Capítulo IX

La vuelta del Hades

Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos.

JEAN ARTHUR RIMBAUD,

«Hambre», Una temporada en el infierno.

La muerte iba cerniéndose en círculos concéntricos, aleteando en lo alto, rodeándome. Cualquier día podría tocarme, a pesar de la protección de Winkels. Hice lo que todos en aquel rincón del infierno. Confié a varios de mis compatriotas el nombre de mi hermana y de los parientes que me quedaban. Y también hice algo más. Hablé sobre la tabla de El Bosco y la copia que había realizado. No sabía si el cuadro finalmente había caído en manos de los nazis y necesitaba que alguien más lo conociera. Quería preservar la memoria de aquella tabla maestra, que el mundo debía recuperar.

La persona a la que elegí para contárselo era Herbert, otro empleado del economato, como yo. Herbert era holandés y sabía de pintura —su familia tenía un comercio de antigüedades en Ámsterdam—, y esa fue la primera razón. La otra, que era el compañero de mesa y podíamos hablar en voz baja en algunos momentos del día, cuando no había ningún SS cerca. Pero había más razones. Herbert había sido seleccionado para un trabajo especial, cotejar las listas de los bienes confiscados. Los cabecillas querían saber de qué riquezas disponían cuando todo, como parecía, estaba a punto de hundirse. Si las SS habían dado con el Jonás, sin duda estaría en una de esas listas.

Dos días antes, el comandante del campo había llamado a su oficina a cinco prisioneros del economato. Temblando —nunca se podía esperar nada bueno—, los cinco presos se encontraron con el comandante, acompañado de una mujer de cabellos grises. Habían sido elegidos para trabajar con ella en la contabilidad y realizar los inventarios.

Lo que hacían era comprobar la relación de obras maestras de arte confiscadas por los servicios de la Wehrmacht, por los dependientes de Alfred Rosenberg, encargado por el führer de la «educación espiritual y filosófica del Partido», así como por los agentes de Goering. Con varios SS, en jornadas agotadoras, repasaron una extensa relación de bibliotecas, archivos y galerías de arte de toda Europa. Algunos, elegidos por sus capacidades mecanográficas, se pasaban todo el día escribiendo a máquina, a cinco copias, las listas de estos centros artísticos. A mediodía recibían una ración suplementaria de comida. Trabajaban con mucha premura. De aquellas miles de páginas se sacaba lo esencial y se hacían nuevos listados en tres columnas, con datos de los servicios, una breve descripción de las obras y el lugar en donde se encontraban. A cada rato llegaban oficiales superiores preguntando si el trabajo estaba ya terminado.

La dama de cabellos grises, con apuro, se excusaba ante sus jefes por la prisa que se les imponía y la enormidad del trabajo. Aunque los dossiers estaban bajo llave, la confrontación de las listas exigía consultarlos con cierta frecuencia. Eran carpetas con la anotación de Höchst Geheimnis, «Alto secreto», y contenían los objetos robados en toda Europa por los diferentes servicios: Himmler quería ponerlos definitivamente bajo su control y para ello tenía una próxima entrevista con el führer.

Esas eran las razones de la urgencia, cosa que supimos pronto gracias a Winkels. Los SS de Himmler eran expertos rastreadores de tesoros en colecciones privadas y museos estatales para «ponerlos bajo la protección del Reich». Muchas de estas valiosas piezas estaban destinadas al museo que Hitler proyectaba fundar en Linz. A los judíos les confiscaban todos los objetos de arte que acababan almacenados en Sachsenhausen, donde se seleccionaba su destino final. El campo era también el escenario de los desencuentros con el personal de Goering, que destinaba sus adquisiciones a su residencia de Carinhall. Con envidia, tal vez, del poderoso jefe de la Luftwaffe, todos los altos cargos de las SS poseían residencias nobles ricamente amuebladas.

Goering, coleccionista entendido y activo, sentía predilección por los viejos maestros holandeses, alemanes e italianos y disponía de enormes sumas para las compras de avituallamiento y de materias primas. Los coleccionistas abundaban entre el ejército. Los dossiers estaban llenos de reproches contra los oficiales de la Wehrmacht, pues, en vez de enviar a los depósitos centrales los objetos de arte robados, los habían mandado a sus propias casas o a las de sus familias.

Era la pelea por la posesión del botín. Entre estos tesoros, algunos de los cuales había visto en el almacén, se contaban cuadros de Grünewald, Durero, Rembrandt, Menzel y todo lo que los expertos del Tercer Reich consideraban como «productos del espíritu germánico».

A pesar del instinto de supervivencia, mi maldita curiosidad me llevó frente a las garras de la muerte. Un día me las ingenié para acudir al despacho donde se trabajaba tan intensamente, por ver si Herbert tenía alguna noticia y había descubierto algún rastro en esas listas que pudiera referirse al cuadro. El propio Herbert se extrañó de verme aparecer, llevando la ración extra de comida. Cuando terminaba mi cometido, entró un oficial SS para hablar con la dama de cabellos grises. Lo reconocí en seguida: era el que me había interrogado en la mansión de Mainger en Ámsterdam. Me quedé helado y desaparecí tan pronto como pude. «Ojalá que no me haya relacionado», pensé, rogué. Más tarde fue Winkels quien me dijo de quién se trataba. Era de origen bávaro y los SS lo llamaban Sepp, diminutivo de Joseph, es decir, Pepe. Que un asesino nazi de las tibias y la calavera se pudiera llamar Pepe no me producía precisamente hilaridad, por más que resultara chocante. Comandaba una fuerza especial que había incautado una buena cantidad de piezas procedentes de Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, Yugoslavia, Checoslovaquia y Polonia.

—Es hombre peligroso y fanático, de los asiduos de Himmler en el castillo de Wewelsburg. Dentro de las SS, pertenece a los investigadores de la Ahnenerbe. Es un grupo que busca desde el Santo Grial hasta la piedra filosofal. Lo sé porque siempre me pregunta por joyas y cuadros con significados mágicos. Están tan obsesionados con eso como con las armas secretas con las que dicen que van a dar la vuelta a la guerra.

Hasta entonces no había oído hablar de ese grupo de élite creado por el fundador de las SS. Según las indicaciones de geomantes y magos negros, en aquel siniestro y antiquísimo castillo, en Westfalia, que había restaurado con esmero, había situado el corazón mágico desde el que dominaría no solo Alemania, sino el mundo entero, con su orden negra.

—Bien haría en volverse invisible. Intente ir a la enfermería —aconsejó Winkels, ahora lacónico.

Pero la enfermería estaba completa. No había más remedio que arrostrar el peligro. Durante varios días, hasta que se terminaron los trabajos de las listas y los mecanógrafos volvieron al barracón, no ocurrió nada. Pensé que lo peor había pasado. Me equivoqué.

Cuando aquel día, a principios del 45, entré en las dependencias del economato, no sabía lo que me esperaba. Sepp y cinco SS, varios encañonándome, me dieron un susto mortal.

—Así que, Jean Etienne Brousse, finalmente es usted un rojo español. Nunca se me olvida una cara y yo sabía entonces que usted mentía. En su momento no pude ocuparme de usted, pero lo haré ahora. Era nuestro destino el encontrarnos. Porque además, no es un rojo cualquiera. Usted tiene un secreto y me lo va a contar. ¡Vamos!

Los SS me empujaron fuera. Conmigo llevaban a Herbert. Intercambiamos miradas de gravedad y de extrañeza. El holandés había sido sin duda detenido cuando Sepp recordó mi cara y la relacionó con el mecanógrafo. Estaba claro que el alemán sabía algo. Busqué con la mirada a Winkels, por si aparecía por algún lado, pero a partir de ese momento no volví a verlo. Dijeron que había sido trasladado.

Nos internaron a los dos en el bloque 13, el que en su fachada tenía la palabra liebe («amor»), penúltima palabra del eslogan que estaba pintado a lo largo de las barracas. Paradójico, irónico nombre. El bloque 13 era la barraca de aislamiento, reservada al comando de castigos. Allí tenían lugar los interrogatorios. No había futuro después del pabellón 13. La única recompensa era el derecho a poder calentarse, es decir, la liberación por la chimenea.

Nos separaron en diferentes celdas. En la que me destinaron, Sepp se sentó en el jergón y comenzó un pequeño discurso ante mí, que esperaba de pie, escoltado por tres SS con las armas en la mano.

—Usted verá, Díaz. Sabe que le puedo hacer hablar por las buenas o por las malas. Tenemos métodos bastante expeditivos.

Unos brazos me sujetaron por detrás. Algo, como una tenaza, me apretaba la mano y la presionaba con fuerza brutal.

—Sus dedos pueden saltar como una cáscara de nuez en un cascanueces. Sería una pena para alguien que se dice pintor. Es muy doloroso. No se lo recomiendo.

A lo largo de algunos minutos, inmovilizado en una presa que me producía un daño insoportable, aquel individuo fue enumerando los diversos modos de tortura a los que podía ser sometido. Mencionó, señalándolo por la ventana, el tormento de los tres palos, en los que colgaban a los presos de espaldas por los brazos con las manos esposadas, de tal forma que con su propio peso se les desencajaban los hombros del sitio. De vez en cuando afirmaba que podía librarme de todo aquello si le contaba lo que él quería saber. ¿Cuál era ese cuadro que copié en Ámsterdam? ¿Cuál era su significado? ¿Qué mensaje alquímico contenía? ¿A quién pertenecía? ¿Cuántos más copié para Mainger? ¿Cuántos vendió Mainger al Reich? ¿Qué sabía de Mainger? ¿Practicaba alguna ciencia oculta?

No sabía de quién provenía su información, aunque parecía evidente que era de mi propio entorno. Las traiciones eran moneda corriente en el campo: los delatores estaban bien considerados por los verdugos y recibían un pequeño trato de favor. Pensé en Winkels, en Herbert, en alguien a quien se lo hubiera contado o nos hubiera oído. En cualquier caso, el asunto se ponía verdaderamente peligroso. Si cantaba, nada le impedía quitarme de en medio, y si no lo hacía, podía llegar a matarme en esos interrogatorios que no sabría cómo resistiría ni por cuánto tiempo. No tenía más remedio que aguantar, ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar Sepp. Herbert fue objeto de un primer interrogatorio como el mío. Yo escuchaba los golpes que le daban y los gritos que profería. Más tarde, cuando pudimos hablar, Herbert decía que las preguntas del SS estaban dirigidas a confirmar lo que yo le había contado. Según él, nos había denunciado un compañero, seguramente por una ración de comida o para evitar un castigo. Porque, a pesar de todo, me resistía a pensar en Winkels. Algo me decía que no había podido ser él.

Esta vez fue el tiempo el que se alió con nosotros. Yo había sufrido una primera tortura que consistía en aplastarme el pecho con el peso de dos personas. De pronto soltaban y volvían a presionar. Sepp perdía la paciencia.

—Comprenda que no quiero matarlo. A mi manera, intento salvar el arte, las piezas maestras. Qué más da quién las tenga. Seguramente será el ganador de la guerra. Puede usted salvarse dándome algo, alguna información. Algo que yo pueda considerar. Y también se salvará su amigo Herbert; está sufriendo por usted.

—No sé dónde está Mainger. No vi otras copias. Me hizo un encargo que no acabé de realizar, restaurar varias pinturas, pero cuando llegó la guerra se llevó sus cuadros a Inglaterra. Yo fui víctima de un bombardeo y me quedé unos días a recuperarme. Y no he vuelto a saber nada más de él. Es la verdad. No tengo más que contarle.

—Sabemos que hizo una copia. Y escondió el original. ¿Dónde lo hizo? No dormía en el sótano en el que fue detenido. ¿Cómo era el cuadro? ¿Qué significado oculto encerraba?

—No tengo ni remota idea.

—¿Qué secreto guardaba?

Y así un día y otro, yo sin moverme de mi versión. En cuatro días, perdida la paciencia, los SS me dieron un repaso una tarde, con unas porras que me dejaron el cuerpo contraído, amoratado; dolor uniforme, con llaga que envuelve. Yo me desmayaba, recurso que adoptaba mi mente, más que mi cuerpo, desde las palizas que me propinaron tras la detención en Ámsterdam. Otra sesión más no la hubiera resistido, a pesar de mi testarudez de leonés, pero entonces Sepp ordenó mi recuperación. Había pensado cambiar de táctica, doblegarme con lo continuado. Una semana después, aun con el cuerpo muy dolorido, me hicieron ducharme, vestirme y me mandaron al comando de castigo. Allí me dieron unas botas y con decenas de presos comenzamos a dar vueltas a la pista rodeando el barracón. Habían decidido matarnos lentamente, de agotamiento y hambre. Herbert continuaba internado; desconocía en qué estado pudiera hallarse.

El campo era centro de experimentación del calzado militar, donde se comprobaba la resistencia de los cueros alemanes, naturales o sintéticos. Para ello, nos obligaban a pasar el día dando vueltas a la plaza, para moldear las botas militares de ese ejército tan orgulloso que ya tenía perdida la guerra. El cansancio, la debilidad, hacían que viviera aquello como si flotara, escapado del cuerpo.

* * *

Debo de tener la misma postura del Colgado, ondulante entre las corrientes marinas, amoldando el tronco a los vaivenes del mar, que entra y sale de mi cuerpo. Me veo en un plano de dos dimensiones, colgado por un pie del árbol del mundo, entre las raíces que me atan a la tierra y las ramas que llegan a alcanzar las estrellas. Entre esos dos polos, suspendido, sin entregarme, dentro de una confusión de criaturas fantásticas, de caras y rostros monstruosos que se forman en la oscuridad, me miran y luego se diluyen en otras creaciones, engendros que desafían a la razón e incluso al sueño.

Como si me cayera encima una montaña o volara cabalgando sobre un gran pez. La luz, el suelo, convertidos en una realidad de cuadrículas, con las nítidas líneas de un desvaído país geométrico. Los colores, azules y amarillos, naranjas y blancos, parecen nunca vistos, al menos en sus mezclas, sus arabescos. El suelo se descompone, flota, me absorbe: el pez en el que voy montado lleva demasiada velocidad, puedo salir despedido. Esa sensación de malestar pronto se convierte en una señal de peligro. Y una idea que cruza, provocadora como liebre en campo de caza: no valen de nada los artificios, a la hora de la verdad vence el miedo.

Aparecen entonces algunos dolores en puntos de brazos y piernas. Me palpo, siento el calor de mi mano. Nada parece ir mal. Avanza, desde el fondo de la noche hasta fundirse con mis células, el disolvedor del miedo, la respiración sosegada. En la vida, todo es cuestión de respirar.

Sensación agradable, bienhechora. Siento cómo la sangre inunda, recorre, invade las entrañas, y lleva el calor a todas mis esquinas. Veo ensayos de animales y seres híbridos, fruto de una mente que parece estar en el secreto, en posesión del arcano del cambio. Jirafas con cuernos de gacela, nubes cambiantes desde las ramas de un árbol que diviso, movidas por el viento, se agitan decenas de seres, formas compuestas, después descompuestas. Todas estas criaturas son reflejos, fragmentos de espejo, su luz oscura y espectral iluminando, como rayos pálidos, la noche del alma.

Renuncia, adaptación a la realidad de la vida, como las nubes, cambiantes en formas. Poco a poco todo se enturbia con la tinta del tormento. Me llegan terribles visiones de eternos condenados a ser traspasados por las cuerdas de la lira, puestos los brazos en cruz; distingo manos atravesadas por puñales que las clavan a la madera, veo pozos de detritus donde engendros vomitan monedas de oro, pájaros que devoran hombres, hombres derribados y devorados por fieras, cerdos vestidos de monja que acosan y hollan el rostro de un desdichado que no se puede zafar.

Todo esto acude con el recuerdo de aquellos fuegos de fiebre que me asaltaron en la infancia y que nunca ya se fueron, escondidos en los límites del sueño y de la noche.

Mi vida, ya lo sé, es un eterno pintar visiones para acabar con el vértigo, para terminar con el miedo.

* * *

Hasta el pabellón 13 nos llegaban las voces de los demás presos, que cantaban en aquellos domingos crepusculares. Los reclusos habíamos desarrollado un sexto sentido para oír solo las canciones que nos gustaban, fundamentalmente una, la canción de Sachsenhausen, basada en una melodía obrera, Los paseantes quieren ser libres, escrita y compuesta por tres comunistas alemanes en los primeros tiempos del campo.

En un primer momento, en 1936, la canción había sido autorizada por los SS. Luego fue olvidada y en los últimos años estaba ya prohibida, por ser un signo de resistencia. Pero precisamente por eso, se escuchaba a todas horas en voz baja, en los pasillos y las celdas, flotaba en los barracones, se deslizaba por los rincones, burlaba la vigilancia de los carceleros y se introducía en todos los departamentos, hasta en la cueva de Alí Babá, la cámara de los saqueos. El que se oyera en todos los lugares del campo, a cualquier hora y de la manera más insólita, era el cemento que nos unía. Podía ser un sonido de cucharas, un tamborileo de los dedos sobre una mesa o la pared, un bisbiseo de alguien que pasara al lado, un compás perdido a través de la pared, en las letrinas, un silbido. Podía ser y ocurrir de cualquier manera, y era algo que nadie podía hacer callar. Cada vez que se oía la canción éramos libres. Cinco minutos, veinte segundos, una ráfaga.

Seguíamos una tradición musical que se había perpetuado en aquel infierno casi desde el mismo momento de su creación, cuando los comunistas de Hamburgo comenzaron a reunirse para cantar sus canciones. Era una manera de combatir el horror, la depresión, la desesperanza. Es difícil de entender para quien no haya sido obligado a vivir una situación parecida. Lo peor en el campo no son las condiciones, ni las caras brutales de los SS, ni el sufrimiento o la muerte. Lo peor es la desesperanza, el creer que aquello no va a cambiar, que se va a mantener inalterable, y que incluso la vida de los que allí penábamos no iba a servir para nada. Cuando eso acontecía, así el prisionero tuviera reservas y un cuerpo resistente, moría en pocos días. La desesperanza era la antesala de la muerte, y contra eso había que luchar. Por eso, la música fue importante, y por todas las esquinas la gente tatareaba, era un runrún rítmico, una onda de notas que apenas se percibía, que escapaba casi siempre a los oídos de los guardianes, que se evaporaba, pero volvía a surgir en cualquier esquina, en cualquier momento. Se podía decir que hasta la susurraban los muros y las alambradas.

La música había surgido los domingos, el día de descanso, en las reuniones, donde también se leían poemas. Los SS las prohibieron cuando vieron que tenían cierto cariz político y a cambio, aprovechaban los domingos para proyectarnos noticiarios en alemán, de sus victorias militares, por supuesto, y alguna película de Marlene Dietrich.

Había grupos corales checos, polacos, alemanes, judíos, que intentaban con las músicas y las voces una especie de escape, de sublimación del horror y la muerte. También había una pequeña orquesta, un cuarteto de cuerda checo, con dos violinistas, una viola y un violonchelo que, cuando las fuerzas se lo permitían, interpretaban piezas clásicas, Beethoven, Brahms, Schumann, Dvořák. Cuando los domingos los escuchaba desde el barracón, sin poderlo evitar, me acordaba del Infierno del músico, el postigo izquierdo del tríptico de El jardín de las delicias.

Quizá ese amor por la música fue la causa de que nuestros verdugos comenzaran a utilizarla. Era uno de los elementos de tortura más sofisticados; las canciones que los SS nos hacían cantar eran una burla, un desprecio, como todo lo que hacían, para humillarnos, aniquilarnos, no solo el cuerpo, sino nuestra alma. Nos hacían cantar sus canciones, o canciones folclóricas alemanas, y se cebaban con aquellos cuyo amigo o camarada acababa de morir. No había excusa. Hora tras hora, bajo el ardiente sol o el cortante frío, teníamos que cantar. Si no sabíamos la letra, lo que pasaba a muchos recién llegados, o pronunciábamos mal el alemán, éramos golpeados con brutalidad.

De la mañana a la noche, un grupo de más de cien hombres, en filas de a cinco, dábamos vueltas a la plaza a paso de marcha. Cargados de sacos, cantábamos una y otra vez: Weit, weit ist der Weg ins Heimatland, so weit, so weit... («Largo, largo es el camino hacia la patria, tan lejana, tan lejana...»). Y siempre la misma canción. A todas horas, esta letanía monótona. Si la canción no sonaba con la fuerza suficiente, los SS amenazaban y cumplían siempre lo que decían: «¡Cantad más fuerte o en vez de cincuenta vueltas, daréis sesenta!».

Sepp se asomaba a menudo a vernos. Se podía decir que el suyo era un rostro inexpresivo, pero esos pequeños tics en la mirada y un leve temblor del pie lo delataban. Ya no tenía tiempo. Todo se derrumbaba sin remedio. Por eso mismo podía ser ahora más peligroso, pensaba yo, eliminando a todos los testigos que pudieran reconocerlo y delatarlo después. La muerte, pues, estaba dictada para Herbert y para mí. Era una cuestión de tiempo.

Hasta mediados de 1943, cuando nombraron a Kaindl comandante del campo, existían ya varios procedimientos de exterminio en Sachsenhausen: los presos eran fusilados en un foso excavado en el suelo en forma de trinchera —para que los demás no supieran lo que les esperaba, aunque el viento muchas veces llevaba el eco de los disparos— o ahorcados. Había asimismo un lugar de ejecución con una horca mecánica y móvil utilizada para tres o cuatro presos a la vez, como lección. A partir de entonces, se introdujeron las cámaras de gas para los exterminios masivos. Según declaró el comandante un año más tarde, en el proceso en que los aliados le condenarían a muerte, las instalaciones existentes eran demasiado pequeñas y no suficientes para el exterminio. En una reunión con los oficiales SS, el doctor jefe Baumkotter le dijo que el envenenamiento de presos por ácido prúsico en cámaras selladas causaría una muerte inmediata. Kaindl instaló las cámaras de gas en el campo para exterminios masivos porque, según él, era una manera más eficiente de aniquilar a los presos. Bajo su mandato y con la ayuda de su segundo, Hohn, se eliminó a más de cuarenta y dos mil personas. Yo recordaba alguna de las conversaciones con los españoles veteranos sobre los crematorios.

—Llegaron a un punto en el que de tanto matar, a los SS se les bajó la moral y descendió su rendimiento —me contaban—. Así que reclamaron a Hitler algún sistema para matar de forma «despersonalizada». Estaban cansados de mancharse el uniforme de sangre. Además de darles vacaciones en Italia, para subirles la moral, construyeron la Estación Z, ya sabes. Se entra al campo por la Estación A y se acaba en la Estación Z.

Tal y como relataban, el método de los SS era mandar a los elegidos a un reconocimiento médico y hacerlos desnudarse para que tomasen una ducha. Por primera vez desde su entrada al campo, podían disfrutar de una agradable ducha de agua caliente. En ese momento, un miembro de la SS apretaba un botón y por medio de un mecanismo de ventilación, se liberaba el gas Zyklon B, que reaccionaba con el vapor caliente y acababa con la vida de los presos.

A algunos escogidos no los hacían pasar por la ducha. Entraban por otra puerta y un médico vestido con bata blanca les hacia un leve reconocimiento y les dibujaba un punto en la nuca. A continuación les hacía pasar a otra sala y con el pretexto de medirlos, los ponían junto a una tabla para que no se movieran. El preso, relajado, no sabía que por detrás, un miembro de las SS solo tenía que abrir una pequeña ventana para tener a la vista la nuca del preso. Apuntaba a la señal marcada previamente y con un disparo acababa con su vida. Y, por supuesto, sin mancharse el traje.

Una vez exterminados se apilaban los cuerpos para incinerarlos en los hornos crematorios. Era tal el ritmo de los matarifes que no daban abasto.

Nosotros hubiéramos podido ser sacrificados también, pero la vida jugaba a nuestro favor. El 1 de febrero de 1945, Himmler ordenó destruir el campo con bombardeo de artillería o quemándolo. Pero debido a los problemas técnicos, el comandante del campo no pudo cumplirla. Según confesó más tarde, un bombardeo de artillería o aéreo hubiera sido imposible de ocultar a la población local. Y el fuego era demasiado peligroso para los locales y los SS.

Entonces, tras una reunión con Hohn y algunos SS, ordenó exterminar a todos los prisioneros enfermos, los que no podían trabajar y, lo más importante, a todos los presos políticos. En ese tiempo había en el campo cuarenta y cinco mil presos aproximadamente. Esa orden empezó a cumplirse a partir de la noche siguiente, cuando se asesinó a ciento cincuenta presos. Hasta finales de marzo de 1945, mataron a más de cinco mil.

Intentaron borrar todas las pruebas de los campos de concentración y de sus atrocidades cometidas haciendo desaparecer, sobre todo, los crematorios y la Estación Z.

—Míralos. Están nerviosos —decía alguno mientras se afanaban en destruirlos con bombas de pequeña potencia.

—Los criminales quieren eliminar las pruebas.

—No se contentarán con eso. Luego vamos nosotros —decía yo a Herbert, aparentemente recuperado de la celda de castigo, pero en el pabellón de los enfermos.

Con el avance de los aliados, Kaindl ordenó a los SS del campo la evacuación de todos los presos capaces de caminar, primero en dirección a Wittstock, después a Lübeck. A los que estaban demasiado enfermos, los abandonaron a su suerte, pensando que de igual manera morirían. El 20 y 21 de abril de 1945 comenzó la marcha de treinta y tres mil prisioneros hacia el noroeste. No querían incómodos testigos: a ellos les había llegado el miedo. Miedo a ser descubiertos, que sus crímenes se conocieran y no quedaran impunes. En cualquier caso, querían despedirse matando, ese holocausto de los dioses que solo se puede comprender ya desde la más espantosa de las locuras.

Al salir, nos dividieron en grupos de cuatrocientos. Los SS pretendían embarcarnos en barcazas para hundirlas después en el mar Báltico, pero ya apenas tenían tiempo. Los rusos se acercaban más rápido de lo que esperaban. En esa angustiosa marcha, el que caía agotado en la cuneta ya no se levantaba, rematado con un tiro en la nuca. Otros —unos siete mil—, murieron de hambre en el camino. Afortunadamente los españoles, por medio de Carabasa, pudimos distraer de la cocina, antes de salir, algunos alimentos —azúcar, pan, margarina y miel sintética— que comíamos luego de noche. La marcha de la muerte nos llevó por varias localidades, pero no retuve ninguna. Presenciamos escenas horribles. Una noche, hombres de las SS prendieron un pajar al que habían mandado a dormir a cien prisioneros. En otra ocasión, fuimos testigos de una ejecución masiva en el bosque, en la que usaron ametralladoras.

Todo acabó el 1 de mayo, cuando los SS huyeron, no sé exactamente a dónde. Nos quedamos sin vigilancia y cómo estaríamos, que anduvimos un par de horas solos y ni nos dimos cuenta de que ya estábamos a salvo. Recuerdo que llegamos cerca del castillo de Fraün/Mark, una estación de tren, unas vías, unas casas saqueadas donde nos refugiamos por la noche y un letrero que anunciaba la ciudad de Schwerin.

A la mañana siguiente llegaron las tropas rusas. Éramos una piltrafa humana. Los soldados tenían pudor al mirarnos. A muchos se les saltaban las lágrimas. «¡Ya sois libres! ¡Ya sois libres!», decían los soldados, que se emocionaban cuando descubrían a los republicanos españoles. Los propios rusos habían liberado el campo de donde proveníamos el 22 de abril. Se encontraron tres mil enfermos y moribundos, dejados a su suerte, de los casi doscientas mil que habían pasado por allí, según demostraron los archivos del campo.

De los españoles, nos salvamos veintisiete, incluido Largo Caballero.

Aquel final me obsesionó durante mucho tiempo. La nuestra era una historia sobre el miedo. Vi claramente cómo puede ser la única emoción por la que somos capaces de lo peor, la que nos anula la voluntad, nos paraliza, la que nos conduce directamente a la muerte espiritual para intentar evitar la muerte física. Pero siempre hay una pérdida, quedamos mutilados en el alma, tocados en el corazón, dolientes para siempre, heridos, airados.

Estuvimos alojados en el cuartel Adolf Hitler de Schewedt y luego pasamos a un hospital en la zona ocupada por los ingleses. Ni siquiera el final previsible de la guerra consiguió alegrarnos demasiado. El sufrimiento pasado nos hacía ser parco con las emociones. Llevábamos la muerte tatuada en el alma y el frío y el hambre en los huesos.

Tardé en reponerme. En lo físico fueron tres meses. En lo psíquico no me repondré nunca, ninguno de los que pasamos aquellas experiencias de horror podrá reponerse jamás. Puede que se mitigue la pena, que se adormezca, que se olvide durante meses, pero aquello está impreso a fuego, tan impreso en nuestra mente como nuestro número de matrícula, que había que decir en alemán, en ello nos iba la vida. Los judíos en Auschwitz lo llevaban tatuado en la muñeca. Nunca se lo quitaron. La vuelta a la normalidad resultó difícil, larga y preñada de malos momentos. De hecho, casi todos volvimos traumatizados, cada cual en su manera de encajarlo. Muchos padecían trastornos y se sometían a revisiones psiquiátricas periódicas. Nos sentimos culpables de estar vivos. Resultaba doloroso aceptar la propia supervivencia, si no fuera por esa misión impresa que llevábamos todos de dar testimonio y que el mundo no olvidara jamás aquella atrocidad. Dentro de nosotros, comenzamos a deglutir la masa de nuestra terrible experiencia. Muchos no volvimos a hablar sobre ella en bastantes años. Necesitábamos olvidar, aunque no lo hiciera nuestro subconsciente. Muchas noches en mis sueños, en mis pesadillas, volvía a los campos de concentración y revivía los infiernos pasados y momentos de todo tipo.

Lo primero que hice fue escribir desde el hospital a mi hermana a través de la Cruz Roja. Se alegró mucho. Ella ya me había dado por desaparecido, por muerto. Yo volví a la vida, claro, porque hay algo que nos ata a este mundo más fuerte que la muerte, con raíces profundas. En plena recuperación volví a pensar en la tabla y la copia. ¿Qué habría sido de ellas? ¿Estarían en su lugar? ¿Habrían registrado los alemanes mi buhardilla? Decidí volver a Ámsterdam. Allí me alojé en casa de Herbert, que había sobrevivido, abandonado con los enfermos y, después de recuperarse, estaba al cargo otra vez del negocio familiar.

Con la ayuda de mi amigo me encaminé al Amstelstraat, aquella casa donde viviera tantos momentos felices con Giselle y terminara de pintar la copia. No tuve suerte. Los habitantes de aquella casa habían sido detenidos y deportados a los campos de exterminio tres meses después de mi caída. Ninguno había vuelto de allí y seguramente ya no lo haría. Otros vecinos no pudieron informarnos sobre registros alemanes, aunque es probable que Giselle hubiera recuperado mis enseres. Todas las posibilidades se abrían ante mí con su abanico de incógnitas, el hecho es que no había rastro de los cuadros, de mis cosas y tampoco de Giselle. Solo me quedaba indagar en la casa de Mainger, en el Herengracht.

A diferencia de otros lugares de los Países Bajos, liberados desde marzo de 1945, en Ámsterdam los alemanes no se entregaron hasta el 5 de mayo. En ese último período, de grandes disturbios, se produjeron muchas víctimas. Por eso quizá la libertad se festejaba de una manera efusiva. Durante el verano entero, había fiestas por todas partes. Aunque ya llevaban dos meses de libertad, la borrachera patriótica continuaba. Miles de prisioneros políticos seguían regresando, pero el recibimiento era frío. No se demostraba demasiada comprensión por las experiencias de los supervivientes judíos, ni de los deportados políticos a los campos. La gente, de alguna manera, quería olvidar la guerra. Ámsterdam, con la liberación del yugo nazi y la victoria aliada, parecía haber renacido y bullía de actividad: tranvías, coches, barcazas que continuamente surcaban los canales con todo tipo de materiales.

Llegué hasta el abandonado palacete de Mainger. El antiguo caserón en el canal de los señores parecía haber sufrido un fuerte deterioro en aquellos años de guerra. De hecho, estaba deshabitado, la puerta abierta, sujeta con un alambre. No sabíamos lo que había pasado. Herbert intentó conocer alguna noticia de Giselle a través de los vecinos. Supimos que los alemanes y los del NSB habían registrado a conciencia la casa de Mainger y que se habían llevado muebles, cristalería y objetos decorativos —lo único que no se había llevado el magnate—. Pero ninguna vecina —algunas eran recién llegadas después de la guerra— amplió sustancialmente la información u ofreció alguna más sobre Giselle, que no había vuelto al caserón. Nadie, de entre los vecinos, parecía recordar tampoco al dueño, el señor Mainger, aunque oyeron hablar, antes de la guerra, de un señor maduro, que había comprado la casa y que a veces venía de viaje.

Todo se había borrado, como si nunca hubiera existido y fuera en realidad un sueño de mi mente alucinada. Aunque estaba preparado para algo así, la decepción asomó en mi cara. No sabía por qué, pero pensaba que aquellos sufrimientos en los campos servirían para que al final tuviera un premio, algo así como que la vida hacía justicia. Pero no, no había recompensa para el dolor, para la muerte, sino vacío y recuerdos. El caos se había adueñado del mundo, había salido del cuadro, reinaba sobre el orbe. La onda expansiva del desastre de la guerra, que aun duraba, parecía destruir mi esperanza, como si fuera un reflejo del extraño destino de muchas de las obras de El Bosco: el fuego.

Herbert asistió a mi derrumbe e intentó ayudarme en lo que podía. Me puse en contacto con la antigua resistencia, pero tampoco tuve suerte. De la célula, solo había sobrevivido yo, mientras que Giselle, tras mi detención, había desaparecido —norma de seguridad que aplicábamos cuando caía alguien— y luego no había vuelto a contactar, ni siquiera a raíz de la liberación. Ningún responsable de la organización clandestina sabía donde se podía encontrar, ni siquiera si estaba viva o no. No aparecía en los registros de Ámsterdam, pero eso no significaba nada, podía estar en otro lugar, y hasta que se asentara todo, no sabría cuándo podría dar con ella...

Me acordé entonces de aquel hombre amigo o socio de Mainger, el judío Jacques Goudstikker. Habían salido de Holanda a la vez, algo tenía que saber de su paradero en Inglaterra, hasta era posible que siguieran en contacto.

—El señor Jacques Goudstikker murió el 14 de mayo, en el barco en el que huía a Inglaterra, el SS Bodegraven. Se resbaló en una escalerilla, cayó por una escotilla abierta y se rompió el cuello. Una lástima.

Es lo que me dijo uno de los agentes de la Policía cuando acudí por última vez a las autoridades en busca de alguna pista.

—¿Y su mujer y su hijo?

—Lograron llegar a Norteamérica.

Me asaltó la desolación. No quedaba nadie en el círculo íntimo de Goudstikker que pudiera conocer a Mainger. Solo restaba intentarlo en París. Haciendo valer mi condición de deportado en campo de concentración y gracias a la Cruz Roja, viajé de Ámsterdam a París, pero no pude encontrar rastro de él. Tampoco sabía dónde vivía Bruno, ni siquiera su apellido. La tienda de la calle Clément estaba desmantelada, y por más que quise recordar la manera de llegar a aquel caserón de las afueras, en Belleville, que recorrí entero, fue imposible. Mis pesquisas resultaron inútiles. Ni en el Ayuntamiento ni en la Prefectura aparecía nadie que hubiera vivido en Francia con ese nombre. Era tremendo misterio, e irresoluble. Los policías, las autoridades, como me había sucedido en Holanda, estaban desbordadas por el flujo de gente que volvía a sus lares, por los familiares que preguntaban por los suyos, por demandas de encontrar a desaparecidos, por reclamaciones de bienes. En mi caso, además, no había vínculo familiar, así que no pusieron ningún empeño. Me vi, pues, en aquellos bulevares donde había llegado cinco años antes, roto el alma y vacío de esperanza. Me daba asco Europa, la vieja Europa. No quería quedarme en aquel continente ni un minuto más, todo me daba náuseas. Tampoco podía volver a España, bastante había penado ya para meterme en las fauces de otro lobo carroñero. Escribí a mi hermana comunicándole mi decisión. Ella se había casado y estaba embarazada.

Salí de París, en El Havre me enrolé en un barco que iba a la Guayana Francesa y de ahí a Venezuela, donde me instalé como impresor, anticuario, pintor, marchante. De todo hacía y a todo me dediqué, algunas veces, lo confieso, sin escrúpulos para engañar a aquellos criollos paletos que se habían vuelto ricos de pronto. Para ellos hice cientos de falsos cuadros de Corot. Hice plata, prosperé. Todos esos años —salvo un corto viaje a Europa— los pasé en tierras cálidas. Ayudé a algunos exiliados, protegí a algunos artistas, algunos maestros y a sus hijos. Lo demás no tiene demasiada importancia; cuando me fui haciendo viejo, me entró querencia de la patria, o por decirlo mejor, de mi infancia y adolescencia, y fue cuando descubrí que tenía una sobrina nieta, lo más bonito del mundo —los padres, separados, habían seguido su camino e Himiko se había criado con su abuela, mi hermana, en León—. Y además pintora, creadora. En algún lugar tenía que florecer la sangre de todas las generaciones, sangre de pintores, llena de colores y de luces, de brillos y de sombras.

Desde que volví de Venezuela, siempre que puedo, acudo a los actos de aniversario de la liberación de los campos. Al principio, nos pasó a todos, nos quedamos callados, taciturnos. Hasta tal punto parecía pesadilla, alucinación, que nos daba pudor hablar de ello. Pero luego llegó el convencimiento de lo contrario. Es un deber moral el que tenemos todos los supervivientes, recordar a todos los que fueron asesinados, que el mundo no olvide. Ahora, mucho tiempo después de ocurrido aquello, pienso que la experiencia tuvo cosas positivas y fue fundamental en mi vida. De todo aprende el hombre. Allí conocí los límites del ser humano, en lo bueno y en lo malo. Fue la más terrible, pero también la mejor escuela.

* * *

Enero de 1510

El mercader español Diego de Haro esperaba en la sala. Venía con su esposa, Johanna Pijnappel, hija de una reputada familia de la ciudad, la de Jan Mathijs Engbert Ludinc Pijnappel y Heilwich Willem van der Hoelt. Jeroen lo conocía. Diego de Haro era un extranjero conocido en s'Hertogenbosch. Se había asentado, como otros mercaderes castellanos, en los Países Bajos, y tenía casa y negocios en Amberes. Visitaba a menudo la ciudad, donde había invertido en rentas vitalicias y participaba en algunos de los rituales de la Cofradía de Nuestra Señora. Aunque parecía un matrimonio de conveniencia, un mercader comprando estatus y posición social en un país extranjero, Diego de Haro amaba a su mujer y se lo demostraba. Ambos eran entusiastas del arte y de los cuadros del maestro.

Magister Hieronymus. —Aunque sabía ya bastante holandés, el español se dirigió al pintor en latín—. Me gustaría encargaros para nuestra casa en Amberes un retablo con un motivo bíblico. Mi familia, mi hermano Jacob, miembro de la ilustre Cofradía de Nuestra Señora, como yo, ya os ha comprado el Tríptico de Job y yo quiero otro.

El maestro hizo servir a la pareja una bandeja con copas de vino y algunos pastelitos. Alguna vez había oído que la familia De Haro provenía de judíos conversos. Por eso, quizá, demostraban tanto celo en las obligaciones de la Iglesia. Lo que no había evitado que su hermano Christoffel de Haro tuviera una hija fuera del matrimonio, Anna, que vivía con su madre en los alrededores de s'Hertogenbosch. Christoffel había regresado a Burgos, pero tanto Diego de Haro como su hermano Jacob se habían asentado definitivamente en los Países Bajos.

—¿Habéis pensado algo, en tema y en tamaño?

—Cualquier historia de los grandes profetas. Por ejemplo, la de Jonás. Pensé en ella la última vez que me embarqué en Castilla. No hace falta que sea demasiado grande. La mitad de vuestro retablo en la iglesia de San Juan.

—Últimamente estoy bastante ocupado. Y el taller tiene mucho trabajo. No sé si podré satisfaceros en un plazo razonable.

—Esperaremos. Quisiera que presidiera el salón de nuestra casa de Amberes.

—Una última cosa, señor De Haro. Me gustan los animales grandes y exóticos, me encanta pintarlos. Hace poco vi de cerca un elefante y no me decepcionó. Me resultó tan impactante como otros animales de los que me ha hablado mi vecino Lodewijk Beys, que ha hecho dos veces el viaje a Jerusalén, en Tierra Santa. Pero para hacer ese cuadro me gustaría hablar con alguien que haya visto ballenas. Vos que habéis viajado en barco, ¿visteis alguna en el mar? Dicen que echa agua con fuerza por un agujero en la cabeza, como un surtidor, y que su boca es enorme, que incluso se puede tragar un barco pequeño.

—Solo las he visto muertas y troceadas, en una factoría cerca de Ámsterdam, y puedo deciros que el ambiente es insano.

—La obra de Dios es grande y solo conocemos una parte.

—En efecto, magister Hieronymus. De las Indias se están trayendo muchas especies y frutos, nuevos pájaros de vistosos colores. Cuando llegue mi barco fletado desde Santander, podréis venir al puerto y observar alguna de esas maravillas.

—Eso me decía monseñor Felipe, que en gloria esté, antes de ir a tomar posesión del reino de Castilla con su mujer, la gran duquesa Juana. Y sin embargo, de lo único que tomó posesión es de su muerte.

* * *

A lo largo de dos días, Javier devoró los escritos de Jerónimo, repasándolos una y otra vez, realizando anotaciones en una libreta. Lo que le había contado su amigo Gonzalo le había hecho dudar... ¿Acaso Jerónimo era el Abuelo? Pero entonces, ¿cuál era el sentido de la farsa?, ¿colocar un cuadro falso al Museo del Prado? Era ridículo, con los controles que existían. No podía ser, estaba convencido de la verosimilitud de lo escrito, aunque anotó mentalmente la comprobación de su nombre, cuando fuera posible, en la lista de los campos de concentración. Al tercer día, antes de viajar a Venecia, volvió a la casa del viejo anarquista. Himiko andaba en la cocina, experimentando, pero acudió presurosa a abrirle. Enseguida se quitó el delantal y avisó a su sensei. No se quería perder el siguiente capítulo.

—Buenos días. Ya leí y releí tu historia. Realmente impresionante, no puedo decir otra cosa. Tengo algunas preguntas. La primera sobre ese misterioso magnate, Mainger, el alquimista, una especie de Fulcanelli...

—Estoy convencido. Entonces también lo pensaba, pero no fue hasta muchos años después cuando averigüé quién era, al leer, por razones que no vienen al caso, un libro de historia de la química. Uno de los cuadros reproducidos me llamó la atención. Era el de un reputado alquimista, muy famoso en las cortes de Federico de Prusia y en las de Luis XV, hijo del último rey de Transilvania, que se supone vivió cientos de años: Saint Germain. No puedo describir lo que ese libro removió en mí. Me aprendí de memoria el texto y el grabado, el único retrato conocido del conde de Saint Germain, realizado para la marquesa de Urfé en 1783. Porque, salvando la moda de la vestimenta, aquella era la misma imagen de Santiago Mainger: utilizaba los mismos colores, normalmente vestía de negro, con vaporosos cuellos y puños de lino blanco. En seguida me di cuenta de lo obvio del nombre que me dio, Germain al revés. Otro detalle, quizá una casualidad: la casa en la que lo conocí, en la rue Clément, hace casi esquina con otra calle, ahora llamada Seine, pero en aquellos tiempos era la calle Saint Germain.

—¡Saint Germain! Hace mucho leí algo de él. Pero eso es sencillamente imposible.

Si el entusiasmo y la maravilla habían empezado a abrirse paso en la mente de Javier Carreño, aquello literalmente lo desinfló. Era posible que estuviera hablando con un loco. Entrañable, pero ido, al fin y al cabo.

—Según el periodista historiador y novelista Georges Touchord Lafosse —leyó entonces Himiko de un libro que había sacado de un estante—, en su obra Chroniques de l'oeil de boeuf —Crónicas del ojo de buey—, una noche el conde Saint Germain acudió a una fiesta organizada por la anciana condesa Von Gorgy, cuyo difunto marido había sido embajador en Venecia en 1670. Al oír que anunciaban a Saint Germain, la condesa dijo que recordaba el nombre de cuando ella estuvo en Venecia. ¿Acaso el padre del conde estuvo allí por aquella época? «No», contestó, él mismo había estado allí, y se acordaba muy bien de la condesa: una hermosa y joven muchacha. «Imposible», replicó ella. El hombre que había conocido entonces tenía por lo menos cuarenta y cinco años, aproximadamente la misma edad que la de su interlocutor. «Madame», dijo Saint Germain sonriendo, «yo soy muy viejo». «Pero entonces usted debe tener casi cien años», exclamó la condesa. «No es del todo imposible», replicó el conde, exponiendo algunos detalles que persuadieron a la condesa, la cual exclamó: «Me ha convencido. Es usted un hombre sumamente extraordinario, un demonio». «¡Por el amor de Dios!», exclamó el conde con voz de trueno. «¡No pronuncie ese nombre!». Le sobrevino un temblor por todos los miembros del cuerpo, y abandonó la sala inmediatamente.

Así que también la nieta participaba con entusiasmo de aquello, fuera lo que fuera. Qué lástima, empezó a pensar.

—Se cree que Saint Germain nació en un castillo, en los montes Cárpatos, el 26 de mayo de 1696 —seguía imperturbable la pintora— y era hijo del último soberano de Transilvania. Perdido el trono, hay varias versiones sobre dónde pasa su infancia. Se dice que con los Médicis en Roma, o también en casa de un aristócrata, en España, aunque lo cierto es que aparece en Escocia, donde vive hasta 1745. Después viaja a Alemania y Austria y algunas fuentes lo sitúan acto seguido en la India, donde se perfecciona en el manejo de la alquimia. En 1758, establece amistad con un general francés muy influyente, quien le presenta a la famosa madame Pompadour, y es ella la que le lleva al rey de Francia, Luis XV.

—Por poco tiempo, desde luego. Pronto los franceses se lo quitaron de encima... Me refiero a Luis XV, desde luego —aclaró Javier, ante las miradas de sus anfitriones.

—A partir de ese momento es conocido en la corte y luego en el mundo como el conde de Saint Germain. Se dice que el propio rey de Francia, ese que luego perdería la cabeza, le pagó un laboratorio donde el conde le mostró el prodigio de la piedra filosofal. Más cosas: se afirmaba que tenía el doble de años de lo que se deducía de su apariencia. No era más que uno de sus misterios: cómo se mantenía en esa eterna juventud y de qué vivía, cuál era su fortuna y de dónde provenía. Asistía a las fiestas con ropas muy lujosas y joyas, en especial diamantes, que las malas lenguas decían que fabricaba, habiendo abandonado el oro como algo vulgar. El hecho es que nadie le vio nunca comer ni beber, ni tampoco el lugar donde dormía.

—Realmente extraordinario. —Javier abría, en un rictus, la nariz.

—Pues no he hecho más que empezar.

—Me refiero al olor que sale de esa cocina. Alquimia de la buena.

—Gracias. Luego probarás mi arroz con setas. Sigo. El conde destacaba en varias facetas artísticas. Como músico era un virtuoso del piano y el violín —se dice que una vez rivalizó con Paganini— y tenía una maravillosa y perfecta voz de barítono. Pintaba y esculpía con gran maestría y gozaba de una memoria prodigiosa, capaz de repetir páginas enteras de libros con solo hojearlas un momento. Además, era un gran políglota. La leyenda cuenta que hablaba correctamente y sin acentos extranjeros catorce idiomas: inglés, italiano, alemán, español, portugués, griego, francés, latín, chino, árabe, caldeo, hebreo, sirio y sánscrito. Era ambidextro y lo más sorprendente, podía escribir y pintar con las dos manos a la vez con gran maestría. Giacomo Casanova, que lo conoció y que en las palabras que le dedicó lo elogia —parecía estimarlo por su conversación—, no llegó sin embargo a creerse ni su edad ni muchos de los portentos que le atribuían.

—Mucho Casanova... Para abreviar, ¿cómo acaba la historia?

—Se dice que murió el 27 de febrero de 1784, en una pequeña ciudad alemana llamada Eckernförde, junto a las costas del Báltico. Aunque su protector de entonces contó su muerte, no existen registros y su tumba está vacía. De hecho sus partidarios, porque los tiene, dicen que tanto la fecha de nacimiento como la de su muerte son totalmente falsas. De él dijo Voltaire en una carta a Federico el Grande: «El conde de Saint Germain es el hombre que nunca muere y todo lo sabe». Y Helena Blavatsky, la fundadora de la Teosofía, duda, incluso dos siglos después, sobre la muerte de Saint Germain. Se afirma que la última vez que se le vio fue en 1930, camino de la India o el Himalaya.

Saint Germain, la copia de un cuadro famoso... Demasiado para una semana, pensó Carreño.

—Bueno, eso está muy bien. Quiero decir, la clase sobre Saint Germain. Pero no sé si te das cuenta, Jerónimo, de que me estás diciendo que un famoso y enigmático alquimista de hace siglos te encargó la copia de un cuadro perdido de El Bosco.

—Bueno, si no era Saint Germain, lo imitaba en todo, jugaba a ese símil —contestó el viejo—. No puedo afirmarlo, a pesar de su parecido con el grabado. Quizás así tiene sentido lo que decía sobre que el cuadro contenía una clave secreta alquímica, no sé. A mí también ese extremo me ha inquietado mucho. Por otro lado, espero que hayas comenzado a comprobar datos. Supongo que tendrás más preguntas, sobre todo del estado actual del cuadro. Bien, voy a revelarte lo último que sé de la historia, lo que no está escrito.

Jerónimo hizo un alto, como para reunir fuerzas y aliento. Era un tempo de narrador, pausa adecuada para encontrar el tono.

—Fue por los campos, por los homenajes, precisamente, que pude recuperar una parte de mi pasado, hacerlo visible. Yo había llegado a pensar seriamente si no me habría inventado o distorsionado la historia de Mainger y la tabla perdida. Pero he ahí que me llaman de una organización de veteranos, porque alguien en Holanda quería ponerse en contacto conmigo. Tal vez habría visto mi nombre en alguno de los reportajes que se habrían emitido. Mi corazón se aceleró, pero el nombre que me dieron no era el de Giselle.

Javier no pestañeaba. Tampoco Himiko, a pesar de conocer la historia.

—Me dieron el teléfono de esa persona y llamé, con mi francés medio olvidado. La persona que en seguida se emocionó hasta casi quedarse muda se llama Guillermina y es una sobrina de Giselle, una mujer de unos sesenta años, a la que crio desde que era muy pequeña, cuando se fue al pueblo tras mi captura. Siempre la oyó hablar de aquel pintor español que se habían llevado los alemanes. Por ella supe que Giselle había intentado saber de mí, sobre todo después de la guerra, cuando volvieron los supervivientes de los campos. En su pequeño pueblecito del sur no veía el momento de viajar hasta Ámsterdam, pero dedicada a su hermana y a su hija, no pudo desplazarse hasta meses después. No sabe muy bien las fechas, puede que yo acabara de salir hacia París o que aun estuviera en Ámsterdam, desesperado por no encontrarla. Luego la hermana murió y ella crio a Guillermina como si fuera su hija. Giselle murió hace ocho años, pero en sus últimos tiempos le había hecho el encargo a su sobrina de que por todos los medios intentara localizarme a mí o a mis descendientes. Ahora que por fin había hablado conmigo, quería conocerme y devolverme mis pertenencias, una caja grande y un baúl que me esperaban desde hacía más de sesenta años. Ella solo lo ha abierto para comprobar que su interior no se lo han comido las polillas. Dice que hay varios embalajes.

—No me digas que allí puede estar la tabla...

—Estarán las dos. El original y la copia. E incluso el espejo negro.

—Es demasiado bueno para ser verdad. ¿Y cuánto hace que hablaste con Guillermina?

—Una semana.

Javier dirigió una mirada a Himiko.

—Le prohibí que te dijera nada. Siempre pensé que las coincidencias no existen. Tu aparición en escena tiene que tener una razón. Pero a lo que iba. No puedes suponer el efecto demoledor que me causó la conversación con Guillermina. Y las que siguieron, creo que la he llamado desde entonces una vez al día. Todo el pasado se me vino a las manos, y como un niño con un balón demasiado grande, no sabía qué hacer con él, cómo abarcarlo. La vida había diseñado el premio final a mi camino, cerrando una historia que pasó hace casi setenta años. Había algo en ese gesto de Giselle conservando el cuadro, y de Guillermina buscándome para entregármelo, que me conmovía profundamente. Como si me volviera, puro, todo su amor.

Javier se había quedado en suspenso, con un nudo en la garganta, paralizado. No pudo hacer nada cuando de los ojos de Jerónimo brotaron lágrimas. Durante un rato se hizo el silencio entre los tres. Himiko avanzó hacia su tío abuelo y le dio un abrazo. Javier se acercó y le puso una mano en el hombro. Cuando se recobró, Jerónimo retomó la palabra.

—He decidido ir a Holanda a recuperar los cuadros. Lo primero es comprobar si existen y su estado. Himiko y yo nos vamos en cuanto deje resueltos algunos asuntos y ella acabe de organizado todo. A mi edad prefiero evitarme las mayores incomodidades posibles. Los viajes son duros y cada vez veo y oigo menos. Luego, si aparecen, ya veremos lo que hacemos con las tablas. Digo ya veremos, aunque sé que el que no verá mucho más soy yo.

—Me gustaría acompañaros. Tengo que viajar a Venecia, pero allí estaré solo cinco días. Luego volaré a Ámsterdam, así que os estaré esperando cuando lleguéis.

—No tengo inconveniente. En cierto modo, puedes ser de utilidad. Si encontramos el cuadro habrá que traerlo y yo ya no puedo acarrear nada; ayudarás a Himiko a hacerlo. La única condición es guardar secreto absoluto. Se hará público cuando llegue el momento.

El comisario hizo un gesto de aprobación. Aún algo noqueado por lo que le había confesado Jerónimo sobre el alquimista Saint Germain, y pensando que tal vez estaba cometiendo el mayor error de su vida, apostó por ver qué deparaba la historia. Una historia que venía desde hacía siglos, y que podía concretarse en las próximas semanas. Algo que solo sucedía una vez en la vida.

Aunque tarde, nada menos que setenta años después de haber comenzado el argumento, ahora sí parecía despegar la novela.