Capítulo VI

Jasón/Jonás

Tripulantes, este libro que no tiene más que cuatro capítulos, cuatro hitos, es uno de los cordeles menores en la firme amarra de las Sagradas Escrituras. Y sin embargo, ¡qué profundidades del alma sondea la profunda plomada de Jonás! ¡Qué lección tan importante constituye para nosotros este profeta! ¡Qué cosa tan digna aquellos cánticos en el vientre de la ballena! ¡Cómo ondula y qué magníficamente estrepitoso! Sentimos que nos pasan por encima las ondas, recalamos en él hasta el fondo cenagoso de las aguas; nos rodean las algas y el limo del fondo del mar.

HERMAN MELVILLE,

Moby Dick.

La inauguración de la muestra de Himiko tendría lugar en una galería alternativa, nave de ladrillos vistos y paredes blancas, luces altas, colas de neón: espacio novedoso en el Dos de Mayo, un barrio atípico de Madrid para los negocios de arte. Allí tenía la cita. Resultaba curioso que, años atrás, en aquel local se situara La Bodega de Corto Maltés —nombre de uno de sus héroes favoritos—, un lugar que Javier Carreño había frecuentado antes de que cambiara de nombre y él perdiera el interés en el nuevo garito.

En aquel reducto creativo, diseminadas por paredes, huecos y vanos, se desplegaban las propuestas y las instalaciones de Himiko. La primera que vio al entrar se llamaba Shunga: la retroalimentación del círculo vicioso, y tenía algo de perverso, un montaje con televisores que emitían películas eróticas, ordenadores y cámaras en circuito cerrado, sacando sus propias imágenes, los objetos-sujetos devorándose a sí mismos. Las películas eran animaciones de un curioso arte erótico, el shunga, creado en Japón desde comienzo del XVI, que exaltaba lo pornográfico, exponiendo sin reservas el amor carnal.

Algunos cuadros exploraban y explotaban esa veta shunga —literalmente, «imagen de primavera»—, y otros estaban compuestos de golpes de color, mezcla de cómics, hiperrealismo, collages, perspectivas aéreas entre Magritte y Chagall, también El Bosco o Brueghel; por momentos brillante, por momentos extraña. Destacaba un retrato de mujer con espejos en vez de ojos, colocado el espectador en unas marcas exactas en el suelo, el retrato devolvía la imagen del cuadro con su propia mirada, reflejo inquietante. En una instalación horizontal, un espejo se alojaba en el pubis desnudo de una mujer tumbada. Si se miraba desde la posición adecuada, el ojo se quedaba prendido en aquellas caderas femeninas, donde asomaba. Un sexo-ojo que sugería muchas cosas.

Le extrañó una composición pictórica en un panel, una pintura, como un espejo roto, que reproducía fragmentos de un cuadro que parecía de El Bosco. De hecho, se titulaba El espejo de El Bosco/Bosque. Los detalles, finamente pintados, recreaban un mundo marino, de barcos y extraños animales, y también la figura de un eremita, todo detrás de unas raíces que dificultaban la visión, las ramas del bosque.

«Habilidoso», pensó Javier, que echó una mirada en rededor para encontrar a la artista. No conocía a ninguna de las personas que contemplaban los cuadros y los montajes donde se alternaban espejos, cámaras, luces y figuras recortadas. Hacía más de quince días que no veía a Himiko. La culpa la había tenido, entre otras cosas, un viaje a Lisboa, al Museo Nacional de Arte Antigua, donde había negociado con el director portugués la cesión de Las tentaciones de San Antonio. Para conseguir aquella obra, considerada una de las referencias del museo, Antonio Vasconcelos le había pedido la cesión de otro tríptico del Prado, como La adoración de los Magos o la tabla homónima para una exposición temporal un par de años antes que la del Prado.

—Todos preparamos el 2016. No podemos competir con vosotros, pero ya hemos hecho exposiciones especiales, como los Confrontos o comparaciones, que hicimos con el Tríptico del Juicio final del taller de El Bosco y el de las Tribulaciones de Job, de un discípulo, ambos del museo Groninge, de Brujas. Precisamente el año del quinto centenario de la muerte de El Bosco publicaremos el resultado de una serie de exámenes científicos del equipo del proyecto internacional Bosch Research & Conservation Projet. En nuestro caso, el tríptico está lleno de arrepentimientos, algunos se pueden ver a simple vista. Sería muy interesante ver lo que hay pintado debajo.

Eran peticiones no desmesuradas, pero que requerían la aprobación del director del Prado. Al menos, había disfrutado de aquel viaje a aquella ciudad blanca y mágica que desde siempre le había fascinado. Se alojó en As janelas verdes, un hotel al lado del museo, y en aquellos dos días visitó sus sitios favoritos, algunas librerías del Chiado como la de Artes y Letras, frente a la iglesia de San Jorge —con su sillón de barbero y sus máscaras africanas— y el cementerio de los placeres. Solo a los portugueses se les podía ocurrir llamar así a un cementerio.

Cuando regresó del viaje, que iba a contar en seguida a Himiko, se encontró con que la pintora había interrumpido su copia de El jardín en el Prado sin previo aviso, lo cual no dejaba de intrigarlo. Tampoco respondió a sus llamadas y mensajes. Había preguntado, sin obtener ningún dato, al encargado del material que los copistas guardaban en una pequeña sala, cerca del taller de restauración.

Mientras esperaba que en algún momento diera señales de vida, fueron pasando las jornadas, enredado en aquel informe maldito, aquel plan esbozado a medias y que tenía que presentar en la próxima reunión del Patronato, antes del viaje a Venecia, donde lo esperaba la negociación con los responsables de la colección de pintura del Palacio Ducal. De hecho, debía haberse quedado a trabajar en su casa, en vez de acudir expectante a la llamada. Como diría su ex amante Raquel, más que un típico tauro, parecía un diletante, exigente y caprichoso virgo.

Aquella desaparición de escena intrigaba a Javier Carreño. No sabía las razones de Himiko y el comisario suponía que en algún momento reaparecería con una explicación lógica. Era una incógnita más de una mujer encantadora y atractiva que claramente lo atraía, imán femenino que movilizaba un interés erótico que creía adormecido.

Y de pronto había sucedido. Un mensaje en el contestador avisando de la exposición, lugar, fecha y hora, había resuelto, de momento, una inquietante perspectiva: que no volviera a verla. Por eso se había presentado allí y la buscaba entre la fauna local.

Tan interesante como las propuestas de la creadora era la variopinta reacción del público, visión a la que se entregaba sin recato cuando una joven, vestida con un traje ceñido, hecho de espejos rectangulares, mezcla de armadura medieval y futurista, llegó hasta él. La figura, maquillaje en claroscuro, luna menguante, llevaba una linterna en la cabeza, una luz en el pecho, una cámara en una mano y un espejo redondo en la otra. Cuando se fijó, descubrió que era Himiko, ejecutando una performance audiovisual, complemento de la obra expuesta. La mujer de fuego se había transformado en la mujer de los espejos: luces y lentes, luz rebotada.

«Buenas tetas y buen culo, el vestido como un guante», pensó Javier mientras la miraba con intención, la libido asomando a los ojos, hasta que se percató de que su imagen estaba siendo proyectada en una enorme pantalla plana desplegada en el fondo. «Vaya, detrás de una mujer que me gusta, siempre hay una cámara», pensó.

—Todos estamos llenos de reflejos. Unos son amables, nos gustan, y otros son oscuros, desagradables, los aborrecemos —le decía Himiko, misteriosa, al oído—. Fluctuamos entre la máscara y la sombra, sin desprendernos de una ni comprender la otra. Siempre proyectamos nuestras limitaciones, nuestros engaños, sobre lo que se nos muestra. Y siempre hay algo detrás que se nos escapa. Lo más oculto se encuentra en lo más evidente.

Sonreía Himiko mientras se alejaba con la cámara. Javier se sintió incómodo. Al rato, tras varias pasadas entre los grupos, la pantalla plana dejó de enseñar reacciones y reflejos más o menos espontáneos y la joven creadora emergió hasta él, vestida con la armadura reflectante, pero sin sus artilugios audiovisuales, cosa que Javier agradeció. Había una faceta exhibicionista, ególatra, en el arte contemporáneo que le molestaba íntimamente. Le hubiera gustado ser menos rígido, pero qué le iba a hacer, en eso era de la vieja escuela.

—Hola. Me alegro de que estés aquí. Más sabiendo que esto no es lo tuyo —lo saludó Himiko con un beso.

—¿Y por qué no? —mintió él—. El arte es para todos. ¿O no es ese el mensaje de la cámara? Todo puede ser objeto de transformación, hasta el acto de una inauguración...

—Correcto, te sabes el manual. Pero además me alegro de verte porque quiero hablar contigo.

—Ya estamos hablando.

—Espera, tengo que saludar a unas personas y después soy toda tuya.

—Qué más quisiera yo —suspiró Javier ante la sonrisa de la pintora, a la que fue siguiendo con la mirada. Lo mordió un aguijón de celos cuando vio cómo era recibida, sobre todo por el público masculino del grupo que la saludó. Era evidente que cautivaba. Tenía algo fresco, una sensualidad que desprendía a su pesar, que se manifestaba en simpatía, desparpajo y gracia, los ojitos, pequeños, brillando con mucha vida. Era deseable y deseada. Mujer inquieta, difícil de conseguir, fácil enamorarse de ella. Una ruina.

Decidió seguir curioseando, mirando las obras con distancia y perspectiva, atento al desmarque de Himiko. Este se produjo pasados diez minutos. Casi de improviso llegó hasta él.

—No te he presentado porque luego todo se dispersa, nos enrollamos y lo que quería es verte un rato. Te preguntarás por qué no he ido por el museo desde hace tantos días. Y por qué no he contestado a las llamadas y a los mensajes.

—Bueno, me había acostumbrado a los ritos diarios. En seguida se engancha uno a lo bueno. ¿Cómo estás? ¿Cómo está tu abuelo, el gran Jerónimo?

—Bien, gracias... Pues de eso se trata. Aparte de la vista, que cada vez la tiene peor —padece una degeneración macular, de momento leve—, mi abuelo cogió una pulmonía y tuve que internarlo en el hospital. Espero que se le quite su manía de andar siempre por ahí, a pecho descubierto, con las ventanas abiertas, pero ya se sabe, genio y figura... Dice que se acostumbró en Venezuela y aquí, a poco que me descuide, deja las ventanas de par en par y el viento se lleva mis dibujos y mis papeles de la mesa. Y además, no quiere tomarse antibióticos ni medicamentos. Después de una semana con suero, ya de vuelta a casa, está a base de zumos vegetales, de remedios de frutas y hierbas que me manda comprar y que luego él se prepara.

—Así que lo has estado cuidando.

—Bueno, y después la preparación de la exposición me ha absorbido. No daba abasto. Siempre pensaba contestarte en seguida, pero entre una cosa y otra... Hoy estoy alegre. Estás aquí, presencia que me agrada, y mi abuelo ha mejorado notablemente. En una semana estará como nuevo. Anda muy contento. Creo que lo que más lo ha curado ha sido una noticia sorprendente y emocionante. De eso quería que hablásemos. Pero no aquí. ¿Puedes mañana mismo?

—Tengo una cena importante, con el director del museo y el presidente del Patronato. De hecho, debería estar en casa, preparando mi informe.

—Para eso también te servirá. Es algo que jamás sospecharías y tiene que ver con El Bosco. Pasa antes de la cena... Mi abuelo tiene una historia que contarte que te interesará mucho.

—¿Qué historia? Ya veo que también recreas su mundo en uno de tus montajes, muy ingenioso...

—Caliente, caliente. Pero tengo prisa, tengo prisa. —Se alejaba—. Mañana, mañana...

Tenía que reconocerlo: aquella mujer lo excitaba, le sacaba el instinto animal de intentar la cópula, la coyunda, el yacer juntos en una misma cama, ebrios de amor y fluidos. Aunque la diferencia de edad era importante, lo era aún más la brecha de la modernidad. Himiko, aquella criatura delicada, era de una generación donde la moda y la imagen eran importantes. Tenía una peculiar forma de vestirse, con vestidos atrevidos, faldas cortas, medias de colores y tacones que no la hacían particularmente erótica, pero sí vistosa, sofisticada, lo que en el fondo era un seguro, una funda donde esconder su cuerpo y su más que cierta y ardiente sensualidad. Javier se imaginaba poderla desnudar como si fuera un regalo, y quitarle aquellos celofanes que la envolvían. Le hubiera gustado decirle lo importante que era su piel para él, y si acaso, como en alguna fantasía oriental, llegar a dibujar sobre su cuerpo y espalda aquellas letras japonesas, aquellos ideogramas, que él acariciaría siguiendo su curso y luego lamería, hasta encenderla. Fina porcelana, por las líneas y la suavidad, cutis invitador; Javier pensaba que Himiko debía de saber el poder que atesoraba en su cuerpo, entre sus caderas y en la armonía de su rostro. Pero Himiko, como si fuera consciente de esa atracción magnética, parecía mantenerse siempre a una mínima distancia de seguridad, huidiza como gacela leve, siempre al alcance y siempre inalcanzable. Eterna pasión del cazador, la pieza imposible. ¿O no?

* * *

Septiembre de 1504

El schout, la máxima autoridad del municipio, le había hecho saber que el gran duque de Borgoña pasaría por el Bosque Ducal y se detendría ante su taller. Monseñor Felipe, llamado el Hermoso, que ya había conocido al pintor diez años antes, deseaba saludar al maestro y hacerle un encargo. Aleyt había dispuesto todo: la casa limpia a conciencia; blancos bordados y paños; las tablas enceradas del piso reluciendo como nuevas; los conjuntos florales que perfumaban el ambiente con un delicado aroma natural, desbordando jarrones y macetas; también refulgían los candelabros de plata. Había cambiado las sillas y encargado a las cocineras pastelitos dulces y salados, a la moda francesa, y deliciosas infusiones, así como vinos importados.

—¿El emisario de monseñor no dijo qué tipo de encargo piensa hacerme?

—No precisó.

—¿Vendrá con séquito?

Jeroen recordaba la primera vez que había visto a Felipe el Hermoso, en la ceremonia del Toisón de Oro, cuando había sido nombrado y armado caballero, en 1481. Allí había visto a nobles, príncipes y prelados, cada cual más afectado de importancia.

—No lo sé, ni tampoco si vendrá con su mujer, la gran duquesa, la castellana. No habla bien nuestra lengua. Dicen que es joven y guapa y que le sigue a todas partes, a dondequiera que vaya, a pesar de que tiene los hijos en Malinas, que es donde debería estar —contestó su mujer con envidia de la maternidad.

—Ha resultado muy fogosa la nueva reina de Castilla. Desde que llegó, Felipe y ella se han consumido largamente en la llama del amor... Son jóvenes...

—Parece que monseñor ha estado a punto de quemarse. Dicen que se vino antes de Castilla no por la frialdad de los castellanos, sino por la fogosidad de su mujer. Es pájaro de muchos nidos, no le gusta estar sujeto, por más pasión que le inflame la gran duquesa.

—Pues tendrá que conformarse con esa pasión que le ha dado el trono de Castilla.

—Jeroen, ¿pondrás un poco de orden en este taller?

—Monseñor viene a visitar a un pintor, y los talleres son así, son lugares de trabajo. No puede estar inmaculado. Tiene que oler a pintura. Le reservaremos un sitio para que mire las tablas que tengo pintadas, allí; al lado, le podemos ofrecer el refrigerio. Di a los sirvientes que limpien el suelo, pero que no muevan un cuadro sin estar yo presente y que no se acerquen a las pinturas.

—Hoy he visto a la condesa Sforza, la mujer del emperador. Mientras él, con su hijo, se aloja en el monasterio de los dominicos, ella con sus damas de compañía lo hace aquí al lado, en la casa de Lodewijk Beys, el áureo caballero de Jerusalén. Es muy elegante.

—Sí, la he visto en la recepción que le dio el Ayuntamiento. Por cierto, un vino exquisito. Deberías enterarte de dónde lo han comprado.

La visita resultó más sencilla de lo que cabría suponer. Felipe, un hombre vestido a la última moda —tafetán de colores, finos terciopelos y delicadas hechuras— pero con un halo varonil, apuesto, llegó a la casa de Hieronymus y fue recibido por este en la puerta e invitado a pasar al interior. En la galería, donde estaban expuestos algunos cuadros y tablas de su taller, el maestro le presentó a Aleyt, su mujer, que ordenó servir las delicatessen —pasteles de anguila, salmón y carne, quesos— bajo su afanosa mirada. Felipe bebió vino francés y comió para no desairar a sus anfitriones. Pasadas las formalidades, Felipe se dirigió directamente a Hieronymus.

—Maestro pintor, quisiera encargaros un cuadro. No es justo que mi hermana Margarita y mi padre Maximiliano tengan cuadros suyos, que los tenga mi suegra Isabel de Castilla, y no los tenga yo. He venido a encargaros un gran tríptico.

—Y ¿de qué tipo, monseñor?

—Me gustan vuestros juicios finales. Tenéis una imaginación portentosa para imaginaros el infierno, más que el cielo. Son edificantes, a la vez que... un poco turbadores. Parecéis conocer bien la naturaleza humana, maestro Hieronymus.

Quiero que sea una buena tabla. No quiero apresuraros, pero, ¿en cuánto podría estar lista?

—Monseñor, me pondré a ello mañana mismo. Tengo unos bocetos de Juicio Final que puedo mostraros y si los consideráis apropiados, puede estar hecho en menos de un año.

—Vuestros cuadros, maestro, siempre tienen mensajes, un bosque de símbolos como el nombre de esta ciudad, no todos están preparados para interpretarlos. Son elevados... como vuestros precios.

—Lo que vale, monseñor, lo dejo a vuestra discreción.

—Creo que treinta y seis libras es una suma aceptable para esa tabla que será un cuadro de primer orden. Ordenaré a Longin, el tesorero, que os lo pague, para que os pongáis de inmediato a la tarea. Y también deseo compraros el cuadro de Las tentaciones de San Antonio que tenéis en la galería. Será un regalo a mi padre, el emperador Maximiliano, que está en la ciudad con su esposa, Bianca Sforza.

—Excelente elección. Para vuestro padre, el tríptico sobre las tentaciones es elegante... y oportuno.

* * *

—Le agradezco que haya venido a cenar. Sé lo ocupado que está.

—Por favor, vamos a tutearnos. En realidad no puedo quedarme. Le he dicho a Himiko que iba a pasar un momento. Tengo una cena importante con el presidente del Patronato, cuestión de trabajo, y debería ir a ella concentrado. Pero me intrigó lo que me dijo.

Sin ser más explícito, el tono de sus palabras era «espero que mi esfuerzo merezca la pena». Jerónimo —con algún suspense, acercándose la botella y la copa a la cara— le sirvió un vino.

—Un buen Ribera del Duero, menos no merecemos. El médico me dice que una copita puedo tomar. Y aunque no lo dijera. ¡Si a estas alturas hago caso a los médicos, apañado andaría! Tal vez lo que te voy a contar te compense. Aunque nunca se sabe. Puede que la mejor recompensa sean esos magníficos platos que ha preparado Himiko.

—Los serviré, más que para acompañar el vino, para acompañar tu impresión. Con comida y bebida estas cosas entran mejor —reía Himiko ante el desconcierto de Javier.

—¿Qué impresión? —se aventuró por fin a decir el experto en pintura medieval.

—Aunque vayas a una cena, pica antes. Nunca se sabe en los restaurantes de moda, con esos platos de la nouvelle cuisine, tan llenos de nombres floridos como faltos de fundamento. He hecho varios platos con setas leonesas y japonesas, arroz a los estilos montañés y de Kioto y un sushi con cecina de León. El plato de mi vida. Cocina fusión. Si sobrevives a eso, lo de mi abuelo es pan comido.

Las risas del invitado se cortaron de cuajo con la intervención de Jerónimo.

—Hace muchos años pinté una copia de un cuadro de El Bosco que se creía desaparecido.

El estupor se adueñó de Javier Carreño. El silencio se hizo tenso.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿cuál?

Jonás y la ballena.

—¿Cómo?

—Pregunta repetida —apuntó Himiko ante la feroz mirada de Javier—. Perdona.

Jonás y la ballena, una tabla muy poco conocida del maestro flamenco. Según lo que he podido saber después, era un tríptico que en 1521 tenía en su palacio de Venecia el cardenal Grimani, famoso por su humanismo, su colección de pinturas y su mecenazgo con pintores y escultores. Una figura del Renacimiento. A pesar de mis viejas creencias libertarias, he de reconocer que hubo personas desde el alto clero y la aristocracia que impulsaron el resurgir de las artes. Aunque para ello emplearan lo que le habían sacado al pueblo. Otros tiempos.

—¿Y dónde está ese cuadro? ¿Cómo sabes esas cosas? ¿Y cómo que pintaste? —se agolpaban las preguntas en su boca, se disparaban en su mente.

—Vayamos por partes. Es una larga historia. De esto hace ya setenta años.

Himiko miraba a Javier, entre curiosa y divertida, en una actitud que, finalmente, relajó al experto en arte medieval. Adivinaba que detrás de ese rostro, la mente de Carreño pensaba en palabras como demencia senil o algo parecido. El comisario intentaba pensar rápido, bucear en sus conocimientos. Ese cuadro lo citaba entre las obras desaparecidas Mia Cinotti, una experta en El Bosco de los años 70. La referencia estaba extraída del libro de un italiano de principios del siglo XVI, Marco Michiel.

—Sigue, por favor, soy todo oídos. No sé dónde demonios nos conducirá esto, pero entro en el carrusel. Soy todo tuyo, empleando una frase favorita de tu nieta.

—Me encargaron la copia de un cuadro. La fecha, marzo de 1940, y el lugar, Ámsterdam. El cuadro era la tabla central de un tríptico de El Bosco, Jonás y la ballena. Estaba en poder de un extraño empresario, marchante de arte, mercader de diamantes, con negocios diversos, al que conocí en París. Compró dos cuadros requisados, botín de la Guerra Civil, que sirvieron para que algunos compañeros pudieran embarcar hacia el exilio americano. Consiguió enredarme en su tela y llevarme a Ámsterdam, donde tenía una de sus mansiones y donde se hallaba el cuadro. Allí me proporcionó los materiales para pintar y la tabla de madera de roble.

»Según él, la tabla pertenecía a una familia de joyeros judíos de Múnich que se la habían hecho llegar hacía poco. La copia era para sustituirla por el original y comprar vidas de los que no habían podido escapar de Alemania. Quería evitar que el cuadro pudiera perderse o destruirse en la gran tormenta que se avecinaba, pensaba que aquella tabla era demasiado importante: en ella estaba pintada un gran secreto alquímico.

—¿Qué secreto?

—Yo tampoco lo supe nunca, quizá la famosa fabricación de la piedra filosofal... Aunque por lo que he leído últimamente, quizá esa famosa transmutación de los metales no sea más que una forma de fusión fría. Los elementos que estaban representados, el níquel, el agua del mar, me lo hacen pensar así, es en lo que están afanándose ahora varios grupos de científicos... en fin... La Segunda Guerra Mundial no había hecho más que empezar, aún estaban los alemanes devorando Polonia. Algo había en el ambiente que presagiaba lo que iba a venir. Aquello no me cuadraba mucho, pero pagó muy bien y yo necesitaba dinero antes de emprender una nueva vida lejos de mi patria. Bueno, durante algún tiempo lo creí así, pero luego he de reconocer que me dejé envolver por el misterio del cuadro, la copia y otros elementos que no vienen al caso ahora.

—¿Y quién era ese magnate?

—Dijo llamarse Santiago Mainger, de ascendencia checa o centroeuropea. Pero en realidad tengo la casi absoluta certeza de que aquel no era su verdadero nombre. Era un alquimista.

—Un momento. Como veo que va para largo, probaré tu cocina fusión. Tienes suerte: me encantan las setas.

Javier intentaba ser cauto, y no solo recomponerse, sino sobre todo ver la manera de escapar de la ratonera. Por eso se asía a la acción de comer, que lo ayudaba a pensar una salida airosa. Algo lo había puesto en guardia y era esa palabra: alquimia. Tenía que aparecer la alquimia. De inmediato se trasformó en un joven de veinte años atrás, al que fascinaban esos temas y que conversaba —y de paso se enamoraba— con una joven argentina llamada Verónica que acababa de conocer en un crucero surrealista por el delta del Tigre, en el río de la Plata. La conversación comenzó por los unicornios y derivó en la alquimia. Por eso, quizá, no hacía mucho había soñado con ella y con aquella breve e intensa época de Buenos Aires. Era una señal. Pero, ¿de qué? Tal vez de debilidad mental. Así que reaccionó. No valían la ironía ni la distancia. Había que coger al toro por los cuernos.

—Quizá para intentar explicarme muchas cosas, escribí mi relación con ese personaje y la tabla, paso a paso. Todo esto está escrito en este cuaderno. Himiko ha hecho una copia. Léala con tranquilidad y luego pregúntame.

—Tengo muchas preguntas, y tengo que hacértelas ahora, no puedo esperar. Primero, ¿por qué me cuenta todo esto? ¿No te percatas de que es inverosímil? Hay asuntos con los que no se juega.

—Si eso te resulta inverosímil, entonces no sé qué puedes pensar si te digo que tal vez haya aparecido el cuadro. Vamos a ir a por él en un par de semanas, en cuanto me recupere del todo. Himiko ha estado buscando billetes para el viaje a Ámsterdam.

—¿Cómo que tal vez haya aparecido? ¿En Ámsterdam? ¿Y que os vais a por él? ¿Pero esto qué es? —Javier se dirigía a la pintora, como pidiendo ayuda.

—No le preguntes a ella. Esta es mi historia, y deberías sentirte agradecido por saberla. Puede que te sirva y saques partido. Tendrás que arriesgarte a creer lo que te digo. Tanto el original como la copia los escondí en una buhardilla de Ámsterdam cuando los alemanes invadieron Holanda. Creí durante muchos años que habían desaparecido, pero han vuelto a aparecer, aunque en otro lugar. Están esperando que vuelva a recoger lo que me tuve que separar por la guerra. Alguien las ha custodiado y me ha localizado, después de tantos años. Ya sé que parece increíble; le podría decir que mi vida ha sido increíble, pero prefiero calificarla de muy intensa.

En otro viejo cualquiera una frase parecida hubiera resultado pretenciosa —«mi vida, sabe usted, es para contarla en un libro», había oído decir más de una vez a gente cuyas peripecias podrían caber en las pequeñas hojas de una libreta—; no en Jerónimo. Mientras Javier, afectado de una extraña gravedad, se quedaba callado, dudando de todo, el anarquista siguió.

—Pinté la copia sobre una tabla de una antigüedad parecida, supongo que un cuadro menor borrado especialmente para ello y con creta y colores especiales facilitados por Mainger. Esos colores estaban hechos de la misma manera que en el siglo XVI, como los que usaba El Bosco para pintar; no sé si a través de la dendrología podría detectarse la antigüedad de la madera o si los rayos X o ultravioleta pueden datar la antigüedad de los pigmentos. Lo peor que puede pasar es que la atribuyan a una copia, hecha por un discípulo o su propio taller, pero de altísimo valor. Y luego está el original, que guardé en el mismo sitio que la copia. Si aparece una, está la otra. Si fuera creyente, le diría que sería un milagro. Yo prefiero pensar en ciclos cumplidos y justicia poética.

La alarma se había disparado en el cerebro de Javier Carreño. Por más que le atrajera El Bosco, lo esotérico no era su fuerte. Pensar que un alquimista le había podido dar a alguien óleos de colores parecidos a los de principios del siglo XVI para que pintara la copia de una tabla perdida se le antojaba un delirio imposible.

Sin saber por qué, le zumbó un recuerdo en la cabeza: el caso Han van Meegeren, un falsificador holandés que en plena Segunda Guerra Mundial vendió un cuadro de Vermeer, pintado por él al mismo Goering: Cristo y la adúltera. Cuando en 1945 los aliados descubrieron ese cuadro en una cueva, entre otros muchos de la colección del mariscal alemán, hicieron indagaciones y llegaron hasta el pintor que se lo vendió, Van Meegeren, un artista que no había tenido éxito y que además de enriquecerse, se burlaba así de la autoridad de los expertos y los mercaderes de arte. Había conseguido un método de envejecimiento rápido utilizando polvo de pinturas originales de la época, aplicación de formaldehído y tinta china disuelta en el fondo del croquelado del óleo seco, algo desconocido hasta aquel momento.

Van Meegeren, el autor de los falsos Vermeer, murió un año después en la cárcel, de un infarto, condenado a un año por falsificación de los cuadros del maestro holandés, es decir, por fraude, no por saqueo. Había demostrado ante cinco testigos que era capaz de pintar un falso Vermeer. Y lo curioso en toda esta historia, lo que suponía un guiño del destino, era que Goering había pagado por esos cuadros con moneda falsificada.

Era asociación extraña, tal vez un aviso de su instinto de experto, como si planeara cerca la sombra del engaño. Llevaba un rato sintiéndose cada vez más incómodo ante Jerónimo e Himiko. Seguramente la chica estaría un poco como su abuelo, afectada de un extraño síndrome o enfermedad de la fabulación exagerada. El problema era cómo salir de aquel lío y volver a la normalidad, al control de la situación, a la sucesión ordenada de acontecimientos, a decidir tan solo el nombre de la película del cine o del libro que iba a leer.

—Veo que no te convenzo. Ahora mismo estás pensando si se me ha ido la cabeza.

Aquel viejo le estaba poniendo realmente nervioso.

—¿Adivinar el pensamiento de los demás es cuestión de familia o es algún tipo de deporte que practicáis en común? —replicó.

—Bueno, ya que lo dices parece ser que tenemos alguna habilidad premonitoria, por medio de los sueños. De hecho, es curioso que el día que viniste con Himiko, yo soñara con la galería de cuadros de Mainger en Ámsterdam y un hueco vacío, donde veía una imagen mía, como si fuera el reflejo de un espejo donde no había nadie. Pero en fin, volviendo a la realidad, es normal que pienses que fantaseo, no te culpo. Yo pensaría lo mismo de estar en tu lugar. Por eso quiero que leas el contenido de los cuadernos y después, si quieres, continuamos esta conversación. Lo más importante de mi vida, lo que puede atañer al cuadro del que te he hablado, está expuesto ahí. Pero come, hombre, si no me ayudas no nos acabaremos nunca esta creación de mi nieta. No tuve hijos, pero la vida me ha dado este regalo.

—La verdad es que se me ha quitado el apetito.

—No me extraña —intervino Himiko—. Tengo que investigar esto de los maridajes, me parece que el plato no está logrado del todo.

—¿Y dónde ha aparecido la tabla? ¿Quién la tiene?

—Comprende que esa información de momento me la reserve. Pero todo lo que está ahí escrito puede ser comprobado, salvo, claro está, lo de Mainger y el cuadro.

Jerónimo alargó unos folios encuadernados que contenían el relato de su vida.

—Yo no sé utilizar esos ordenadores, pero me lo ha pasado a limpio mi nieta. Es una joya. Tiene sus mundos, pero, ¿quién no los tiene? Ayer mismo me quería hacer bailar...

—Pero no quiso —cortó Himiko—. Llevo meses intentándolo, al menos así se mueve un poco, tiene temporadas que está muy vago.

—A mi edad, mi niña, ya está todo hecho. O casi todo. Pero por mucho que me empeñe, y por mucha Venezuela donde he vivido, no sé bailar. Nunca pude aprender. Me pasé la vida de joven luchando, detenido, huyendo o conspirando. En los campos de concentración no tuve tiempo para bailar. Luego fue un poco tarde, y tampoco me gustaban aquellos ritmos de orquesta americana. Me iban más otras músicas, pero yo tengo muy poco salero para la danza.

—¿Te sirvió de algo aquella experiencia en los campos de concentración alemanes? —Javier había encontrado un tema que le interesaba y que lo alejaba de momento de todo lo que acababa de oír, al tiempo que indagaba en el pasado de aquel viejo enigmático—. ¿Contemplar el horror en estado puro puede servir para valorar el resto de la vida?

—No lo dudes. Pero permite que te matice esto. A menudo se cree que una vida sirve para algo, que hay un significado oculto, una línea de progresión. Somos hijos de un accidente y de la misma manera que vinimos de la nada, volvemos a ella. Se supone que años y años de civilización nos han destilado y que somos cada vez más libres y más sabios, pero nunca la humanidad ha tenido tantos problemas. No, una vida puede dedicarse al mal con igual pasión que al bien, y todo eso es esencialmente humano. Es una enseñanza de los campos de concentración, y quien no la quiera ver está ciego. Ellos, los verdugos, y nosotros, las víctimas, estábamos hechos de la misma pasta. Si la civilización después de miles de años había llegado a aquello, cualquier cosa era posible. Y cualquier cosa era humana, por más vértigo que nos diera. La lucha era interior y apelaba a sus aspectos trágicos. Porque la vida del hombre, ese paso fugaz por la existencia, está sujeto a algo que jamás podrá olvidar: el miedo. El miedo, que quizá fue necesario en algún momento de nuestra evolución, es ahora el retroceso del hombre, sus raíces remotas, la nada. Para huir de ese miedo el ser humano es capaz de cualquier cosa, y entrar en una espiral envolvente, enfermiza, diabólica. Ángeles y demonios conviven en nuestra mente.

»Por eso para mí, y ahí está escrito, ha sido tan importante El Bosco, pintor del miedo, destilador de diablos, de criaturas que nos atemorizan y repelen, que nos dan asco y repugnancia. Las mismas que llevamos dentro. Es un combate que solo se acaba con la muerte. Pero volviendo a nuestro tema, antes de nada, léete bien la historia, y luego hablamos. Lo que sí te rogaría es que guardaras la máxima discreción.

—Descuida. Aún no tengo opinión formada. Son demasiadas cosas en muy poco tiempo. Y muy intensas.

—Vaya, pues en eso coincidimos. Yo tampoco formo mi opinión, a estas alturas ya no formo nada.

—Abuelo, ¿por qué no le enseñas tu colección ballenera? —terció Himiko, para aligerar el ambiente.

—Sí, por cierto, no te he enseñado mi colección de cuadros y rarezas ¿Quieres verlas? Quizás te resulten interesantes.

En un cuarto que era una mezcla de despacho y taller, Jerónimo tenía almacenados cuadros, revistas, libros, huesos de ballena, arpones y todo tipo de parafernalia. De entre los lienzos colgados en las paredes, destacaban detalles bosquianos, como un ermitaño con un gran hueco en su interior.

—Intentos de reproducir lo que copié. Detalles que lograron sobrevivir a los campos y a la memoria. Hubo una época en la que lo intenté, cuando aún tenía pulso. Saqué muchos bosquejos.

—O sea, Boscos de esos, bosquejos; perdón por el chiste fácil —se disculpaba la joven pintora ante la cómica mirada de reconversión de Javier.

Eran justo algunos de esos detalles los que había reproducido Himiko en su instalación.

—Ah, ya veo de dónde venía aquella recreación de El Bosco. Muy hábil.

—Qué le vamos a hacer. Mi sensei me ha inoculado la pasión por Hieronymus.

Se distinguían cuadros antiguos, bocetos y dibujos. Todos ellos parecían estar sacados de un mismo patrón y tener una extraña unidad aun en su aparente diversidad. En aquellas imágenes estaba el recuerdo de la tabla perdida, sus detalles, sus partes, algunas muy definidas, con colores precisos, otras con lagunas o someros trazos.

—En los campos de concentración me pasó algo curioso. Fue el recuerdo del espejo negro lo que me salvó.

—¿El espejo negro?

—Un regalo de Mainger que pretendía haber pertenecido al pintor. Una manera de evadirse. Para sobrevivir me fabriqué siempre uno allá en el campo donde penara. Busqué algo que me sirviera, donde pudiera mirar al menos unos minutos al día: una pared pintada de alquitrán, una plancha entintada de imprenta. Así me abismaba. Gracias a ese pequeño cuadrado negro pegado en la pared de la barraca pude sobrevivir. Al contrario que la primera vez, con el espejo que me regaló Mainger, que me llevaba a formas sombrías, a las tinieblas de mi mente, por aquel túnel mágico, efecto invertido, lograba escapar y regresaba al pueblo de mi infancia, a todas las cosas buenas que había tenido mi vida. Aquello seguramente me evitó la locura, pero a cambio me fue comiendo los recuerdos del cuadro. No sé si como recurso defensivo o porque necesitaba todas mis energías para sobrevivir, pero Jonás y la ballena fueron desapareciendo de mi memoria. Lo que ves es lo que después de muchos años volvió por sí mismo, recuerdos náufragos a los que me aferré para pintarlos, aun sin estar seguro de qué es lo que yo he puesto y qué he quitado. Un pálido reflejo de lo que era aquella magnífica y exuberante tabla, a la altura de El jardín de las delicias, su obra cumbre.

Javier miraba con estupor aquellos detalles de criaturas, de aparejos del barco, de un interior como una cueva, llena de raíces y árboles, hombres sobre los barriles, playa de tesoros y animales, rarezas biológicas, híbridos mutantes con sello medieval; el leviatán era monstruo irascible. Si ese cuadro se recuperara sería lo más importante en la historia del arte en los últimos cien o doscientos años. La gloria, su gloria. Su razón peleaba con su vanidad. Era el Jasón de Jonás. Las mismas letras formaban una palabra diferente. Uno exterior, el otro interno. Conquistador el uno, con miedo el otro, mundo de dualismos.

—Parece que seguías sintiendo la atracción del abismo, seguías dentro de la ballena...

—En realidad no creo que estuviera dentro de la ballena, sino que la ballena estaba dentro de mí —aclaraba Jerónimo, recapitulando constantes de su existencia, obsesiones pegadas como sombras—. El monstruo siempre está dentro de nosotros, por eso en el cuadro de El Bosco, Jonás, el profeta, tiene algo en el estómago, como diciendo que si Jonás vive dentro de la ballena, la ballena también vive dentro de él; todas sus obsesiones, sus monstruos, habitan debajo de su piel.

—Así que Jonás no se fue nunca de tu mente...

—Yo me había quedado en ese cuadro. Era una metáfora recurrente en mi vida. Así que lo que ha pasado no sé si es un desenlace lógico o la respuesta a un misterio, algo que siempre quise resolver y conocer antes de que todo se convierta en olvido, antes de que me convierta en polvo.

Javier Carreño se sintió tocado en lo hondo por aquella voz con la que hablaba el viejo pintor, pulsando algún resorte oculto.

—Leí lo que decía la Biblia —seguía Jerónimo—, lo que contaba la Iglesia de la historia del profeta. Me convertí en un coleccionista de rarezas que tuvieran que ver con las ballenas. Hasta que fui a dar con Moby Dick. ¡Ah, carajo, lo que me hubiera gustado asomarme a esa biblioteca del viejo y tronante Melville! Incluso intenté seguir la pista a algunos de los viejos libros y documentos que cita en sus escritos.

—Es al menos curioso lo de Melville y la ballena —intervino Himiko—. Escribió Moby Dick en un estado casi febril, sin detenerse para comer, parando solo cuando las energías le fallaban debido al intenso desgaste que sufrió. El caso ha sido estudiado. Melville nació once días después de la partida del barco ballenero Essex, que fue atacado por una ballena de veinticuatro metros hasta que se hundió. El escritor supo del caso por el hijo del segundo oficial de a bordo, que sobrevivió y escribió su relato. Coincidió con él en un viaje de tres años por el Pacífico Sur, en el barco ballenero en el que se había enrolado, surcando la misma zona donde había ocurrido el naufragio del Essex. Había ocurrido quince meses más tarde de haber zarpado, durante la misma conjunción de Saturno y Plutón y la cuadratura de Urano y Plutón del nacimiento de Hermann Melville. Se identifican plenamente los temas del castigo compensatorio contra la naturaleza, la obsesión por el mal, que acaban tomando el mismo corazón de Ahab e impulsan su sed de venganza.

Javier escuchaba atónito. Se había abierto la brecha. Aquella mujer era demasiado exótica, inteligente, bella, creativa, sensible... para ser creíble. Algún fallo tenía que tener. No parecía orgánica, natural. Era como las mujeres perfectas de los años 70, como Yoko Ono. Naturalmente, no eran así. Ahora resultaba que la Yoko Ono española creía en la astrología. Era un punto débil y reforzaba la opinión de no ser fiable. Elisa, su ex pareja, también sentía pasión por lo oculto. Himiko debió de percibir esa sensación de decepción en el rostro del comisario.

—Ya sé que la astrología no tiene buena prensa, pero es incluso más eficaz que otros procedimientos para averiguar el estado profundo del mundo y las fuerzas que se manifiestan. En este caso, Melville, con su pluma, da salida a la eclosión de las fuerzas telúricas de la naturaleza, expresión del poder y el instinto del entorno, que también pueden ser vengativas, anunciadoras de la muerte. La misma situación astrológica de los primeros años 40, con la Segunda Guerra Mundial, cuando irrumpen las fuerzas arcaicas, los antiguos dioses alemanes, como Wotan, furia incontrolada de batalla y destrucción. Y un alineamiento semejante, de Urano y Plutón, se da durante la vida de El Bosco, el final de la Edad Media y el Renacimiento, con la revuelta de Lutero, la cuestión religiosa y la actividad creadora de genios como Rafael, Miguel Ángel y Leonardo da Vinci. Hay conexiones y vínculos en el tiempo y en el espacio.

—Bueno, sin hablar de esas sincronicidades que tanto le gustan a mi nieta, la verdad es que todo, de alguna manera, vuelve a lo largo del tiempo, se repite, nunca igual, pero animado por los mismos instintos primordiales. Y el tema de la ballena es recurrente. Otro de los que lo utilizan es George Orwell, en su ensayo Dentro de la ballena. Lo escribió en 1940. Contiene el espíritu de los años 30, con el nacimiento de los movimientos nazis y fascistas, marcados por la indiferencia de muchos intelectuales y artistas y su resignación a enfrentar esos peligros nacientes.

—Espera, espera, ¿qué tiene que ver Orwell?

—Según se mire. Para el trotskista inglés, estos artistas, como el Henry Miller de Trópico de Cáncer están dentro del vientre de la ballena, una especie de útero para un adulto, a oscuras, flotando en el líquido amniótico, lejos de la realidad, en la más completa indiferencia, como si no pasara nada allá fuera, irresponsablemente. Para Orwell, la figura de Jonás es la del que permanece pasivo y se acaba convirtiendo en un aceptador del diablo.

Una sensación avanzaba y se materializaba en el cerebro de Javier Carreño. Estaba pura y simplemente irritado. Demasiada irrupción de lo mágico, lo incontrolable. El recuerdo del suicidio de Elisa, su ex mujer, que creía en arcanos invisibles y esoterismos varios, se le atragantó.

—Sí, todos estamos en el vientre de la ballena —replicó Carreño, áspero—. Nos ha engullido, vivimos a gusto aquí. ¿Para qué salir al exterior? La ballena lo tiene todo dentro, aquí está la riqueza y la prosperidad. Fuera solo alienta un mar rugiente y tenebroso, lleno de criaturas salvajes que pueden devorarnos. Mi ballena es el mundo del arte, donde me refugio.

—Pero incluso Jonás fue expulsado de ese paraíso —apuntó Jerónimo.

—A su pesar —se defendía Javier—. Ahora, en algo te doy la razón: todos llevamos nuestra ballena en el interior. Todos somos jonases deseando volver al vientre protector.

—Los campos de concentración eran como el vientre del Seol, su esencia profunda. Salí de ellos, pero sigo dentro de la ballena del universo, con la diferencia de que no seré como Jonás, paloma saliendo triunfante de su encierro con nuevas alas. No, por mucho que lo intentemos no podremos escapar del Seol, de ese lugar de sombras donde bajan todos los muertos sin distinción y en el que llevan una vida disminuida y olvidada.

—¿El Seol?

—El reino de la muerte. El Hades para los griegos. Donde existen compartimentos que separan a los justos de los impíos, según la versión bíblica del Nuevo Testamento. Jesús bajó a los infiernos para triunfar sobre la muerte con su resurrección y llevar consigo la esperanza del triunfo de los redimidos. Desde entonces, la muerte ya no tiene poder y ha de soltar a sus muertos. Su poder solo abarcará a los impíos: para ellos será el castigo, en la Behenna, al sur de Jerusalén, maldita por el culto idolátrico a Moloch donde la literatura judía localizaba el lugar del suplicio de fuego, tinieblas y rechinar de dientes.

—Lo dice un anarquista —ironizaba Javier.

—No hay por qué preocuparse. Se prevé que será después del Juicio Final, cuando empiece la segunda muerte o Seol definitivo. Quizás el fuego es el castigo infinito, o el vagar por el espacio, el hielo eterno que quema más. Supongo que pronto saldré ya expulsado de ese cuadro, para poder arribar serenamente a la playa del fin del mundo, o lo que es lo mismo, la del final de la vida. Pero eso sí, antes me gustaría ver la tabla. Mi tabla.

* * *

Septiembre de 1576

Sacra, católica majestad:

En relación al asunto que os ocupa y del que me habéis informado en anterior carta de hace un mes, he de deciros que he sido recibido en audiencia privada por el propio cardenal Alessandro Farnesio, en su palacio, y he sabido que el único prelado que tenía obra del pintor Jerónimo Bosco en Italia era el cardenal veneciano Doménico Grimani, ya difunto en 1523, aunque sus obras pasaron a poder de la Serenísima República veneciana y algunas a su sobrino Giovanni, con el cual el mismo Farnesio ha tenido relación como príncipes que son ambos de la Iglesia.

Interesóse el cardenal por el título del tríptico que importa a V. M., pero de manera natural, sin sorpresa ni fingimiento. Aunque no tengo por menos que confiar en sus palabras, parecióme que no contaba toda la verdad, sea por no conocerla del todo, sea por prudencia, y dado que no hubo lugar a hablar de un cuadro que su eminencia aseguraba no haber visto nunca, acabé allí la embajada de mi negocio.

El cardenal Farnesio afirma que entre las joyas artísticas más valiosas del cardenal Grimani, entre las cuales había varias obras de pintores flamencos, figuraba un exquisito breviario, que había comprado varios años antes de morir al enviado en Flandes del duque de Milán, Antonio Siciliano, que le vendió también varias obras de El Bosco y tal vez esa tela de Jonás y la ballena.

Respecto al cardenal Farnesio y la alquimia, que V. M. católica asimismo inquiría, en Roma he recogido de buena fuente que las pinturas realizadas por el artista italiano Federico Zuccari en el estudio particular del cardenal, en su palacio de Caprarola, son de naturaleza hermética. El estudio está ubicado en el ala de verano del palacio, detrás de una sala destinada a la meditación. Una de las pinturas de este gabinetto dell'Hermathena, representa a un hombre desnudo, barbado y con alas en la cabeza, que sostiene un símbolo en la mano derecha, y una esfera en la izquierda. El símbolo de la derecha, significa la fusión de varios elementos alquímicos: plomo, estaño, plata, cobre, mercurio, azufre y vitriolo.

La sala cuenta con otra pintura en el techo, alegoría de esa extraña figura, conocida como Hermathena, fusión de Hermes y Atenea y que posee un significado hermético, además del filosófico, como emblema de la culminación de la Gran Obra. El propio cardenal guio la preparación y los diseños y los frescos que debían pintarse.

En aquella estancia, el cardenal, practicante de la alquimia, pasa muchas horas de estudio y experimentación. Parece ser que están expuestos en las paredes de la estancia cuadros de reputados maestros, todos haciendo alusión al noble arte egipciaco, y que entre ellos se hallan varios de flamencos. En la galería de pintura del palacio del cardenal en Caprarola hay varias obras de los destacados flamencos Brueghel, Cranach el Viejo y de otros que pintan como ellos, como es el caso de Holbein, alguno de ellos comprado al cardenal Giovanni Grimani. Cuenta Farnesio con fama merecida, ya que entre sus trabajos estuvo construyendo la iglesia de Jesús en Roma y sus propios palacios de Caprarola y el que posee cerca del lago Bracciano, así como el monasterio de las Tres Fuentes. Dícese de él que sus edificios están levantados con cálculos cabalísticos, de la misma manera que el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que creó su cesárea mano, semeja un nuevo templo de Jerusalén.

De vuestra sacra católica majestad muy humilde vasallo y criado, que los muy reales pies y manos de V. M.

El embajador en Roma,

JUAN DE ZÚÑIGA