IX
El pederasta.
1975 continúa. En Inglaterra, Margaret Thatcher es elegida presidenta del Partido Conservador británico; Charlie Chaplin es nombrado caballero por la reina Isabel II; el 22 de julio en Paradas (Sevilla) se produce el Crimen de Los Galindos, donde fueron asesinadas 5 personas; Estados Unidos lanza la sonda Viking 1 a Marte.
El sábado siguiente repetí guardia, esta vez no estaba Cillo, en su lugar el doctor Eduardo Carmona, hombre de mirada turbia, alto, casi de estatura similar a la de don Ismael, moreno de entradas profundas y sonrisa ofensiva, de piel blanquecina. Aquella era la primera guardia en la que coincidía con el doctor Carmona y sin saberlo iba a dar mucho que hablar.
La mañana transcurrió como una exhalación. Elvira, la maravillosa mujer de la melena larga, de la dulzura sin límites, la administrativa de puertas había venido a visitarme en dos ocasiones con la excusa de recabar información sobre varios pacientes. Cada vez me sentía más próximo a ella. Lo que comenzaba a sentir resultaba ser algo nuevo para mi. Con Elvira quería algo más que sexo. Estábamos bien juntos, cualquier roce involuntario me producía un escalofrío que recorría mi ser. Adoraba su contacto y en varias ocasiones, tímidamente, con temor a patinar la rocé de forma consciente. Ella nunca se apartó ni hizo gesto alguno de reproche. Poco a poco, a lo largo de aquella a mañana fuimos conociéndonos, descubriendo cuanto teníamos en común.
- ¿Por qué no quieres que salgamos, que nos veamos fuera del hospital?- Pregunté, ella inclinó la cabeza, como tantas veces pero esta vez en lugar de guardar silencio dijo:
- Me caso, me caso dentro de tres meses – Fue como un puñetazo en el pecho. Sentí frío y a la vez el fuego quemaba mi cuello. ¡Se casaba! No volvería a verla. El mundo se derrumbaba y yo me sentí más solo que nunca, con una soledad y un dolor indescriptible.
- Pero... no sabía que... eso es imposible, no puedes... – Respondí y alcé su rostro con mi mano. Una lágrima asomó resbalando por su mejilla. Era la primera vez que la veía llorar y sentí una inmensa ternura. Le tomé ambas manos entre las mías y añadí:
- No voy a permitirlo. Necesito verte fuera de aquí, necesito estar a solas contigo.... abrazarte, besarte, pero solos. ¿Tu no? – Ella afirmó con la cabeza. ¡Dios, qué hermosa era!. Permaneció unos instantes en silencio, yo la observaba esperando una respuesta afirmativa. Dijo:
- Bien, el lunes nos vemos. Por la tarde, hacia las siete puedo escaparme de casa pero... he de volver antes de las diez –Cumplía fielmente los horarios impuestos por la ley paterna. Respetaba enormemente a su familia. Era una mujer de sólidos principios… que yo iba a quebrar.
- De acuerdo. Te recojo ¿dónde?
- Aquí. En la puerta del hospital.
Sin darnos cuenta pasó la mañana y mi dulce Elvira salía del hospital camino del hogar paterno, su prisión particular. Desde la ventana de la sala de urgencias, la vi alejarse. Vestía pantalón tejano ceñido con una blusa blanca anudada a la cintura, el bolso de tela azul colgaba del hombro. Vi su cuerpo perfecto caminando hacia la verja. Plantado allí, esperaba que se volviera, lo hizo y saludó desde lo lejos, tímidamente, como intentando que sólo yo viera aquel saludo fugaz.
Aquél fue el primer día que Julián, mi compañero, comió en el comedor con nosotros: no había traído a la guardia su ya celebre bocadillo. Describir a Julián resultaba fácil: solo hacia falta decir que era el doble de José Luis López Vázquez con algo más de peso. Con nosotros se sentó el doctor Carmona, el médico de guardia y otro cura, don Artemio, hombre dicharachero que nunca vestía sotanas, sólo un escueto alzacuellos le identificaba. De talla recia, rural, de piel rojiza. Las otras mesas las ocupaban residentes, estudiantes, asistentes o becarios y médicos de diversas especialidades. Don Eduardo Carmona resultó ser pediatra y no obstante ello se mantenía desde antaño en la guardia como generalista. Entró el camarero con una bandeja llena de panes que fue depositando por las mesas, tras él, como siguiéndole, Sor Prudencia, paso junto a nuestra mesa, nos miro y siguió su camino como si su vista no hubiera encontrado ser humano alguno. La observé de espaldas, caminando hacia la mesa del fondo donde cuatro médicos jóvenes reían. Llegó junto a ellos y dijo algo, todos la observaron y uno de ellos, el más delgado y rubio se levanto siguiendo a la monja que ya le llevaba varios pasos de distancia. De nuevo pasó junto a nosotros y esta vez saludó, con un leve movimiento de cabeza, al cura. El camarero seguía su labor, ahora colocaba botellas de vino sobre los tapetes de papel. Comimos potaje de garbanzos y carne empanada como segundo plato, de postre: flan o natillas a elegir y como no, café. La diferencia entre el flan y las natillas residía tan sólo en una mera cuestión de color y consistencia, el sabor se mantenía igual para ambas. No existió conversación durante la comida, lo justo. Fue durante el postre cuando entró un sanitario solicitando un médico a puertas:
- Un médico, que venga a puertas un médico. Un niño se ha caído y viene cojeando. – El sanitario (ya nadie les llamaba camilleros) miró a su alrededor. Don Eduardo Carmona se levantó diciendo:
- Yo voy, Tomás. - Todos seguimos saboreando el postre. No había nada extraño en que fuera el doctor Carmona quien se ofreciera, a fin de cuantas su verdadera especialidad era la de pediatría.
Al poco y tras consumir dos tazas de café, me levanté de la mesa, volviéndome hacia don Artemio que, en ese momento, hablaba con un joven que se nos acercara momentos antes, me despedí de él. Julián se puso en pie y ambos nos dirigimos hacia la sala de curas de puerta de urgencias. La gente llenaba el hall, entraban y salían al recinto como si todos tuvieran algo de extrema importancia que hacer. En la esquina, junto al pasillo de urgencias, un ciego vendía iguales. Resultaba curiosa la escena: apoyada su espalda en la esquina, piernas cruzadas, un bastón junto a él apoyado sobre la pared, tiras de cupones colgando de su camisa y a sus pies, un perro sin raza dormitando. Sonreí, Julián se paró junto al hombre y le preguntó si tenía algún trece, el ciego asintió señalando una tira. Caminé por el pasillo en solitario, al fondo, junto a la puerta de acceso a urgencias una mujer sollozaba. Llegué junto a ella, apoyé mi mano en su hombro diciéndole que se tranquilizara; ella alzó el rostro y vi aquellos ojos sin fondo, como cubiertos por una nube de vidrio blanca de los que salían las lágrimas. Su vista sin luz se dirigió hacia mi mano. Sentí una fuerte impresión ante la ceguera de aquella mujer que lloraba perdida en aquel pasillo. Era la madre del niño que estaba siendo atendido.
- Tranquilícese, señora, seguro que no es nada, ya verá. – Dije y tras darle de nuevo otro suave apretón sobre el hombro cruce el umbral de la puerta: allí, de pie junto a la camilla sobre la que descansaba un niño, don Eduardo Carmona. La escena vive en mi mente y perdurará para siempre. El médico había tomado una mano del niño que, tumbado en la camilla, le miraba con temor. Le hablaba a la vez que lentamente acercaba la mano del niño hacia su bajo vientre, hacia la bragueta.
- No te preocupes chaval, cógete aquí y aprieta hasta que yo te diga... bien... bien, muévelo un poquito... – La mano del pequeño se encontraba colocada sobre el pene del hombre que, a través del pijama, se mostraba erecto. A la vez, suavemente deslizó su mano bajo el pantalón del niño y comenzó a masturbarlo. Me quedé plantado allí, sin poder reaccionar; aquello era una visión irreal, no podía dar crédito a mis ojos. En ese momento Julián entró en la estancia y el médico se volvió hacia nosotros diciendo:
- Salgan, ya me ocupo yo de esto. – Como un autómata, de forma mecánica, salí acompañado de Julián.
- ¿Has visto ...? ¿Es cierto o me pareció a mi que le estaba...?
- Sí, es cierto. Parece que lo hace cada vez que viene un niño; eso había oído decir. Yo tampoco di crédito, hasta ahora. - Dijo Julián. Estaba blanco y desencajado. Junto a nosotros la mujer lloraba y preguntaba por su hijo. Me indigné de pronto.
- ¡La ostia, hay que hacer algo! – Dije a la vez que empujaba la puerta entrando en la sala.
- ¡Tu hijo puta! – Dije señalando al doctor Carmona – O dejas a ese chiquillo ahora mismo o te corto los huevos, ¡cabrón! – Julián me cogía por detrás. El médico sonrió arrugando los ojos. El niño lloraba llamando a su madre que tras nosotros no podía ver la escena. De dos zancadas me coloqué junto a la camilla, entre el médico y el niño, y tomándolo entre mis brazos salí junto a la madre. Atrás, el doctor Carmona se abrochaba la correa de tela del pantalón del pijama hospitalario. Aún sonreía.
Al día siguiente el hospital hervía con la noticia. Me llegaron versiones de todo tipo, las cuales me eché sobre las espaldas. Todos los médicos hicieron causa común contra mí, todos menos Cillo. Yo había acudido ante el Gerente a denunciar los hechos y el personal médico pensaba que aquello resultaba injustificado. Se dudaba claramente de la versión de los hechos que yo denunciara y se pensaba en el pobre Carmona “ A ver qué va a hacer ahora si lo despiden. A sus años...” Decían. Julián se había mantenido al margen, si le preguntaban contaba la versión real pero él nunca denunció los hechos directamente.
En solo un día la presión sobre mi resultó insoportable, prácticamente nadie me hablaba y yo no podía ni tan siquiera recurrir a Elvira, era su día libre y yo no podía llamarla a su casa.
Veinticuatro horas después de los hechos me comunicaron, a través de la Jefa de Enfermeras, que el Diputado para el Hospital, quería verme esa misma mañana a las dos. La noticia corrió como solamente ocurría en el hospital donde normalmente el afectado era el último que se enteraba de los sucesos. Aquello era mi final, pensaron.
A las dos acudí a la cita con el Diputado Provincial. Crucé la puerta de acceso a la Diputación, atravesé el amplio patio y subí al primer piso por las escaleras de mármol. Un largo pasillo de techos altos conducía hasta las dependencias del Diputado, en sus paredes figuraban retratos de personajes insignes que no reconocí: eran las imágenes de los anteriores Presidentes de la Diputación. Junto a la puerta, tras una pequeña mesa, un bedel ordenaba la correspondencia, alzó la vista al sentir mi presencia y me observó.
- Vengo a ver al Diputado por el Hospital... – Dije.
- ¿Tiene concertada cita?– Preguntó.
- Sí, me ha citado él. – Se levantó y fue a perderse tras la enorme puerta de madera repujada que conducía al despacho del político. Permanecía allí, de pie unos minutos. Sobre la pared un cuadro de Sorolla, perfecto como toda su obra. Junto a la mesa del bedel, sobre una pilastra, una figura retorcida de Benlliure. Una mujer se me acercó, era joven, delgada y alta, vestía traje de chaqueta, me preguntó:
- ¿Espera a alguien?
- Sí, tengo cita con el Diputado – Señalé la puerta.
- Yo soy su secretaria, espere un momento.- La mujer se perdió tras la misma puerta que lo hiciera el bedel momentos antes. Continué allí, en pie observando en derredor. Pasaron varios minutos y al fin la puerta se abrió.
- Pase, el señor Diputado le espera – Dijo la secretaria del Diputado sosteniendo la puerta y permitiendo mi acceso a la sala. Entré pensando que al bedel se lo debía haber tragado la tierra. Al fondo de la estancia, una mesa de estilo, con dos confidentes junto a ella, de espaldas a mi, un hombre de edad similar a la mía, algo más grueso, más rubio y más calvo husmeaba entre papeles. Al fondo la bandera de España en su pendón. Una librería de madera noble cubría la casi totalidad de las paredes. En el extremo contrario al ocupado por la mesa, un tresillo y frente a éste una mesa baja llena de periódicos. El hombre se volvió hacia mi.
- ¡Juanjo! ¿Eres tu? No puede ser, ¿qué haces aquí.... de Diputado? – Pregunté totalmente asombrado ante la figura del que fuera mi amigo inseparable años atrás. Él mostró con una sonrisa sana, amplia y sincera.
- Pues ya ves, me he metido de lleno en política. Recordarás que no tenía mucho porvenir con la música – Los dos reímos y nos abrazamos sinceramente. Nos separamos y en el rostro de Juanjo se dibujó una expresión de incomodidad, dijo:
- ¿Cómo te has metido en este lío?
- ¿Que yo me he metido en un lío? En el lío se ha metido el desgraciado hijo de puta de Carmona ¿no? – Dije.
- Pues no. Tu eres el que está en el lío – Carmona lo niega todo y quiere plantear una querella contra ti por injurias y calumnias. Quiere que el hospital te despida y tiene un sinfín de médicos que avalan su conducta y tu... no tienes a nadie que...
- Pero bueno. ¿Qué dice el niño, y la ciega? y Julián – Dije.
- Nada, todavía, que yo sepa, nada. – Me dejé caer sobre el sofá, Juanjo se colocó junto a mi.
- Esto es una mierda: yo, pase lo que pase, voy a la prensa y cuento lo que vi, luego que lo desmientan, que pregunten al niño... veremos quien es el hijo de puta... los que lo ocultan o defienden son iguales que él o peor.....
- Sabes que yo no dudaría jamás de tu palabra, te creo pero ese tal Carmona tiene buenas agarraderas. Ha movido hilos y... no importa, voy a defenderte ante todos. ¿Lo sabes no?
- Pero es que no tienes que defenderme de nada, el que tiene que defenderse es el cabrón ese – Respondí.
- Y lo está haciendo, se defiende atacándote. – Dijo Juanjo.
- Vale. Veremos quien puede más... – Me puse en pie y dando media vuelta me dirigí hacia la puerta, Juanjo me sujetó de un hombre diciendo:
- Espera, hombre, espera. Tomemos un café en el bar de aquí abajo. Vamos hombre que no hay nada perdido, esto es una guerra y estamos en la primera batalla aún... – Me dio un par de empujoncitos. Accedí encogiéndome de hombros. Cruzamos el amplio pasillo tapizado de cuadros y bajamos por la escalera de mármol. Los bedeles nos saludaban con inclinaciones de cabeza. Cruzamos la calle y entramos en el bar Acapulco. Allí conversamos y no pudimos menos que recordar aquella época de músicos, cuando se me ocurrió crear un conjunto musical, “Los Malos”.
Todo había partido de un momento anterior, todo tenía su razón de ser. La madeja de la vida se tejía a base de pequeños trozos de tela que unidos hacían el ovillo y así, después de librarme del servicio militar, mi padre insistió en la necesidad de que estudiara “algo” lo que fuera pero que cultivara mi mente y enriqueciera mi espíritu. Yo, por otro lado me vi envuelto en un grupo de músicos noveles con más afición que conocimientos. Mi madre, que poseía la carrera de piano, nos instruyó urgentemente en el conocimiento de las notas musicales, su valor y armonía. Al poco, todos deseamos comprar los instrumentos adecuados al fin: guitarras eléctricas, órgano, batería. Los precios resultaban prohibitivos pero estábamos dispuestos a cualquier sacrificio por conseguirlos. En mi caso, cuando le pregunté a mi padre sobre las posibilidades de adquirir una guitarra eléctrica, para mi sorpresa, me ofreció un trato: él compraba una guitarra para mi y yo me matriculaba en una escuela nocturna para estudiar bachillerato. Acepté y a las pocas semanas me encontré estudiando en la Academia Marvá por las noches, ensayando con la guitarra por las tardes y abandonando mi trabajo de dibujante.
Fue en aquella Academia donde conocí a Juanjo. Tenía la misma edad que yo, o quizás algo más, pocos meses. De estatura inferior y peso mayor. Su cara, redonda, irradiaba salud, el rojo bermellón pintaba sus mejillas intensificándose en su centro. De familia humilde había llegado a la capital pocos meses atrás y sus padres, al igual que los míos, andaban preocupados por la falta de conocimientos del joven. Sonreía casi sin descanso y su sonrisa era a todas luces sincera. Su ingenuidad se hacía patente a la segunda palabra que cruzabas con él y sus escasos conocimientos a la primera. Desde el primer momento congeniamos e hicimos buena amistad, hasta el extremo de proponerle entrar a formar parte del conjunto recién montado por mi. El problema era simple: poseyendo como poseía conocimientos de música, (había cantado en el coro de la iglesia allá en el pueblo y el párroco le había introducido en el mundo del solfeo) jamás tocó instrumento musical alguno. “Mi abuelo tiene una trompeta” me dijo un día y aquello fue suficiente para mi, ese fin de semana fuimos Juanjo y yo a su pueblo a ver al abuelo, y a pedirle prestada la trompeta.
Salimos de madrugada camino de Cuenca, los abuelos de Juanjo vivían en una aldea de dicha provincia. El sol permanecía oculto y los faros del utilitario iluminaban la carretera como dos linternas en la noche. Hablamos de infinidad de cosas intranscendentes y avanzada la mañana, cuando el sol parecía querer derretir el asfalto, llegamos al desvío de Casasviejas. La llanura de Castilla me resultaba desoladora y la aldea a la que llegábamos en esos momentos contribuía enormemente a acrecentar mi tristeza. La calle principal y única, se veía atravesada por la estrecha carretera que dividía el pueblo en dos mitades casi iguales. Las casas, de piedra, presentaban un aspecto de abandono que no se ajustaba a la realidad. Al final de la calle, junto a una pequeña iglesia visitada por el párroco una vez al mes, vivían los abuelos de Juanjo. Cuando entramos, la puerta permanecía abierta, dos gallinas picoteaban sobre la mesa del comedor el cual carecía de otros muebles que no fueran seis sillas de anea y un aparador roído por la carcoma; colgada en la pared, una foto enmarcada de los abuelos en el día de su boda, ya amarilla por el tiempo, rompía la monotonía del viejo lucido; en un rincón, un perchero de pie sobre el que colgaba una chaqueta de pana y junto a ella, una boina negra. Surgiendo del patio interior corrió hacia nosotros Pepe, el perro galgo de los abuelos, el que bien de mañana salía todos los días a cazar, en solitario, y rara era la tarde que no regresaba a casa con una liebre como presente para los ancianos. Movió la cola al vernos e hizo un leve sonido, como un quejido, a la vez que, gacha la cabeza, en señal de inconfundible humildad, se situó junto a Juanjo a la espera de una caricia. Salvo las dos gallinas que seguían su búsqueda de alimento sobre la mesa y Pepe, ningún otro ser vivo parecía encontrarse en la casa. Caminamos hacia el patio interior en el momento en que la cortina que lo separaba de la estancia dejó paso al abuelo, alzó los brazos hacia Juanjo, María, Maria, ven; mira quien ha venido, se abrazaron. Una voz, fuera, en el patio interior preguntaba: Qué dices, no se que gritas... voy... y al poco María cruzaba la cortina de tela saquera que dividía la casa, secándose las manos con el delantal. Una exclamación, un abrazo y las lágrimas asomaron al rostro de la mujer. El abuelo dió una palmada a las gallinas que en un ridículo cacareo aletearon saltando de la mesa. Sentaros, vamos a tomar algo... María qué tenemos para comer. Los chicos traerán ganas...
Él abuelo aparentaba menos años de los que en realidad tenía, quizás su recia constitución y sus kilos de más contribuían a proporcionarle un aspecto juvenil. Su sonrisa, idéntica a la de Juanjo, hacia que te sintieras como un viejo amigo recién llegado. La abuela, mucho más delgada que el hombre aparentaba una edad muy superior a la real; su cara cruzada por los surcos de la edad presentaba en las mejillas aquel rojo bermellón que Juanjo había heredado. Su piel colgaba en una tonalidad indefinida. Caminaba algo encorvada en tanto que el abuelo lo hacía completamente erguido, ambos compartían la misma sonrisa, esa sonrisa que impide te sientas extranjero o extraño en una casa. Comimos jamón con huevos fritos y patatas que la abuela preparó en cuestión de minutos. El jamón quedó sobre la mesa y Juanjo se encargaba de cortar una y otra loncha que repartía entre su plato y el mío. Nieto y abuelos hablaron de la familia, de cómo estaban los hermanos, de los tíos y de un sinfín de cuestiones ajenas a mis conocimientos y a su vez carentes de interés para mi. Al finalizar la comida, Juanjo explicó el motivo de nuestra repentina e inesperada visita: la trompeta de los años mozos del abuelo, su préstamo para con el nieto. No hubo problema, volvimos a la ciudad con el anhelado instrumento que, por paso de los años, resultaba imposible de utilizar.
Recordábamos ahora aquella comida, Juanjo dijo:
- Qué bueno estaba el jamón de los abuelos ¿eh?. – Asentí con movimientos de cabeza. Pasadas las tres de la tarde, cuando las mesas del bar estaban siendo recogidas de restos de comida, Juanjo se despidió de mi con un abrazo sincero y un No te preocupes, déjalo todo en mis manos...
* * *
Seguí trabajando bajo la mirada de admiración de los menos y el desprecio de los más. Entre los menos se contaba Elvira que me llamaba defensor de causas perdidas, entre los más la mayor parte del estamento médico. Las próximas guardias se me hicieron insoportables entre el silencio del personal, los cuchicheos a mi alrededor y las miradas furtivas. No coincidí con la guardia de Cillo hasta pasado el problema. El siguiente jueves me llamaron de nuevo de la Diputación, era la secretaria del Diputado, de Juanjo, quería verme lo antes posible. A los pocos minutos estaba frente a aquella enorme puerta de madera que daba acceso al despacho del Diputado, frente a ella la mesa escritorio pequeña tras la que se colocaba el bedel, pensé No se lo tragó la tierra, aquí está. Antes de que le preguntara por el Diputado, Juanjo abrió la puerta, como si supiera que yo estaba allí, dijo:
- Pasa, pasa. – Colocó un brazo sobre mi hombro a la vez que me acompañaba al interior de la estancia.
- Tu dirás. ¿Qué querías tan urgente? – Dije manteniendo un aire digno que ocultaba el más terrible de los presentimientos.
- Todo arreglado. ¡Todo arreglado! – Dijo.
- ¿Cómo? – Abrí la boca y quedé esperando una explicación.
- Sí hombre. El tipo (se refería a Carmona) firma la renuncia al puesto de trabajo y se va del hospital, en el mayor de los silencios, sin denuncias ni leches – Me abrazó dándome palmaditas en la espalda. Su alegría era sincera, me consta.
- Bueno, pero ¿quieres contarme qué ha pasado? – Dije con la expresión de asombro aún dibujada en mi rostro.
- Fíjate que la ciega resultó ser una mujer con unas influencias de aquí te espero. Parece que el Gobernador ha llamado de muy mala ostia a esta casa, al Presidente, exigiéndole la dimisión inmediata o el cese del médico. La mujer había sido la tata de sus hijos, la que los cuidó de pequeños antes de quedar ciega claro y precisamente ella, esa mujer, ha contado todo lo que sucedió al Gobernador tal y como lo vivió el niño quien se lo había contado a ella. El Presidente me ha llamado, digamos que algo cagadito porque en un principio defendía al cabrón del médico, me ha llamado y me ha pedido la cabeza del hijo de puta del pediatra. El tío ha preferido firmar la renuncia a ser despedido. Y bueno, a la vez quiero que sepas que aún te quedan un par de buenos amigos en del hospital.
- ¿Sí?
- Sí. El Vicario del hospital ha llamado a esta casa para avalar tu conducta, parece ser que te llevas muy bien con el clero – Inmediatamente pensé en don Ismael hablando con el Vicario en mi nombre. Y es más, un médico de guardia ha montado un escandalo defendiéndote que no te quiero contar… - don Vicente, pensé de inmediato.
- O sea que, si no es por el mayor peso de la ciega el que se la carga soy yo ¿no? – Dije.
- Más o menos, no voy a mentirte – Juanjo se sentó en el sofá y me invitó a su lado. Momentos después pedía unas tazas de café, bebimos y recordamos viejos tiempos en un ambiente cada vez más distendido. Era como si de pronto mi cuerpo hubiera dejado de pesar, resultaba más libre y mi mente se había despejado por fin.
* * *
Pasó mucho tiempo hasta que se olvidó el incidente de puerta de urgencias y hubieron médicos que me negaron el saludo durante años, se negaban a creer la realidad. Descubrí que poseía dos buenos amigos: Cilló y don Ismael. Tan sólo un par de días después de mi última entrevista con el Diputado coincidí en la guardia con ellos. Cillo ignoraba que el asunto estuviera zanjado, en el mismo momento de entrar a la guardia, al verme dijo:
- Lo que necesites chaval. Lo que haga falta, yo estoy a tu lado como camaradas. Si le veo yo, si le veo tocar al niño, le meto un cargador del nueve enterito entre pecho y espalda. Hace tiempo que corría el rumor pero pensaba que no era más que eso: un puto rumor, malas lenguas o envidias. Lo que viste confirma la realidad. Te creo sin ningún genero de dudas y repito: lo que haga falta. ¿Sabes? llamé al Decano y le dije lo hijo de puta que era por haber consentido tales hechos, me dijo que no los creía y yo le dije que ponía la mano en el fuego por tí, aunque fueras un rojillo.... Le expliqué en dos palabras que todo se había arreglado por fin y que, más tarde, en nuestras charlas habituales de las cenas le contaría más. Sonrió, me dió dos palmadas en el hombro y, el cuerpo erguido, volvió de nuevo hacia su sillón con el periódico bajo el brazo. Le observé mientras se alejaba, era un solitario, un hombre de principios y sin duda alguna había sido un héroe.
Esa tarde me visitó Elvira, nuestra cita fuera del hospital había quedado pospuesta a causa de los recientes acontecimientos. Yo estaba sentado en el pasillo de urgencias, en un banco, las piernas estiradas a lo largo, una sobre otra, la espalda apoyada en la pared de ladrillos, la cabeza hacia atrás rozando la pared, las manos en los bolsillos de la bata. Fumaba y el cigarrillo pendía de la comisura de mis labios; el humo me obligaba a entornar los ojos. El aire corría pasillo abajo. El calor resultaba insoportable y el hospital carecía de aire acondicionado. El banco de espera sobre el que descansaba estaba situado en el lugar más fresco de puertas de urgencias. Escuché el ruido de unos tacones a mi derecha y, de forma inconsciente, volví la vista hacia el lugar del que provenían los pasos. Era Elvira. Sentí una opresión en el pecho, el pulso se aceleró y mi cara cambió repentinamente pasando del aburrimiento a la alegría. Ella me sonrió a lo lejos. Vestía camisa y falda con corte lateral que dejaba adivinar unas hermosas y bien torneadas piernas. La camisa, desabrochada lo justo, permitía acceder al inicio de su escote. Su pelo se balanceaba a cada paso, el aire elevaba parte de su melena negra. 1Que hermosa!, pensé y cerrando los ojos por un momento la imaginé pegada a mi cuerpo, desnudos, en un abrazo eterno.
- Hola – Dijo. Abrí los ojos y saliendo de aquella imagen del deseo me levanté, le di un beso en la mejilla y la invite a ocupar el banco junto a mi. Dije:
- Hola Elvira. Ha sido una faena no verte...
- No importa, mañana tengo toda la tarde libre ¿vale? – Dijo con una sonrisa encantadora
- Perfecto. A las cinco ¿en la puerta del hospital?
- Bien. – Nuestras miradas se encontraron, las mantuvimos unos instantes y ambos pudimos leer a través de ellas el deseo. Un camillero (ahora celador) pasó junto a nosotros empujando una camilla vacía, cubierta por una sábana con recientes manchas de sangre. Un gitanillo apareció al principio del pasillo, chocó con la camilla, se rió y vino hacia nosotros. Una mujer de negro, gruesa con delantal y pañuelo al pelo, le seguía maldiciendo a la vez que gritaba Hijo puta ven aquí...
La tarde pasó lenta, muy lenta. La noche se hizo interminable. La mañana siguiente eterna. Cillo tuvo trabajo hasta la madrugada, yo también. No pudimos hablar, cenamos en solitario cada uno a un tiempo. En ningún momento vi a don Ismael.
A las cinco menos tres minutos me encontraba estacionado frente a las columnas de acceso al hospital, esperando a Elvira. Desde el lugar que ocupaba podía ver las ventanas de urgencia, abiertas de par en par. Una ambulancia pasó emitiendo su grito habitual y dos celadores salieron a su encuentro. Un coche entró velozmente, como siguiéndola. Algún individuo con bata blanca salía del recinto y se colaba en el bar de la esquina. A las cinco y diez apareció Elvira. Bajé para abrirle la portezuela del coche, entró y ocupó el asiento del copiloto.
- ¿Donde vamos? ¿Dónde piensas llevarme? – Preguntó con una voz cálida pero sumamente tímida.
- Quiero que estemos solos. Si te parece podemos ir a casa de un amigo. Tengo sus llaves, no hay nadie... – Lo dije de carrerilla, atropellándome, con miedo a una negativa y volviendo el rostro para evitar su mirada, temiendo un reproche, una negativa. Durante unos instantes que me parecieron tan largos como la mañana entera se mantuvo el silencio, al fin dijo:
- Vamos donde tu quieras.
El piso era pequeño y no muy limpio, se apreciaba claramente que era una vivienda inhabitada. Al cruzar la puerta de entrada un largo y estrecho pasillo en forma de ele, con un mueble recibidor carcomido y laminas enmarcadas en cristal sobre las paredes; dos puertas a la derecha y al fondo, al final del pasillo un salón comedor nos esperaba, en él un amplio ventanal de tres hojas, un horrible mueble aparador en cuyo interior se guardaban objetos de la más diversa naturaleza: un estante con figurillas de cerámica, otro con platos de Manises y copas; un reloj parado, un juego de café en miniatura y un abanico abierto. Frente a él, una mesa castellana, un pequeño televisor sobre una mesa baja, seis sillas cuyos asientos se escondían bajo la mesa y un sofá de dos plazas. Nos sentamos en él. Pasé la mano por detrás de sus hombros, la acerqué hacia mi, ella levantó la cara cerrando los ojos: la besé dulcemente, con ternura. Se estremeció, sentí su cuerpo vibrar junto al mío. Abrí los ojos, ella seguía allí, no era un sueño. Volví a besarla ahora más ardientemente, la apreté junto a mi y le susurré al oído “vamos al cuarto”. La tomé de la mano y nos levantamos. Caminamos por el pasillo abrazados abriendo puertas en busca del dormitorio.
La cama gimió agudamente, ella suspiró. Lentamente nos quitamos la ropas. Con suavidad femenina recorrí su cuerpo como si temiera dañarlo. Ella dejó de ser suya, se abandonó compartiendo mis deseos y el amor que llenaba nuestros cuerpos inundó nuestras almas.
- Nunca sentí algo tan... – Dijo Elvira. La besé de nuevo. Tampoco yo.
Aquella mujer fue mi luz. Hasta entonces mis relaciones amorosas habían quedado en un agradable recuerdo, pero esto era el verdadero amor. Si existe el amor su verdadero nombre es Elvira, Pensé. Algo cambió en mi aquella tarde haciéndome olvidar el deseo hacia otras mujeres; ahora ya sólo existía ella ¡y la iba a perder!... ¡Se marcharía en unas semanas!... su matrimonio sería mi muerte.
- Olvida la boda, no te cases – Le susurré besando suavemente su cuello.
- Me matarían. – Dijo.
- Cuéntales la verdad o se la cuento yo.
- Te adoro – Dijo tapando mi boca con su mano. La abracé con miedo, con un miedo que nunca había sentido hasta aquel momento. Mi vida ya no tenía sentido sin ella, porque ella era la razón de mi vida.
- Lo siento – Dije. Ella apartó el rostro de mi pecho y preguntó extrañada:
- ¿Qué sientes?
- Nada, ha salido como un pensamiento que se fuga del cerebro, que se escapa sin permiso – Sonreí - Pensaba en otras mujeres, otras con las que, quizás, no me porté todo lo correctamente que... – Inclinó un poco la cabeza apoyando la cara sobre las palmas de las manos, con los brazos doblados y los codos apoyados sobre la cama, como recogiendo entre su hermosas manos aquella cara de ángel. Te quiero, Dije. Y me di cuenta que era la primera vez que decía aquella palabra a una mujer, la primera y la última.
- Yo te adoro – Dijo.
- Dejo a mi mujer, ¿sabes? Hace tiempo que aún viviendo juntos bajo el mismo techo no convivimos. Nuestra relación se mantiene por pura inercia. Compartimos piso, como dos camaradas, como dos rojos modernos – Sonreí, ella también lo hizo. Su pelo descendía como una ola sobre sus hombros. Era negro. Abundante. Largo. Sus hombros, perfectos sostenían unos brazos finos que terminaban en unas manos hechas para acariciar, para amar, para sentir y hacer vibrar. La observé; allí tumbada boca abajo sobre la cama a mi lado, las piernas dobladas una sobre otra y dirigidas al cielo. Observé la curva de su espalda cómo bajaba suavemente hasta perderse bajo la sabana que cubría parcialmente su final, una redondez que insinuaba lo oculto. Sus ojos grandes de largas pestañas y mirada profunda no dejaban de observarme. Su boca, como una fresa, fresca y jugosa, sonreía.
Mi cuerpo era su cuerpo, mi vida era su vida.
Aquella tarde comenzó una nueva vida para mi. Jamás vi en mujer alguna algo más que sexo. El amor era una farsa, algo inexistente, una herramienta para construir y alcanzar un fin: el sexo. Cuando me casé con María de las Mercedes, “la innombrable”, nuestra boda no supuso una muestra de amor, no pasó de ser una cuestión de imagen, de apariencias hacia nuestro hijo. Nunca la amé. Cierto es que hubo un tiempo en que compartimos ideales políticos y luchas sociales (las suyas) pero eso había sido todo. Por ella entré en la clandestinidad obrera y fui “el gallo en el gallinero” de aquella Sección Sindical compuesta exclusivamente por mujeres. Ella, “la innombrable”, me introdujo en el sindicalismo, en la Sección Sindical donde reinaba lo femenino en el sentido puro de determinación del sexo. Yo rebusqué en las faldas o pantalones de casi todas ellas, y en numerosas ocasiones hallé.
La libertad pregonada daba pie a la práctica del sexo sin compromisos ni respeto a la pareja, propia o ajena. Muchas fueron las fuentes en las que bebí pero ninguna había saciado mi sed como lo hiciera Elvira, ninguna supuso algo más que una noche de placer. Recuerdo que el sexo era tratado con la más absoluta de las naturalidades y se llegaba a él sin el menor esfuerzo, al menos para mi. Algunas de estas experiencias resultaron extrañas y curiosas. Mabel, por ejemplo, era una mujer cuyo furor uterino me superó. Hasta la noche de mi primer encuentro con ella desconocía las consecuencias de tal enfermedad, porque, sin duda es una enfermedad. Había oído hablar de ella pero siempre creí que se trataba de una pura fantasía producto del deseo del sexo masculino. ¡Qué error! Mabel, que me destrozaba y a la vez que dejaba mi pabellón de resistencia hundido, me confesó que, prácticamente todas las noches, se vestía de forma provocativa y salía a la calle a la búsqueda de camioneros. Nunca vestía bragas, para ahorrar tiempo, afirmaba. En un principio lo dudé, después supe que su marido o mejor compañero, como ella le llamaba (lo del matrimonio era una pura invención del fascismo) conocedor de sus salidas no oponía ninguna resistencia a las mismas, al fin y al cabo le suponían un descanso sexual merecido. Mi primera experiencia con ella fue sorprendente y traumática para mí, me devoró en apenas tres o cuatro segundos, tuvo orgasmos múltiples por simples roces con cualquier parte de mi cuerpo, se masturbó una y otra vez simplemente rozando mi pierna, luego con su mano un par de veces y al fin paró bruscamente. No pude seguirla y la dejé con sus fantasías hasta que pareció saciada. Jamás volví a salir con ella. (toda tu vida buscando una mujer ardiente y cuando la encuentras estás deseando huir de ella).
Otra experiencia que resultó extraña la tuve con Juana. Salimos tras varias proposiciones mías rechazadas con una sonrisa, fuimos al campo (un pequeño bosque próximo a la ciudad), nos tumbamos sobre la tierra (era verano) y tras intentar en vano satisfacer su sexualidad, me confesó su tendencia lesbiana. Sonrió ante mi asombro y afirmó con despreocupación que le atraía y dentro de su morbo había querido probarme, como una experiencia más. No pasa nada.- Dije demostrando la poca importancia que el sexo tenía para nosotros los rojos. Falso, me importaba y mucho. La odié. Me había utilizado para un experimento, me sentía conejito de indias. Quizás me sentí tan utilizado por ella como muchas mujeres se sintieron antes utilizadas por mi. Y así, muchas y variadas experiencias que iban desde una noche de encierro, reivindicando un aumento salarial, en la que me ví rodeado de nueve mujeres, durmiendo entre ellas en el suelo y disfrutando de las oportunidades, otra con dos compañeras de piso bisexuales, y otras más, pero no es necesario entrar en más detalles.
De pronto, algo había cambiado de forma sustancial. Me liberaba del pasado como quien arroja una bolsa de basura al interior de un contenedor. El pasado había desaparecido. En mi interior nacía un fuerte sentimiento de paz, de amor que se situaba por encima de cualquier otro sentimiento o deseo. Elvira vivía en mi interior y nada más importaba. Nos veíamos a hurtadillas, en los espacios vacíos de su tiempo, en los momentos que podía arrebatar al control paterno. Temía ser descubierta y tal temor reverencial resultaba imposible de vencer. Nuestros momentos de intimidad se limitaban a las pequeñas salidas de casa amparadas en constantes excusas: dos horas hoy en el piso de mi compañero, mañana unos minutos en una cafetería poco concurrida, en un rincón poco iluminado, aquellos ratos en el hospital, nuestras miradas furtivas, a hurtadillas, nuestros roces en el bar... Y siempre mi ruego constante: No lo hagas. No te cases. Y junto a mi ruego sus lágrimas: me matarían a mi o a ti, que es peor... no puedo hacerlo... mi familia... mi novio.
- Déjame hablar con ellos – Le dije un día.
- Estás loco, te matarían – Respondió.
- Tu eres quien está loca, no es motivo... no estamos en los años treinta. Deben ser civilizados. – Su mano se posaba sobre mi boca, como tantas veces.
- No, no tengo miedo por mi. Tengo miedo por ti, si se enteran te buscarán. No importa lo que me pueda pasar a mi, te lo juro: sólo me importas tu.
- Por favor, Elvira ¿cómo crees que voy a vivir sin ti? Eres mi vida, moriré si me dejas. - Sus grandes ojos negros se empañaban. Las lágrimas rodaban por su mejilla, silenciosas, llenas de amargura y dolor. - Déjame hablar con él, con tu novio, con todos... – Insistía.
- El mayor problema son mis padres, mi padre es militar, de los de la guerra en África, con Franco. El honor es algo para lo que vive, su razón de ser, no lo entendería. Ha concedido mi mano, todo está preparado para el.. el día de la boda: las invitaciones, los familiares... Mi novio es una buena persona. Creo que, bueno no sé, lo entendería... pero mi padre nos mataría a los dos.
- Tu novio ¿también es militar? - Pregunté
- No, él es policía nacional.
- Jóder – Exclamé. – Y si, ¿y si nos fugamos como lo habrían hecho nuestros abuelos? Yo estoy dispuesto a irme contigo a cualquier parte. Ahora mismo. Nada me ata aquí. – Ella sonrió, borrando las lágrimas con un pañuelo. No dijo nada y pasó su mano por mi mejilla en una caricia dulce, de nuevo tapó con extrema delicadeza mi boca, luego me besó.
- No hables más, bésame... – Susurró a mi oído.
El sábado siguiente Elvira no acudió a la cita. Esperé casi dos horas, el tiempo que supuestamente teníamos para estar juntos, sentado en el interior del coche, fumando cigarrillo tras cigarrillo, encendiendo uno con la colilla del otro. No llegó. Con un dolor inmenso y una terrible opresión abandoné el lugar de la cita y permanecí el resto de la tarde y parte de la noche junto al teléfono esperando una llamada que no se producía. Las ideas y el miedo se amontonaban en mi mente, las conjeturas hacían presa en mi. Solo, en aquella casa que habitara tras mi separación, el dolor se acentuaba con el silencio del teléfono. Descansaba en el sofá, reclinado sobre uno de los incómodos brazos. El sueño comenzaba a vencerme y su bajo su influencia la imagen de un general de infantería avanzando hacia mi, su sable enarbolado, sonriendo. Me sobresaltó, abrí los ojos, respiré profundamente, estiré la espalda y sentí como crujían todas las vértebras. El cuello me dolía y el brazo derecho asemejaba corcho, no podía mover la mano, un terrible cosquilleo entorpecía mis dedos. A las doce sonó el teléfono. Salté agarrándolo antes del segundo timbre. Pregunté y en mi voz se reflejó el más puro temor:
- ¿Sí, quien es?
- Hola, soy...
- ¡Elvira! – La interrumpí. – ¿Qué ha pasado, estás bien? – Pregunté.
- Sí, no te preocupes, estoy bien. Esta tarde ha venido a casa mi.. – dudó – mi novio y era como si supiera lo nuestro. No ha dicho nada pero he sentido algo extraño en su mirada, como un aire de recriminación. Te dije que hoy podíamos vernos porque mis padres se iban al pueblo, la excusa para quedarme era el supuesto examen del lunes en la academia, para el pase a oficial administrativa. Les dije que necesitaba estudiar, que no podía ir. Mi novio, dijo que mejor si me quedaba en casa, que estudiara... se han ido todos, pero muy tarde, hace poco más de una hora, mis padres al pueblo y él a comisaría, tiene guardia.
- ¿Estás sola? ¡Podemos vernos ahora mismo! – Dije poniéndome en pie.
- Me han encerrado en casa, con llave, desde fuera – Su voz sonó como un susurro, tímida de vergüenza.
- ¿Encerrada? Pero tendrás llave, podrás abrir la puerta - Respondí
- Tengo llave pero si se cierra el cerrojo desde fuera no se puede abrir por el interior y ellos lo saben. Estoy encerrada, no puedo salir – Durante unos instantes permanecimos en silencio, al fin dije:
- Voy a verte.
- ¿Cómo, aquí? No podrás entrar, ya te he dicho que...
- Podré. – La interrumpí - Cuando llegue pulsaré una vez el timbre desde el patio, te asomas a la ventana y dejas caer la llave envuelta en un trapo, con algo que pese un poco para que no se cuele en algún otro balcón. Luego subo, abriré desde fuera. Pasaremos la noche en tu casa. ¿De acuerdo? – Se produjo un silencio interrumpido al poco por la voz de Elvira quien, en tono cálido y como un susurro dijo:
- De acuerdo, te espero... no hagas ruido por favor...
En menos de diez minutos abandonaba la casa tras refrescarme un poco. Conduje rápido entre las callejas de la ciudad vieja, enfilé la gran avenida y media hora después, llegaba junto al portal de su casa. Aparqué el coche justo frente al patio, bajé tras esconder el radio cassette bajo el asiento del conductor y colocar una cadena de sujeción al volante. Hice sonar el timbre del portero electrónico una vez y me situé bajo los balcones, alcé la vista y al poco Elvira apareció en el balcón del cuarto piso. Pude ver entre las sombras de la noche su hermoso rostro, su pelo al viento y su sonrisa. Dejó caer un pañuelo de hilo dentro del cual había depositado las llaves y una pequeña figura de bronce a modo de lastre. Lo cogí al vuelo.
Subí andando los cuatro pisos sin encender la luz, utilizando la barandilla a modo de guía. Al poco de entrar, cuando me encontraba situado entre el segundo y tercer piso, la escalera se iluminó y la luz me sorprendió obligándome a entornar los ojos, me agaché junto al pasamanos. El ascensor comenzó a subir, yo observaba. Quedé parado entre pisos, oculto en la escalera fuera del campo visual de la puerta de cristal del camarín del ascensor, a la espera. Vi pasar junto a mi la caja del elevador, continuando su ascenso hasta llegar al cuarto piso, respiré tenso. Siguió subiendo hasta detenerse en el séptimo. Observé el reloj a la vez que me incorporaba, la una de la madrugada. Permanecí quieto a la espera de que de nuevo reinara la oscuridad para continuar el ascenso, dos minutos y de nuevo las sombras cubrieron mi alrededor y por un momento fui incapaz de distinguir objeto alguno. Subí en silencio, de puntillas, a tientas, utilizando la barandilla cual lazarillo. Llegué al cuarto, una débil luz que se colaba por debajo de la puerta, golpeé suavemente con la punta de los dedos sobre la chapa de madera y permanecí a la escucha, otros golpes respondieron a los míos. A tientas introduje la llave en el ojo de la cerradura y acerté a abrir. Nos abrazamos en silencio.
- Espera que cierre de nuevo la puerta, por si acaso. - Dijo Elvira.
- ¿No dijiste que se han ido para el fin de semana?
- Sí, pero... por si acaso. Es mejor mantener el máximo de precauciones – Insistió. Volví a abrazarla. Ella tomó de mi mano las llaves y pasando su brazo tras mi cuerpo dio dos vueltas de cerradura. Apagamos la luz del recibidor y caminamos a lo largo del estrecho pasillo, viejas láminas de barcos colgaban de sus paredes. Tres puertas a la izquierda y dos a la derecha, permanecían todas cerradas salvo la última de la izquierda: su dormitorio. Frente a él una doble puerta de madera daba acceso al salón comedor desde el cual se pasaba a la cocina. Entramos, una cama individual deshecha se encontraba a la izquierda, al fondo un armario de tres puertas, a la derecha frente a la cama, un escritorio iluminado por un pequeño flexo, sobre él un póster de los Beatles: el de su película Help. Permanecí de pie, junto a la cama observándola, ella dirigió su mirada hacia el suelo, ambos sabíamos lo que iba a suceder y lo deseábamos. La besé y permanecimos unidos por el beso durante largo tiempo. Desabrochándose la bata la dejó caer a sus pies, contemplé su cuerpo desnudo. ¡Que hermoso! Necesitaba acariciarla. Mis manos tomaron sus hombros y se deslizaron hacia los pechos, su piel cálida, tersa y suave me trasmitía mil sensaciones de amor. Caímos sobre la cama, confundimos nuestros cuerpos.
Dos horas después aún permanecíamos acostados, desnudos, abrazados cuerpo con cuerpo, su cabeza sobre mi pecho, la melena como un abanico sobre sus hombros. Acaricié su espalda deseando que el tiempo no pasará. Ella tomó mi mano entre las suyas y la besó.
- ¡Qué buenos eran!
- ¿Cómo?
- Los Beatles, mirando ese póster de Help recuerdo su música, eran geniales.
- Adoro Girl... – Dijo Elvira a la vez que un chasquido la interrumpió. Me incorporé, ella aferró las sábanas entre sus manos.
- ¡Es el ascensor! – Dijo Elvira – Son ellos, ¡han vuelto! ¡Dios mío!– Gimió.
- ¡Mejor! así se acabará todo. Yo les hablaré, seguro que lo comprenden, si te quieren...- Me puse en pie.
- ¡No, por favor! Te matará. El... lleva siempre la pistola encima... – Estaba aterrorizada. Me agarraba del brazo al tiempo que recogía apresuradamente mi ropa. Suplicaba mi silencio. Tomé la ropa que me ofrecía y pregunté:.
- ¿Qué quieres qué haga... donde me escondo?.
- ¡Ahí, en el armario...! No. Mejor bajo de la cama. ¡Corre! – Tumbado en el suelo rodé sobre mi cuerpo bajo la cama. Se escuchó el cerrojo de la puerta al abrirse Menos mal que Elvira había cerrado desde dentro, pensé. Aunque deseaba que nos hubieran sorprendido, quizás hubiera sido los mejor, todo habría acabado esa misma noche.
- Hola, Elvira ¿no duermes? –Era una voz masculina, dura, firme y áspera.
- Hola papá. Es que tengo mucho que estudiar. ¿Cómo es que habéis vuelto tan pronto, pasa algo malo...? – Pregunto Elvira forzando naturalidad. Yo desde mi situación solo acertaba a ver unos zapatos negros de hombre y unos calcetines blancos. Pensé que el gusto del militar no era muy acertado. Al fondo, a los pies de la cama, entre la sábana que colgaba y el suelo asomaba la punta de uno de mis zapatos. Abracé el envoltorio con la ropa y comprobé que efectivamente dentro solo había uno. Aquel zapato indiscreto sin ninguna duda era mío. Mi postura tumbado a lo largo de la cama hacía imposible que pudiera alcanzar el zapato con las manos. Comencé a sudar. Ahora no quería que me descubrieran, la situación era ridícula y vergonzosa. Estiré el pie derecho, doblé los dedos e intenté pescar el zapato sin hacer ruido. La voz del hombre sonó otra vez:
- Tu madre, hija, tu madre. Se ha puesto enferma cuando estábamos llegando al pueblo; un cólico y no llevaba sus pastillas. Le he dicho que no pasaba nada, que podíamos buscar una farmacia de guardia pero no ha querido. Dice que prefiere estar en su casa por si hay que llevarla al hospital. Ha ido directa a la cama.
Mi pie seguía haciendo malabarismos intentando introducir los dedos dentro del zapato y arrastrarlo hacia mi. Sudaba como un cubito de hielo. Apretaba la ropa contra mi pecho como si eso facilitara mi estiramiento. De pronto, el zapato cobró vida y se metió debajo de la cama. El impulso provino del pie del hombre que lo había golpeado al marchar. No le dio importancia, debió creer que golpeaba alguna zapatilla de su hija. Escuché la puerta al cerrarse. Elvira susurró:
- No salgas. Ya te avisaré. – Afirmé con la cabeza, como si ella pudiera verme, mantuve el silencio.
Eran las cinco de la mañana y seguía apretando contra mi pecho aquel saco de ropa, de mi ropa. Sentía el cuerpo dolorido y aún a pesar de ello el sueño me vencía. La voz de Elvira me despejó:
- Sal. ¡Ahora! Creo que ya están todos dormidos. Al menos mi padre es seguro que duerme, le oigo roncar, mi madre no sé... – Al fondo se escuchaba como un bramido. Pobre madre, pensé. Salí arrastrándome y una vez fuera, sin levantarme del suelo rodé sobre mi cuerpo, metiendo la cabeza de nuevo bajo la cama, ahora por la zona de los pies.
- ¿Qué haces? – Preguntó Elvira en voz baja
- El zapato, me falta un zapato. – Respondí.
Al ponerme en pie, por fin, sentí como mi cuerpo se quejaba y me pasaba factura por el sufrimiento. Me estiré y mis huesos crujieron; el rosario de vértebras de la espalda se quejó. Mi pierna izquierda dormida se negaba a cumplir mis ordenes, la sentía como una bota ortopédica.
- Vamos, sígueme. Por favor, no hagas ningún ruido. – Asentí con la cabeza y le hice un gesto con la mano indicando esperara. Dejé caer toda la ropa sobre la cama, abrí la camisa y dentro de ella coloqué los pantalones con los que previamente había enrollado los zapatos. Me puse el calzoncillo y tomé el paquete resultante con ambas manos.
- Vamos. – Dije.
- Ninguna luz nos alumbraba el camino, tan sólo la que se colaba bajo la puerta del dormitorio de Elvira, ella no tenía dificultades para caminar entre las sombras, era su casa y la conocía perfectamente, yo me dejaba guiar colocando una mano sobre su hombro. Recordaba las láminas de la pared y procuraba mantenerme alejado de ellas. Tomó mi mano de su hombro y me arrastró como un lazarillo tras ella. El paquete lo sostenía con el brazo izquierdo doblado sobre mi pecho, apretado. No sé como sucedió pero uno de mis zapatos escapó de su encierro y fue a caer sobre las baldosas del suelo produciendo un ¡cloc! que nos estremeció. Sentí como si el golpe lo hubiera recibido sobre la garganta, sentí un golpe dentro del pecho, y el pulso se acentuó en las sienes. A través de su mano, Elvira me transmitió un temblor.
- ¿Eres tú, Elvira, estás bien? – Dijo una voz al fondo del pasillo, a la vez que bajo una de las puertas aparecía un rayo de luz. Era la voz de una mujer, la madre de Elvira, pensé. Sonaba adormecida. Por un momento temí que la puerta se abriera dando paso a la mujer.
- Sí, mamá. Voy al baño, estoy bien. Duerme, no te preocupes – La voz de Elvira sonó como la de un ángel salvador, sin titubeos. La luz bajo la puerta se apagó. Cada instante que transcurría me sentía peor, más ridículo. Aquella situación comenzaba a resultarme insoportable, deseaba gritar y salir de allí cuanto antes. Éramos dos adultos que se escondían como niños por temor a que su amor prohibido fuera descubierto. Un destello iluminó el pasillo, por un momento me sobresalté. Ante mi, inmóvil, la imagen de un hombre semidesnudo portando un bulto entre sus brazos. Me confundió unos instantes hasta que comprendí que era mi propia imagen reflejada en el espejo del mueble del recibidor. Cerré los ojos y apoyé la espalda por unos segundos sobre la pared, la taquicardia me impedía respirar con normalidad. Al llegar junto a la puerta Elvira, volviéndose hacia mi, me beso y dijo en un susurro:
- No bajes en ascensor y vístete en el patio. - Me entregó el zapato caído. Tras de mi la puerta se cerró en silencio. Dejé a mis pies el paquete de ropa y de nuevo apoyé la espalda contra la pared del rellano de la escalera, respiré profundamente e intenté tranquilizarme, todo había pasado ya. Una mínima luz se colaba por la claraboya de la escalera. Me puse la camisa, luego los pantalones y apoyando la mano izquierda sobre la pared me coloqué uno y otro zapato. El silencio era total. Busqué la barandilla y la así, me llevó hasta el patio sin mayores dificultades. En la calle alcé la vista hacía la ventana del cuarto de Elvira, una luz se apagó.
Aquella noche soñé de nuevo con el militar que enarbolaba un sable y me perseguía. Era un hombre enjuto, de grandes ojeras, con el pecho cubierto de medallas, grandes correajes cruzaban su torso, sus botas golpeaban el suelo y éste vibraba bajo sus pies. Su boca se abría, se desencajaba, y babeaba insultándome. Desperté, salté sobre la cama completamente sudado en el momento en que el militar arrancaba mi cabeza de un certero golpe.
Durante los días que siguieron, mi vida fue un completo caos. Me sentía incapaz de seguir con las tareas habituales. Mi mente se encontraba bloqueada por la imagen de Elvira. Infinidad de pensamientos me embargaban y uno parecía repetirse incansablemente: mi separación definitiva de Maráa de las Mercedes, si me separo, si definitivamente termino con mi matrimonio ella lo hará, le dará valor... Decidí hablar con María de las Mercedes, la innombrable y contarle todo, pedir la separación. No sentíamos nada el uno por el otro desde años atrás, y ya hacía algún tiempo que ni tan siquiera vivíamos bajo el mismo techo. Nuestro matrimonio había sido una pura farsa, ella era de izquierdas al igual que yo, no pondría pegas, lo comprendería.
Toda la ideología de izquierdas de María se esfumó al escuchar mi petición. Sus reivindicaciones fueron absurdas, sus reproches infinitos, sus insultos mezquinos. Me mantuve en mi decisión hasta el final. A partir de aquel momento y durante los años siguientes, me persiguió como una maldición, fue un autentico calvario. Día tras día, noche tras noche ”la innombrable” me asediaba, me asfixiaba con recriminaciones que se prolongaban durante horas interminables. Las conversaciones telefónicas se eternizaban y yo me veía incapaz de cortar. Al día siguiente ella aparecía normal, como si nada hubiera pasado, yo amanecía destrozado. Se repetía el asedio hasta que, harto, cuando escuchaba su voz al otro lado del teléfono, colgaba sin más explicaciones. Ello hacía que la llamada se repitiera de nuevo y el final no era otro que mantener descolgado el auricular, dejar la línea telefónica comunicando. Después de mi primera conversación con la innombrable le conté a Elvira lo sucedido:
- ¿Por qué lo has hecho? – Preguntó.
- No puedo seguir unido a ella, de ninguna forma, me asfixiaba. Ya no lo soportaba – Respondí. Ella cerró los ojos como si sus párpados pudieran contener aquellas lagrimas que asomaban y por fin escapaban. La abracé y caminamos por el parque central, entre niños que corrían y madres que les observaban atentamente pendientes del ir y venir de los pequeños. Nos sentamos a la sombra de unos enormes árboles y permanecimos en silencio largo rato. La tarde resultaba agradable y el sol comenzaba su huida diaria. Sentado sobre el banco situado frente a nosotros un anciano miraba a Elvira, pensé: Observa su belleza. Y así debía ser, la mirada del hombre era limpia. Rodeé con mi brazo derecho sus hombros y la atraje hacia mi. Ella dejó caer su cabeza sobre mi pecho. Una suave brisa levantó tímidamente el negro pelo de Elvira. Besé su frente. El viejo nos miró sonriendo. Bajo la atenta mirada de las madres, los niños corrían tras las palomas que los evitaban una y otra vez como participando en aquél juego infantil.
Anochecía cuando abandonábamos el parque, por primera vez pregunté a qué se debía aquella especie de miedo reverencial que profería hacia su padre. Elvira me explicó que al poco de nacer ella, su padre había sido destinado a Melilla y ella fue criada por la abuela de Cuenca,. La abuela Rosario la cuidó y fue en realidad su auténtica madre. Pasó con ella el sarampión, sus primeros amores y el trauma de su primera regla. La tuvo en el colegio, se asustó temiendo haber reventado por dentro. Sujetándose el bajo vientre con ambas manos había acudido al despacho de la madre superiora llorando: Llora hija llora, eso es la señal del pecado, reza y se te pasará, aquellas fueron las palabras de la directora. Ella rezó aquel día, y el siguiente y el otro hasta que al fin el pecado desapareció. Pero volvió a aparecer al mes siguiente, y esta vez no lo ocultó a la abuela quien limitada por la vergüenza y pudor de la época le explicó, a su manera, la fisiología de la joven. A los dieciséis años las separaron, el padre había logrado el traslado a la ciudad. Elvira nunca se sintió unida a sus padres y el respeto que les profería era mezcla de respeto y falta de confianza hacia unos extraños.