Capítulo VII

Carros de heno

Toda carne es como la hierba

y todo su esplendor como la flor de los campos.

La hierba se seca, la flor cae.

Isaías, XL, 6: 7.

—Te acompaño, tengo que comprar cigarrillos. Ya en la calle, viendo su estado, Himiko le espetó a bocajarro:

—No sabes a qué carta quedarte. Estás confuso. Hueles algo gordo, algo fuera de lo normal, y eso te pone nervioso. Quieres creerlo, pero piensas que es demasiado bueno para que salga bien, que algo se puede joder. De momento haz caso a mi sensei, lee la historia y no cuentes nada a nadie.

—¿Qué hora es? ¡Dios mío, la cena! De esta no me salvo. Vas a tener razón, ya la he jodido.

Himiko lo vio desaparecer con una mueca de desconcierto en la cara en busca desesperada de un taxi, intención manifiesta que normalmente se traduce en la persistente ausencia de vehículos, como si rigiera la ley de la inversión proporcional: a mayor urgencia, menos taxis, y ocupados.

Cuando llegó al restaurante, hacía cinco minutos que se habían marchado los comensales, el director del museo y los marqueses de Monaster. Desde que había conocido a Jerónimo e Himiko, las cosas se le torcían. Aquello traería consecuencias. No tuvo que esperar mucho. A la mañana siguiente, duchado y afeitado, intentando disimular las orejas de no haber descansado en toda la noche, la mente como una centrifugadora, se presentó ante Federico Fonte, el director del museo.

—Eres un impresentable. Quítate de mi vista. Anularé tu visita a Venecia, porque voy a firmar tu cese del comisariado. No estás a la altura del cargo.

—Pero Federico, déjame contarte...

—No hay excusa posible. Pon tus cosas en orden y lárgate.

—De acuerdo, pero al menos concédeme dos minutos antes de darme la patada.

—Adivino que va a suceder una escena que comience por el típico «no es lo que parece, puedo explicarlo»...

—El caso es que sí puedo. Había silenciado el móvil en la rueda de prensa del ministro y se me olvidó conectarlo luego, así que no pude oír tus llamadas. Cuando me di cuenta era tarde.

—Te queda minuto y medio.

—Sucedió algo increíble.

—Tuvo que serlo. ¿Se te olvidó que lo más importante para una exposición es el presupuesto para hacerla, y que para eso era esa cena con el presidente del Patronato? Fue una de las más espantosas de mi vida, de las más lamentables. El marqués, Alberto Monaster, y su mujer, estuvieron correctos, pero estimaron que tu manifiesta falta de atención en el asunto estaba en relación directa con su interés en el proyecto. Raquel, sobre todo, se mostró muy decepcionada. No me extraña. Te voy a contar un secreto, ahora que te ceso. Fue ella y su interés por ti por lo que triunfó tu candidatura para el comisariado de la exposición. Alabó tu conocimiento sobre la pintura tardo-medieval y renacentista, aunque advirtió de tu poca maleabilidad. Menos mal que no apuntó en esa ocasión que eras un malqueda. De haberlo sabido, me hubiera evitado la humillación de ayer.

—¿Raquel dijo algo?

—Más bien fue lo que no dijo. No sé qué asuntos habrás tenido con ella, o con ellos; creo que tasaste algunos cuadros para su colección.

—Sí, así fue... pero, ¿no estaban convencidos de esta exposición?

—Se escudaron en los papeles, ya sabes, el dossier que has tardado semanas, meses, en hacer, es demasiado vago. Se supone que lo tenías que explicar brillantemente en la cena. El apoyo de los Monaster era muy necesario y ahora mismo no lo veo tan claro. Tendría que ser muy bueno lo que me contaras para hacer desaparecer de mi cerebro las imágenes de aquellas sonrisas conmiserativas, condescendientes. ¿Qué narices estabas haciendo? Aunque, la verdad, ya me trae al fresco. Te quedan sesenta segundos antes de desaparecer. Y soy generoso. Te detesto.

Hubo un silencio espeso, un precipicio, un abismo por el que caer.

—Estaba realizando un descubrimiento que puede revolucionar el panorama sobre El Bosco y que puede encumbrar la exposición.

—¿Sí? ¿Cuál?

La cara de Federico Fonte era la incredulidad personificada, la suficiencia. Cualquiera que asistiera a la escena hubiera podido apostar que la vanidad y soberbia constituían los pecados capitales del director de uno de los mejores museos de pintura del mundo, pensó Javier. Fue solo una ráfaga que pasó por su pensamiento, intentando neutralizar la tensión que se palpaba en el despacho y que inmediatamente dejó de lado, ocupada su mente en su salvación. Imaginaba lo que había sufrido el director en la cena intentando mantener el tipo. Eso, decía su rictus, su gesto de desprecio, jamás iba a perdonarlo. Y añadía algo más: tampoco se iba a dejar engañar con un viejo truco. Desde que había sido nombrado director del Prado, Federico Fonte se había rodeado de una cohorte de jefecillos, intermediarios y secretarios con los que se aislaba y que componían su cinturón protector. Partidario de teorías radicales sobre el manejo del personal, Fonte sembraba cizaña entre ellos para mantenerlos ocupados, daba y quitaba favores, aparentemente por azar, para tener a todo el mundo en vilo, desconfiando de los demás. No era la primera vez que había deslizado comentarios sobre lo goloso del puesto de Javier y lo cotizado que estaba en el mundillo en el que se movían. Sabía como nadie movilizar los celos entre los demás, era un sentimiento que conocía bien.

Javier respiró hondo.

—Pasaron con largueza los dos minutos. Esfúmate.

—Existe la posibilidad del hallazgo de un cuadro desaparecido de El Bosco, la tabla central de un tríptico: Jonás y la ballena. La última noticia que se tiene de él, en 1521, lo sitúa en Venecia, en la colección del cardenal Grimani, un mecenas renacentista. Pero hay alguien, un viejo pintor español, que hizo una copia hace muchos años y sabe dónde se encuentra.

Lo soltó de corrido, como si lanzara una bomba de mano y solo tuviera los segundos precisos para escapar antes de que se produjera la explosión. Y llegó. Hubo segundos de silencio, miradas de desconcierto.

—¿Pero qué dices? Eso se llama disparar rápido. ¿Y por qué no me has adelantado nada?

—Fue ayer cuando lo supe, por la noche, justo antes de la cena. Me quedé anonadado. Inquirí detalles, quería estar mínimamente seguro, por eso llegué cuando os habías ido... He pasado la noche repasando el rastro por libros antiguos, revistas, buceando en Internet. Ese cuadro existió y desapareció a partir de 1523, año de la muerte del cardenal Grimani.

—Espera... Voy a dar órdenes para que no me pasen llamadas. Javier, espero que esto valga la pena. Tu puesto depende de que me crea tu fantástica historia. Ruega al cielo que no me hagas perder el tiempo. Piénsalo un momento antes de continuar. No me cuentes rumores o conjeturas. Quiero oír una historia que me pueda creer. Si no, estás fuera del tema. No cometas más errores y vayas a salir peor parado.

A pesar de saberse indultado, Javier Carreño se sintió mal. No habían transcurrido ni doce horas y ya había traicionado a Jerónimo Díaz. Y lo había hecho por miedo, para salvar su cargo, su puesto. Intentó entonces justificarse a sí mismo. Pensó que no era tan grave y que podría administrar la información. Con esos pensamientos encaró a su director, Doble F, que no podía dejar la oportunidad de mostrar su poder: alguna dentellada mordaz le estaba destinada. Pero, como oveja que va al matadero, comenzó a contar una historia que le iba a permitir continuar jugando en el tablero. Por un momento tuvo la certeza de que en realidad, en aquella partida, era solo un humilde peón, una pieza de la que el verdadero jugador se puede desprender a la menor señal de peligro de otra pieza mayor. Pero así era el mundo. Como El Carro de heno de El Bosco.

Resumió a grandes rasgos la historia, poniendo aquí y allá detalles de su cosecha. Federico miraba fascinado, aunque sin aparentar emoción. La mueca de incredulidad había dado paso a un rostro neutro, que seguramente procesaba varias informaciones a la vez, entre ellas qué le podía reportar el asunto de confirmarse. Era un verdadero profesional. Solo al final dejó deslizar su sutil ironía.

—Así que la información proviene de un viejo pintor anarquista de noventa y cuatro años que pintó una copia para un extraño personaje que podría ser un alquimista y que dejó abandonada y escondida en la Segunda Guerra mundial. Te has equivocado de profesión, Javier. En realidad eso es una novela. No sé si esotérica, fantástica o de intriga de la Segunda Guerra Mundial. Métele una persecución de los SS, un par de escenas de sexo, una interpretación seudooriginal y ya está. Solo por eso debería despedirte de inmediato.

El que lo nombrara sin haberlo ejecutado aun era una buena señal. Doble F dudaba entre creerse la historia, que de ser cierta podría ser el asunto más fuerte de su carrera, o pensar que todo era una estratagema de Javier para poder continuar en su puesto. El comisario jugaba sus bazas. Sabía que su director aspiraba a ministro de Cultura, más desde que el anterior que había ocupado el cargo había sido un antiguo compañero de carrera. La envidia, a veces, lo cegaba. Tenía celos de todo aquel que le pudiera quitar protagonismo. Decididamente, era un espécimen, capaz, él solito, de acumular la mitad al menos de los pecados capitales; todo un portento.

—Nada gano en engañarte, lo sabrás pronto —apuntó Carreño recuperando el resuello y tal vez su puesto perdido—. Ya sé que parece increíble, y no des demasiada importancia a lo del alquimista, hay gente muy excéntrica; lo importante es que puede aparecer esa tabla perdida. Acuérdate de que parecía imposible que surgiera un nuevo Brueghel y fue aquí mismo, en el museo, donde se encontró.

Los dos recordaban aquel verdadero golpe de suerte. Una casa de subastas llevó al gabinete de restauración del Prado la obra de un particular. Aquel cuadro, El vino en la fiesta de San Martín, realizado sobre un soporte inusual, tela de sarga al temple de cola, de grandes dimensiones, 148 × 270,5 centímetros, era una obra hasta ese momento desconocida de Pieter Bruegel el Viejo, y había sido el Prado, tras varios meses de estudio, el que había descubierto su firma y lo había identificado. Gracias a eso, la opción de compra sobre la pintura contó enseguida con el informe favorable de la Comisión Permanente del Real Patronato, así como el de la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes del Patrimonio Artístico Español. Todo se zanjó con algo más de siete millones de euros. La aparición de ese cuadro constituyó un descubrimiento de trascendental importancia para la historia del arte. Que se consiguiera identificar y recuperar un bosco perdido sería otro milagro, mayor si cabe.

—¿Y crees factible que eso suceda? —contraatacaba Doble F—. Lo normal es que si se descubre en Europa acabe en el mercado libre, en el cual no tenemos nada que hacer.

—Creo que si de verdad existe, hay muchas posibilidades de que pueda llegar hasta nosotros. Aunque tengamos que trasladarla y descubrirla aquí. Lo de quedárnosla después ya será otro cantar. Primero habría que averiguar quién es el propietario, qué familia judía tuvo que desprenderse de ella para salvarse. Pero mientras asoman los cazadores de tesoros nazis, la examinará y cuidará el Prado. Es lo normal después de descubrirla, el mayor hallazgo en la historia del arte en muchos años, más que el último Caravaggio o Velázquez y más incluso que el hallazgo del nuevo Brueghel, del que sí había una copia del original. Y la podremos incluir en nuestra exposición, que también incluirá El vino en la fiesta de San Martín. Imagínate el revuelo mundial. Prorrogaríamos varios meses más, con colas que darán la vuelta dos veces al museo.

—¿Y quién nos hará llegar el cuadro? ¿El anarquista?

—Solo te pido tiempo. Primero, para comprobar todo lo que pueda de la historia de ese cuadro y seguir su pista. Jerónimo sabe dónde está escondida la tabla, pero no quiere soltar prenda, quiere recuperarla él mismo, junto con otros recuerdos del pasado.

—No existirá la posibilidad de que todo sea un engaño...

—Hoy día, sabes que colarnos algo falso es imposible. Los análisis con rayos X, la dendrocronología, los infrarrojos y los ultravioletas son exhaustivos. No, creo verdaderamente que puede ser verdad, por muy increíble que parezca.

—No te dejes llevar por los vientos de gloria —decía el director pensando en realidad en sí mismo—, hacen que distorsionemos la realidad. Estamos tan deseosos de que aparezca algo así, que cometemos errores. No podremos decir nada hasta que no esté en nuestro poder y certifiquemos que es auténtico. Es un asunto espinoso ese de los cuadros incautados por los nazis. Necesito saber en todo momento en qué punto estamos, así que vas a seguir con la promesa de contarme todos los pasos que deis. Sigue la pista al cuadro. Como ellos irán a Holanda, puedes viajar a Ámsterdam desde Venecia, ibas a ir de todos modos. Deja para después la visita al museo Grominje de Brujas. Si no sacas nada en claro, al menos habrás hecho un viaje de trabajo que podremos justificar.

»Además, vas a firmar una carta de dimisión, con la fecha en blanco. Si sale todo bien, te la devuelvo, y si por casualidad te ves involucrado en algún asunto extraño, con implicaciones legales, no olvides que lo primero que haré será poner fecha a la carta de una semana antes. Nosotros no tuvimos nada que ver, ¿entendido? Nos ponemos las medallas, pero no sabemos nada de los fracasos, ahí apechugáis tú y tu prestigio. Espero que esté clarito.

* * *

Gante, 1505

—Monseñor, el maestro Hieronymus con el cuadro que su alteza le había encargado.

—¡Hacedle pasar! ¡Estoy impaciente! Y avisad también a la gran duquesa.

Tras el maestro, que saludó ceremoniosamente y que recibió la cálida acogida —sonrisa ancha— de Felipe, los ayudantes trasladaban el cuadro envuelto en tela y protegido para el viaje.

—¡Maestro Hieronymus! ¡Es un honor recibir vuestra visita! Realmente estimamos vuestra gentileza al acompañar su obra y que llegue en las mejores condiciones hasta Gante.

—El honor es mío, monseñor. Espero que os complazca.

—Preparadlo, pero esperad a descubrirlo a que llegue la gran duquesa. Mientras tanto, hablemos de otro encargo. Por las noticias que sin duda habéis escuchado, partiremos pronto para hacernos cargo de los reinos de Castilla, y aún no sé si podré o no trasladar este cuadro. Pero sí me gustaría llevarme alguno realizado por su mano, uno de tamaño más pequeño que sirva para mi deleite y que me recuerde el condado de Brabante y sus gentes cuando allí me sienta fatigado por los trabajos del reino. Algo popular, dejo el tema a su elección. Ya sabe cómo me gusta vuestra pintura y esas escenas que reflejan la belleza y la tentación que tiene que ser vencida...

—Como gustéis. Me tendría que poner de inmediato a ello. No sé cuándo partís.

—Pronto, en algunas semanas. Ya nos esperan, pero aun tenemos que arreglar muchas cosas, nuestros estados necesitan una buena administración. Aunque parece que las cosas están tranquilas, en cualquier momento pueden aparecer graves conflictos. Tengo la historia muy cerca, en mi propia casa... Pero de este encargo os ruego que no le comentéis nada a la gran duquesa. Ya os haré llegar el pago del cuadro.

El maestro creyó advertir un guiño de picardía en Felipe de Borgoña: se decía que tenía una legión de hijos bastardos. No le andaban a la zaga otros mandatarios como Juan de Heinsberg, el obispo de Lieja, con más de una docena. A pesar de eso, los poderosos y los prelados se flagelaban y ayunaban varios días por semana. Había cosas de los palacios que no se podían guardar en secreto. Pecado y culpa, caída y contrición, lujuria y castidad... Andaba el mundo revuelto, lleno de tribulaciones y temores, y cada cual resolvía la ecuación como podía.

La llegada de Juana I de Castilla, con una acusada curva de embarazo, lo sacó de sus pensamientos. Felipe el Hermoso y Juana I tenían ya cuatro hijos: Leonor, Carlos, Isabel, Fernando, y esperaban uno más. La prole, al cuidado de ayas y preceptores, se quedaba en Malinas, mientras que la fogosa reina iba siguiendo a su marido. Felipe, ante su mujer, había comenzado a hablar en latín, idioma en el que los tres se desenvolvían bien. Tras los saludos y reverencias, monseñor hizo un gesto con su mano y las telas cayeron. Un último terciopelo, rojo, fue descubierto por el maestro. Frente a Felipe y Juana, el secretario, el capitán de la Guardia, la dama de compañía, una criada y los ayudantes del pintor, emergió un tríptico de buenas dimensiones con las alas dobladas. En ellas se veían, trazadas con fino pincel con colores de sueño —verdes, marrones, azules, grises— un barco, un mar que comenzaba a agitarse, y un dios en lo alto que miraba. Un silencio expectante fue roto al cabo de varios minutos por el único que podía hacerlo, monseñor, el gran duque.

—Abrid el tríptico. Si lo que hay dentro responde a lo visto desde fuera, será un cuadro notable.

No se equivocó. Cuando el maestro abrió ceremoniosamente los postigos laterales, ante los presentes se mostró un cuadro que superaba todo lo imaginado por las grisallas cerradas.

Aquello era, por definirlo de alguna manera, un campo de combate: los ángeles luchaban contra demonios, a los que atravesaban con sus espadas. Los condenados al infierno, algunos con hábitos de monje, transformados en batracios, con antenas saliendo de su cara o su cabeza, extrañas langostas, estaban ya poseídos por las fuerzas tenebrosas que tiraban de ellos. Lejos de la turba de condenados, la mayoría de las figuras que poblaban el cuadro, solo unos pocos elegidos ascendían por una escalera simbólica que conducía a un dios resplandeciente, ante el cual uno de los juzgados, que había ascendido hasta el final, se postraba de rodillas acompañado de su ángel guardián. Esa escalera ocupaba un pequeño espacio dentro de un cuadro donde se apreciaba un abigarramiento de criaturas híbridas, elegantes y grotescas a la vez dentro de sus extrañas formas. Cuerpos desnudos e inmóviles flotaban dentro de un universo oscuro e ingrávido, esperando la tortura con rostros sobrios. Había sátira hacia los poderosos: se apreciaban mitras cardenalicias, coronas reales, los demonios surgiendo como insectos con alas y antenas, joyas destacando ante los terciopelos sombríos.

Más que terror, lo que provocaba la tabla era una quiebra de la razón y la lógica, sensaciones de sueño, quizá de pesadilla; las figuras despegadas, con ilusión de gran pintor, seducción de ese mundo de tinieblas, territorio fronterizo, confundido el hombre entre el anhelo de lo maravilloso y la angustia de un juicio que llegaría tarde o temprano.

—Le dejáis a uno mudo con vuestra pintura. Poco se puede decir ante ella, salvo sobrecogerse. Esperemos que el Juicio Final llegue cuanto más tarde mejor...

—Monseñor, esposo mío, no deberíais bromear con eso, que todos tenemos la muerte esperando sin saber nunca cómo, ¿cierto, maese pintor? Decídselo vos, que pintáis demonios como si los hubierais visto, sin mengua de la razón...

—No le hagáis mucho caso a Juana, estudió mucho tiempo para monja y aún no se ha desprendido de viejos hábitos. ¡Pero esto no es Castilla!

—Mi señor, allí acudiremos muy pronto, y es nación que debéis respetar, como a su reina; no se doblega fácilmente.

Felipe no contestó y se dirigió al pintor:

—Maese Hieronymus, como sabéis, mi suegra ha muerto. Mi mujer ha sido coronada reina de España y yo, por lo tanto soy su rey.

—Siempre detrás de mí, Felipe.

—Deberíais venir alguna vez a España, maestro Hieronymus. El maestro Jan van Eyck la ha visitado al menos en dos ocasiones... ¿Sabéis que los españoles están trayendo de las Indias productos que no se sabía que existieran, frutas exóticas y de sabores sorprendentes, animales distintos, como pájaros que hablan? Los que han ido allá, a las Indias, cuentan las grandes maravillas que aún aguardan, animales fantásticos y países donde existe el oro en abundancia y las tierras son exuberantes y fértiles. ¿No os gustaría venir a ver esas maravillas? Seguro que encontraríais inspiración para vuestros cuadros. Dicen que los indios viven en un estado como si estuvieran en el paraíso terrenal, sin ropas y sin culpas, sin ocultar su desnudez.

Juana miró a Felipe con cierta aprensión y desvió la vista hasta el ventanal.

—Sí, a vuesa merced le plugaría mucho solazarse así —dijo entonces en castellano y en voz baja.

Felipe la miraba de soslayo. No era la primera vez que la veía mascullar palabras en su idioma, desacuerdos con su marido, sospechas que no podía descargar en público.

—Maestro, os felicito por vuestro cuadro. Ofrezca nuestros respetos a su mujer, fue encantadora cuando pasamos por Bolduque. Me acordaré de Borgoña cuando contemple sus pinturas...

* * *

—¡Sorpresa, Javier! ¿Eres feliz?

La voz de Raquel sonaba alegre y cantarina, invitadora. Tono cómplice, como en los viejos tiempos.

—¡Vaya pregunta...! Sí, soy razonablemente feliz. ¿Por qué has preguntado precisamente eso?

—Me dio el pálpito de que andabas triste o desorientado, que la felicidad había desaparecido de tu vida.

—La felicidad es como el dinero, siempre está mal repartida. La riqueza y la pobreza se complementan, no existiría una si no fuera en relación con la otra. Con la felicidad pasa igual. Sería imposible que todos fuéramos felices, no habría tristeza a la que compararse. Por eso, me considero razonablemente feliz.

—Vaya, hoy estás fino, mi cielo. Creí que te iba a ver en la cena, pero parece que tuviste otros planes.

—Lo lamento profundamente. Surgió un imprevisto y cuando llegué, ya os habíais ido.

—Espero que tu agudeza no tenga que ver con el trato que te haya dado Doble F. Lo vi algo furioso a medida que avanzaba la noche. No sé qué le irritaba más, si tu ausencia o los requiebros que el marqués y yo le hicimos sobre el apoyo a la exposición. Pero fuimos buenos, al final le contentamos más o menos y le hice prometer que no tomara ninguna decisión hasta escucharte... ¿Ha sido malo Doble F contigo?

—Bueno, ya lo conoces, se le va la fuerza por la boca. Hemos hablado y todo se ha solucionado. Seguimos con los planes previstos, más o menos. Cuando quieras te ampliaré el dossier y los planes de la exposición.

—Vaya, ahora se dice así. Qué pillín.

—Con el marqués delante, por supuesto. Iré cuando queráis.

—Bromeaba, señor comisario, siempre tan circunspecto. Pero lo de pillín lo decía en serio, aunque por otra cosa. Has olfateado el rastro de un cuadro perdido de El Bosco y no me has dicho nada. ¡Qué bandido! Te lo perdono porque a veces eres simpático. Y una caja de sorpresas. Quién iba a decir que iba a emerger un cuadro nuevo de El Bosco, a estas alturas.

Javier se quedó helado. Aquella revelación de su secreto lo hundía literalmente en el suelo. Tuvo que sentarse.

—Te prometo que no lo sabe nadie más. Imaginas, y aciertas, sobre cómo me he enterado. Noté a Federico muy enigmático hablando de ti, y con un poco de intuición, dejé que se desahogara sobre tu ausencia en la cena. Estaba preocupada por tu futuro. ¿Sigues ahí? Javier, no pienses mal. No quiero ese cuadro. Pero quiero que me cuentes la historia. No siempre se encuentra una con algo así. Y ya que compartes un secreto conmigo, déjame compartir el tuyo. Sabes que las historias de cuadros me fascinan.

—Creo que eres consciente de la situación en la que me hallo. Sé que dependo de un hilo que puedes cortar tú. Eso no me hace precisamente feliz, ni propicio a las confidencias. Si alguna vez hemos sentido algo que valiera la pena, deberías olvidarte de lo que te ha contado Federico. Así al menos seguiríamos siendo amigos.

—O puede que también pienses que en el fondo, y a pesar de mis promesas de inocencia, me quiero aprovechar de ti y encontrar esa obra perdida. Eso sí es poca confianza. Y alguna vez la tuvimos, y mucha. No he invitado nunca a nadie al santuario. Por supuesto que hubo otros, y quizás los haya después, ¿Quién sabe? Me gusta apurar la vida. Pero te juro que mientras estuvimos juntos no hubo nadie más. Ni tampoco ahora.

—¿Y Doble F?

—Te equivocas. Soy amiga de él desde hace tiempo. ¿Por qué te crees, si no, que es tan sensible a mis consejos? Tenemos la confianza de habernos acostado un par de veces en la universidad y participaciones en una galería de arte, inversiones en jóvenes valores, ya sabes. Nada más. Pero estaba tan alucinado con la historia, que la soltó cuando le apreté un poco. No le eches la culpa. En el fondo, te envidia intensamente, le gustaría ser el que hubiera descubierto la historia, el que la viviera. Menos mal que sus intereses son otros: quiere ser el gran capo, y joven, del arte y los museos en España. Incluso se ve como ministro algún día... ¡Lo que no piense Federico sobre su persona y su valía! Va montado siempre sobre su ego, se cela con todo lo que le quite protagonismo. Aunque muy listo, es demasiado previsible.

Javier acabó contando lo que sabía bajo la promesa de secreto absoluto. Raquel estaba entusiasmada. Le fascinaba seguir el rastro a piezas como aquellas. No lo podía remediar, le podía la pasión del cazador.

—Y ahora que lo sabes, ¿qué vas a hacer?

—¿Yo? Ayudarte... ¿o acaso crees otra cosa? En este mundo del arte no se puede llevar una cosa tan gorda en secreto absoluto. Y en un momento dado, hay que saber movilizar a las instituciones.

—Prefiero que te mantengas al margen. Aún no sabemos qué es lo que puede pasar.

—Es lo que me excita... ¡la aventura! Eso te hace enormemente erótico. En el fondo, lo que me pasa es que soy una curiosa obsesiva.

—El pasado de ese cuadro puede lastrarlo. Tengo que estar seguro de que no hay nada ilícito, hay que ir con pies de plomo.

—Ya sabes, mis labios están sellados. Salvo que quieras besarme. Eso se puede negociar... ¿Tú sabes lo que podría valer un Bosco desconocido, en buen estado?

—Depende. Si es en España, menos que fuera. Aquí el Estado tiene una salvaguarda y a menudo la ejerce. Acuérdate de El vino en la fiesta de San Martín, la obra desconocida de Pieter Bruegel el Viejo, que descubrió el Prado en una restauración. Pagamos siete millones de euros, pero en el mercado libre hubieran podido ser muchos más. Ese cuadro era más grande que este posible Bosco, que podría llegar a unos diez millones de euros. Solamente un coleccionista muy especial aspiraría a poseerlo; estoy hablando de los capitalistas más refinados del planeta.

Era un aviso a los navegantes y Raquel se rio abiertamente. Javier siguió.

—Uno de los problemas es averiguar la procedencia del cuadro. Desconocemos si pertenecía a alguna familia expoliada en la Segunda Guerra Mundial.

—En ese caso los requiebros y vueltas que puede dar el caso son imprevisibles. Dentro de poco tendré que ir a varias subastas en Europa. Allí siempre me encuentro con marchantes y coleccionistas amigos. Intentaré enterarme del estado de esos asuntos.

—Ya sabes, con mucha discreción...

—Y tú, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Cómo piensas seguir tus pesquisas?

Era una buena pregunta. Aunque tenía varias ideas, de momento no podía contestar.

El método le había salvado en los momentos difíciles de la vida, cuando se ponen a prueba convicciones y creencias. Por eso recurrió una vez a la fórmula. Analizar, como un sabueso policial, todas las pistas del caso. Una de las posibilidades, aprovechables para la exposición, era el nuevo elemento de los fuegos de San Antonio que había surgido con los escritos de Jerónimo. Así que recurrió a un amigo que trabajaba en la sección de arte de la Policía, Gonzalo Martín, con el que había colaborado en el peritaje de algunas piezas robadas. Gonzalo lo llevó en presencia de uno de los mayores expertos de la policía Científica, José Carlos Muñidor, doctor en Medicina y licenciado en Química, para sopesar esa interpretación.

—En la Edad Media, en Centroeuropa, el centeno era el cereal más empleado en la alimentación. En ocasiones, las plantaciones eran infectadas por un hongo en forma de cuerno, hoy llamado Claviceps purpurea. Estas plagas se producían cuando las condiciones de la primavera eran propicias: años húmedos y no muy fríos. Aunque el cornezuelo fuera visible, el centeno no se limpiaba y era llevado tal cual a los molinos.

En su despacho, al lado de una sala donde se distinguían una serie de huesos sobre una mesa metálica, el doctor Muñidor enseñaba a Javier Carreño y Gonzalo un libro con grabados desplegado sobre la mesa. Desde que había recibido la llamada de su colega, había reunido abundante documentación.

—Este hongo contiene grandes cantidades de ergolinas, unos alcaloides con un poderoso efecto vasoconstrictor. Ingiriendo cantidades significativas de centeno o harina de centeno contaminado, se desarrolla la enfermedad llamada ergotismo, que es la que tenían los europeos medievales.

¿Claviceps purpurea dice que se llama? —Anotaba Javier el nombre en un cuaderno.

—Ahí donde lo ve, con ese nombre casi poético, este hongo ha sido muy estudiado. Merece la pena, se han hallado en él cosas sorprendentes: la primera, la ergobasina, un alcaloide relativamente simple de una gran capacidad hemostásica y potenciadora de las contracciones del útero; también la ergotamina, un vasoconstrictor muy empleado en la actualidad contra la migraña y que, ingerido en grandes y continuas cantidades, da lugar a malformaciones durante el embarazo. Añadamos la bromocriptina, empleada en el tratamiento del párkinson, y otros derivados más como la ergocristina, la ergocriptina y la ergometrina. Pero sobre todo, la estrella es la ergotina. Al calentar la masa en el horno para cocer el pan, la ergotina se transforma en una dietilamida del ácido lisérgico, más conocida como LSD, descubierta accidentalmente por Hofmann en 1943, una sustancia usada en psiquiatría durante mucho tiempo antes de su prohibición. Un portento el hongo; no me extraña que se hablara en el medievo de los panes de la locura.

—¿Y era mortal?

—La mayoría de las veces, aunque existían dos tipos de enfermedad. El primero, más benigno, se manifestaba por diarreas, vómitos y cefaleas acompañados de alucinaciones y convulsiones. En el segundo, mucho más grave, los dedos y extremidades se gangrenaban y se perdían. A esta última variante se la llamó fuego de San Antón, por San Antonio, el eremita que fue tentado por el diablo con visiones terribles y que se convirtió en el santo protector de los afectados por el mal.

—¿Me podría detallar los efectos del fuego de San Antón?

—Pueden traducirse en alucinaciones, convulsiones y contracción arterial, que conducen a la necrosis de los tejidos y la aparición de gangrena en las extremidades. La enfermedad empezaba con un frío intenso y repentino en brazos y piernas para convertirse en una quemazón aguda. Del fuego al hielo, qué tortura. Sabiendo además que en cada ataque se perdía algo: un pie, dedos de las manos... Muchas víctimas lograban sobrevivir, pero quedaban mutiladas para siempre, podían perder todos sus miembros. Existía otra variante de esta intoxicación en la que el paciente sufría intensos dolores abdominales que finalizaban en una muerte súbita, afectaba a las embarazadas que abortaban, en los varones podía producir además la pérdida o daño de los genitales...

—El Bosco nunca tuvo hijos...

—¿Qué quiere decir? —preguntaba Muñidor.

—Nada, cosas mías... ¿Y era muy común?

—Durante la Edad Media las intoxicaciones por ergotismo eran tan frecuentes que se crearon hospitales donde los frailes de la Orden de San Antonio se dedicaban en exclusiva a cuidar de estos enfermos. Estos frailes llevaban hábito oscuro con una gran T azul en el pecho. Pero fíjese, yo creía que con la mejora de la higiene, el Renacimiento y el progreso de las ciencias, la enfermedad había desaparecido en un siglo. Me equivoqué. La última intoxicación colectiva de ergotismo sucedió en Francia, en el pueblo de Pont-Saint-Esprit, en el año 1951. Ayer, como quien dice. ¿Y relaciona usted el ergotismo con los cuadros de El Bosco? ¿Es eso lo que quiere saber para su exposición?

—Me gustaría sopesar algunas cosas... Por ejemplo, una persona que la hubiera sufrido, pero que se hubiera curado...

—¿Sin amputaciones? Ya le habría tocado la lotería. Lo raro sería que no hubiera quedado tocado para el resto de su existencia. Con dolores atroces, alucinaciones, visiones, éxtasis. Como para desequilibrar a cualquiera. No sé si podría levantar un pincel en la mano, raro me parece.

—¿Podría el afectado leve volver a tener esas alucinaciones a lo largo de su vida?

—Sí, si se dan una serie de condiciones. También podría suceder que con los remedios tradicionales se quitaran unos efectos y persistieran otros. Por ejemplo, uno de los remedios era la mandrágora. El enfermo podía pasar de un vuelo a otro.

—Vaya, eso es interesante... ¿Y cómo serían sus alucinaciones? ¿Parecidas a las de un tripi de ahora?

—Habría luces y psicodelia, pero dependería de la experiencia personal y del ambiente circundante. Alguien que viviera en la Edad Media tendría visiones medievales, ese sería su sustrato. Quizá Dios, ángeles y demonios...

—Como El Bosco...

—En efecto, como El Bosco. Por lo que conozco de sus cuadros, y ahí es usted el experto, muy bien pudiera ser. ¿Tiene datos sobre la zona en la que vivió? ¿Está registrada la fecha de alguna epidemia que pudiera afectarle?

—La única que pudo afectarle, en 1496, fue una de varicela española, a la que también llamaban la «pasión de Santiago». Aunque parece que hubo una misteriosa peste, «plerensis», que pudo acabar con su vida en 1516, junto con otros habitantes de su pueblo natal, s'Hertogenbosch o Bosque Ducal, entre ellos el arquitecto de la catedral que se estaba construyendo. Pero no hay registrado ningún fuego de San Antón.

—Pues entonces lo tienes difícil —intervino Gonzalo.

—Tengo pendientes viajes a Venecia y Ámsterdam y es posible que gire una visita a ese pueblo. Quizá allí obtenga más información, así que ya se lo comentaré. Muchas gracias. Ha sido usted amable y exhaustivo.

—Gracias a usted. Al menos esto me saca un poco de los huesos y los crímenes antiguos. Espero que le sirva de algo. Le he preparado un extracto de textos sobre el hongo y una lista bibliográfica, por si la necesita —se despedía el doctor deseando éxito en los viajes y la exposición.

—Qué envidia me das, Javier —añadió Gonzalo—. Gracias, doctor. Le dejamos con sus huesos.

El aludido hizo una mueca y entró en la sala donde dos ayudantes se afanaban en ordenar, como si fuera un rompecabezas, los huesos de un esqueleto de color marrón.

—Gracias también a ti, Gonzalo —se despedía Javier.

—De nada. Ya me gustaría a mí ir a Ámsterdam. Los del grupo de la Interpol vienen prometiéndome un viaje allí desde hace meses... Por cierto, tú que te mueves en el mundo del arte y los museos, ¿has oído hablar alguna vez del Abuelo?

Ante la mueca de extrañeza de su interlocutor, Gonzalo se soltó:

—Es el más refinado ladrón de arte europeo, un peligroso delincuente internacional que hasta ahora ha eludido a la Interpol. Esto es confidencial, por supuesto. Es un hombre mayor, que trabaja con una hija o nieta. Ambos conocen muy bien el mundo del arte. El abuelo ha desarrollado, a la manera de los grandes timadores y falsificadores, una serie de golpes maestros con intrigas rocambolescas, impresionantes. Algunas dignas de una novela. Dicen que algún famoso museo europeo ha sido objeto de sus atenciones. El resultado es que han tenido que retirar alguna pieza maestra, ya que el Abuelo las había sustituido por una copia exacta, solo distinguible por los últimos análisis científicos. También lo llaman el Gran Ilusionista. Habla varios idiomas y parece más joven de lo que es. Trabaja en varios países, entre ellos España, pero siempre desaparece su pista en Holanda.

—Vaya, la verdad es que es la primera noticia que tengo, pero parece el retrato de Sean Connery —bromeó Javier para disimular la impresión que había sufrido. ¿Sería posible que Jerónimo e Himiko?

—Mira, Javier, los ladrones de arte no están movidos por la estética del artista ni por su importancia en la historia del arte. Eso es un mito romántico. Las obras son robadas por organizaciones o individuos que solo quieren sacar dinero, y que utilizan muchas veces las pinturas en transacciones de ventas de armas o de droga. Por eso es excepcional el caso del Abuelo. Los más veteranos del grupo dicen que solo se encontraron una vez un ladrón que no actuara por dinero. El Abuelo sería el segundo. Todo un récord Guiness, a sus años. Yo tengo mi propia teoría. Es por aburrimiento. Un viejo a lo Thomas Crown, ¿viste la película, no, de Steve McQueen? Será una persona con una gran forma física a pesar de la edad, con alto nivel de inteligencia y organización, con una red reducida, y lo hace porque le excita. Es su manera de vivir. Total, ¿qué pierde? ¿Que le caigan veinte años? Lo cual no quiere decir que no haya que neutralizarlo, imagínate qué ejemplo para los del Imserso. No quiero ni pensarlo —reía Gonzalo.

—¿Sabéis qué aspecto tiene, hay alguna foto? Quizás así te podré decir si lo he visto en alguna parte.

—Qué más quisiéramos. No hay ni una mísera foto, grabaciones muy borrosas de hace algunos años, de la Policía alemana, en las que lleva una máscara y no se distingue nada. Bueno, era por si te sonaba de algo.

—No, no, no me suena de nada. Si oigo algo de ese Abuelo, te lo haré saber. Me voy, tengo que preparar esos viajes. Chao.

—Adiós, Javier. Y cuídate. Trabajas demasiado. No tienes buena cara.