 del polilla, pensamos, y aceleramos el paso mientras el ruido se hacía cada vez más tenue. El estrecho pasillo, iluminado por bombillas alimentadas por el generador exclusivo del túnel, que Bormann accionara al poco de entrar,  resultaba agotador: caminábamos uno tras otro, Anacleto se turnaba con Tomás en su ayuda hacia el hombrecillo de negro al que ahora prácticamente llevaban al brazo.

Era la mañana del 30 de abril cuando divisamos, al fondo del túnel una tenue luz, era el final del pasadizo. Avanzamos con más animo pero exhaustos. Anacleto llevaba en brazos al hombre de negro que se dejaba arrastrar, totalmente agotado. Tomás quedó apostado en la boca del túnel, cuidando nuestra retirada. Al otro lado de las sombras: la explanada. Un improvisado campo de aterrizaje apareció ante nuestros ojos, en él, esperando, un Cant Z 1007 Alcione, un bombardero medio de cuatro, máximo, cinco plazas, de tres motores y cuya autonomía de vuelo con combustible máximo se situaba en torno a los cinco mil kilómetros. El avión italiano se encontraba dispuesto para el despegue, a los mandos dos pilotos españoles de la Escuadrilla Azul.

Cillo interrumpió su relato y mirándome preguntó:

“Supongo que tampoco sabes que existió una Escuadrilla Azul ¿verdad? – Yo negué con la cabeza y recordé que al principio del relato, Cillo había hecho mención a ella, pero sin profundizar. Don Vicente continuó:

“La Escuadrilla Azul la formaron cinco Escuadrillas de voluntarios españoles que sirvieron junto a la Luftwaffe. Pero eso es otra historia. Como te decía el avión se encontraba listo para su despegue, sus motores ronroneaban cuando salimos del túnel. Ahora comenzaban a escucharse el eco de unas voces provenientes del fondo del túnel. El ruido de la batalla por Berlín sonaba invadiendo el espacio. Corrimos hacia el aparato que mantenía en funcionamiento sus motores. Las manos de los pilotos españoles se extendieron hacia nosotros desde el interior del avión. Llegamos junto a la puerta lateral, primero subió Bormann ayudado por los españoles, luego el hombre de negro al que prácticamente lo subimos entre todos y fue en aquel momento en el único en el que pudimos ver su rostro a la luz del amanecer. Hasta entonces, el cuello alzado de su abrigo, el gorro hundido y las sombras, primero de la noche y luego de los túneles, nos habían ocultados las facciones del hombrecillo. Ahora, su gorra de plato había caído al suelo. Vimos un hombre envejecido, con bolsas bajo los ojos y con un pequeño y cuadrado bigote bajo su nariz. Sonrió al mirarnos.

- ¡No me digas que era Hitler! – Interrumpí el relato de Cillo, él encogió los hombros y sonrió. Piensa lo que quieras, eso es lo que yo vi. Dijo.

- Pero Hitler murió, encontraron su cuerpo.

- Encontraron un cuerpo y unos certificados o historiales médicos que decían que aquél era el cuerpo de Hitler. Todo fue cambiado en las últimas semanas. Todo rastro del él se esfumó, su identidad cambió en el último momento, igual que la identidad de Bormann. De él también se dijo que encontraron su cuerpo junto al del doctor Stumpfegger, pero no era su cuerpo, prueba de las dudas lo es el hecho que en el juicio de Nuremberg se concluyó que Bormann vivía y su silla, allí en el juicio, permaneció vacía a lo largo de todo el proceso. Se le condeno en rebeldía (sin su presencia) a la pena de muerte, nunca se ejecutó tal condena, nunca se le encontró.

- ¿Y donde fueron? – Pregunté a Cillo.

- A España, el avión debía traerlos a España. Nuestra misión era dejarlos en el avión o traerlos en coche, haciéndolos pasar por españoles, por miembros de la embajada española, lo cual se estaba haciendo con otros a través del embajador, allí se facilitó a varios camaradas documentaciones falsas confiriéndoles identidades diplomáticas. Por eso necesitaban que fuéramos nosotros, un grupo de españoles, quienes llevaran a cabo la misión. El problema no era conducirlos hasta al avión, el problema habría surgido caso de no llegar hasta él o de encontrarlo destruido.... entonces hubiéramos utilizado nuestros documentos falsos y, como te dije, habríamos intentado traerlos hasta España, como repatriados, ello sí hubiera resultado una difícil misión, casi imposible, algo a la desesperada....  Hay quien afirma que el hermano Martino refugió a Bormann en un convento franciscano de Roma, pero eso no es verdad, vinieron juntos a España y luego se les perdió el rastro. Sudamérica ¿quizás? – Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando, en el fondo parecía descabellado pero no imposible. Mis pensamientos se vieron interrumpidos bruscamente por una voz:

 

- ¡Una urgencia, una herida de bala! ¡Urgente al box de trauma! – Una auxiliar de clínica junto a la puerta del comedor urgía nuestra presencia. Nos levantamos, Cillo, don Ismael y yo y corrimos por el pasillo hasta urgencias. Entramos en el box de trauma, las auxiliares y el anestesista ocultaban al herido. Cillo se abrió paso, yo le seguí. Una sabana cubría parcialmente las piernas de una mujer, fue lo primero que vi. Recorrí con mi mirada el cuerpo ensangrentado de la mujer hasta llegar a su cara. La sangre se agolpó en mi cerebro, sentí un enorme vértigo y una angustia inenarrable. El estómago se me encogió como intentando auto devorarme. Todo se oscureció, se hizo la noche. Mi cuello se hinchó, iba a explotar. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Aquella mujer... ¡era Elvira!. Su cabello negro caía como una fuente por la cabecera de la camilla, su pecho destrozado subía y bajaba de forma irregular. Alzó la vista hacia mi, sus mirada encontró la mía, su expresión de dolor dio paso a una tímida sonrisa. Tomé su mano incapaz de hablar, ella lo hizo.

- Lo he contado todo... lo he hecho... te quiero... mi amor...

Su cabeza se ladeó sin fuerza. Sus ojos quedaron abiertos. Su pecho dejó de subir y bajar. Su mano soltó la mía. Caí al suelo.