Capítulo III

Ámsterdam, tela de araña

Si las puertas de la percepción quedaran depuradas,

todo se había de mostrar al hombre tal cual es: infinito

[...] Hay cosas conocidas y cosas desconocidas;

en medio de ellas hay puertas.

WILLIAM BLAKE,

Matrimonio del cielo y del infierno.

Un día, a las dos semanas de llegar, mi mirada se quedó perdida en la pared, donde había colocado un plano de la ciudad. En mi cabeza se disparó un resorte y entonces lo supe: Ámsterdam era una tela de araña. Sus canales eran los hilos, geometría acuática que siempre marcará el carácter de esta urbe fronteriza.

Las ciudades con canales tienen una personalidad propia, son distintas. Sin embargo, algo en esa visión de la ciudad como laberinto y trampa de insectos me inquietaba... Aunque racionalista a ultranza, había aprendido a no desconfiar de las intuiciones. Eran pequeños avisos que mandaba el subconsciente, procesando datos en la retaguardia del cerebro, claves para prevenir peligros potenciales. No me faltaba razón, como más adelante pude comprobar. Un escalofrío, que achaqué a la brisa marina que se había colado por la ventana entreabierta de aquel enorme caserón, recorrió mi espalda. En la guerra me había salvado tres veces por aquellos pálpitos. Una, por no entrar en el refugio donde cayó una bomba; otra por no ir a dormir en un pinar donde los moros degollaron a media compañía, y la última por ponerme un casco que detuvo el rebote de una bala que me habría volado la cabeza. En las tres ocasiones, la visión de que algo extraño me avisaba, había decidido el rumbo de mis pasos: una naranja machacada, un naipe de la sota de espadas, un paraguas que se abría bajo la lluvia. Extrañas señales, si es que eran tales, o quizá mi cerebro buscaba explicaciones culpables que dar cuando la muerte se llevaba a tus amigos y compañeros, mientras a ti te respetaba.

Así que pensé: peligro de quedar aquí atrapado, esperando la voraz araña, en un encargo extraño realizado por un personaje no menos extraño... ¿Qué sabía yo de Mainger? ¿Era verdad aquel asunto de las copias y para lo que estas servían? ¿O había algo más? ¿Por qué esos raros óleos, azules, rojos y negros que me había facilitado, sospechosamente parecidos en su textura a los colores que El Bosco empleaba, esas tablas de roble que juraría que eran casi idénticas a las empleadas por el maestro? De hecho, estaba seguro de que eran tablas de la época, cuadros con motivos de baja calidad raspados y sobre los que se había dado otra capa de albayalde.

Algo no me cuadraba y ese misterio me hacía revolverme en la oscuridad de la cama, me distraía de la concentración requerida y me hacía abandonar el trabajo y pasear nervioso por la habitación. Giselle, la joven ama de llaves, me llamaba para las comidas y cuando no aparecía, me subía al cuarto una bandeja que me entregaba con las buenas noches. Distinguía en su cara algo parecido a una sonrisa. Era un hada simpática dentro de su frialdad nórdica.

Aún no sabía, no podía saber, que ya estaba bajo la influencia del cuadro, que su extraña magia me había atrapado por entero. Cuando llevaba varios días en este estado, el sonido de unos nudillos en la puerta me anunció la visita de Santiago Mainger, que llevaba fuera un par de semanas, en Alemania, según me había dicho antes de partir. Holanda y Bélgica aún no habían cerrado sus fronteras.

—Tiene mal aspecto, monsieur Díaz, debe descansar más.

—No logro dormir. Demasiadas cosas en la cabeza. Demasiadas incógnitas. Estoy empezando a pensar que no ha sido buena idea aceptar su proposición. Y además, tengo la sensación de que debería estar en otra parte.

—No desfallezca ahora, Jerónimo. Son tiempos terribles, en los cuales debemos pensar con serenidad. Créame si le digo que lo que usted hace tendrá un noble fin. Ahora que está en riesgo no solo la cultura, sino la libertad, realiza usted un buen servicio contra los nazis.

—Se lo digo con franqueza: no sé, si usted miente, cuál es su causa.

—La causa del amor, la causa de la vida. Lo que peligra ahora no son unos territorios o unas banderas. La misma condición del ser humano está en juego. Hay que preservar de la barbarie los grandes logros de la humanidad. Y uno de ellos, que tiene usted en sus manos, es esa obra maestra de El Bosco. La copia salvará a una familia de los campos de concentración alemanes. ¿Dónde cree que he estado este tiempo? ¿Haciendo turismo?

Yo callaba. Toda Europa estaba pesada, espesa, en un conflicto que empeoraba por momentos, y yo me encontraba cerca del huracán, en aquella ciudad pegajosa, comprometido en un encargo que vislumbraba turbio. Lo que hizo a continuación Mainger, más que curioso, me resultó inquietante. Con un carboncillo, anotó una serie de signos copiados directamente del cuadro, señalando su posición exacta en la composición. Eran signos cabalísticos repartidos por todo el cuadro. A veces, para averiguar la distancia exacta, utilizaba un compás y una regla extraídos de un maletín de cuero.

—Hago comprobaciones. Como usted mismo lo definió, este cuadro es fascinante. Y único.

Ya estaba seguro. Aquel dibujo tenía un marcado carácter hermético, los signos eran representaciones de elementos naturales o de reacciones alquímicas. Yo miraba intentando retenerlo en la memoria. Aquello me desasosegaba.

—Le voy a pedir que ese signo en el agua del mar no lo copie, el del níquel. Será lo único en que se diferencien copia y original. No habrá riesgo, la tabla no es conocida ni pueden compararla.

Ante mi extrañeza, el magnate añadió:

—Son fórmulas antiguas. No debe conocerlas quien no es digno de descubrir su significado.

—¿Fórmulas? ¿De qué?

—Nada que le interese. Quizá tengamos que irnos pronto. Sería una lástima que no le diera tiempo a realizar la copia.

De aquello se deducía que Mainger estaba buscando acomodo a su colección en alguna parte, tal vez en Inglaterra. Los diamantes no ocupan mucho, pero los cuadros sí. Necesitaba un transporte seguro, quizá estaba esperando la llegada de algún barco. Se hizo un silencio tenso. La alusión a un mensaje cifrado y secreto me había hecho pensar en la relación del millonario con aquellos asuntos. Como si leyera mi pensamiento, Mainger habló, desviando mi atención, buen ilusionista:

—Los tiempos de El Bosco también fueron difíciles. Y su pintura, nada sencilla. Detrás de sus tablas, en apariencia tan morales y cristianas, se escondía un hombre atormentado por visiones, que pasó toda su vida tratando de asimilar lo que le había pasado. Sus cuadros reflejan el torbellino de su cabeza desde que sufrió los fuegos de San Antón.

—¿Los fuegos de San Antón?

—Los fuegos de San Antón, o ergotismo, era una enfermedad de la Edad Media producida por la ingestión de pan de centeno contaminado por hongos. Muchos morían de gangrena, pero lo hacían entre visiones espeluznantes. Otros sufrían diarreas, hemorragias, y se salvaban entre delirios fantásticos. Hieronymus tuvo suerte, se salvó, y su pintura se enriqueció con aquellas visiones. Toda su vida fue una búsqueda para volver a experimentar esa sensación. Lo intentó con su pintura, y desde luego, quedó reflejada en sus trípticos.

—¿Cómo sabe usted eso?

—He estudiado al maestro durante años. Nada que hiciera o dejara de hacer me es indiferente... Le considero un hermano pionero, un adelantado, un buscador de la verdad... Creo que le conozco bien. Hasta el punto de que voy a revelarle alguno de sus secretos.

Como si fuera un mago tocado con capa y varita mágica, Mainger sacó un espejo ovalado de su maletín. Tenía bordes redondeados y un mango de marfil. Pero no reflejaba imagen alguna. Era opaco y oscuro.

—El espejo negro. Algunos pintores de aquella época, para descansar la vista de su paleta de colores, utilizaban un espejo como este. En el caso de El Bosco, cuando los colores o las visiones, o aquello que surgía de sus cuadros según los estaba pintando, asaltaba su cerebro, la única manera de volver a la serenidad era por medio de este espejo. Superficie pulida de remoto mineral, allí se abismaba. Se pueden ver muchas cosas sin necesidad de ojos. Es más, podría afirmar que, a veces, la vista es un estorbo, anula otras visiones, la capacidad para profundizar en otro estado, más real que el que vemos o el que nos parece así porque lo percibimos por los ojos. Para llegar a ver con los ojos del alma, los del cuerpo deben estar cerrados. Y para eso ayuda este espejo, relaja la retina. Se lo he traído para que lo pruebe. Si le sirvió al maestro, bien pudiera dar resultado con usted.

Aquello me dejó literalmente helado. Por supuesto que no me creía una palabra de lo que me estaba diciendo, ni que aquel fuera un artilugio que hubiera utilizado el gran Hieronymus, pero se daba el caso de que mi grupo de la FAI se llamaba precisamente Espejos Negros, aunque no en el sentido que ahora aquel personaje me revelaba. Habíamos elegido esas dos palabras porque queríamos ser un reflejo libertario de la cultura.

Una extraordinaria casualidad, sin duda, que me dejó desarmado. Aquel hombre puso ante mi vista el espejo y yo lo tomé en mis manos. Por un momento, algo parecido a una corriente eléctrica me recorrió el brazo. Había tenido la impresión de que, efectivamente, aquel era el espejo negro de El Bosco.

—¿Quién es usted realmente? —pregunté. En su cara se dibujó una ancha sonrisa.

—Esa tabla es importante. Contiene un mensaje que solo puede ser entendido si se conoce la clave. A veces la sabiduría se trasmite por varios conductos. Usted debería saberlo, es pintor.

No sé el tiempo que pasé con el espejo en la mano, pues cuando me quise dar cuenta estaba solo. Mainger se había ido.

En los tres días siguientes el espejo negro estuvo encima de la cómoda, apoyado en la pared. Allí fue a posarse mi mirada después de una de mis crisis de ansiedad. Sin pensarlo dos veces, lo cogí, me senté en el sofá y lo dirigí hacia mi cara. De lo que pasó luego no estoy muy seguro.

* * *

Dejar la pista perdida, los ojos pagando dentro de los círculos de las órbitas. Flotando, aflojando el nervio, el foco difuso, primero concentrado en la superficie oscura y por último libre, liberado del color y de las formas, fundiéndose en el vacío, en la nada, pero con los párpados abiertos, distinta sensación a la producida al cerrarlos para intentar conciliar el sueño. La pista activa, aunque sin estímulos. El espejo, suficientemente cerca de la cara como para ocultar la habitación, el mundo, las luces. Solo la tersa y bruñida superficie, la pulida piel de la piedra, entrando en el cerebro, absorbiendo lo visto, lo pintado. Poco a poco, con la luz tenue, imperceptiblemente primero, de modo más acusado después, esa inquietante oscuridad invierte su función secante y aparece poblado de formas. Son como nubes, ondas semejantes a las producidas por las hojas caídas en un estanque. Curvas que se entrecruzan, volutas de humo que no destacan del fondo, el aire, sin duda, de la misma naturaleza que lo quemado, materia inerte o translúcida, sutil expresión de un mundo que parece revelarse, pero que exige que más que el ojo, la mirada, la conciencia, se adapte a la nueva situación. Puerta, ventana, ojo de buey, claraboya de un universo que espera, que aguarda, inquieto y prometedor. Mundo vigilando, diríase, si no fuera porque es el observador el que inquiere, el que quiere penetrar.

Pero así como llegan los atisbos de raras estructuras, de nuevas e inquietantes formas, así se escapan si de repente el ojo vuelve a tensarse, la pupila se dilata o contrae, incapaz de abandonarse a la negrura. Con esfuerzo, dejando libre la mente y los instintos del cazador de colores y formas, del acechador de gestos, del descriptor de símbolos, abierto a la noche del espejo, el pintor comienza de nuevo la navegación por el agua oscura. Y regresan las nubes, bordean los velos las figuras, estructuras y estancias. No hay lógica en la aparición de secuencias, el asalto de manchas, absurdas gotas de tinta en el revés de lo visible, capas de reluciente y prístina noche de grises mate.

Quizá el pintor se pregunta si no se ha introducido por una puerta parecida a la de los sueños, con esos colores imposibles. Su preocupación, que en un momento vaga sobre la manera de reproducir lo vislumbrado, pronto se pierde, porque advierte que detrás de esos paisajes de ceniza y viento, de arena en la noche, de agua y humo flotando y entremezclándose, existe algo que alienta, que guía en el extraño viaje, brújula magnética buscando entre las vetas. Sabe el pintor que cuanto más olvide, que cuanto más rápido deje de acordarse del mundo del que acaba de salir, antes entrará en este otro universo, en el que el volumen no tiene sentido, y las cosas, con su color y carácter, se tornan materia opaca a la luz, y por lo tanto casi invisibles, habitantes de las sombras.

Acuden las formas por capas a la luna negra, atraídas por el poder de quien las ve, reveladas desde el no ser, delimitándose en un punto intermedio, pues el observador ha perdido la distancia, el espacio entre su rostro y el espejo es ya campo de pruebas, redoma de laboratorio, túnel de experimentos donde todo se compone, alfabetos de signos que nadie controla, o si acaso un mago poderoso que se aloja en su interior, pues esos cuerpos que con etéreo cincel un fantástico escultor saca de lo oscuro son criaturas fronterizas, imposibles fuera del aliento negro que las anima y alimenta, que las instruye y posee. Y así, el pintor, que perdiéndose en el espejo ha soñado con descansar la vista, con olvidarse de aquello que está pintando, asiste a un espectáculo insólito, algo que su mente ha preparado solo para él. Porque cómo pensar que aquello que viene flotando y pasa ante sus ojos es la esencia misma de lo que pinta, el poso que representa su sustancia, entidad tan difícil de aprehender como de plasmar, retrato perfecto al que siempre aspira el artista buscando lo imposible: lograr que el espectador se percate de que lo pintado allí no es el reflejo pasajero de aquellos hombres y mujeres, la circunstancia, sino su alma misma. Pintar su interior, su espíritu, los hombres por dentro.

* * *

1481

El capítulo de la Orden del Toisón de Oro era ceremonia esperada, que aquel año, para honor del Bosque Ducal, se celebraba en la catedral de San Juan. El capítulo había llevado a la población, además del emperador Maximiliano, a todos los altos cargos, nobles, príncipes y prelados del ducado de Borgoña, que desfilaban en carrozas vestidos de rojo armiño y con lujosos bordes dorados. El pueblo se apiñaba en la entrada para ver a aquellos personajes principales que desfilaban según un estricto protocolo y que parecían tocados por una extraordinaria importancia y gravedad.

Habían llegado y entrado en la sala, por este orden, los oficiales de la Orden, los caballeros y el soberano, que se colocaban en el graderío que ascendía a su grande table, a mano derecha. El soberano, actor principal de la representación, se hacía lavar las manos en un aguamanil por el primer copero mientras un caballero de calidad le ofrecía después la toalla para secarse. Tras eso, los demás escuderos ofrecían aguamaniles para que se lavasen los caballeros y los oficiales, a excepción del canciller, que se lavaba aparte. Asimismo, recibían el aguamanos los embajadores extranjeros. A continuación el soberano se sentaba en el centro de la mesa y después de él, y a ambos lados, los caballeros, en perfecta jerarquía. Después lo hacían los oficiales de la Orden y los embajadores, en un riguroso orden de precedencia que era supervisado por el rey de armas.

Era etiqueta prolija, abundante en detalles y esperas, complejo ritual que afectaba a los desfiles y banquetes, a la colocación y el protocolo, escrito desde los primeros capítulos de la Orden, allá por los tiempos de Felipe el Bueno y Carlos el Temerario. Tal vez por lo costoso y complicado, y a pesar de las disposiciones de reunirse cada mayo, el capítulo no se realizaba anualmente. La reunión de la última de las órdenes de caballería comenzaba con un banquete en la primera jornada en una gran sala, generalmente en un palacio, edificio principal del lugar donde se celebraba el capítulo. La elección del lugar, como la disposición de los asistentes, estaba establecida por una rigurosa jerarquía.

La grande table, la gran mesa, se disponía sobre un estrado elevado y estaba reservada a los caballeros y a su soberano, el cual se sentaba en el centro bajo un dosel bordado que superaba en altura, riqueza y magnificencia al dosel que cubría al resto de los comensales en su larga mesa. Sus hábitos, pagados por ellos mismos, de terciopelo carmesí, estaban rematados con bordes dorados. En la sala donde se celebraba el capítulo se colgaban grandes y ricos tapices, realizados en Bruselas, en los que se narraban historias de héroes mitológicos o reales. Entre ellos, Hércules, Alejandro Magno y los héroes troyanos o griegos, y también los de los patrones de la orden, Gedeón y Jasón, que con su vellocino o toisón de oro habían dado nombre a aquella reunión de hombres ilustres y escogidos, caballeros del final de la Edad Media buscando imposibles en un mundo nuevo. Solo algunos de esos tapices habían presidido las paredes de la catedral de San Juan de s'Hertogenbosch para el XIV capítulo de la Orden. A cambio, había otros con temas bíblicos, como Judith y Holofernes o el Diluvio Universal.

A la izquierda del príncipe y más abajo, sin estrado, se disponía una mesa más pequeña para los cuatro oficiales, el canciller, el tesorero, el secretario y el rey de armas, que llevaban sus hábitos rojos sin adornos de cenefas ni collares, con la salvedad del Toisón de Oro, un collar decorado con las armas esmaltadas del soberano y de los caballeros de la Orden que portaba la potencia.

En solemne ceremonia en la primera parte del capítulo, el emperador Maximiliano había ungido caballero a su hijo Felipe, llamado el Hermoso, que lucía ropas doradas y rojas de exquisita hechura, terciopelos entre armiños, sensación envolvente. El guardián de las joyas había preparado las vajillas de oro y plata, que servían tanto para el servicio de mesa como para aumentar la luminosidad y, sobre todo, los brillos: se disponían en el aparador colocado en el lado opuesto a los ventanales y cerca de las mesas del soberano y los caballeros, que se encontraban muy a gusto envueltos en aquellos fulgores de oro y plata, sol y luna alternándose, comparación de la noche y el día.

El boato, y por lo tanto la lentitud, el orden, los gestos, era norma fundamental de la ceremonia. Se sentían así, cerca de un cielo áureo, envuelto en lo que refulgía, lo más noble. Sumergidos los asistentes en un ambiente mágico de destellos dorados, ropajes suntuosos y música sacra, se cumplían parte de los objetivos, arraigados firmemente en el imaginario de los allí reunidos: el rey Arturo, Camelot y los caballeros de la Tabla Redonda.

Se había colocado otra mesa alargada en la sala para los oficiales —reyes de armas, heraldos y persevantes—, unas treinta personas, sentadas en los dos lados. Delante y contigua a ella se disponía otra más elevada, con el nombre de galera, donde se sentaban, con el rostro siempre vuelto hacia el jefe y soberano, dos portadores de armas con sus bastones, flanqueados por dos sargentos de armas con sus mazas, maceros que representaban el orden y el poder, prestos a reprender o incluso apresar a cualquiera que a lo largo de la ceremonia realizase algo molesto a los ojos del príncipe. Ningún oficial podía sentarse en esta mesa sin su bastón y ningún heraldo sin su cota de armas.

A la derecha de la mesa del jefe y soberano se situaba la reservada a los embajadores extranjeros, para que pudieran contemplar la riqueza del espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Halago e impresión favorable se buscaba cuando se les servía de igual modo que al príncipe. Cuidada puesta en escena para afirmar el prestigio del soberano y el esplendor de la casa de Borgoña, objetivo desde que la Orden había sido creada.

Arte, gastronomía y ceremonial se aunaban en el rito, además de la consideración a un elemento esencial en el ideario caballeresco de esa Edad Media que periclitaba entre brillos: la mujer. Las damas, encabezadas por la princesa y sus cortesanas, contemplaban la sala desde una tribuna alta, con celosías, donde podían mirar sin ser vistas. Así podían hablar a su placer de cualquier caballero.

El escenario se completaba con otras dos salas con dos mesas cada una, reservada una a los embajadores que se turnaban y que no podían asistir a los banquetes del segundo o tercer día de la fiesta. En la otra sala se servían dos platos de vianda solamente a los notables de la burguesía de la villa: hombres de leyes, clérigos y otros personajes de calidad que no pertenecían a la nobleza. Era aconsejable la presencia de dichos notables, sabedores los mandatarios borgoñones de que su poder se apoyaba en el dinero que generaban los burgueses con su industria, su comercio y sus banqueros.

Estos notables pagaban por asistir a la fiesta del Toisón, y Aleyt, la mujer de Jeroen, había querido estar entre las damas de la celosía. Dinero tenía para podérselo permitir y así, convencido Jeroen de que la asistencia al banquete redundaría en pedidos de los poderosos, había encargado vestimentas apropiadas, lujosas en comparación con las que utilizaba para el uso diario, pero no tan lujosas como para ofender a aquellos caballeros de trato exquisito y modales reglados. Jeroen, recién cumplidos los treinta años, con el título de maelder, maestro pintor, había contraído matrimonio con Aleyt van der Meervenne, lo que había conllevado su cambio de estatus y la posibilidad de observar de cerca a aquellos que estaban en la cúspide de la jerarquía social.

Cuando comenzó el servicio de mesa, Jeroen se maravilló del movimiento de gentilhombres y criados, tan preciso que parecía un mecanismo de relojería. Baile con protocolo y sincronía que producía un efecto de multiplicación, como si cada caballero estuviera ante su igual reflejado. En la gran mesa servían a un tiempo cuarenta gentilhombres, todos a la vez: primero, junto con mantequilla fresca, las frutas de temporada; en mayo y junio fresas y cerezas, en julio ciruelas o moras, y en agosto y septiembre, uvas. Después se servían los platos principales, pescado o carne asada, regados con hipocrás.

Bajo la dirección de los maîtres d'hôtel, servían los coperos a la grande table cuatro servicios de quince platos cada uno, platos compuestos por diez fuentes de diferentes viandas. Otros cuatro platos, de diez fuentes cada uno, se servían en la mesa de los cuatro oficiales. Un plato de vianda se servía en cuatro ocasiones para las damas que miraban la fiesta ocultas tras las celosías.

El ágape finalizaba con las llamadas especias, pasteles azucarados, en una cesta cubierta para el príncipe y en recipientes similares y descubiertos para caballeros e invitados. El primer escanciador debía servir vino al soberano, pero como se hallaba presente el heredero del trono, Felipe el Hermoso, tal y como prescribían las reglas de la Orden, fue él mismo quien sirvió la copa a su padre Maximiliano. El caballero de mayor categoría se encargó de servir los pastelitos. Una vez servido el soberano, lo fueron los caballeros, cuyos vinos escanciaban los escuderos. En el último turno fueron servidos igualmente los oficiales y los embajadores.

Terminado el banquete, se levantaron al tiempo los cuatro oficiales de la Orden y los embajadores, y se retiraron sus mesas. Después se apartó la grande table y se levantaron los caballeros, que hicieron una solemne reverencia al soberano. De la oración final se encargó el primer capellán. Tras este convite, los caballeros y el soberano se reunieron en cónclave en una sala cercana, solo interrumpido para volver a la catedral y oír vísperas en los sitiales armoriados de la sillería de coro, esos que El Bosco había visto hacer, con toda su filigrana de letras góticas, al pintor de la corte borgoñona, el maestro Pierre Coustain. Ese estilo podría ir bien para aquel cuadro, La piedra de la locura, que venía pensando, fruto de sus observaciones en el sanatorio mental donde había conocido a su mujer Aleyt, que con las demás burguesas de la villa despedían a la princesa y sus damas.

En su fuero interno, Jeroen no amaba aquel boato, y veía en el ceremonial el rastro del pecado de importancia, soberbia y vanidad, común al poder. Allí también se mostraba el ser humano, y frente al rito, Jeroen oponía la persistente imaginación del pueblo, sabio casi siempre y a su manera, que sabía que aquellos dorados se debían al trabajo y las fatigas de muchos otros que jamás brillarían.

Todo, en el fondo, no era más que un carro de heno.

* * *

Junio de 1563

Una cosa quería comentar a vuestra majestad y para explicar todos los pormenores precisos, pido licencia aunque me extienda en esta misiva. Como V. M. católica ya conoce, mi padre fue don Diego de Guevara, que en gloria esté y en compañía del Creador, clavero de la orden de Calatrava y mayordomo mayor de Felipe el Hermoso, para lo cual lo acompañó en sus viajes a Flandes con la infortunada reina Juana. Como V. M. sabe, yo nací en Bruselas, donde pasé mi infancia y en cuya corte hízome intimar don Diego, preocupado por mi futuro y formación. De él heredé el gusto por la pintura y la colección de obras de afamados pintores. Mi padre puso ayos y preceptores para que siguiera su tradición, así él no estuviera en Bruselas, debido a los continuos viajes que hacía, como luego haría yo con el emperador, vuestro padre, del que fui gentilhombre de boca y comendador de la Orden de Santiago, acompañándole a su coronación en Bolonia y en la expedición a Túnez.

Vine, pues, a heredar la colección de obras, y ampliarla además, cuando murió don Diego, que fue amante de la pintura flamenca y entendido de ella, según era de sobra conocido en aquellos reinos de la casa de Borgoña. Entre los cuadros que poseía, figuraban algunos del célebre Hierónimo Bosco de Balduque, ilustre y originalísimo pintor del que V. M. y yo gustamos, según hemos conversado largamente en el Alcázar. Yo adquirí alguno más, de tal manera, como sabéis, que poseo seis obras de su propia mano: El Carro de Heno; Dos ciegos, que guía el uno al otro y detrás una mujer ciega; una Danza a modo de Flandes; unos Ciegos que andan a caza de un puerco jabalí; una Bruja y otra tabla cuadrada donde se cura de la locura.

La historia que tengo que referiros es precisamente sobre ese pintor y uno de sus cuadros, que yo, por desgracia, jamás vi, pero del que supe su existencia por mi padre, don Diego. No diera yo pábulo a la historia de Jonás y la ballena, que así se denomina la tabla a la que hago referencia, si no fuera por otros hechos posteriores a mi casamiento que, como vuestra majestad conoce se produjo en 1536, después del regreso de la campaña de Túnez, una vez que ya la benigna mano del emperador Carlos V nos concedió el privilegio de otorgar mayorazgo.

Casé con mi mujer, doña Beatriz de Haro, hija de la señora Teresa y de Jacobo de Haro, familia de mercaderes castellanos afincada en la ciudad de Amberes. Varios años después, en una conversación sobre la colección de mi padre, mi esposa comentó algo curioso y es que quiso conseguir de la familia De Haro una tabla de El Bosco, Jonás y la ballena, pero que finalmente, por causas no aclaradas, no pudo hacerlo. Un tío de mi esposa, Diego de Haro, había emparentado con una familia flamenca, los Pijnappel, donantes del pintor de Bolduque. Diego de Haro, con casa e intereses en Amberes, había sido el mandante de aquella tabla, pero finalmente no había podido disfrutar de ella al morir en prematuro. Su mujer no pudo hacer frente a la suma de la obra y ahí se perdió el rastro que mi padre, don Diego, intentó inútilmente recomponer para hacerse con ella.

Aunque sé de vuestra afición a las pinturas de El Bosco, podría haberos comentado este aspecto de la historia de la tabla, y seguramente hubiera dado motivo a una interesante charla con V. M., pero es probable que no vuelva a veros, ya que siento las garras de la muerte aferrarse a mi cuello y no sé cuánto tardarán en cerrarse. Aunque vivimos muy cerca, ya que mi palacio y casa está frente a vuestro Alcázar, ya siento que una enorme distancia nos separa, y no es más que el abismo que la muerte empieza a construir alrededor de los que van a partir. A todos nos toca, y quizá mi hora postrera me aguarde muy pronto, en este mes de junio del año de gracia de 1563, pero antes de rendir cuentas al Máximo Soberano he querido relataros algunas circunstancias que se afirman posee ese cuadro, sin que, como os digo, haya podido verlo ni haber hablado con alguien que lo haya hecho.

Entre las peculiaridades que posee la tabla está, según afirman, la de contener en su interior un secreto, ni más ni menos que el de la fabricación de la piedra filosofal. Esto llevaría a considerar la posibilidad de que Hierónimo Bosco haya sido alquimista, pero bien parece que no lo fue, aunque trabajó codo con codo con alguno de los que habitaban en las cercanías del Bosque Ducal y conocía de primera mano muchos de los términos y los símbolos que conforman esa ciencia hermética. Quien afirma esto y a mí me lo confió, no lo puede probar, por no hallarse la obra a la mano ni poseer nadie ninguna copia. Mi mujer, según oyó de su familia De Haro, contóme que es casi imposible realizar una copia de ella, ya que la pintura copiada pronto es consumida por el fuego, por lo que la consideran mágica, aunque tal y como V. M. y yo sabemos, este punto no debe de ser nada más que fantasía. Otra conjetura, que no certeza, he recogido de esas fuentes, que extiende el mensaje alquímico a varios de sus cuadros, cosa que creo más fabulada que verdadera.

Olvidada tenía esta historia, e incluso postergada de mi cabeza, si no fuera porque hace poco oí el empeño que V. M. tiene en procurar, con alquimistas españoles y foráneos, la posibilidad de transmutar metales y realizar la Opera Magna. Sé que esta afición le llegó por su propio padre, Carlos V, que tuvo tratos con magos y alquimistas a los que protegía y mantenía en su corte. Varias veces vi al emperador en la compañía de Enrique Cornelio Agripa, y del doctor Beltrán. Supe que el doctor le proporcionó varias «piedras filosofales», pero sin duda debieron de ser falsas, porque en ese empeño he visto a V. M. ordenar y controlar los trabajos de la magna obra al mismísimo Tiberio della Roca, alquimista de Malinas, en Flandes, o al alemán Pedro Sternberg, que recibió de vuestra magnánima mano amplia recompensa de mil doscientos ducados.

Dicto esta carta contraviniendo mi costumbre, pero V. M. tiene la certeza de que no será transmitida más que por la mano que la escribe, la de mi esposa, mujer cultivada, con quien podéis conversar sobre otros aspectos de esa enigmática pintura. Mi deseo sería que hallarais la tabla y que os diera el poder para acrecentar estos reinos, sometidos por vuestra mano, alejando para siempre el peligro del gran turco.

Mi soberano, mi último ruego es que dé al fuego esta carta, una vez que pueda comprobar los detalles que relato, para que de no resultar cierto lo que digo, no deje trazo falso de mi memoria ni de mi paso por la tierra, ya que en toda mi vida no busqué nada más que la verdad, ocupándome de cosas ciertas y probadas, o de asuntos de arte, en los que intervienen el buen gusto y el conocimiento, no dejándome llevar por moda, superstición o dictámenes ajenos. Por esa razón escribí no hace mucho, cuando estaba convaleciente en casa y por hacer más llevadera la enfermedad, mis comentarios sobre la pintura, obra que trata de los distintos tipos de este arte y resume su historia entre griegos y romanos, con comentarios sobre el arte de nuestro tiempo. Ahí di mi opinión sobre las obras de Hierónimo Bosco, que frente a los que le tachan de inventor de monstruos y quimeras, no niego que no pintase extrañas efigies de cosas, pero esto tan solamente a un propósito, que fue tratando del infierno, en la cual materia, queriendo figurar diablos, imaginó composiciones de cosas admirables. El Bosco jamás pintó algo fuera de los límites del natural que no tuviera relación con el mundo infernal o del purgatorio, y sus invenciones se fundan en la investigación de cosas extrañísimas, pero siempre naturales.

Tal y como ya escribí, considero que sigue el género pictórico de Antífilo, llamado Grillo, busca talles de hombres donosos y de raras composturas y cuando pinta extrañas efigies de cosas fue tratando del infierno o purgatorio. Fue ese pintor observantísimo del decoro, guardando los límites de la naturaleza cuidadosísimamente. Y tal fue su éxito en Flandes y otras partes que pronto surgieron imitadores de sus obras, que a la vista de su éxito pintaban monstruos y desvariadas imaginaciones, dándose a entender que en esto solo consistía la imitación del Bosco.

Dado que siempre consideré que fue pintor de lo cierto y no de lo incierto, pienso que puede haber verdad en lo que se dice de la tabla. Es por esa razón que en estas postrimerías de la vida escribo a V. M., por ver qué de certidumbre contienen esas viejas noticias.

Es tarde ya, hora es de ponerse a bien con Dios por si me llama en las horas nonas, y de acabar esta carta de vuestro súbdito.

Poderosísimo señor, besa los reales pies de vuestra majestad.

Su menor vasallo,

FELIPE DE GUEVARA

* * *

El espejo negro me fascinó. Un amigo psiquiatra, mucho tiempo después, en Venezuela, me dijo que lo que me había sucedido era un recurso defensivo de mi mente, que, castigada por la Guerra Civil y con la angustia producida por la muerte de mi madre y la situación de mi hermana, había buscado esa válvula de escape. Sea como fuere, yo me sentía en ese momento inerme ante el destino y atraído a los mundos que me abría Mainger, mundos en los que sospechaba arenas movedizas. A pesar de su espejo, el millonario no conseguía serenarme. Me encontraba en un estado de inquietud permanente, soterrada bajo la epidermis. En la siguiente visita, dos días después, me lancé literalmente sobre su persona. Vomité preguntas, balbucí frases, los nervios a flor de piel.

Mainger no se inmutó, ni parpadeó siquiera. Dejó a un lado una caja de madera que portaba y me tocó con delicadeza el brazo, intentando transmitir una sensación cálida.

—Veo que ha utilizado el espejo. Serénese. No hay nada más mágico que su cerebro. Acaba de descubrir que hay muchas maneras de conocimiento y no todas pasan por la razón. Es difícil de aceptar para alguien que no cree en un ser superior.

Al final, acabé entregándome. Había en toda aquella historia un halo ineludible que me desarmaba, que me tenía atrapado. Lo único que me restaba era acabar la copia del cuadro. En las dos siguientes semanas me dediqué a ello con tesón y aplicación, utilizando en ocasiones el espejo negro, experiencia que, aunque en menor grado que la primera vez, me seguía fascinando. Más tarde entendí por qué.

Fuera de la ballena oscura de aquella casa, las garras de la guerra se afilaban, cuchillos que muy pronto saldrían de sus fundas, la muerte latiendo en el brillo de su acero.