Ala izquierda del tríptico

DIABLOS E INFIERNOS

Existe un punto de llegada, pero ningún camino.

KAFKA.

El cosmos declina.

PINTADA ANARQUISTA EN EL METRO DE MADRID.

La exposición, en el verano del año siguiente, se inauguró con un gran éxito mediático y de público. Además de las grandes obras del Prado y del monasterio de El Escorial, llegaron varias obras maestras, como las Tentaciones de San Antonio de Lisboa; el Tríptico del Juicio Final de Viena; La caída de los ángeles rebeldes, El arca de Noé en el Monte Ararat, de Róterdam; La crucifixión de Santa Julia y dos de los cuatro postigos del Palacio Ducal de Venecia: el Paraíso terrenal y La caída de los condenados; El barco de los locos, del Louvre. Además del San Juan en Patmos de Berlín, El San Juan Bautista del Lázaro Galdeano, y La muerte del avaro, de la National Gallery de Washington. También algunos dibujos como El campo que ve y El árbol que oye, de la galería de la Albertina, de Viena. Todos los periódicos españoles y europeos destacaron la alta calidad y riqueza de las obras de El Bosco reunidas, quince, y su colocación, en unos pedestales que permitían contemplar los reversos de las grisallas en los trípticos, así como de la recreación virtual en 3D del estudio del pintor, los estudios técnicos sobre los cuadros más importantes y sus arrepentimientos, puestos de manifiesto por la reflectografía infrarroja, los rayos X y los ultravioletas.

Los afortunados que asistieron a la inauguración comentaron maravillados que aquel había sido un día histórico en lo que respecta a este tipo de exposiciones. Además de las obras bosquianas, en una sección se podían contemplar cuadros de continuadores de El Bosco —Patinir, Brueghel, Petrus Chistas— ilustrados por música de la época interpretada en vivo por un grupo especializado, Hesperia 21.

Pero, en especial, lo que se destacó como curioso fue el lugar donde aguardaba un pedestal vacío con la leyenda «A los cuadros desaparecidos de Hieronymus Bosch». Allí, proyectadas desde la pared, se sucedían recreaciones virtuales de artistas contemporáneos que reinterpretaban las creaciones bosquianas. Entre ellas, una de Himiko, La ballena y Jonás, donde se veía un cetáceo en el vientre de un profeta.

Yo no pude asistir al gran día. No tenía cuerpo. Esa misma mañana había acudido, con Himiko y algunos amigos, al entierro de Jerónimo Díaz en las montañas de León. Himiko no quiso incinerarlo.

—Después de cómo ha muerto no quiero yo completar el trabajo del fuego, y menos en alguien que escapó de las cámaras de gas y del crematorio en los campos de concentración. Mejor enterrarlo en la tierra que le vio nacer.

Desde que fue afectado por el fuego, Jerónimo entró en una espiral de declive y abandono, en una rara serenidad, que le duró más de un año. Sabía que pronto llegaría el fin y, a menudo, en el hospital, se quedaba mirando por la ventana, aparentemente ido, el único punto de luz que le dejaba ver el espejo negro que le velaba los ojos. Himiko, que no se hacía ilusiones, decía que simplemente estaba alcanzando la paz. El viejo anarquista no pudo superar una crisis cardíaca —afectado el corazón por el impacto de todo lo vivido en el último periodo de su vida, o porque tenía ya que tocarle— y se fue con los ojos abiertos, rechazando las últimas inyecciones de morfina contra el dolor. «Quiero enterarme de lo que pasa. No quiero estar dormido en esta experiencia por nada del mundo». Después del entierro, los dos nos fuimos a pasear por los montes y acabamos abrazados. El jarrón seguía roto, aunque se pegara con la cola del cariño, pero así afirmamos, de una manera animal e instintiva, nuestro deseo de sentir y de vivir.

De vuelta en el coche, Himiko sacó una bolsa de cuero y un sobre.

—Jerónimo quería que, cuando muriera, te diera esto.

—¿El espejo negro? ¿Pero no era algo valioso para él? Quien debe conservarlo eres tú, que además eres artista.

—Tendría sus razones para ello. Según él, tú lo necesitabas más. Yo le prometí que cumpliría con su deseo. A mí me dio muchas más cosas.

Abrí el sobre buscando una carta, una explicación. Pero no había tal. Lo que contenía era una impresión del cuadro Jonás y la ballena sacada con el reflectógrafo. La extrañeza dio paso al asombro. Acostumbrado como estaba a ver la imagen de ese tipo de estudios, me sorprendí de lo que veía.

—Es lo que nos dio tiempo a hacer en el taller de Herbert, con el reflectógrafo que había traído Flebus. Solo pudimos realizar una pasada sobre el cuadro.

—¿Era el original o la copia? Aquí no parece haber nada debajo, ningún arrepentimiento, ningún diseño inicial...

—Era el original. O lo que creímos que era el original. Jerónimo tenía una sospecha y quería corroborarla. Aquel cuadro que copió para Mainger era ya una copia. No hay que olvidar que El Bosco fue uno de los artistas de la época más copiados. Estábamos en eso cuando llegaste, nadie dijo nada porque habría sido un jarro de agua fría.

—Ya decía yo que era muy raro que Jerónimo atentara contra la obra de su vida. O sea, que todos nuestros afanes hubieran sido vanos.

—Bueno, no estaba hecha por el maestro, pero sin duda era una copia contemporánea de una de sus obras. Tenía su valor. Sobre todo porque se ha perdido el original.

Lo primero que pensé es que muy pocas cosas son lo que parecen. Ni los cuadros, ni los diamantes, ni siquiera Saint Germain. En la vida, como en los cuadros de El Bosco, todo era cambiante, materia de transformaciones...

—Siempre me intrigó lo de Saint Germain. Nunca te lo pregunté y es algo que me ha reconcomido hasta ahora. ¿Por qué Jerónimo estaba tan seguro de que era él para darle la tabla? —pregunté a Himiko.

—No sé las razones, pero yo dudo que, tal y como me contaste, aquella persona fuera un delincuente internacional. Los diamantes que nos dio eran de buena calidad. Jerónimo los vendió y donó su importe a causas sociales.

Nada me extrañaba ya de aquella historia. Como tampoco el desenlace final, mi salida del Museo de El Prado.

Naturalmente, mi ausencia de la ceremonia de inauguración, aunque estaba justificada, sentó muy mal entre las altas esferas. Recién acabada la inauguración, en el contestador de mi teléfono móvil quedó grabada la comunicación oficial de que prescindían de mis servicios.

El marqués —que había renunciado a la presidencia del Patronato del museo—, asediado por su situación y después de protagonizar un escándalo al intentar vender diamantes falsos como auténticos, se declaró en quiebra y tuvo que vender parte de su exclusiva colección para eludir la cárcel. Final Robin Hood, la justicia poética del Bosque Ducal.

Después de todas las aventuras que vivimos juntos, mi relación con Himiko derivó en una buena amistad. Es la única persona que de vez en cuando me arrastra a una galería. De tarde en tarde, cuando está en España camino de algún paraje exótico, me tomo un café con Raquel, divorciada del marqués, al que le sacó una buena tajada. Y luego está Carmen, que llegó, como un regalo de Reyes, un mágico 5 de enero. Con ella estoy aprendiendo a amar, y eso me gusta.

He vuelto a dar clases en la universidad y he dejado de ser comisario de exposiciones. Después de la fama que se ha corrido sobre mí —con bulos fabulosos—, nadie en su sano juicio osaría contratarme para cualquier evento. Y, la verdad, no lo extraño. Gano bastante menos, pero me gustan mis alumnos, los pocos que quedan ya, en un universo en el que el arte y su estudio han pasado a un lugar secundario. Todos tenemos nuestros espejos negros. Yo descubrí el mío en aquel viaje para recuperar el Jonás. La búsqueda del cuadro me hizo comprender muchas cosas de mi lado oscuro. De hecho me cambió la visión de la vida, me rebanó el ego, no soy el mismo desde entonces. Acabó con mi miedo, que era el miedo a la vida, algo que, sin ser del todo consciente, tiene mucha gente. Ahora me fijo en lo más importante. En vivir, en amar, en reír. De vez en cuando, cuando me asalta la tristeza o cierta melancolía, me abismo en el espejo negro que me regaló Jerónimo y me sereno. Es mi secreto mejor guardado. Luego, desde ese espacio y ese tiempo, escribo: he acabado una novela que espero publicar algún día.

En lo que respecta a El Bosco, no pierdo la esperanza de que antes de que me vaya de este mundo, alcance a ver la pintura original de Jonás y la ballena. Tiene que estar en alguna parte. Sería uno de los mejores regalos que me podría dar esta existencia. Viví una experiencia intensa y maravillosa a lo largo de varios meses y algo se prendió en mí. He comenzado investigaciones para averiguar cuál fue el destino del resto de los cuadros desaparecidos del maestro de s'Hertogenbosch. Por lo demás, sigo consultando a veces el tarot —humildad y paciencia son sus mensajes—, y el I Ching. Invariablemente, dos de cada tres veces me sale el mismo exagrama, el 13: la perseverancia trae ventura. También en la novela de la vida. De momento no tengo nada más que añadir.

FIN

Madrid, 2011