Capítulo VIII

En el vientre del Seol

Por mí se va a la ciudad del llanto;

por mí se va al dolor eterno;

por mí se va a la condenada raza;

la justicia animó a mi Sublime Arquitecto;

me levantó la divina Potestad, la suprema Sabiduría

y el primer amor.

Antes de mí no hubo nada creado, a excepción de lo inmortal;

y yo duro eternamente.

¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!

DANTE ALIGHIERI,

«La puerta del infierno»,

Divina Comedia, 1304.

—Dejadlo. Este es un fanático. No hablará. Morirá lentamente, como un esclavo, trabajando. En realidad no era mi ideología, sino el amor de Giselle, lo que sellaba mis labios. El silencio era mi última protección hacia ella. Pero tras la intervención de aquel capitán de las SS que dirigía los interrogatorios, terminó el suplicio. Pensaron que les podría ser de provecho de otra forma, y un buen día, muy golpeado y débil, mapa de hematomas, me metieron en un camión con otros detenidos y me trasladaron a Vught.

Vught. ¿Qué podría decir del campo de Vught? Parecía no una antesala del infierno, sino el infierno mismo. Cuando yo llegué, en la primavera de 1944, funcionaba a pleno rendimiento la máquina de terror. El campo se había abierto a mediados de enero de 1943, cuando llegaron los primeros reclusos desde el campo de concentración de Amersfoort. Allí fueron a parar los trabajadores judíos del textil y del diamante, procedentes de Ámsterdam.

Originalmente, Vught estaba dividido en dos secciones. La primera era un tránsito para los judíos, antes de ser deportados a los campos de la muerte de Polonia. El destino final de aquellos que recalaban allí era Auschwitz-Birkenau o Sobibor, últimos escalones del Hades. Poco después de la liberación de los campos se hicieron públicas las cifras. En total, cerca de doce mil judíos —incluyendo más de mil niños hasta la edad de dieciséis años— fueron conducidos a los campos polacos. Allí, en escenas dramáticas, se separaban padres e hijos, hombres y mujeres. Nadie que lo haya vivido podrá olvidar aquellas caras, aquellas lágrimas, la muerte y el sufrimiento asomando a los rostros de todos, pues si el destino de los que partían era incierto, no lo era menos el de los que nos quedábamos allí. A pesar de que el dolor te pone una máscara en la cara, economía total de gestos y emociones, muchos no podíamos aguantar las lágrimas. Yo me acordaba de los míos, de mi madre muerta —mejor que no hubiera visto nunca dónde me encontraba— y de mi hermana, penando en España, pero con vida al menos.

En Vught, trataban igual a los judíos que a los de la segunda sección, la de Seguridad. Allí nos hacinábamos los prisioneros políticos, los que habíamos sido capturados, pero no eliminados. Había tanto holandeses como belgas y, en menor medida, franceses. Éramos hombres y mujeres, pero entre las reclusas no se encontraba Giselle, y por más que hice para enterarme, no pude averiguar si había sido detenida.

Estábamos vigilados por los SS, que nos mataban de hambre, dándonos por todo alimento un caldo asqueroso con algunas zanahorias y nabos flotando en su superficie. Al principio no podía tragar aquellas sopas infectas. Me destinaron a un pelotón de carpinteros, lo cual fue una suerte, en un campo cuyas barracas eran de madera. No era tan agotador como otros trabajos, aunque nos dejábamos el lomo, como todos, de sol a sol. Y estábamos tan expuestos como los demás al trato bárbaro de los SS. A menudo, los verdugos se entretenían con algún prisionero al que aleatoriamente propinaban palizas, muchas veces mortales. Era la locura de la brutalidad en estado puro, la sinrazón, la degradación más absoluta de la dignidad humana.

Algunos enloquecieron. Yo estuve también cerca. Nadie sabe los límites de la resistencia del hombre, sus correas. Todo allí sufría. Lo primero era el olfato, que apenas toleraba los olores infectos de miseria, sangre, humedad, basuras y crematorio. La vista no resultaba mejor parada: cualquier esquina por la que se paseara la mirada, incluido el lago y los alrededores, estaba privada de vida, gris, si acaso entre verde y marrón, en claroscuro, colores de muerte y sufrimiento. El oído, torturado hasta la extenuación por órdenes, ladridos, altavoces, solo se relajaba por la noche, y era a menudo sobresaltado por los gritos de los suplicios que provocaban los carceleros, encabezados por el capitán Adam Grünewald, un canalla de las SS, carnicero, verdugo, capaz de todo, que había reemplazado en octubre de 1943 al primer comandante del campo, Kart Chmielewski, acusado de robo. Este SS se había labrado en Gusen y Mathausen una merecida fama de despiadado. Luego, tras la guerra, fueron bien conocidas las atrocidades que cometió en esos campos, los más brutales de los nazis, donde diezmó a miles de republicanos españoles allí presos.

Los SS se ensañaban con los prisioneros. Con frecuencia provocaban a sus perros para que atacaran a los prisioneros y comieran carne humana. Esos ataques dejaban terribles heridas y causaban amputaciones y muerte. Cientos de prisioneros holandeses y belgas fueron ejecutados en un claro del bosque que desde entonces se conoció como el campo de los fusilamientos. También fusilaban en las orillas de un lago cercano al perímetro del campo, en las afueras de la ciudad de Vught, a algunos kilómetros de s'Hertogenbosch.

La razón intentaba sobrevivir en el infierno. No era casual que hubiera acabado en las cercanías del pueblo natal de El Bosco. En cierta manera era lógico que hasta allí me hubieran seguido los terrores de los cuadros, que hubieran cobrado vida. No podía más que significar eso, y a ello me agarré con todas mis fuerzas. Estaba en uno de los trípticos de Hieronymus, viviendo en plena carne esas pesadillas, aquellos diablos que torturaban con inusual saña, que desprendían miembros, agujereaban cuerpos, azotaban y hacían saltar la sangre, monstruos que exigían su tributo infernal, el padecimiento que tenía que sufrir la raza humana, tal vez para purificarse de ellos, así nuestra muerte nos liberaría para siempre y nos estaría concedido un merecido descanso.

Estaba en el vientre del Seol. En el estómago de la ballena. Con los condenados de los nueve círculos, con los pecados que no habíamos cometido, con nuestros sueños de una mejor humanidad. Pero, fuera por la razón o por el sufrimiento, que ya hacía mella no solo en mi cuerpo, sino en mi corazón, supe que si me abandonaba, todo iría bien. Jonás al final salió de la ballena, la justicia triunfa, el mal no puede gobernar la tierra.

Ocurría cuando nos desprendíamos del miedo, de la culpa. El miedo, qué gran manipulador. Pero poco hace el miedo cuando se asume la muerte, cuando se piensa en ella como la puerta de otro renacer, yo precisamente, y eso era lo paradójico, nada creyente. Era ya un muerto viviente, aun sin embargo mi alma no embarcada en la nave de Caronte, y cuando pasara el tiempo, volvería a la vida, resucitaría y saldría triunfante de todos mis enemigos. Solo podía ganar la vida.

El dolor. Eso es lo que me acercaba al maestro Hieronymus, lo que daba sentido a aquel infausto viaje. Había que superar el dolor, y aunque no vi a Jesucristo como salvador, comprendí que tenía que superar en mí mismo aquello que estaba viendo, la sinrazón de la violencia y la muerte. Me despojé del odio a mis guardianes. Les quité el rostro, los olvidé. Aunque me siguieran golpeando. Por supuesto, no ignoré al fascismo, simplemente le quité poder sobre mí, el poder del miedo. Pasara lo que pasara no quería morir con miedo.

Bien pensado, aquella reflexión y aquella osadía me salvaron. Al menos así lo he sentido toda mi vida: fueron las alas que me sacaron de allí, la coraza que me protegió de los golpes, los ojos que veían otros paisajes, los dedos que acariciaban otras delicadas superficies, los sueños que me hacían olvidar.

Uno de mis momentos felices tuvo lugar casi al azar. Destinado eventualmente a un pelotón de trabajo de construcción, en uno de los escasos días de tranquilidad dentro de aquel horror, cuál sería nuestra sorpresa cuando nos mandaron formar para salir del campo, eso sí, bien escoltados. Tras caminar cerca de una hora llegamos a la entrada de s'Hertogenbosch, el Bosque Ducal, la patria de Hieronymus. Poco pude ver de aquella ciudad, bordeada por un canal, con la apariencia de una apacible población brabanzona. Tuve la inmensa suerte de que, junto con otro compañero, nos mandaran a por el rancho, que esta vez venía de una cantina del pueblo. Estaba en la plaza del mercado, debajo del ayuntamiento. No podía saber que en la misma plaza vivió El Bosco, y tampoco podía preguntar, no tenía sentido. Pero fantaseé con el hecho de que estaba pisando los mismos adoquines, que pasaba por las mismas calles que él, intuyendo su presencia; eran quizás maneras de evadirse, la mente luchando por considerar cosas nuevas, cada imagen del lugar como un tesoro que guardaba dentro de mí. Luego he sabido más de aquella ciudad, que los españoles llamaron Bolduque o Balduque, y cuya caída en manos de los protestantes rebeldes holandeses significó el final de la guerra de los Treinta Años y el principio del fin de la presencia española en Flandes.

Aquel día, y los dos siguientes, trabajé en las obras de un pequeño puerto, fuera de la población, donde aun llegaban mercancías al lugar, no solo pescado, sino productos del campo. Pocos vimos, pero detrás de aquellas verduras, de aquellos pescados, se nos iba la vista. Algunos compañeros recibieron manzanas que les daban algunas almas caritativas que pasaban a nuestro lado y veían nuestra pobre condición.

Pero aquello fue un suspiro. Pasó como si hubiera sido un sueño. En seguida siguieron los trabajos seis días y medio a la semana, en medio de un trato inhumano, con latigazos y palos a diestro y siniestro. Yo me salvaba de lo peor debido a mi conocimiento del alemán, ya que me utilizaban como intérprete entre diversos pelotones de trabajo.

Vught tenía sus propias horcas y crematorios. Setecientos cuarenta y siete prisioneros, la mayoría judíos, perecieron en Vught entre 1943 y 1944. En septiembre de 1943, las horcas fueron usadas para ejecutar a veinte prisioneros belgas. Se veía que comenzaban a ponerse nerviosos. El número de ejecuciones aumentó dramáticamente a medida que se fraguaba la derrota alemana. Es gente a la que no le gusta perder.

El 6 de junio de 1944 comenzó la tan esperada invasión, de la que nos enteramos varios días después: tropas americanas e inglesas desembarcaron en Normandía. El 24 de agosto alcanzaron París; el 3 de septiembre, Bruselas. La liberación de los Países Bajos parecía ser inminente. Pero después del aterrizaje fallido de los paracaidistas en Arnhem, el avance de los aliados se detuvo.

La mayor parte de los Países Bajos tuvo que esperar hasta mayo de 1945 para su liberación. Aquel fue un invierno lleno de carencias, el invierno del hambre campando y creciendo en la misma medida que el terror. Los actos de la resistencia eran seguidos de despiadadas represalias. El odio a los alemanes llegó al máximo. Entre el 4 y el 5 de septiembre, ciento diecisiete prisioneros fueron fusilados en el campo de tiro a orillas del lago. La tensión en el campo era insoportable.

Muchos de los reclusos se preguntaban en voz alta si los alemanes eran capaces de matarnos a todos antes de retirarse. Corrían varios rumores, sobre todo cuando radio campo trajo la noticia de que se había visto un tren mercante en las cercanías. ¿Era para nosotros? ¿Nos irían a deportar justo cuando la liberación estaba próxima?

En los primeros días de septiembre de 1944 parecía, por lo que conocíamos, que la guerra podía acabar pronto. La BBC había informado de que los americanos habían entrado en Limburg Sur. Todos esperábamos que la maquinaria de guerra alemana estuviera al borde del colapso, pero una vez más, nos equivocábamos. Las noticias hablaban de que las tropas aliadas estaban en las afueras de la ciudad de Breda. Aquello generó lo que se conoció como el martes caótico: miles de holandeses colaboracionistas huyeron presas del pánico a Alemania, al igual que los alemanes de la Administración de los países ocupados. Entonces no sabíamos qué estaba pasando: los rumores se disparaban y mezclaban con lo que lográbamos oír en una radio clandestina. Se suponía que los británicos andaban próximos, aunque su interés no era liberar nuestro campo, sino acabar rápidamente con la guerra.

Pero el jefe de las SS del campo, Hans Hüttig, no iba a permitir que lo capturasen los aliados. Hüttig, que había reemplazado al Capitán Adam Grünewald, responsable del drama del búnker —setenta y cuatro mujeres fueron encerradas en la noche del 15 de enero de 1944 en la celda 115, tras protestar por el encierro de la jefa del barracón: catorce horas después cuando abrieron la habitación, diez habían muerto—, se llevó trescientas veintinueve muertes, ejecuciones entre julio y septiembre de 1944.

El campo fue evacuado con urgencia. Algunos prisioneros, los que estaban en peor estado, fueron liberados. Los poco más de dos mil hombres que quedábamos fuimos embarcados en un tren el 5 de septiembre y transferidos al campo de Sachsenhausen, en Alemania.

A última hora de la tarde del 26 de octubre, en una operación llamada Pleasant, tropas inglesas y canadienses irrumpieron en el desierto campo de Vught, tras haber liberado la ciudad próxima. Las siniestras siluetas de las torres de vigilancia, las estructuras de alambres de espino y en particular la vista del crematorio y las horcas sellaron los labios de los liberadores, que miraban todo con indecible pesar, incapaces de articular algún sonido. Allí habían muerto muchos seres humanos. Solo unas cuantas personas estaban presentes para alegrarse con la libertad, varios empleados de la ciudad que habían sido destinados allí por la municipalidad el 22 de septiembre y una enfermera que representaba a la Cruz Roja. El campo había dejado de existir una semana antes, el 14 de septiembre.

Mientras, la muerte seguía reinando en los campos a los que habíamos sido conducidos.

—¡Aquí, nada de risas! ¡El único que tiene derecho a reírse es el diablo, y el diablo soy yo! ¡Que nunca se os olvide! ¡La risa está prohibida! ¡El que se ríe está desafiando al diablo!

Estas fueron las palabras de recibimiento de Kaindl, el comandante del campo de Sachsenhausen, las mismas que dirigía a los grupos de prisioneros que, para su desdicha, habían sido trasladados a aquel círculo infernal, donde él, en efecto, era el diablo, o su representante más calificado en la tierra. Las bromas estaban prohibidas. La esperanza, exiliada. Lo único que campaba libre por sus calles, por sus barracones y plazas, eran la muerte y el dolor.

—Estáis aquí internados por vuestro bien —seguía—. Este campo no es un sanatorio. Aquí se trabaja para que seáis redimidos de vuestros ideales por el trabajo y la honradez, para convertiros en hombres dignos inmunizados de los malignos gérmenes de la democracia y el bárbaro comunismo. Todas estas bondades debéis agradecérselas al führer y al nacionalsocialismo.

Eso pude entender. Después oí la perorata más veces, pero básicamente no cambiaba.

Terminada la bienvenida nos llevaron a desinfectar, primera fase de la redención nazi cuyas iniciales lecciones yo había recibido en Vught. Nos desnudaron en el barracón y nos cortaron el pelo al cero. Volvieron a afeitarnos los sobacos y alrededor del sexo; nos inyectaron también un líquido en el pene, que en seguida nos hizo una llaga. Tras las duchas pasamos al almacén de ropa. Cambiamos los viejos uniformes por otros nuevos. Nuestra vestimenta presidiaria consistía en camisa y calzoncillos rústicos, calcetines y zapatos con suela de madera. El uniforme era el típico de rayas azul oscuro y blanco y se completaba con un gorro. Así, disueltos como personas, reducidos a un número de matrícula, todos con la misma apariencia, haciendo todo al mismo tiempo y con la misma actitud, entramos en aquel noveno círculo.

Sachsenhausen, nombre maldito, trece letras grabadas a fuego, el principal campo de concentración en el área de Berlín. Localizado en las cercanías de Oranienburg, cuarenta kilómetros al norte de la capital alemana, fue uno de los primeros que construyeron los nazis, ya instalados en el poder y dominando todos los resortes del Estado. Desde 1933, cuando habían encerrado en el campo a los primeros cincuenta prisioneros políticos, las SS y su fanático jefe Heinrich Himmler mandaron allí a muchos de los que querían deshacerse, como seis mil de los treinta mil judíos detenidos tras la «noche de los cristales rotos», en 1938. Otros judíos pronto los siguieron, esta vez de Polonia, desde mediados de septiembre de 1939, poco después de que empezara la Segunda Guerra Mundial. Desde ese momento hasta nuestra llegada, las condiciones fueron empeorando a medida que avanzaba el conflicto bélico. Muchos prisioneros engrosaban cada día la lista de los muertos por cansancio, hambre, abusos y falta de cuidados médicos. Cuando llegamos los últimos deportados de Vught, en septiembre de 1944, habría en el campo unas sesenta mil personas, incluidas unas trece mil mujeres.

Allí se podían encontrar maestros, sacerdotes, doctores, funcionarios, oficiales del ejército, líderes políticos, estudiantes. Había gitanos, judíos, homosexuales, lisiados. Todo lo que odiaban los nazis. Y las nacionalidades, más de treinta países: polacos, checos, belgas, franceses, holandeses, rusos... Se contaba —casi todo se acababa sabiendo en el campo— cómo desde hacía tres años se iba eliminando en las cámaras de gas, en programas de eutanasia, a los prisioneros demasiado débiles, enfermos o discapacitados mentales. Con ellos hacían también experimentos médicos.

Los alemanes, muy metódicos, habían puesto orden en aquel desbarajuste. Cada preso pregonaba su procedencia con una letra sobre un triángulo cosido en su uniforme. El rojo, por supuesto, era para presos políticos, el rosa para los homosexuales, el amarillo para los judíos, el verde para delincuentes comunes, el negro para los asociales, el marrón para los gitanos, el morado para los objetores de conciencia y el azul para los apátridas. Había, además, una insignia roja con bordes blancos que señalaba a los prisioneros que habían intentado la fuga. Para ellos estaba reservado el peor de los tratos, de tal manera que morían en menos de dos semanas.

Nadie puede, aunque posea una portentosa imaginación, recrear aquello. Las palabras se quedan vacías de significado, se impregnan de tonos sombríos, tétricos incluso, en una enumeración repetitiva de terror y muerte, pero no pueden describir lo que percibía la mirada de las pronunciadas cuencas de nuestros ojos. Salíamos de un círculo del infierno para entrar en otro peor. Aquella era una ciudad de la muerte, siniestra maquinaria de producción de armamentos, lo que todos sentimos como nuestro destino final, la estación término. Y eso que el campo, al principio, a diferencia de otros como Mathausen, estaba clasificado como de nivel 1, es decir, con presos menos peligrosos y a los que se consideraba recuperables.

En Sachsenhausen se repetía el esquema de Vught, pero a mayor escala. Se trabajaba hasta la extenuación, con muy mala comida, ropas y alojamiento. La mayoría lo hacía en las factorías de armamentos, diseminadas por los sesenta subcampos de alrededor. Pero también se laboraba en agricultura, construcción y trabajos textiles. Luego, cuando la liberación, nos enteramos de que incluso un barracón, el 19, estaba destinado a la falsificación de moneda. Lograron hacer libras, y tenían bastante perfeccionados los billetes de dólar.

Un puesto de observación, en lo alto del edificio principal, dotado de megafonía y ametralladoras, controlaba todo el campo. Un solo SS tenía al alcance todos los barracones y podía actuar si veía una fuga.

A la derecha del camino de la entrada se encontraba la casa verde, la vivienda del comandante y el casino y sala de juego de los SS, donde se relajaban después de realizar su siniestra labor de exterminio, con prisioneras prostituidas a las que prometían la libertad después de seis meses de trabajar para ellos. Las mujeres, después de ese tiempo, eran «liberadas» por la cámara de gas.

En el enorme semicírculo formábamos para ser contados, sin movernos, en ocasiones a veinte grados bajo cero. Los sesenta mil prisioneros, hasta que el recuento no cuadrara, no podíamos abandonar la formación. Si faltaba alguno no se paraba hasta localizarlo y mientras tanto, teníamos que seguir en formación en el patio. Una vez, estuvimos más de veinte horas porque faltaba un preso, que se había caído muerto dentro de la máquina con la que trabajaba. Así que, cada mañana, salíamos a formar y nos llevábamos a cuestas a los compañeros que habían muerto durante la noche, para que el recuento durase menos. También había que sumar a eso los que caían muertos al suelo en la formación.

Se dormía en literas de tres camas, en las que podía haber dos o tres presos; promiscuidad de miserias, podredumbre de miedo, de momentos de abatimiento, las lágrimas permitidas —el que tuviera aún, que hasta esas se nos habían secado—. Nos teníamos que levantar todos los días a las cuatro de la mañana y en una hora teníamos que hacer la cama, ir al baño, asearnos, desayunar, cargar con los compañeros muertos durante la noche y estar formados en el patio para que a las cinco comenzase el recuento. Todo eso junto con otras cuatrocientas personas en un barracón en el que no había espacio físico para moverse. La opción era robar momentos al sueño, levantarse antes y así poder ir al baño. Se ideó un sistema preciso. Cada preso tenía un minuto en total: veinte segundos para hacer sus necesidades menores y cuarenta para mayores. Si no había acabado, era sacado del baño en volandas.

Cada colectivo era agrupado por barracones según su color. Había barracones de presos políticos, de homosexuales, de presos comunes... En esas construcciones de madera, los SS designaban a un jefe, para evitar entrar en lo posible por miedo a las enfermedades. Los kapos, con ese poder, se volvían a veces peores que los mismos SS.

No eran los únicos en sufrir una transformación. Entre los recluidos campaban la miseria moral, la brutalidad, el egoísmo, la insensibilidad, la deslealtad y la delación. La inmensa mayoría de los que allí entraban, de cualquier edad o condición, perdían las nociones de humanidad, transformándose en algo bestial, salvaje, luchando por el pan, la sopa, los alimentos. La inteligencia y la cultura se oscurecían o desaparecían para poder sobrevivir, insensibles al dolor de los demás. Aquella fue una lección. Si fuera por eso, se podría decir que el nazismo, el mal, había triunfado. Pero, afortunadamente, el ser humano está hecho también de otras pastas como dignidad, amistad, solidaridad, apoyo.

Dentro de mi infortunio, mi suerte fue encontrar a dos centenares de españoles, deportados desde Francia como resistentes, saboteadores o colaboradores del maquis. Habían llegado, tras la operación Meerschaum, ordenada por Himmler, el 25 de enero de 1943, desde Compiègne, en un transporte con mil seiscientos detenidos, y nunca perdieron un maravilloso espíritu de resistencia. Gracias a esa moral y a esa causa, pudimos sobrevivir. Allí estaban José Carabasa —que nos sacaba de la cocina raciones extra—, Valentí Portet, Felipe Noguerol, Bernardo García, Joan Mestres i Rebull, Alonso el Asturiano, que estaba mutilado, Fargas, Juan Ripoll o Pedro Martín... Algunos de ellos venían de campos como Dachau o Mauthausen.

—Lo importante es la moral —decían—. Sin esperanza, no duras ni tres semanas. Cuando llegamos a Mauthausen, el jefe del campo, el asesino de Chmielewski, advirtió: «Aquí entráis por la puerta, y solo saldréis libres por la chimenea». Había un español que en los pocos momentos libres se abismaba pensando en su familia y mirando la chimenea del crematorio. Le dijimos que no mirara más la chimenea, ninguno allí la mirábamos, bajábamos la vista al suelo cuando pasábamos cerca. Pero perdió la esperanza y acabó saliendo por la chimenea.

Los españoles teníamos una ventaja. Habíamos vivido la guerra de España, la clandestinidad en Francia, y sabíamos organizarnos, le echábamos coraje a la vida. Gracias a eso y a los alemanes que habían servido en las Brigadas Internacionales, que también nos protegían, pudimos ocupar puestos donde el riesgo de muerte no era tan elevado. Fui destinado a un grupo especial en el economato. Además de la ficha de la Politische Abteilung en la que figuraban mis habilidades manuales de impresor y pintor, mis amigos españoles se encargaron de airear mis conocimientos de alemán. Así que me enviaron al Effekten kammer, el economato, una dependencia del departamento administrativo. Desde allí se llevaba la inspección de todos los campos y el control de los bienes de los deportados, trabajos que realizaban prisioneros bajo el control de las SS.

Después de los pasados horrores, los trabajos y los malos tratos, aquel destino en el economato representaba una tregua. Éramos dos docenas en las diversas secciones, hombres envidiados en el resto del campo. Nuestra labor era de oficina. Allí había contables, mecanógrafos, impresores, secretarios, encargados de los archivos, todos con sentimiento de privilegiados, siendo en realidad parte de un engranaje fatal, el de la administración de bienes del Tercer Reich, la columna vertebral de los bandidos de las SS, aquellos que tenían derecho sobre la vida y la muerte, llevaban a cabo los interrogatorios, ordenaban los traslados y las ejecuciones.

Allí, en el sótano del economato, la cueva de Alí Babá, como la llamábamos, pude darme cuenta de lo que significaba el entramado de aquella máquina de producir para Himmler y aprendí el macabro mecanismo. Nuestra misión consistía en garantizar la buena salud de aquel engranaje diabólico que controlaba las monedas, el oro y las joyas provenientes de los recluidos en todos los campos. Aquel era el almacén central: ¡millones de divisas, kilos de oro y brillantes manando y fluyendo todos los días para las arcas de aquel Estado asesino!

Nadie se hacía ilusiones, sabíamos que si las SS confiaban la administración de su propia fortuna, un tesoro de tanta importancia, a unos cuantos prisioneros, era porque no disponían de personal para las oficinas y porque en el fondo no corrían riesgo alguno. Podían prescindir de nosotros en cualquier momento, liquidarnos con un chasquido de dedos. Era lo que llamaban eufemísticamente «el transporte».

Desde el instante de la llegada a cualquiera de aquellos campos, a los deportados se los despojaba de todos los objetos de valor: sortijas, relojes, plumas estilográficas, monturas de gafas de oro, piedras y dinero ocultos en los forros de los abrigos y las prendas. El encargado de la caja anotaba los objetos entregados y el controlador SS guardaba al final de la jornada, en las cajas fuertes, el botín del día y los libros de registro. Esas cajas fuertes se encontraban en una dependencia, aparentemente insignificante, de los jardines de la comandancia. A estos objetos confiscados había que sumar las joyas de las deportadas en Ravensbrück, botín que llevaban a Sachsenhausen miembros de las SS femeninos: millares de relojes, sortijas, pitilleras, polveras de oro...

Además, cada semana había que recoger y ordenar las prótesis dentarias que provenían del crematorio: las «aurificaciones», que figuraban en los registros con el concepto de «objetos encontrados». Los médicos SS visitaban a los que eran destinados a la cámara de gas. Tras examinar su boca, marcaban en algunos una señal en la frente. Así sabían que antes de la incineración, el aparato dentario debía ser recuperado. No solo eso. A la vez que se recuperaba el oro —que era fundido en lingotes por los SS—, se contabilizaba la relación de las piezas postizas, puentes y dentaduras de porcelana. De vez en cuando, algún kapo con dentadura deficiente venía a escoger la que más le gustaba del montón.

Las alianzas y las joyas de oro eran convertidas asimismo en lingotes. Una parte de los brillantes era enviada, a través de un servicio especial, a los talleres secretos para los aparatos de precisión; otra se destinaba a las casas de anticuarios para ser vendida, y otra iba a parar a las cajas fuertes del Banco del Estado, por acuerdo entre Himmler y Funck, ministro de Finanzas.

Jamás vi reunidos tal cantidad de objetos de valor y bajo formas tan diversas. Inventario de brillos, colores rutilantes, arabescos de metales preciosos: rubíes, esmeraldas, diamantes engarzando alianzas, sortijas, pendientes, collares, joyeros...; piezas de caros y exclusivos orfebres de las más selectas joyerías, procedentes de las más afamadas capitales europeas: París, Viena, Praga, Budapest, Ámsterdam, Amberes o Varsovia. Para saber el valor real de todos esos objetos, los SS tenían en el campo un especialista, un experto joyero de Duisburg llamado Peter Winkels.

Winkels era muy bueno en su trabajo. Con una sola mirada, y casi sin utilizar lentes ni lupas, era capaz de calcular el exacto valor de una pieza de oro, platino o una piedra preciosa. A él acudían, desde hacía treinta años, todos los magnates del Ruhr para que tasara sus joyas y objetos valiosos. En el campo, su misión era comprobar las fichas y la contabilidad de todo lo que se recuperaba. Llevaba los registros y realizaba las comprobaciones con los prisioneros encargados.

Con sesenta años cumplidos, Winkels estaba muy a disgusto con el régimen nazi. Era un hombre que añoraba la época de su joyería, su clientela y su vida tranquila. Se sabía todos los chismes de la alta sociedad muniquesa. No en vano a él acudían los ricos empresarios cada vez que tenían que hacer regalos a sus amantes. Estaba al tanto de todos los amoríos y vivía, según contaba con nostalgia, de esos regalos y los que, en contrapartida, los adúlteros hacían a sus mujeres para que no sospecharan. «Ah, qué tiempos idos», repetía con la mirada perdida, buceando en su pasado. En aquellos días había perdido ya la esperanza. El mutismo que tenía cuando llegó obligado al campo había dado paso a continuas protestas que solo realizaba cuando estaba con algunos de los presos. A menudo se le notaba la cara congestionada, los ojos hinchados y rojos, señal de que había llorado.

Winkels parecía sincero, con pena en el corazón, lastres del alma. Pero todo podía ser una farsa, así que nadie confiaba en aquel hombre gastado. El uniforme alemán y las calaveras de las SS ponían un muro invisible entre él y los que allí estábamos. Sin embargo, yo decidí jugármela. Y me salió bien. Fuera por mi alemán —había conseguido soltarme en el idioma, por la fuerza de las circunstancias—, fuera por el conocimiento que demostraba en cuestiones artísticas, para él muy importantes, el caso es que pronto me hizo objeto de sus confidencias.

Siempre que entregaba nuevas listas, a menudo acompañadas de una carta de los jefes nazis, hacía una serie de revelaciones. Quería que los prisioneros nos quedáramos con las cifras, los servicios a los que iban dirigidos y los nombres de sus responsables. Acto seguido, como si fuera la otra cara de la moneda, o para preservarse de delaciones de los propios prisioneros al mando del campo, advertía con seriedad:

—Este trabajo es alto secreto. Cada vez que se sale de esta sala hay que olvidar todo lo que se ha visto y oído aquí, al menos hasta que acabe la guerra. De lo contrario yo no podría protegerlos contra «el transporte». Ustedes son geheimnisträger, portadores de secretos, y son candidatos, como todos los que trabajan aquí, a ese tipo de traslado.

Winkels no era nada sutil. Cuando hablaba de «transporte» acompañaba la palabra de un gesto con el dedo índice, un ademán de apretar el gatillo de una pistola. Incluso emitía un sonido, imitación del disparo.

—No les engaño, miren esto.

El orfebre enseñaba una lista. Eran los muertos en el «transporte». Su semblante no se alegraba, ni siquiera trataba de atemorizar. Más bien parecía abatido, abismado, presa de una profunda depresión. Se desabrochaba la guerrera, hacía ademán de arrancarse las insignias de las SS, fuera de sí.

—No como, no duermo, no vivo. Estos criminales nos llevan a la ruina. Yo no soy un SS, me han nombrado para mi cargo aquí por mi profesión. Y lo que veo, desde hace meses, es vergonzoso. Como alemán me avergüenzo de que en mi país puedan cometerse horrores semejantes. ¡Todo este oro, estas piedras, están manchados de sangre! ¿Yo, guardián de campo? ¡Jamás! ¡Una mano lava a la otra y las dos lavan la cara! Le doy mi palabra de honor de que la mayoría de los alemanes no saben nada de los crímenes que aquí y en otros campos se cometen; ellos se imaginan que en los campos de concentración no se encuentran más que los ladrones, los criminales y los desertores. No moverían un dedo, ni aunque pudieran. Se creen a pies juntillas lo que les han dicho los peces gordos y los SS, que son los que están al corriente. Y los que me colgarían como un perro si supieran cómo pienso. Me paso noches enteras en vela, solo por esta gran marranada... Si de verdad Dios existe, de seguro que esta gentuza se llevará su merecido...

En esos momentos, Winkels parecía un pobre hombre agotado, víctima del desasosiego y del desconcierto. De vez en cuando resoplaba de ira y con la mano se secaba las lágrimas... Era imposible que estuviera fingiendo. Para él, aquello era liberador, un desahogo de su corazón.

—Usted sabe, Jèrôme —aunque estaba registrado ya como español, ese era mi nombre de guerra, mi alias—, que mi trabajo me permite ver muchos documentos e incluso los ficheros de la Politische Abteilung. Trabajo varias horas al día para controlar las listas. Sé que entre ustedes, los españoles y algunos alemanes que sirvieron en las Brigadas Internacionales, tienen una red, se apoyan. Yo les ayudaré en lo posible, como espero que ustedes me auxilien cuando termine la guerra.

Aparte de favorecernos en lo que podía, su información era vital para reconstruir el entramado y qué papel tenían en él cada una de las principales figuras. Es difícil calcular la cifra exacta de las divisas tomadas a los deportados, pero, sabiendo que en Sachsenhausen —el cinco por ciento del total— se reunieron ciento cuarenta millones de marcos, se puede valorar el botín de los servicios de Himmler en dos mil ochocientos millones de marcos, sin incluir lo que distraían los propios SS, cantidad importante a medida que se iba perdiendo la guerra. En los últimos meses, muchos habían sido pasados por las armas, por orden de Himmler, para dejar claro que cualquiera que robase, aunque fuera un miembro de las SS, sería abatido sin piedad.

Nuestro lugar de trabajo se encontraba cerca de una ventana desde donde se contemplaba la explanada, aquella ágora dantesca de los nueve círculos reunidos. La mayor parte de la jornada del infierno transcurría en ella, por allí pasaban los acontecimientos y dejaban su eco: concentración de detenidos, castigos ejemplares, transporte de muertos, el paseo del domingo por la tarde y los ahorcamientos de la noche. Buen programa de festejos infernales. La appelplatz, la plaza del llamamiento, era un cementerio de murientes, una necrópolis de vivos.

Aparte del sádico letrero de la entrada: Arbeit macht frei, «El trabajo hace libre», escrito para los judíos internados de los primeros tiempos que compraban allí su libertad y su vida, había que conocer otros, fundamentales para salvar la vida. El más importante estaba repetido cada ciento cincuenta metros a lo largo de las alambradas. Este cartel negro, bajo una calavera pintada en blanco, amenazaba: «¡Prohibido cruzar esta franja! ¡Fuego sin previo aviso!». El más grande se extendía por la fachada de las dieciocho barracas dispuestas en semicírculo alrededor de la explanada. El texto ocupaba cien metros de largo, en letras góticas de 1,50 metros de altura: Es gibt einen Weg zur Freiheit! Seine Meilensteine heissen: Fleiss, Gehorsam, Nüchternheit, Ordnungsliebe, Sauberkeit, Opfersinn und Liebe zum Vaterland, «Hay un camino hacia la libertad; sus linderos se llaman: celo, obediencia, sobriedad, orden, higiene, espíritu de sacrificio, amor a la patria».

Desde aquella ventana yo soñaba, todos soñábamos con la verdadera libertad, senda que no pasaba por el muro de 2,70 metros de altura y las alambradas electrificadas, en el punto de mira de las ametralladoras que salían de los nueve miradores de ladrillo pintados de gris verdoso, el color asimismo del muro. ¡Ah, libertad imposible, cercados y asolados por la muerte! ¡Ah, miedo, ángel guardián y diablo rastrero!

* * *

s'Hertogenbosch 1508

¿De qué tienes miedo, Joen, si no se va a mover? —le decía su padre Anthonis—. Le llegó la muerte, que es algo que dispensa Dios cuando suena nuestra hora. Es el modelo perfecto. Piensa que si capturas su alma, su familia te lo va a agradecer eternamente.

Joen comenzó a recoger los papeles, el carboncillo y los pinceles.

Y además, te pagará bien.

A veces, aquel pintor ya maduro recordaba su pasado, la manera en la que se había iniciado en la pintura, el taller familiar en el que era aprendiz. Se veía reflejado en los rostros de aquellos jóvenes ayudantes que ahora trabajaban para él y que, como a él le sucedió, eran llamados para hacer un retrato fúnebre. Normalmente era de algún anciano, pero en aquella primera ocasión el encargo que tuvo que realizar fue el de una joven. La hermosura del rostro de la fallecida, muerta de unas fiebres, le ayudó a hacerlo con acierto. Conocía a aquella muchacha, le gustaba verla cuando acudía al mercado y pasaba por la plaza, acaso cruzaron alguna vez una mirada. Eso, que al principio le hizo temblar el pulso, jugó luego a su favor. Se la imaginó viva, radiante, y así la pintó. Aquella cara, virginal, le trasmitió serenidad.

Mira, Marie, nuestra hija parece que está viva.

¡Dios te bendiga, Joen! ¡Así vivirá para siempre entre nosotros! ¡Será un consuelo mirar su retrato!

Desde entonces, aquel rostro se coló en muchos de sus cuadros, molde común al que a menudo recurría. Era la belleza y la muerte a la vez, el recordatorio del final de la carne, del fracaso del cuerpo. Tan solo viviría en sus cuadros, encerrada en las lindes del marco, dimensiones que aprisionaban esa gran verdad, la única de la existencia. Quizás, quién sabe, a todos los muertos les dibujara Dios la cara, para reconocerlos luego, en el Juicio Final, cuando se produjera la resurrección de la carne.

Los talleres de los pintores de la época eran parecidos y tenían un denominador común: necesitaban espacio. Era arte y producción, oficina de encargos y exposición permanente. En aquella casa brabanzona de s'Hertogenbosch, vidrieras de cristal y muros de madera levantados entre dos gruesos muros de piedra, la exposición con cuadros del maestro se exhibía en la galería de entrada, la que daba a la plaza del Mercado. Encima, en la tercera planta, se encontraba la estancia en la que pintaba, abierta al sur y a la luz de Flandes, sobre la plaza de la población, algo diferente a la casa familiar, Sint Thoenis, al otro lado de la plaza, en la que se había formado con sus padres y hermanos. Allí, el taller se encontraba en la parte posterior, dando al canal y a las huertas, con vistas a la inconclusa catedral de San Juan donde se afanaban, y se afanarían durante algunos años más, obreros elevando piedras con grúas y tallándolas después. Esos sonidos se oían en el Bosque Ducal todos los días: martillos y escoplos de los canteros domando y dando forma a la piedra.

En la galería de la primera planta se exhibían algunos de los encargos que le habían hecho, pero que finalmente no habían sido comprados. Hieronymus, hombre de genio, había discutido con los mandantes: había acabado eliminándolos de la pintura y repintado los huecos.

Construida en la plaza del Mercado, entre otras mansiones más principales, como haciéndose hueco, la casa, estrecha y larga, tenía cuatro niveles, pero aparentaba cinco. Estaba dividida en dos partes diferenciadas con el muro contrafuego, allí donde se apoyaba la chimenea del hogar. En la parte de delante y de detrás, grandes bodegas. En ellas se almacenaban, además de los víveres, sus utensilios de pintor: multitud de sacos de arpillera con arcillas de colores, aceites de linaza, pinceles, cretas y carboncillos, y por supuesto tablas de madera. Tablas para sus trípticos y también para el trabajo más artesanal de su taller.

En esa bodega se almacenaban las cántaras de agua que las criadas traían desde el pozo del medio de la plaza, hasta que se instaló una bomba de agua. En aquel mundo ordenado, él gobernaba sobre el taller, pero quien mandaba en el resto y, por supuesto, en la cocina, era Aleyt, su mujer. Ya que no podía competir en magnificencia y riqueza con los potentados de la población, Aleyt quería que aquella casa, Inden Salvatoer, fuera distinta y distinguida por su decoración interior, pintura de importancia. Era una pequeña licencia en aquella sociedad austera y piadosa de la pequeña Roma, volcada hacia el interior burgueses celosos de su intimidad: solo la galería o las puertas de cara a la calle; de mercaderes con el comercio en la sangre, a fin de cuentas. Pero podía permitírselo. En su casa vivía el mejor pintor de la población, con fama en todo Brabante e incluso fuera de las fronteras del ducado de Borgoña.

—Jeroen, ya podías decorar el interior de la casa —volvía a la carga—. Piensa en mí y pinta motivos más alegres que tus juicios o eremitas. Coros de ángeles antes que diablos. Tus infiernos me producen pesadillas y dolores de cabeza. Y piensa en mi familia, en los miembros de la Cofradía. El próximo año tendrás que invitarlos a casa al banquete anual y no sé si les gustaría estar entre torturas y diablos, en plenos infiernos.

—No se pueden pintar ángeles impunemente. Los demonios sí, porque no existen. O mejor dicho, sí, existen dentro de uno, no hace falta irse muy lejos.

Durante meses estuvo cavilando Hieronymus hasta que comenzó a preparar las paredes para pintarlas. No era muy común, y solo algunas casas nobles o de grandes mercaderes tenían frescos con decoración de plantas en la esquina de los techos, o cubriendo las vigas, pero aquellas hojas y enredaderas no lo satisfacían. Trazó una serie de dibujos con carboncillo muy fino, señalando algunos puntos con toques de color, quizá pruebas para encontrar el tono adecuado. Todos los días pintaba algo, preferentemente por la tarde, cuando ya se habían realizado todas las faenas de la casa y él podía dejar la tarea del taller a sus ayudantes. En aquellos corredores poco a poco aparecieron prados y selvas, flores y árboles, criaturas parecidas a las reales, pero con algunas características que las hacían diferentes, como el pie de dedos de la grulla, el ciervo con cuernos de toro o el saltamontes con cabeza de pájaro. Todos aquellos seres que poblaban los verdes lujuriosos entre frutos rojos y morados estaban integrados con aquellas plantas. El único peligro para las criadas o los aprendices era quedarse colgado de algún detalle, alguna figura especialmente atrayente, como aquellos primeros padres que estaban aún, inocentes del pecado, recostados en un prado, él indolente, con un tallo en la boca, ella abandonada, la mano caída púdicamente sobre el pubis, de donde nacía una mariposa. Aleyt había puesto mala cara cuando vio el cariz de alguna de las pinturas, pero se calló. Sabía de la testarudez de Hieronymus y era mejor dejarlo a su aire.

Pronto se corrió la voz en el Bosque Ducal. Para disgusto de Aleyt, se puso de moda la pintura interior, y potentados y acomodados burgueses llamaron a pintores de pueblos cercanos para que les pintaran frescos o decoraran sus paredes. Adelantado en la moda solo se puede ser un rato.

* * *

La monotonía del horror, la rutina negra del campo, se quebraba a veces con hechos a los que la mente buscaba significación, pero que en sí mismos quizá no denotaban más que todo era posible en aquella locura de sangre y muerte en que se había convertido Europa.

Creo que fue a los dos días de llegar, en septiembre del 44, cuando Carabasa, que había tenido la buena suerte de enchufarse de cocinero, me dijo que en una sala de la enfermería estaba confinado Largo Caballero. Habían conseguido llevarlo allí donde tenía más posibilidades de sobrevivir. Al principio no lo creí, tan absurda me parecía la noticia. El primer domingo, en cuanto pude, allí me encaminé. Cuando llegué a la sala, rodeado de algunos españoles, ante mí tenía, ni más ni menos, que al penúltimo jefe del Gobierno de la extinta República española.

El ver en aquel lugar a Largo Caballero me trajo recuerdos que casi tenía olvidados, avatares remotos de nuestra guerra, tan deprisa pasa el tiempo; habitados los ojos de tantas impresiones desde que cruzara la frontera, con el corazón desgarrado por la derrota, por el derrumbe de los sueños y el despertar a la dura realidad de un futuro difícil, de lucha y supervivencia: la vida que se abría como una incógnita, tierra calcinada a las espaldas, desierto erizado de peligros frente a los ojos. Intensa y despiadada era la época que me había tocado vivir y si ahora, en la distancia de los más de setenta años puedo hablar de aquello, la verdad es que entonces no había sitio en la mente más que para el día a día, para emplear todas las energías en sobrevivir. Era por eso que uno procuraba espantar muchos recuerdos. Para no atormentarse, y no pensar en los suyos, en mi caso mi madre muerta y en mi hermana. Y en los ojos de Giselle y su piel amada.

Veía yo a Largo Caballero con setenta y cuatro años, mucho más viejo de lo que lo recordaba, aun con esos ojos claros, con esa pose gallarda de madrileño castizo de Chamberí, pero ya las cuencas hundidas, el pelo escaso y los miembros flácidos. Había sido detenido por la Gestapo en el sur de Francia en agosto del 43 y deportado a Berlín. Los nazis no tenían muy claro al principio qué hacer con él, y aunque habían consultado al Gobierno de Franco, no le habían repatriado. Parecía que lo que querían es que muriera en Sachsenhausen. Los comunistas alemanes que se habían organizado en el campo, y algunos españoles como Carabasa o Bernardo García lo protegieron en el difícil trance. Afortunadamente, los españoles habían conseguido burlar la censura de las cartas, y habían contactado con su hija Carmen a través de la Cruz Roja.

Con nuestras palabras, conseguimos que se alegrara un tanto su rostro sombrío. «No dejen de visitarme para poder resistir esto. Ustedes son jóvenes y no me necesitan, pero yo a ustedes, sí», nos decía. Aún pude visitarlo varias veces más, y charlamos durante horas en aquellos raros domingos. Largo Caballero me contó su epopeya desde que había dejado de ser presidente del Gobierno republicano. Cómo debió la salvación de su familia a Indalecio Prieto, su feroz rival en el Partido Socialista, cuando las tropas de Franco rompieron en dos el espinazo republicano y se presentaron a finales de 1938 en el Mediterráneo. Aunque pudo refugiarse con los suyos en Cataluña y luego pasar la frontera, los meses de penalidades no habían acabado ahí, como sucedió a tantos otros exiliados.

—Fíjese. A punto de ser muerto por los comunistas en la guerra de España y ahora protegido por ellos.

—Aquí estamos todos en el mismo barco. Anarquistas, socialistas, comunistas, republicanos... —respondía yo—. Pero conseguiremos volver a la libertad. Ellos, los verdugos, en el fondo son esclavos de su miedo y dentro de nosotros aguarda un ser libre.

—Tiene usted razón, amigo Jerónimo. Toda mi vida he luchado por el socialismo, a veces con las armas en la mano. Me acuerdo de los mítines de hace años, en los que terminábamos gritando: «¡República! ¡República!». Después, cuando la conseguimos, el grito era «¡Socialismo! ¡Socialismo!». Si hoy pudiera volver a esos teatros, a esos escenarios, solo podría gritar una cosa: «¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!». Luego, que le ponga cada cual el nombre que quiera. La libertad es lo mejor del ser humano. Es el ser humano mismo, ¿no, verdá?

No tuve más remedio que sonreír. Aquella era la muletilla de Largo, la frase inevitable que denotaba la inseguridad del autodidacta, y de la cual se reían Azaña y otros políticos como Negrín. Largo Caballero tenía el alma dolorida por la división republicana. Quizá prefería olvidar cuando él mismo la había potenciado, o simplemente, el exilio y el régimen nazi le habían hecho recapacitar sobre las intolerancias.

—Libertad y respeto, sobre todo para los que no piensan como nosotros —me decía—. Eso es lo que necesitamos, más que nunca, entre la izquierda. Aparte de mi familia, mis pensamientos están siempre en España. ¿Qué porvenir nos espera? Temo que después de este sacrificio de millones de personas para derrotar al fascismo, la izquierda española y sus organizaciones en Francia sigan con espíritu inquisitorial y dominante con unas miras tan estrechas que hacen incompatibles su finalidad de democracia y libertad.

—Pero ahora que los aliados han desembarcado, parece que esto se acaba, como se acabará Franco —le decíamos, comentándole el avance que nos había hecho ser trasladados desde Vught.

—No se hagan ilusiones. Franco mandará en España hasta cuando le dé la gana. En nuestra guerra hemos lesionado muchos intereses de los capitalistas extranjeros y eso no lo olvidan.

Yo callaba. En mi fuero interno, después de todo lo que había pasado, me prometía que si salía con vida de allí y no conseguíamos liberar España, me alejaría de este continente enfermo, me iría a América, algo que debería haber hecho en vez de haberme dejado seducir para hacer una copia de un cuadro que había perdido para siempre.