Capítulo XI
La raza humana se extinguía,
No queda nadie que grite y aúlle.
Gente andando por la luna,
Pronto os agarrará la contaminación.
Todos estaban zascandileando,
Colgando y pendiendo.
Suspendiendo y afirmándose.
Esperando que nuestro mundo subsistiera.
Sí, por allí acertó a pasar mister buen viaje
Buscando un nuevo barco.
Vamos muchachos, subid a bordo.
Vamos, baby, ahora volvemos a casa.
Barco de locos, barco de locos.
JIM MORRISON,
LP Morrison Hotel, «Barco de locos».
El cisne tiene las plumas blancas, pero su carne es negra.
PROVERBIO FLAMENCO
Si le gustaban Venecia y sus canales, le encantaba Ámsterdam por otras razones. No sabía qué destacar de esa maravillosa ciudad. Lo primero, su naturaleza, fronteriza entre el mar, el río y la tierra. Eso la hacía punto de encuentro y de paso, trasiego constante de personas, mundos, intereses, idiomas, babeles juntas y revueltas. La libertad fue siempre distintivo de esta ciudad de aguas y reflejos, luces y calles empedradas. Ámsterdam escondía mil recovecos, no solo el espléndido Barrio Rojo, escaparate de gracias y habilidades, amenazado por una campaña en la que, paradojas de la vida, habían confluido los puritanos moralistas y las feministas radicales. Al menos, pensaba Javier, la oferta del comercio carnal se hacía sin ninguna culpa, con la transparencia del cristal. Aunque le gustaba observar, él, sin embargo, nunca había dado el paso. Para el sexo prefería la intimidad. Y por mucho morbo que tuviera el escenario, no dejaba de pensar que allá afuera, detrás de aquella cortina, una multitud pasaba por delante de la ventana.
En ese viaje percibía extrañas señales. Sensaciones contradictorias, él que no era amante de los misterios, ni tenía vocación de detective privado. Allí estaba, rastreando una obra maestra de hacía cinco siglos que se daba por perdida. Bien pensado, una locura. Pero una locura con asideros.
Disponía de tres días antes de que llegaran Himiko y Jerónimo, y los aprovechó. A la mañana siguiente, en el tren que lo llevaba hacia Róterdam, donde tenía una cita en el Museo Boymans-Beuningen, viendo pasar campos amarillos de flor de lúpulo, manchas de color, tuvo una inspiración. El Bosco también padeció acidia, y la reflejó en sus cuadros.
Tenía que dar vueltas a esa idea. Parece que muchos donantes se borraron de su obra, seguramente por desavenencias con el pintor. Su problema consistía en que era mucho más conocido y reputado fuera de s'Hertogenbosch que dentro de su entorno, rígido ambiente católico: se perdonaban ciertas interpretaciones siempre que no se rompieran los moldes.
Hieronymus pintó con símbolos para vencer la interpretación meramente religiosa. El maestro tenía un mensaje que transmitir, y lo hacía sobre todo fuera de Bolduque, donde era más entendido. De ahí, al final de su vida, le vendría la acidia, superada mediante disciplina, incapaz de resistirse a los pinceles, sabiendo que no podría igualar nunca las imágenes que recibió con los fuegos de San Antón, las visiones místicas y extáticas propias de los ermitaños que tanto pintó, siempre acosados por tentaciones, de las cuales la mayor era esa congoja, ese cáncer del alma incapaz de fundirse con Dios.
Lo que estaba dando de sí esa palabra. Convenía utilizarla con mesura, silenciarla acaso, dejarla escondida, presente pero no visible, explícita y carnal. Un razonamiento lo fue llevando a otro, conclusión final de la que se sorprendió por su tremenda sencillez. El Bosco en realidad no quería que los demás comprendieran sus cuadros, sino que los sintieran. Verdad irrefutable. Cuando uno navega con el maestro es cuando se olvida de analizar y tan solo siente esas criaturas, las humanas y los monstruos diablos, también de nuestra naturaleza. Sentir, no comprender. Se estaba empeñando en ir en la dirección equivocada. Había pensado en ello, como un destello, durante la actuación de The Asmodeus Flames, un grupo de blues, en aquel garito, Bourbon Street, dónde había acudido aquella primera noche, pero la música, mezcla de jazz, blues y rythm&blues se había llevado esos pensamientos que ahora regresaban desde el fondo de aquel paisaje que pasaba, veloz, por la ventanilla: sentir la música, había dicho muchas veces para explicar el jazz y el blues, no comprender.
Se aplicó el consejo. ¿Qué es lo que él sentía? ¿Qué significaba todo aquello? La búsqueda del Jonás/Jasón era como la búsqueda del Santo Grial. Al menos había tenido la virtud de hacerle vibrar de nuevo, sacarlo de ese peligro de acidia, ponerlo en circulación y descubrir un objetivo. No el de la gloria del descubrimiento de un cuadro perdido, sino algo que obedecía a un ego más sutil, más pretencioso: comprender la obra de El Bosco, dar con la clave definitiva, con la interpretación inapelable. Sacar de donde, quizá, no hubiera.
Lo que sí sacó a Javier, de momento, de aquellas magras cavilaciones fue la parada del tren en Róterdam. Le costó poco llegar desde la Estación Central hasta el museo Boymans. Aquella era una urbe ordenada, bastante cuadriculada, herencia de la nueva construcción tras la Segunda Guerra Mundial, ciudad sufridora de un castigo de bombas e incendios que se habían llevado la inmensa mayoría de los edificios históricos.
El interlocutor de Javier era Hans Hubbeim —«¡Vaya, un Doble Hache!» pensó con una sonrisa—, subdirector del museo Boymans-Van Beuningen, un holandés repolludo, con gafitas, vestido como un ejecutivo del arte moderno, pero distinto de Ludovico. El español pensaba cómo abordar el tema que le preocupaba cuando la oportunidad apareció. Recorriendo el museo pasaron ante un cuadro de Watteau vendido por Goudstikker.
—Por cierto, leí hace poco que en Holanda existía una polémica sobre la devolución de los cuadros robados de los nazis a grandes coleccionistas privados. Lo digo a raíz del asunto Goudstikker.
—El Gobierno holandés decidió realizar lo que quizá tenía que haber hecho acabada la guerra. Muchas de esas obras, incluidas las de Goudstikker y Lanz, las habían devuelto los aliados de las colecciones privadas de Hitler y Goering, pero el Estado holandés no las había restituido a sus dueños.
—Creo que la familia pleiteó...
—La viuda de Goudstikker, desde el año 1946. Pero ni ella ni su hijo pudieron verlo. Murieron los dos en 1996. Fue la viuda del hijo de Goudstikker la que consiguió finalmente una sentencia favorable de los tribunales y la rápida reacción del Gobierno. A nosotros no nos afectó, pero sí a algunas de las grandes pinturas holandesas, flamencas e italianas de las colecciones de al menos diecisiete museos nacionales, que tuvieron que ser descolgadas.
—¿Y se recuperaron todos? Creo que solo Goudstikker tenía más de mil doscientos cuadros. ¿De su colección se perdió alguno?
—No tengo ese dato, pero al final es muy difícil que los cuadros se esfumen. Los que se creían perdidos se materializan de pronto en la galería de algún museo, incluso de los más importantes. Hay ya unos cuantos cazadores de tesoros nazis. Aquí, por ejemplo, cuando en un museo aparece Liona Kowalesky, échate a temblar. Alguna de las adquisiciones hasta los años 70 pueden peligrar.
—¿Y quién es esa Kowalesky?
—Holandesa, con residencia y oficinas en Ámsterdam, La Haya y Luxemburgo. Una especie de detective de cuadros, de origen judío polaco. Los descendientes de una familia, normalmente judía, a la que los nazis incautaron cuadros u obras de arte acuden a ella con una vieja fotografía, con una carta, un documento, y ya está puesta en movimiento. Maneja una buena base de datos y muchos catálogos. Tiene una memoria fotográfica.
—Vaya, una cazadora de fechorías de nazis...
—No te vayas a confundir, esa Liona no tiene que ver con el centro Simon Wiesenthal u otros parecidos. Va a comisión, al cincuenta por ciento del precio real del cuadro recuperado. Ya ha dado algunos buenos pellizcos.
—Hans, tú que sabes tanto del arte holandés... Como Goudstikker, tengo entendido que hubo otros coleccionistas.
Me hablaron de un tal Santiago Mainger, en Ámsterdam, con oficinas o casa en París, y que salió también al exilio, junto con Goudstikker, dejando todo atrás.
—¿Mainger? No me suena. No es un nombre holandés.
—Era de un país centroeuropeo, un magnate dedicado a las colecciones de arte, las joyas y los diamantes, entre otras cosas. Y parece que era amigo de Goudstikker.
—Jacques Goudstikker conocía a mucha gente, toda la Europa refinada recurría a él cuando quería obras maestras. Creó a su alrededor un grupo de ricos que seguían sus pasos y que se veían en él como un espejo. Era un verdadero personaje. Consiguió interesar en el arte a gente como el empresario del azúcar J.W. Edwin vom Rath, a Detlen van Hadeln, a Otto Lanz, un académico suizo instalado en Ámsterdam desde 1902, te diría algunos nombres más. Todos rivalizaban en aventuras adquiriendo los cuadros para sus colecciones. Eran cazadores de arte, de grandes cuadros y piezas maestras. Se lo podían permitir. Lanz, por ejemplo, importó cuadros desde Italia marcando las cajas como «serpientes peligrosas» para que no metieran sus narices los inspectores de aduanas.
»Una de las mejores cosas que hizo Goudstikker, desde luego, fue aficionar al arte y al coleccionismo al industrial de Róterdam, Daniel George van Beuningen. Van Beuningen compró cuadros de Watteau, Chardin, Strozzi y Tiepolo y adquirió a Goudstikker el misterioso Chico con perros de Tiziano que hoy tenemos aquí. Ya ves a lo que condujo eso: a que muchos cuadros pudieran conservarse en Holanda como parte de su patrimonio y pudieran ser contemplados por todo el mundo. Y no menos importante, que estemos hablando ahora mismo los dos, que yo tenga un buen trabajo. Siempre lo he dicho, la belleza triunfa sobre el dinero.
Javier no daba crédito a lo que oía. Hans estaba haciendo ironía, incluso sarcasmo. Parecía el año de las mujeres con cámara, el mes de la teoría literaria y la semana de la conciencia del verdadero papel de los expertos artísticos. Jodido Jung, dichosa teoría de las sincronicidades.
—Pero reconozco que es la primera noticia que tengo —siguió Hans, atraído por la novedad—. ¿Santiago Mainger? ¿Amigo de Goudstikker? ¿Coleccionista? Lo investigaré. ¿Dónde lo has leído o quién te lo ha contado?
—Es una larga historia. No estoy seguro del todo del dato. Me lo dijo un viejo anticuario español y quizá le fallaba la memoria o confundía nombres. Lo citó a cuenta de unos cuadros vendidos del expolio de la Guerra Civil española que Mainger compró. Pero no le dediques mucho tiempo, solo si te aparece en algún momento...
—Qué relato, ¿cómo se dice?, ¿rocambolesco? Apuntaré el nombre e indagaré.
Hans se había interesado. Era algo importante como para pasarlo por alto. Sin duda se pondría enseguida a rastrear alguna pista, a bucear en legajos y libros, en viejos catálogos y revistas. Si encontraba algo le contactaría de inmediato, los holandeses eran metódicos, y Hans volvería al principio de la historia para saber lo que podría dar de sí.
—Por cierto, ya que estamos hablando de El Bosco, creo que fue Goudstikker el que vendió el Cristo con la cruz a cuestas al Kunsthistorisches Museum de Viena, en 1923. No se sabe dónde lo compró. Los marchantes eran muy celosos de sus secretos. No es como ahora, que todo tiene que llevar la documentación y las certificaciones en regla.
—Qué curioso —contestó Javier.
—Seguro que no conocías que el abuelo de Goudstikker era de s'Hertogenbosch.
—Vaya, otra coincidencia.
—No sé si en la vida, pero en el mundo del arte no existen las coincidencias.
—Es la segunda vez en poco tiempo que oigo esa misma frase, Hans, y estoy seguro de que no es casual. Como tampoco tu humor, tan fino, y tan desconocido para mí.
—Hay muchas cosas de los holandeses que no conoces. Entre otras cosas, somos los más chistosos del norte de Europa.
Desde que se bajó del tren y se encontró con Harry van Beerselar, Javier Carreño supo que la visita iba a ser deliciosa. Harry era un hombre culto y sencillo, de sonrisa franca, como su corazón. Reía con risa contagiosa y hablaba un más que aceptable español.
—Estoy medio retirado. Trabajo en el Ministerio de Cultura dos días a la semana llevando algunos proyectos a cambio de la mitad de sueldo. Pero lo prefiero, por primera vez estoy teniendo tiempo para mi mujer y para mí. Los hijos ya se casaron y volaron del nido hace años. Así que s'Hertogenbosch, Balduque o Bolduque, como dicen ustedes, es mi pasión otoñal.
No había sido por el Ministerio de Cultura por lo que habían contactado, sino gracias a los foros de Internet. Con Harry penetró en la población tras salvar el puente sobre el Aa, el río que rodeaba parte de la villa. Le sorprendió el hecho de que s'Hertogenbosch fuera también una ciudad acuática. De hecho, estuvo rodeada de diques. Recientemente, el municipio había arreglado una zona de canales que discurría entre algunos de los grandes monasterios y hospitales de la villa, desaparecidos a raíz de la caída de la ciudad en manos holandesas, en 1629, en la guerra de los Treinta Años.
El paseo continuó con la llegada a la plaza del Mercado, donde se levantaba una estatua de bronce de Hieronymus Boch, realizada en los años 30 del siglo XX. A ese gran espacio abierto se asomaban dos de las casas en las que habitó el insigne pintor. La primera, Sint Thoenis, ahora era un bazar de recuerdos y juguetes, In de Kleine Winst y la Inden Salvatoer, en la que vivió con su mujer Aleyt, en esos momentos se había convertido en Invito, una tienda de ropa y calzados; en ambos casos su estructura había cambiado ya completamente en el siglo XVII. Acompañado por Harry, pasó por el hospital de San Antonio —donde trataban a los afectados por el fuego de San Antón—, la Cofradía de Nuestra Señora, con la estatua del cisne en su portada, y algunas de las casas más antiguas de la localidad, entre ellas, una con barbería en la planta baja. En otra, aun se veían en el interior frescos del siglo XVI.
Visita obligada era la catedral de San Juan, donde trabajó la familia de El Bosco y donde se supone que estuvieron algunos de sus cuadros. También Hieronymus colaboró en las vidrieras.
—En 1946 pensaron que aun quedaban algunas obras de El Bosco o de su taller, unos ángeles en tela que pertenecieron a un reloj astronómico que desde 1513, dos veces al día, realizaba una especie de prodigio mecánico.
Harry explicó lo que se sabía por las crónicas de los contemporáneos del pintor. Dos ángeles superpuestos tocaban las trompetas, y era llamada que abría los postigos donde asomaban los tres Reyes Magos llevando su ofrenda a la Virgen. A otro toque de trompetas llegaba el Juicio Final: aparecía Jesucristo como juez y tras él los santos, los muertos alzándose de sus tumbas. Escoltados por dos ángeles, los bienaventurados ascendían al cielo, y hostigados por diablos mordaces, descendían al infierno los condenados. Las trompetas, con su último toque, anunciaban el final del cuadro y el cerrar de los postigos. Las notas, vibrantes, quedaban en el aire y se extinguían lentamente en la nave de la catedral y el cementerio próximo.
—Hoy los restos del reloj astronómico consisten en dos cuadros penosamente restaurados y que no son de El Bosco y una pequeña torre de madera. En su mayor parte fue vendido como chatarra en 1691. Figúrese —contaba Harry.
—Otros tiempos. Hoy costaría una fortuna.
—Esta catedral pasó por muchas épocas, desde luego —seguía Harry—. Hasta el 14 de septiembre de 1629, fecha de la rendición de la ciudad al príncipe de Orange, aquí se encontraban las últimas obras de El Bosco que se mantenían en la ciudad, La historia de David y Abigaël, Salomón y Bathsheba, y varias piezas en altares como La ofrenda de los presentes de los Reyes Magos, Judith y Holofernes y Esther y Mardoqueo. Después de que entraran las tropas de las provincias unidas, las tablas y cuadros de Bosch desaparecieron, se las llevaron los religiosos tras de sí, a Lieja y Brujas, y algunos particulares las relegaron a las habitaciones interiores o simplemente las vendieron. Bosch y sus obras se internaron en la sombra para resurgir con fuerza siglos después.
—Qué poético. Tampoco estaba aquí una copia de El jardín de las delicias, que según he leído, presidía el altar mayor...
—En diciembre de 1615, en una celebración que hizo el obispo Nicolas Zoesius en la catedral, algunos canónigos le contaron que se ofuscaban debido a los desnudos de La creación del mundo, que es como se llamaba en realidad el cuadro que estaba en el altar Opus creationis hexameron mundi, una de las copias que se hicieron en el taller de Bosch de El jardín de las delicias. A pesar de la fama de El Bosco, los canónigos consiguieron retirarlo de la catedral, donde aquellas figuras los tentaban demasiado, y dos años después vendieron las alas al Gobierno municipal. No se conoce lo que pasó con la tabla central.
«No se supo jamás el destino de aquella copia», pensaba Javier Carreño. En cuanto al original, el mandante había sido Enrique III de Nassau, en cuyo castillo-palacio de Bruselas lo vio Antonio de Beatis, durante el viaje que hizo a los Países Bajos acompañando al cardenal Luis de Aragón en 1517. A la muerte de Enrique de Nassau, lo heredó su hijo Enrique de Châlons y, al morir este en 1544, pasó a las manos de su sobrino Guillermo de Orange, cabecilla de la rebelión contra los españoles. Confiscado por el duque de Alba al príncipe de Orange en 1568, fue propiedad del prior de la Orden de San Juan, Fernando de Toledo, hijo bastardo del duque, hasta su fallecimiento en 1591. En la almoneda de sus bienes lo adquirió Felipe II, que en 1593 lo destinó al monasterio de El Escorial, registrándose en su libro de entregas como «una pintura de la variedad del Mundo, que llaman del Madroño».
—En 1626 —seguía Harry—, Michael Ophovius, nombrado obispo de Bolduque, quiso infructuosamente comprar una obra de El Bosco de los dominicos de Bruselas. Entre unas cosas y otras, aquí nos quedamos sin Boscos.
En realidad, s'Hertogenbosch no tenía una obra de El Bosco, sino todas, en el Bosch Art Center, que Javier visitó con Harry a continuación. Claro que eran reproducciones de todos sus famosos cuadros, así como de sus dibujos, dispuestos en un curioso marco, la iglesia de Santiago, fuera del culto. Las criaturas de Hieronymus, recreadas en esculturas de madera ligera y policromadas, aparecían suspendidas a lo largo de las naves, colgadas del techo, produciendo una extraña turbación.
—La mayor ilusión de toda la ciudad sería que cualquiera de los cuadros famosos de su más insigne ciudadano volviera, aunque fuera temporalmente, para una gran exposición. El jardín de las delicias, El carro de heno, por ejemplo, alguna de las grandes obras del Museo del Prado. Ya hubo una gran exposición aquí, en 1967, inaugurada por la reina Juliana, con una veintena de cuadros y diecisiete dibujos de nuestro más afamado artista. Resultó todo un éxito. Se esperaba treinta mil visitantes y cuando cerró a los tres meses habían pasado cerca de trescientas mil personas. Imagínese, estamos hablando de hace más de cuarenta años. Ahora serían un millón de visitantes como mínimo. Es algo que ya se empieza a hablar, una magna exposición con ocasión del quinto centenario de su muerte, en 2016. Cuando el alcalde ha sabido de su visita, ha querido conocerle. Le he dicho que teníamos un programa muy apretado; quizá a última hora de la tarde.
Javier se imaginó el espectáculo de grandes colas de boscomaníacos, estudiosos y personas atraídas por el maestro, un paisaje que en realidad él esperaba para su exposición en el Museo del Prado, la definitiva.
Para no perder tiempo en una comida copiosa, y siguiendo las costumbres del país, Harry lo llevó a un pub donde pidieron unas croquetas gigantes y arenosas, de sabor nada sutil, pero afortunadamente regadas con buena cerveza.
—La comida no es el fuerte de los holandeses —concedía Harry—. No es como en España, allí sí que se come bien.
—A cambio, aquí tienen buenas cervezas.
—Esta tarde, cuando vengamos del campo, le invitaré a mi cerveza favorita en mi bar favorito.
Había quedado en realizar con Harry, que le llevó en su coche, una rápida visita al cercano campo de concentración de Vught, y eso era algo que marcaba. En otros viajes a Alemania y Austria había tenido la posibilidad de visitar alguno, pero por unas u otras razones, lo había pospuesto. Ahora quería ver uno de los escenarios de la peripecia de Jerónimo Díaz. Llegaron en el coche de Harry y este le presentó al director del memorial.
—¿Existe un registro de todos los que penaron aquí? —preguntó Javier.
—Desde luego. Bastante completo.
—¿Hubo algún español?
—No recuerdo, pero creo que no.
—¿Podría comprobar un nombre? Es posible que aquella persona se registrara bajo un nombre falso.
No apareció Díaz, ni Jean Etienne Brousse, ni Jèrôme. Javier se quedó sombrío.
—No puede decirse que tengamos la documentación al cien por cien. Aún quedan cosas por hacer.
Javier y Harry pasearon por el recinto, reconstruido en parte, a pesar de lo cual impresionaba, en especial el crematorio. La visita a un campo de concentración, algo que toda persona debería realizar al menos una vez en su vida, dejaba un poso amargo en la boca y en la garganta, aparte de nubes ceniza que se metían en la cabeza.
Para superarlo, nada mejor que una buena cerveza tostada Westmalle, en una taberna en las cercanías del puerto de s'Hertogenbosch. Javier no se extrañó —más bien pensó en el socorrido Jung— cuando Harry lo llevó a su bar de cabecera. En el exterior, en letras grandes, se veían dos frases: De Swarte Walvis —«la ballena negra», tradujo Harry— y más abajo, en inglés, The Jonás Territory.
—¿Investigó lo que le pregunté por correo sobre si en el tiempo de El Bosco se registró en la población alguna epidemia de los fuegos de San Antón? —preguntó Javier tras apurar de un trago la mitad del vaso de la exquisita cerveza.
—A pesar de lo que he indagado y consultado, parece que en ese tiempo no hubo ninguna.
—La verdad es que lo que sabemos de la vida de El Bosco no da ni para un libro pequeño, apenas unas cuartillas —resumía el comisario español lo visto en la jornada.
—Pero a cambio, aun se pueden escribir muchas novelas sobre él —replicaba Harry—. Aún no se ha desentrañado su misterio y nunca se logrará, es como el test de Rocshard, cada uno ve en él lo que quiere ver. Entonces, ¿le digo al alcalde que acepta su invitación para cenar? Le gustaría conocerle.
—Se lo agradezco de corazón, transmítaselo en mi nombre. Pero tengo una cita en Ámsterdam esta noche. Una abogada experta en recuperación del arte. Y ya se sabe que no hay que hacer esperar a las mujeres.
* * *
No existe la realidad, sino la apariencia, que es lo que entra por los ojos. Colores, formas y volúmenes es lo que nos separa de la verdad, de la pura esencia, invisible a la vista. Yo, pintor de diablos y disparates, lo sé bien. Lo distingo, por ejemplo, cuando veo la imagen que refleja un espejo, luz invertida. Si envolviera lo que rodea ese espejo con telas negras, y trajera a alguien para que contemplara solo esa imagen, sin tener la referencia que la produce, percibiría lo que considera realidad de forma alterada. Es la vista, pues, la que produce la ilusión. Aliento y alimento del diablo, representado en el tarot con su propia carta, alegoría de símbolos, demonio alado, con alas de murciélago, antorcha en la mano, garras de ave rapaz, pechos de mujer, cornamenta como cetro, erguido en un pedestal, unido este con dos cuerdas a dos diablillos esclavos de largas colas, lo masculino y femenino sujetos también a la visión errada, como todo el conjunto.
El nombre de la letra hebrea inscrita en la carta es ayin, que significa ojo. Lo que nos equivoca es lo que nos es revelado por nuestros ojos, la apariencia exterior de las cosas, su envoltura y cáscara. Esos son mis diablos, y así los reflejo yo a mi vez con el espejo de mi pincel, distorsiones de la luz y el color, ilusiones viciadas. El hombre es ser crédulo, siempre querrá creer lo que le conviene, no lo que necesita, no lo que lo arrebate y lo transporte a las regiones donde no existe la culpa, sino el perdón. Territorios donde no hay pecado ni redención porque ya la lucha ha concluido y los espejos, como cualquier otra herramienta que cambie la luz, no son ya necesarios, nuestra alma refulgiendo en el más puro amor, en la más pura verdad.
Pero no puedo hablar de este descubrimiento, no puedo contarlo a nadie. Pinto con mis manos y con mis ojos, sabiendo que, a pesar de todo, solo me acercaré a la esencia cuando los cierre. Cuando las tinieblas, y no la luz, reinen sobre todo, y mi corazón y mi cuerpo logren orientarme hacia lo absoluto y desconocido.
* * *
Liona Kowalesky le hizo pasar a una pequeña sala de reuniones. Era una mujer en los largos cuarenta, con canas que no se teñía, y una actitud educada, pero dinámica. No sabía por qué, pero se la había imaginado algo más tranquila. Por el contrario, su cuerpo parecía ir diciendo que su tiempo era precioso. Afectado por esa sensación, que sin duda transmitía la cazadora de cuadros, Javier le explicó en seguida cuál era el objeto de su visita. Como comisario de la exposición del Prado quería publicar un libro-catálogo donde iba a hablar, entre otras cosas, de las obras desaparecidas de El Bosco. También pensaba escribir sobre el mundo del arte y del coleccionismo en los años 30 en Europa, y de una serie de personas como Goudstikker.
—Yo no llevé ese caso —cortó Liona.
—Lo sé, pero es una experta en el tema. En realidad, quien me intriga es un amigo suyo, un tal Santiago Mainger, que en aquella época de finales de los años 30, tenía cuadros de pintores flamencos como Brueghel y El Bosco.
A Liona, como a Hans, aquel nombre no le dijo nada en principio.
—Ese Mainger... ¿era judío? ¿Le requisaron alguna colección? ¿Tiene familia, descendientes?
La máquina Kowalesky se había puesto en marcha. Javier no sabía si aquellos ojos desmesuradamente abiertos que había descubierto en el rostro de la mujer eran por ayudarlo o más bien, para saber si podía tener otro gran negocio a la vista.
—La verdad es que apenas sé de él, no dejó muchas pistas. Estaba aquí cuando la invasión alemana, y parece que huyó a la vez que Goudstikker. Pero no se le conocen familia o descendientes. Era hombre de negocios, comerciaba con diamantes.
La respuesta pareció decepcionarla.
—Qué raro que nunca haya oído mencionar nada de él. ¿Diamantes? Conozco a alguien que sabe de eso. ¿Era holandés?
—Creo que era de origen centroeuropeo, con casa en París y Ámsterdam, donde debía de tener sus negocios.
—Lo único que se me ocurre es preguntar a la heredera del legado de Goudstikker, Marei von Saher, la viuda de Edo, el hijo de Desi y Jacques Goudstikker. Si era amigo de Jacques, quizás ella lo sepa. Se encuentra en los Estados Unidos, pero le pondré un correo o le daré un telefonazo. Recuperar el legado de Jacques Goudstikker pasó a ser su misión cuando, en 1996, murió su marido. Está harta de decir que ojalá Edo hubiera podido ver esto, pero falleció solo cinco meses después que su madre. Le ilusiona que la importancia de Jacques Goudstikker en el ambiente artístico de la preguerra sea reconocida otra vez en el mundo entero. Y, entre nosotros, que gracias a eso, tenga una fortuna inmensa. Ella y sus abogados americanos, todo hay que decirlo. Aunque tuvieran que litigar ocho años.
Decía lo último con la pena de no haber sido ella. Si hubiera estado al alcance, en Holanda o Europa, de seguro que la Kowalesky, al igual que había hecho con otras familias, se habría llevado el caso, habría recobrado valiosos cuadros y obtenido buenos dividendos por su trabajo y tenacidad.
—Y en lo que respecta a las obras desaparecidas de El Bosco, ¿alguna vez se ha encontrado con alguna pista de alguna de esas tablas?
Liona miró la lista con detenimiento.
—¿Tiene una copia? Si me la deja, echaré un vistazo a mis archivos. Es mejor que fiarse de la memoria. Si encuentro algo le contactaré de inmediato. Pero en ese caso tendríamos que hablar de mis servicios. Tengo distinta tarifa si es por identificación, localización o recuperación. Ya sabe usted, los rescates son mucho más costosos en tiempo y dinero. Consultaré mis contactos y mis fuentes para ver si hay rastro de ese tal Mainger. Y tome, este es un resumen de Goudstikker, por si quiere consultarlo. No se lo cobro.
—No sabe usted lo que se lo agradezco —respiró Javier.
La verdad es que el resumen era muy completo.
Jacques Goudstikker, el judío marchante de arte y especialista en el Barroco del norte, que había nacido en 1897, vivió sus últimos días en mayo de 1940, con la invasión alemana de Holanda. Escapó del país, con su mujer y su hijo, a bordo de un barco, el SS Bodegraven, camino de Dover como escala a los Estados Unidos. Atrás dejaba todas sus posesiones, un millar y medio de preciosas obras de arte. Su apoderado, el doctor A. Sternheim, había muerto solo unos días antes de la invasión, y no había puesto en marcha las medidas necesarias para asegurar la gestión de sus posesiones.
Jacques solo llevaba encima su famoso cuaderno de tapas negras donde esas joyas estaban consignadas, con los detalles de la compra o conservación. Era un inventario completo que portaba cuando, en el canal de la Mancha, salió de la bodega a tomar aire fresco. En la oscuridad, se escurrió por una escotilla abierta, cayó y se rompió el cuello. Cuando lo estaban buscando, otro marinero se cayó por la misma escotilla y se fracturó la columna. Goudstikker fue enterrado en Inglaterra mientras que su mujer y su hijo, a los pocos días, siguieron camino hacia los Estados Unidos. Al menos tuvieron más suerte que el resto de la familia. Catorce miembros murieron en Auschwitz, uno en Buchenwald, uno en Sobibor y otro de tuberculosis después de la liberación.
Días después de la huida de Goudstikker, el Reichsmarschall Goering se presentó a las puertas de la compañía. Bajo amenaza de confiscación y a pesar de la objeción de la viuda de Goudstikker —avisada en Inglaterra por medio del telegrama de un notario—, consiguió la colección entera al precio de dos millones de florines, una fracción de su valor real, en una vergonzosa transacción típica de los métodos forzados de venta nazis. Para ello utilizó al banquero alemán Alois Miedl, un hombre de negocios y coleccionista, como intermediario. Obligó a Miedl a cederle buena parte de las obras a un valor muy por debajo del mercado. De las cerca de mil cuatrocientas obras, retuvo ochocientas pinturas y antigüedades para sí. Algunas —las no consideradas «degeneradas», pinturas de grandes maestros holandeses, flamencos e italianos como Memling, Tintoretto, Veronese o Cranach— acabaron en la colección de Hitler.
En los meses siguientes a la huida de Goudstikker, los empleados Jan Dik y Arie ten Broek se encargaron de dirigir la galería de arte según las directrices del secuaz de Goering, Alois Miedl, intermediario de la operación, recibiendo cada uno de ellos una recompensa de ciento ochenta mil florines. A través de una serie de reuniones con los accionistas y transacciones que posteriormente se demostraron ilegales, Miedl consiguió por medio millón de florines el resto de los activos de Goudstikker: el nombre comercial de la galería, las obras que permanecieron en la colección después del pillaje de Goering, además de las propiedades inmobiliarias (el castillo Nijenrode de Breukelen, el edificio de Ámsterdam y una casa de campo en Amstel). Bajo el renovado nombre internacional de Goudstikker, Miedl creó un nuevo negocio de arte, consiguiendo una fortuna durante la guerra gracias a la venta de cuadros a los nazis en Alemania, entre otros negocios.
La especialidad de la colección eran las pinturas de los viejos maestros, especialmente los holandeses hasta el siglo XVII. Tenía obras de artistas como Lucas Cranach, Marco Zoppo, Squarcione y Pesellino, Jan Steen, Adriaen e Isaac van Ostade o Jan van der Heyden. Entre las obras más famosas de las que poseía figuraban el Paisaje de barcaza con castillo en el río Vecht cerca de Nijenrode por Salomon van Ruysdael, la Santa Lucía de Jacopo del Casentino, El juicio de París de François Boucher, el Fritole seller de Pietro Longhi, el Cristo portando la cruz, de Hieronymous Bosch que ahora se encontraba en el Kunsthistorisches Museum de Viena, y Joven con una flauta, de Vermeer.
La última anotación era interesante. Después de la restitución a la familia de doscientas dos obras, una parte fue vendida en 2007 por cerca de veinte millones de dólares para pagar a los abogados.
Por último, la Kowalesky dejó en el aire un apunte:
—Por cierto, ¿sabe dónde acabó Miedl? Tras su paso por España, después de la derrota nazi, se esfumó en algún país sudamericano a partir de 1950. Llevaba con él una pequeña colección de veintidós cuadros de procedencia más que dudosa, entre ellos ocho de Goudstikker, a pesar de lo cual intentó vender algunos al Museo del Prado, cosa que no consiguió finalmente debido a los informes del propio museo y a la sección de investigación artística de la OSS, organización central del servicio de espionaje norteamericano creada en noviembre de 1944 para investigar las transacciones del arte saqueado por los nazis. Pero el informe también dice que el Gobierno español rechazó, por falta de pruebas de coacción, la petición de recuperación del Gobierno holandés y desbloqueó su colección, retenida en el puerto de Bilbao, en 1948.
»Le dejo la lista de los veintidós cuadros que desaparecieron con Miedl. Nunca se sabe, quizás alguna vez haya visto alguno, entre ellos figuran un Van Dyck, dos Corots, un Frans Hals y un Gerard David.
* * *
Junio de 1510
Como todos los días, Hieronymus, antes Jeroen, mucho antes Joen, se levantaba de la cama con las primeras luces. Le dolía a menudo la espalda. En aquella época no se dormía tumbado, sino recostado, en una cama empotrada en la pared, que se cerraba durante el día como un gran armario. Se pensaba que si se dormía tumbado, había más posibilidades de morir y así que el alma escapara fácilmente del cuerpo.
Tras su desayuno, el maestro salía a dar su paseo matutino. Sus pasos lo llevaban por las tardes hacia las murallas y los diques, pero por la mañana solía dar una vuelta por el pequeño puerto de s'Hertogenbosch. En esos días, con más razón, puesto que estaba preparando el banquete que iba a ofrecer en su casa a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora. Un ágape compartido con la viuda del cofrade Back, muerto hacía meses. Mientras la viuda se hacía cargo de la caza y los cisnes, Hieronymus aportaba el pescado. Desde que en 1481 ingresó en la cofradía, ya había ofrecido el banquete del cisne en dos ocasiones. Por eso El Bosco tenía un objetivo cuando encaminó sus pasos al muelle cercano a la puerta de Vught, donde las pequeñas chalupas y los botes de los pescadores y mercaderes comenzaban a descargar las mercancías para el mercado y las tiendas de la población. Era un lugar que le gustaba especialmente, a pesar de su acre, intenso olor, al principio de la Orthenstraat. Allí, en ese puerto, había visto pieles de foca y una vez, una de ellas viva, animal que había dibujado en seguida, del natural, como había hecho con el elefante y otros animales exóticos que se habían exhibido en los Países Bajos en aquella época.
En el puerto siempre había un rato para departir con el viejo Van Hagel, antiguo capitán pirata de la costa báltica, hoy patrón de pesca, armador de buques ligeros, también alquilador de lanchas para el transporte, fletador y comerciante. Van Hagel le guardaba objetos del mundo traídos por los barcos: conchas, corales en rama, esqueletos marinos de rayas y delfines, peces raros, celentéreos, estrellas de mar, criaturas calcáreas, caparazones que luego le servían al pintor, que los almacenaba en la alacena, en un depósito de objetos raros en la trasera de su taller, junto con calaveras de caballos, raíces y plantas, frutas, botellas con sapos, insectos voladores y trepadores, plumas de vistosos pájaros, elementos que acabarían en sus trípticos, algunos transformados por su imaginación y su paleta de colores.
Con Van Hagel trató de los pescados para el banquete. Aquel era un encargo especial y Hieronymus quería ser bien servido. No podía perder prestigio, adquirido durante años con sus pinceles.
—Capitán Van Hagel, ¿alguna vez en vuestra vida en el mar habéis visto ballenas?
—Alguna, maese Hieronymus. Son animales grandes, como la nave de la iglesia de San Juan, y el chorro de agua que lanzan llega a una altura como la mitad de la torre. ¿Por qué os interesan las ballenas?
—Voy a pintar una. Tengo un encargo.
—Dicen que es un animal del demonio, leviatán, feroz como ninguno.
—Si fuera así hubiera acabado con Jonás. Más bien será como todas las criaturas.
Una vez acordadas la cantidad y calidad del pescado que necesitaba, Hieronymus volvió sobre sus pasos. No le apetecía traspasar las puertas de la muralla. Allí se encontraban, colgados, los criminales en suplicio, atados a una rueda, en lo alto de un poste, rueda que también tenía las cabezas de los decapitados por asesinatos. Necesitaba serenidad, no visiones terribles, para pensar en aquel cuadro. Casi sin darse cuenta llegó, tomando por la Hinthamerstraat a la capilla de San Antonio, que tan bien conocía. Esta vez no subió al balconcillo desde donde contemplaba a los apestados y afectados por el fuego de San Antón que llegaban a pedir la intervención del santo, o al menos una limosna. Desde esa posición en la fachada, en el corredor entre las dos torres, se apostaba a veces con el papel y carboncillo en la mano para dibujar a aquellos seres deformes, aquellos seres donde ya había entrado el demonio. Otras veces se los encontraba por los caminos o a la puerta de los templos, y entonces, por unas monedas, posaban para él.
Faltaba aun tiempo para la comida, que siempre hacía en la Cofradía de Nuestra Señora, pero no le apetecía entrar tampoco en el ambiente cálido de su taller. Así que cruzó el puente sobre el río y salió de la ciudad por el puerto de Pijnappel. En el horizonte casi plano emergían las siluetas de los molinos de viento, con sus velas desplegadas, que se sucedían alrededor de Balduque.
No muy lejos de allí se encontraba la casa del alquimista Al Gobius, y hacia ella enfiló sus pasos. Al Gobius —nombre de resonancias árabes que ocultaba el suyo propio, que nunca dijo— realmente sobrevivía gracias a los tintes que fabricaba para los telares, los suavizantes para las lanas y los líquidos para limpiar metales y armaduras. Había llegado a la ciudad como soplador de vidrio y trabajó un tiempo en uno de los talleres de Willem Lombarts, el vidriero, donde Hieronymus lo había conocido buscando formas e inspiración para uno de sus trípticos, La creación del mundo. El pintor estaba fascinado con el vidrio. El objeto salía de la arena, era transformado mediante el horno y el fuego, luego era quebradizo, pero capaz de aguantar los líquidos. Dejaba pasar la luz, pero la cambiaba, la deformaba, la descomponía en mil colores. Servía también para ver las cosas con aumento y así facilitaba la vida a los miopes o casi ciegos. El vidrio, un portento de la invención humana. Y quien lo manejaba, algo así como un mago. Más aun Al Gobius, al que reputaban de buen alquimista.
Al franquear la puerta del laboratorio, el olor era penetrante, casi chillón, como los colores que se veían en atanores y retortas con extraños líquidos. El caliente y agridulce ambiente, que se desplegaba bajo el techo de vigas de madera, estaba iluminado por la luz del norte, brumosa y pesada, e impregnado de vapores de sustancias y metales. En ese espacio abigarrado, dos personas miraban ensimismadas una retorta donde aparecía un destilado de color rubí intenso, casi negro. El maestro alquimista y su ayudante se encontraban en un estado de fascinación hipnótica por el elixir. Aún no sabían si tantos afanes a lo largo de meses habían dado el resultado esperado. Aguardaban expectantes, en ese momento en el que todo era posible, el mismo universo conteniendo el aliento, el tiempo suspendido dentro del instrumento de vidrio. El sueño de toda una vida, de toda una época, se condensaba en ese líquido que parecía tener luz propia, aunque tal vez fueran los rayos del sol que atravesaban la vidriera cuando el alquimista lo dirigía hacia la ventana para ver la transparencia del compuesto, su densidad y aspecto. En esa mirada reconcentrada latía una intensa emoción, instante único en el que confluían desvelos y trabajos y la balanza estaba indecisa. El discípulo, que parecía embelesado mirando el líquido sorprendente, cuidaba el fuego de la hornalla que calentaba el alambique.
—Pasad, maese Hieronymus. Hoy no os puedo invitar a cerveza, y casi no os puedo atender.
—¿Tan atareado estáis?
—Ando en una ocupación delicadísima. Estoy en el final del Opus nigrum y cualquier error que cometa puede hacerme perder el trabajo de muchos meses. Pero si queréis, pasad, sentaos. Al menos me haréis compañía un rato.
—¿Puedo hojear vuestros libros? Tenéis ejemplares de animales que me gustaría contemplar. Ando buscando ideas para un tríptico.
—¿Y qué animales buscáis?
—Ballenas, animales marinos. Criaturas que pueblen los océanos, monstruos...
—¡Ah, vuestros queridos monstruos! ¿Pero no decíais que todos los monstruos están dentro de la cabeza?
—Bueno, pero para representarlos no viene mal un poco de ayuda.
—Mirad, mirad si queréis. Perdonadme. He de continuar.
Al Gobius comenzó a leer el poema de la Tabla de la Esmeralda, antigua fórmula alquímica que establecía la fase de separación y disolución de la materia y que, según afirmaba la leyenda, había compuesto Hermes Trimegisto, el primer gran alquimista:
Es verdad sin mentira
cierto y muy verdadero
lo de abajo es igual a lo de arriba
y lo de arriba igual a lo de abajo
para obtener el milagro de una única cosa.
Así como todas las cosas proceden del Uno
también todas las cosas nacen de este Uno mediante conjugación.
La mirada de Hieronymus abarcó el laboratorio del alquimista antes de acudir al armario donde Al Gobius guardaba sus libros. Abrió uno de los bestiarios que tenía su amigo. Pasó ensimismado en la lectura y en la visión de los grabados casi una hora, mientras el alquimista preparaba el atanor y las botellas, los alcatraces y balanzas, para la parte final de la Gran Obra.
—¿Y cuál es el motivo de vuestro cuadro? —le preguntó Al Gobius.
—Jonás y la ballena. Me pregunto qué le ocurriría en esos tres días que estuvo en la oscuridad, en el vientre del animal.
—Tres días, como Jesucristo. Y como mi Opus nigrum. Tres días precipitando lo que hará que de la oscuridad salga la luz, que la materia negra se convierta en rosa rúbea.
A Hieronymus le brotó un vivo brillo en los ojos, lo que siempre ocurría cuando tenía una buena idea. Concentrado en las palabras de Al Gobius, no pestañeaba siquiera.
La Gran Obra, según le ilustró el alquimista, comenzaba con el atanor, hornillo activado con calor de leña, donde se cocinaba el aludel o huevo filosofal. Recipiente con forma ovoide, era de cristal, para que se pudiera testificar la cocción de la materia prima, lo que quedaba, Opus nigrum, y lo que se evaporaba. Este huevo filosofal era su alambique, la retorta de cristal, donde el material se cocinaba a través de un crisol en forma de cruz para evitar al diablo, cerrado con el sello de Hermes, a fin de que nada pudiera escapar y así el alquimista vivenciara todo el proceso de la creación. El sello era un texto donde se especificaba, en esencia, la correspondencia simbólica entre la astrología, la alquimia y la cosmología, creencia en un universo interrelacionado mediante fuerzas no siempre visibles, comprensibles y susceptibles de ser dominadas.
—¿Aún buscáis la piedra filosofal?
—Es solo un reflejo del camino. Lo que espero es transformarme yo mismo. Para poder trasmutar la materia tengo que transmutarme yo primero.
—Maese Al Gobius, no conseguiréis ser más esbelto y agraciado. Aunque consiguierais la piedra.
—Siempre con vuestra ironía. Perdonadme. El horno necesita atención, tiene que estar a temperatura constante. No podemos fallar ahora en lo que puede ser la última fase de la Gran Obra.
Aunque se decía que el empeño de los alquimistas era encontrar la forma de transmutar el plomo en oro, la verdad es que buscaban convertir lo impuro en puro, lo que tenía errores en la perfección, completando la obra divina. Quizá en eso pecaban de querer ser como dioses, pensaba Hieronymus. Pretendían obtener la suprema pureza por el entendimiento profundo de las cosas, imágenes del verdadero ser, con sus analogías y conexiones, con sus principios y sus opuestos. Manejando de forma debida y exacta la naturaleza, el alquimista buscaba obtener un sentido completo de la existencia. Eso implicaba que la materia era forma, que alma era cuerpo y que acto era potencia. Todos estos conceptos conformaban el absoluto y cada uno de ellos, por sí mismo, contenía a todos los otros.
—Conozco lo que estáis pensando, maese pintor. No me juzguéis con severidad. Recordad que el escolástico Santo Tomás de Aquino, hombre sabio y reputado, intentó también el proceso alquímico y la Gran Obra, y ahí está para probarlo, lo que escribió sobre los metales y los planetas. Nosotros solo buscamos dentro y fuera los caminos de Dios. Para ello se utilizan todos los sentidos externos, la vista, el oído, el tacto, y también los internos: memoria, sentido común, imaginación y estimación.
Hieronymus había abierto algunos libros de alquimia. Todos parecían centrarse en la destilación y la disolución, combinados con el trabajo sobre los ácidos minerales. Lo leía en la Practica vera alchimia de Hortulanus, el Rosarius Minor, el Testamento, atribuido a Ramón Lull, los textos de Arnau de Vilanova y el Liber LUCIS de Juan de Rupescissa, libros que eran consultados con frecuencia y que estaban en la primera de las estanterías.
Por un momento, El Bosco pensó que Al Gobius era también un Jonás dentro de la ballena de su laboratorio, como él era otro Jonás en la ballena de su taller, los dos intentando encontrar el sentido de la vida, interpretando el mundo a su manera, tratando de encontrar el camino de la verdad y de la esencia. En sus manos, en sus pensamientos y actos, estaban el cielo y el infierno. El pintor se quedó pensativo y luego cerró el bestiario medieval que tenía delante.
—Me voy, maese Al Gobius, os dejo entre vuestros alambiques y atanores.
—¿Encontrasteis algo interesante? Ya sabéis que aunque algo conozco, no soy un buen zoólogo.
—No, sois mejor amigo. Vuestros libros me han ayudado, y mucho, y vos también. Tengo que irme, pero volveré mañana. Tengo que consultar vuestros libros alquímicos y preguntaros algunas cosas.
—Mejor pasado mañana. Si todo sale bien, quizás mañana esté completa la obra y haya logrado la rosa rúbea.
—Que así sea.
—Antes de que os vayáis, maese Hieronymus, tengo un regalo que os había prometido hará tiempo. Algo que os ayudará en vuestra pintura.
Al Gobius tomó una caja de madera oscura con bordes plateados. La madera, preciosa, estaba pulimentada y relucía como si se le hubiera dado una capa del más fino barniz. Las bisagras y adornos de plata fulgían. Hieronymus recibió la caja y abrió la cerradura. En su interior, arropado por un fino terciopelo rojo oscuro, emergía la figura de un espejo de mano. Era un trabajo realizado con tiempo y precisión. Cuando lo tomó, el pintor se sorprendió de no encontrarse el azogue de mercurio o la superficie bruñida de un metal. Era un espejo que no daba reflejos.
—Es un espejo negro. Algunos alquimistas nigromantes lo utilizan para fines oscuros. Para otros, no es más que un instrumento para descansar la vista, reposar la mente e investigar en el corazón. Estoy seguro de que os hará un buen servicio.
Cuando el maestro entró en el taller, los aprendices preparaban los pigmentos triturando las arcillas de colores con la moleta sobre el recipiente cóncavo de mármol. Se afanaban con aquella piedra redonda y pulida, en movimientos circulares y precisos. Otros, después de pesar los polvos machacados en la balanza, los mezclaban con el aceite de linaza en su justa proporción y rellenaban con ellos los pequeños depósitos, los botes que surtirían la paleta de colores que utilizaba el maestro.
Hieronymus guardó la caja en su gabinete y luego supervisó el trabajo, observando la preparación de varias tablas con el blanco de plomo, cola y agua, cal, algo de ocre, una mezcla uniforme que servía para recubrir las imperfecciones de la tabla de roble cortada y lijada. Sobre aquella superficie, blanco de carne, dibujaba con tinta negra y con rapidez los bosquejos de la pintura que iría emergiendo luego, sabiamente aplicada con pinceles de pelo de tejón, sobre unos fondos que a veces ejecutaban los ayudantes más capacitados.
Tenía las ideas necesarias para el encargo. Ya sabía cómo iba a pintar Jonás y la ballena. No solo iba a meter dentro de su estómago al profeta. Había más cosas dentro del animal. Muchos vivían dentro de él, encerrados en un círculo de pasiones, sin ver la luz del sol, en aquel Hades marino tan similar a la tumba. Jonás vivió el proceso de transformación. De la oscuridad y la muerte podía salir también el elixir de la vida eterna.
* * *
El sonido del móvil sorprendió a Carreño en la ducha, de la que salió maldiciendo.
—Hola, Javier. Encantado de saludarte de nuevo. Consulté con los miembros del patronato, y aunque hay que recurrir al trámite del nuevo consejo, te adelanto que es muy posible que concedan la petición del Museo del Prado. En general pretenden llevarse bien, y aunque no tienen una idea muy precisa de la contraprestación, creo que dirán que sí. Eso sí, tal y como hablamos, no todas las obras, El peregrino o el hijo pródigo, la plancha de Los diablos o El retrato de mujer. Hubo algunas reticencias de los miembros más recientes, a los que con delicadeza y diplomacia tuve que explicarles cómo funcionan los acuerdos entre museos.
—Gracias, Hans.
—De nada, ya redactaremos el acuerdo. Por cierto, intenté averiguar lo que me dijiste de ese tal Santiago Mainger. En el grupo de los que legaron sus colecciones al Rijksmuseum nadie lo menciona. No hay ninguna referencia, pero mira por dónde, ordenando correspondencia de Beuningen he encontrado un recibo del transportista que trasladó unos cuadros suyos en 1940 al museo. Curiosamente no fue a su casa a por ellos, sino a la mansión de un tal S. Maingerts, en el Herengracht. Es todo lo que he podido conseguir, porque nadie le menciona, y eso es raro. Tal vez a aquel anticuario que me dices le dieron un nombre erróneo o fuera este Maingerts, pero en principio, si es así, parece alguien muy menor.
Javier estaba a punto de saltar de alegría, el corazón acelerado en el pecho. Aquella era la dirección que había escrito Jerónimo, en 1940.
—Bueno, no es mucho, pero no importa. Si encuentras algo más házmelo saber. Seguramente aquel hombre exageró o se confundió, han pasado tantos años... De nuevo, muchas gracias. Estaremos en contacto.
«Maravillosa burocracia holandesa —tras colgar el móvil, Javier se puso a pasear de una punta a otra de la habitación del hotel, nervioso, hasta que se percató y se secó con la toalla—. Se habla de la española o la francesa, pero la meticulosidad de aquel transportista y del archivero que conservó aquel papel, han conseguido que confirme lo que parecía imposible más de sesenta años después».
El cuadro había existido, y Jerónimo había hecho la copia, no le cabía ya ninguna duda. ¿O sí? El dato confirmaba la existencia de un escurridizo coleccionista, magnate y marchante que se llamaba Mainger, pero lo demás podía ser una invención del viejo pintor anarquista.
Faltaban unas horas antes de la cita en una tienda de antigüedades con Jerónimo e Himiko, que ya habrían llegado. La impaciencia lo arrebataba y para aplacar los nervios, una vez vestido y perfumado, se dispuso a echarse a la calle. Sonó su móvil de nuevo. Esta vez era la Kowalesky.
—No encontré nadie con ese nombre, Mainger, y consulté archivos, llamé a mis contactos. A los que controlan el mercado de diamantes, muchos judíos, no les suena. Pero sí hubo alguien que me prestó atención, se interesó por mi búsqueda. Es un anciano coleccionista que estaba por casualidad con uno de mis clientes, y afirma que el nombre no le es desconocido, pero no sabe de qué. Se interesó por la persona que investiga, es decir, por usted. Quería verlo y comprobar si descubría con su conversación de qué conoce ese nombre. Yo creo que merece la pena. Anote su nombre y su teléfono. Esto tampoco se lo cobro. Pero si resulta algo interesante no se olvide de mí, ¿entendido?
Sería cosa de las sincronicidades, de su instinto artístico, del destino, pero fue en aquel momento cuando Javier realizó la asociación. Rápidamente buscó en el dossier que la Kowalesky le había proporcionado sobre Alois Miedl y sus veintidós cuadros en España. Los papeles le confirmaron la intuición: en esa lista, como número 6, figuraba un cuadro de Van Dyck, Santa contemplando una calavera. El informe adjuntaba una foto en blanco y negro. Era uno de los cuadros que él había visto en la colección secreta del marqués. Buscó febrilmente. También estaban en esa colección un Lucas van Uden, Paisaje después de la tormenta, «Cambiado por W. A. Hofer, Berlin, Augsburgerstr. 68», se veía en la anotación y un Gerard David. No sabía qué era lo que aquel descubrimiento significaba. Que el marqués era hombre turbio, ya lo tenía claro. Su familia siempre había pertenecido a la élite y Carreño había oído rumores que afirmaban que su padre había hecho negocios durante la guerra mundial con algunos prebostes de las empresas nazis. Ahora, ese dato parecía confirmarlo. Por más que le dio vueltas, buitre planeando sobre su presa, no pudo obtener ninguna conclusión. Y eso que estaba seguro, y menos en arte, de que no existían las casualidades.
* * *
Un escalofrío recorrió su espalda cuando distinguió a Raquel en una esquina de la calle Lefi, en el barrio Jordaan, saliendo de la tienda de antigüedades donde tenía la cita. Por fortuna estaba lo suficientemente lejos para que ella, que había tomado la dirección contraria, lo viera. Pensó en seguirla, idea que desechó enseguida. Se había quedado clavado en la acera, contemplando cómo desaparecía su ex amante en la lejanía, y dudó qué hacer. Al final, con vientos helados en el corazón que no auguraban nada bueno, entró en el local. Una joven dependienta lo acompañó a la trastienda, donde se encontró a Himiko —que sonrió amorosa al besarlo— y Jerónimo. A su lado, un anciano de parecida edad y un hombre árabe en la cuarentena lo miraban de forma afable.
—Javier, le presento a Herbert van Os y a su hijo Flebus. Herbert es un viejo camarada de los campos, estuvimos juntos en Sachsenhausen. Él rehízo su vida y ha regentado durante muchos años esta galería, es uno de los mejores anticuarios de la ciudad.
Así que aquel era el viejo compañero de aquella pesadilla de los campos que Jerónimo citaba en sus escritos. Esta vez sí acertó con la imagen que se había hecho de él: un hombre alto, rubio y de ojos claros, con un algo, un no sé qué, de frágil, más que por la edad, por el aire que desprendía.
—Pero eso fue hace ya muchos años —repuso Herbert en un francés perfecto—. Me retiré hace mucho, poco después de la muerte de mi mujer. Esta tienda es de mi hijo adoptivo. Las antigüedades han cambiado. Por eso tenemos sobre todo arte oriental. Esas armaduras samuráis, esas corazas chinas, los lacados. Ahora sí tienen salida esas cosas.
A su lado, Flebus, con sonrisa libanesa, corroboraba las palabras del anciano.
—Oriente está de moda. Le doy la bienvenida a mi humilde morada. ¿Quiere usted un té, como están tomando sus amigos?
—Desde luego, muchas gracias. Ya veo que funciona el negocio. Acabo de ver, saliendo de aquí, a una mujer que casualmente conozco, una gran compradora española de piezas antiguas.
Himiko hizo un gesto. Aquel dato era extraño, lo que hizo que se pusiera en guardia.
—La enviaba un cliente —informó Flebus—. Le dije que me esperara un poco, porque estaba ocupado, pero prefirió volver en otro momento.
Himiko percibió una señal de alarma en la voz de Javier, que se sentía absolutamente desconcertado. El comisario se había encerrado en el mutismo: demasiado público para verbalizar sus preocupaciones. Justo cuando más ganas tenía de hablar de la tabla y del inminente viaje para recuperarla, más extraña veía aquella historia, sensación a flor de piel, intuitiva, no razonada.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó por inercia. Veía a Jerónimo activo, inquieto y vivaracho.
—Muy bien. Parece que ha recuperado toda la vitalidad perdida. Se nota que le atrae este viaje, a pesar de las incomodidades —dijo Himiko señalando a su abuelo.
—Lo que peor llevo es lo de las esperas en las colas, las maletas, los controles. ¡Qué sociedad! —bramaba Jerónimo—. ¡Cuantas más facilidades para viajar, para comunicarse, más incomodidades! ¡La absurdez de nuestro tiempo! ¡Como si por un lado te incitaran y por otro lo advirtieran de lo trabajoso que es cambiar de lugar!
Aunque Javier sospechaba que Herbert conocía perfectamente el motivo del viaje de su amigo, no comentó nada al respecto. Pasaron el tiempo y un par de tés y los tres se despidieron de sus anfitriones.
—Bueno, espero verles pronto, aquí o en mi barco —invitó Flebus—. Podemos hacer un recorrido por los canales o los alrededores de Ámsterdam, si no se marean.
—Bueno, eso se queda para los jóvenes —contestó Jerónimo—. Ya es bastante trabajo sostenerse sobre tierra firme como para tentar a la suerte en el agua.
—Para los jóvenes, desde luego —remachó Herbert—. Flebus nació a la vera del mar, allá en el Líbano; siempre le gustó vivir cerca del agua. Por eso compré una casa a las orillas de un lago. Así puede atracar allí con su barco vivienda.
—Herbert tuvo más suerte que yo, se casó, aunque no tuvo hijos —comentó Jerónimo al salir a la calle—. Flebus ha continuado con su negocio de cuadros y antigüedades. Incluso Herbert me dijo que si quiero vender el cuadro, podría hacer algunos contactos. Ya sé, ya sé, no pongáis esa cara, sobre todo tú, Javier; no es esa la idea, y si se lo he contado a él es porque sabe mucho y su hijo puede ayudarnos a examinarlo con un reflectógrafo portátil. Aquella mujer, Guillermina, la sobrina de Giselle, afirma que tiene el baúl con mis pertenencias, pero no sabemos en qué estado se encuentra, ni si tiene el Jonás. Bueno, ¿nos vamos ya para ese pueblo?
—Abuelo, hasta mañana no puedo alquilar la furgoneta —lo calmaba Himiko.
—Ya lo sé, bromeaba. Total, si ha esperado setenta años, bien puede esperar un día más.
Javier propuso que visitaran la antigua casa de Mainger, en el Herengracht. Quería ver las reacciones del viejo. Tomaron un taxi para llegar pronto al canal de los Caballeros. Por el camino, el comisario comentó lo que había averiguado sobre Mainger.
—¿Me crees ahora? —sonreía Jerónimo, seguro de su memoria y sus recuerdos.
No pudo hacer mucha gala de ellos. La casa en la que el viejo pintor había comenzado la copia para Mainger era ahora un pulcro edificio azul, de estilo moderno.
—Este edificio es nuevo. Juraría que lo han levantado entero, no tenía este aspecto al final de la guerra, cuando vine aquí por última vez con Herbert.
La reacción de Jerónimo no le aportó a Javier ninguna nueva información. Se le veía un poco perdido y desorientado, a caballo entre la excitación por recuperar su baúl y los recuerdos de aquellos difíciles días. Pero si Javier espiaba los reflejos del anarquista, era a su vez espiado por Himiko, que le leía el rostro.
—A ti te pasa algo.
—No es nada. Son los nervios. Vamos a cenar y planear el viaje de mañana a ver a esa tal Guillermina. Solo tengo pendiente hacer una llamada.
Cuando llegaron al restaurante, Javier se quedó fuera un momento y sacó su móvil.
Raquel contestó rápido, con ese tono cantarín que exudaba cuando estaba excitada y alegre. Y sin duda lo estaba.
—Hola, Javier, estaba pensando en ti. Y en una ciudad de canales. ¿Qué te parece?
—Que juegas con mucha ventaja. Ya sé que estás en Ámsterdam. Te vi salir de la tienda.
—¿Qué tienda? ¡Ah!, la de antigüedades... ¿Y por qué no me dijiste nada?
—¿Qué hacías allí? En Venecia no me contaste que venías a Ámsterdam...
—Tampoco tú me lo preguntaste. Pero sí te dije que estaba de viaje por Europa...
—No me mientas, por favor. ¿Qué hacías?...
—Ha sido una casualidad...
—Ya sabes mi opinión sobre las casualidades, más en este asunto. Como la de Venecia... Raquel, ¿tú me puedes decir qué ocurre? Hay juegos que no me gustan nada.
—Pues como no me lo digas tú... Yo vengo a Ámsterdam a visitar anticuarios y galerías. En octubre empieza la temporada de subastas. Y si te puedo echar una mano, mejor que mejor.
—¿Una mano en qué? Raquel, ya te dije que te lo contaría todo, pero no me sigas. ¿Cómo supiste que iba a esa tienda?
—Estaba buscando algo para mi marido, él la citó hace poco, cuando estuvo en Ámsterdam de viaje de negocios. La verdad es que tiene unas piezas interesantes. Y además, por lo que vi, un dueño que está macizo. Me recuerda a un pastelero árabe de Lavapiés, de mis tiempos mozos. Por el aspecto, debe de ser un árabe fino, de Medio Oriente.
—¡Por Dios, no seas tan frívola! A veces me sacas de quicio.
—Javier, me gustaría estar cerca y ver el cuadro, si existe. Quiero que me lo prometas. Ya sabes lo que me gustan las primicias.
—Raquel, será mejor que no nos veamos hasta que sepamos si hay o no cuadro y en ese caso, qué vamos a hacer con él. Y por si acaso, no hablemos por teléfono. No me fío de nadie.
—¿Y de mí? ¿Te fías como para que pasemos una noche deliciosa?
—Voy a cenar con Himiko y su abuelo. Te llamaré cuando sepa algo.
—Me está empezando a mosquear esa japonesa. ¿Está buena? ¿Te has liado con ella?
—Buenas noches, Raquel.
—¿Con quién hablabas, que ponías caras tan raras? ¿Alguna amante? —preguntó Himiko a Javier al llegar a la mesa.
—No, una amiga. Raquel Zurita, la marquesa de Monaster. Me recomendaba algunas tiendas de antigüedades, entre ellas, por cierto, la tienda de Herbert.
—¿Era la mujer que viste al entrar?
—En efecto, la misma. Está en Ámsterdam para asistir a una subasta.
Himiko se quedó pensativa, algo cortada. Tampoco Javier, taciturno, tenía muchas ganas de conversación. Tuvo que ser Jerónimo quien los sacara de su repentino mutismo.
—Debes darle su regalo ahora. O callar para siempre —bromeó.
—¡Ah! Sí. Toma.
—¿Y qué es, Himiko?
—Tu espejo negro. Te lo regalo. Lo he hecho con un marco negro mate y una plancha de duro y negro ébano, pulido y refrotado con aceites esenciales. Al menos, huele bien. ¿A que es precioso?
—Absolutamente. Me dejas anonadado. Tendré que probarlo. ¿Viene con instrucciones?
—Te las cuento, me lo he empollado para hacerlo. Es un espejo que usan los magos. Es imprescindible en magia para dejar perdida la mente y que fluyan imágenes, sensaciones, sobre todo en adivinación. Y como yo soy una maga, te hago partícipe de mi magia.
—Desde luego, se puede decir que estoy bajo tu hechizo. No hace falta que me des un filtro de amor.
—Pero qué idiota... Experimenta con los ángulos en los que puedes colocarlo. Puede que su uso sea mejor con una cierta inclinación.
—Eres una hechicera encantadora. ¿Verdad, Jerónimo?
—Absolutamente de acuerdo, amigo mío.
Himiko sonreía.
—Esta herramienta lo que hace es vaciar tu mente al mirarla; entonces puedes ver con tu ojo interno las imágenes que surgen del espejo. Hay que practicar. No debes tener mucha luz, prueba con diferentes intensidades. Una vela apartada de ti es suficiente para poder mirar tranquilamente y comprobar si se vacía tu mente... Sobre todo de lo que piensas cuando me miras con los ojos medio entornados. A mí no me hace falta espejo negro para saber lo que pasa por tu cabeza.
Javier rio. Le agradaba el cariñoso regalo de Himiko con lo que contenía de promesa. En su mente estaban vivas las imágenes y sensaciones de la experiencia veneciana, emanaba sexualidad a través de los poros.
—Parece que brillas, tienes un halo especial —aseguraba Himiko—. Está visto que te sienta bien Venecia. A ver si en Ámsterdam te pasa lo mismo.
«Dios no lo quiera», pensó Javier, añorando en realidad cualquier aventura. Pensaba en aquella ciudad: había arte, música, color. Buenos restaurantes, excelentes museos. No lo podía evitar, cuando volvía a ella renovaba esa fe perdida en la capacidad del ser humano de relacionarse en un medio urbano y hacerlo en libertad y respeto. Sin embargo, las primeras impresiones de esa ciudad, que no pisaba desde hacía más de cinco años, habían sido ambiguas. Encontró a los amsterdaneses más hoscos, desabridos, en una ciudad acelerada a pesar de la multitud de coffe shops que habían proliferado. Parecía que los jóvenes de toda Europa acudían a aquellos garitos a fumar hachís y marihuana o a colocarse con otro tipo de sustancias. Las calles estaban sucias, y lo asaltó la sensación de estar en una especie de cloaca.
Pero aun así, en esa ciudad de luces y reflejos todavía podían pasar cosas. El garito que visitaron Javier e Himiko, una vez que dejaron a Jerónimo en su habitación del hotel Damrak, era admirable: tenía ese perfume del alma contestataria y ácrata, entre canales amsterdaneses. Un bareto anarquista escoltado por un coffee shop, una tienda de lencería picara y un cibercafé. Al lado, un supermercado de productos ecológicos. En aquella manzana insólita de la Spuistraat, ínsula Barataria de la libertad, pura esencia, según proclamó una exultante Himiko, todo tenía la imagen y el marchamo de lo alternativo. Pero eso sí, con incursiones de lo esotérico e incluso espiritual. Curiosa mezcla esta de anarquismo, budismo y ecologismo. El cibercafé informaba que los libertarios se habían sumado a la era de las nuevas tecnologías. Javier había planeado llevarla a un club de blues, el Maloe Melo Home of the Blues, pero la nueva aparición de Raquel le había hecho posponer aquellos propósitos. Sentado en un sillón de mimbre, Javier intentaba pensar con frialdad en aquel hecho. Pero Himiko, como si imaginara que por la mente de Javier se deslizaban extraños pensamientos, no estaba dispuesta a concederle ninguna tregua.
—Soñé ayer contigo. Estabas perdido en un bosque, buscando la salida, y dabas manotazos de ciego, como si no vieras bien. Yo intentaba ayudarte pero no podía tocarte, tenía que guiarte con mi voz y mis pensamientos.
—Espero que no sea cierto eso de que no puedas tocarme. Que por una vez, vuestra habilidad familiar de la oniromancia se equivoque.
—Bueno, ya sabes que los sueños son siempre simbólicos, pero siempre se basan en algo de verdad, de lo que nos pasa. Si yo te percibo así será por algo. Estás confuso, nervioso... Así que he pensado que nos convendría eliminar alguna incertidumbre ¿No estás preocupado por si no encontramos el cuadro? ¡Tantas ilusiones puestas en ello!
—Nervios tengo, no solo por si encontramos o no el cuadro. Todo me pone nervioso. Quizá es que estoy algo susceptible.
—Podemos intentar preguntar al futuro.
—¿Cómo?
—En este local hay una adivina. Pasa consulta al fondo, en una especie de reservado, muy íntimo.
—Tú ya sabías de este sitio.
—Bueno, tengo muchos amigos y algunos contactos. Me han dicho que es buena.
Recurso barato, el tema de la adivina. Tópico que sustituye al Deus e machina. La excitación del comisario aumentó, el corazón se aceleraba.
Himiko lo llevó hasta el rincón cogido de la mano, causa también de ese aceleramiento, a lo que contribuyó no menos la visión de un cartel que había en la pared:
GRUPO SAINT GERMAIN
TERAPIA DEL «YO SOY»
Maldito Jung. ¿De qué valen las sincronicidades si uno no sabe por qué suceden, qué significan, cómo se pueden prever y resultar útiles? Trucos literarios, atajos, acciones que se enredan. De momento, Madame Sybilla, aquella mujer morena de mediana edad, maquillada ex profeso para ofrecer una cara misteriosa, con el rótulo de su obvio apodo en letras góticas y una baraja de tarot en sus manos, no le decía nada en especial.
—Concéntrese en su deseo. Visualícelo. Echaremos la tirada simple, la de la cruz. Si necesitan o quieren más aclaración, se puede hacer una tirada completa. ¿De acuerdo? Ya saben, la tarifa es de treinta euros.
Javier asintió y, ante la sonrisa de Himiko, jugó a concentrarse. Visto la racha que llevaba, pensó en qué cartas serían las lógicas que salieran. La principal, la primera, que expresaba el estado al que se tendía, era el Colgado. Javier sonrió. No era la carta que más le pegaba a él, ni siquiera a la búsqueda. En lo práctico, nada definitivo. El Colgado está entre dos mundos, dos realidades, dos esferas. Detenido y ausente.
Luego aparecieron el Ermitaño, la Estrella, la Luna, y el Hierofante o Sumo Sacerdote, invertido. Las potencias ocultas, las sombras, amenazaban con su caos. Se había quebrado la lógica y urgía recomponerla; la misión, cualquiera que fuera, aguardaba su resolución.
Para completar, las cuatro verticales, de abajo a arriba: el Mago, el Diablo, el Mundo y el Loco.
No eran, como en cualquier tirada, ni malas ni buenas cartas, sino que expresaban una tendencia. La adivina las interpretó con mucho oficio.
—Las cartas indican que un peligro le pondrá a prueba. Los demonios con su visión equivocada quieren tentar su alma, pero la fuerza y la magia del Mago harán que salga renovado de la aventura, aunque para ello tenga que renunciar a algo importante. Triunfará en un aspecto que no espera, de una manera insólita. El Mundo lo cuida, el renacer será posible. Así podrá salir del estómago de ballena donde se encuentra y arribar a la playa de una tierra maravillosa.
«¿Por qué tuvo que decir aquello? Mala sincronicidad te lleve a ti y a tu ballena», rumiaba el comisario, cuando, cavilosos y cansados, volvían al hotel entre las callejas y canales, sus manos sospechosamente unidas.
—¿Has pensado que si aparece la tabla tendrás que alquilar un vehículo y llevarla hasta España? Jerónimo quiere que vayamos los tres, pero pienso que es demasiada paliza para él. Intentaré convencerlo de que volvamos en avión.
Por más lógico que pareciera, Javier no había planteado la cuestión. El halo de irrealidad que aun flotaba en el ambiente hacía necesario lo tangible. Lo otro, lo de transportar la tabla —él, comisario del Prado— ni lo pensaba. Como tampoco el temor de ser sorprendido. Menudo escándalo.
Cuando llegaron a la puerta de su habitación —estaban alojados en distinta planta—, Javier resumió lo que pasaba por su cuerpo, su corazón y su estado de ánimo:
—Himiko, por favor, dime que no estoy soñando. Y si lo es, que pare, la emoción me va a matar.
—Que duermas bien. Si es un sueño lo descubrirás al despertar. Recuerda que mañana vamos de viaje.
Y, en la puerta de su cuarto, lo remachó con un beso en la boca que a pesar de demorarse un poco, a Javier le pareció demasiado corto.
Aún soñando con esa sensación en sus labios, entraba en su habitación cuando sonaba el teléfono. Pensó por un instante, o más bien deseó, que fuera Himiko, que le llamaba para terminar lo que habían empezado. Otra posibilidad, algo temida, era Raquel. Pero a ella no le había dicho cuál era su hotel.
—¿Señor Carreño? Encantado. Mi nombre es German Blank. La señora Kowalesky me comentó dónde estaba alojado. Espero que no sea muy tarde.
La voz hablaba en un castellano casi perfecto, aunque algo frío, sin entonación. Era un tono grave, de una persona mayor, pero con extraordinaria fuerza. Un eco interno reverberaba en cada frase.
—Ah, sí. Perdóneme. No se preocupe por la hora, siempre me acuesto tarde. Últimamente vivo días intensos y se me había pasado, pero iba a llamarle. Es en referencia a un antiguo coleccionista de arte llamado Santiago Mainger, que vivió en Ámsterdam antes de la Segunda Guerra Mundial. Linda me dijo que no le sonaba desconocido.
—En efecto. Pero antes de seguir hablando, ¿sería tan amable de decirme cuál es el objeto de la investigación?
—Naturalmente. Soy el comisario de una exposición sobre El Bosco para el Museo del Prado. Entre la documentación que estoy consultando ha aparecido ese nombre como posible propietario de un cuadro del pintor.
—Interesante. Yo soy también coleccionista de arte, a mi manera.
Mientras aquella voz hablaba, una sensación física, indefinida, pero tangible, le hizo ponerse en guardia. Precisamente esa calidez, que inducía a confiar en ella.
—Habla usted muy bien español.
—Bueno, siempre he tenido facilidad para los idiomas. Solo una parte del mérito es mía. La otra es herencia de familia.
—¿Y de qué le sonaba el nombre de Mainger?
—Bueno, recordé que mi padre, un modesto coleccionista que también conoció a Jacques Goudstikker, habló de un tal Mainger o Maingerts. Pero desconocía que pudiera tener un Bosco. Para mi padre no era más que un intermediario.
—Señor Blank, me gustaría verlo personalmente para charlar con tranquilidad. Tal vez sus recuerdos sean de utilidad, debo escribir los textos para el catálogo. Y siempre será un placer hablar con un buen coleccionista.
—No me adule, señor Carreño, no estoy ya en edad. Con mucho gusto lo visitaré en su hotel. Vivo en el campo, pero mañana debo ir a la ciudad, tengo que consultar unas obras en la Bibliotheca Philosophica de Ámsterdam.
—Bueno, justo mañana no es un buen día, ya tengo varias citas. Podríamos quedar pasado, o al otro, porque pronto debo regresar a Madrid.
—Llámeme entonces y veremos la manera de encontrarnos.
Fue al colgar cuando le llegó una sensación imprecisa, intuición de misterio, enigma flotando en el ambiente. Se percató de que el misterioso señor Blank solo le había confirmado lo que ya conocía, mientras que él le había dado una información de primera mano. ¿Quién sería ese hombre, qué sabría? Se levantó como un resorte y conectó su ordenador. Buscó en Internet durante unos minutos y descubrió en seguida que la biblioteca a la que acudía el señor German Blank era la Bibliotheca Philosophica Hermetica de Ámsterdam.
Más que nunca, la incógnita siguió flotando en aquella noche casi insomne. Se encontraba cansado y nervioso, tenso. Necesitaba relajarse e intentar dormir. Fue entonces cuando un mensaje llegó a su móvil.
—¿Estás despierto? —preguntaba Himiko.
—Claro —respondió Javier—. Siempre trabajo hasta tarde. Fresco como una lechuga.
Lo siguiente fue el sonido de nudillos en la puerta de su habitación.
—Te llamé a la habitación, pero tenías el teléfono ocupado... ¿Era tu amiga, esa que te ha llamado antes, la marquesa?
—No, alguien que parecía saber de Mainger. Intentaré verlo a la vuelta, aunque espero que no haga falta. ¿Estás nerviosa?
—No puedo evitarlo. Por mí y por mi abuelo. Temo una desilusión, que las cosas no salgan como espera. Nunca me ha pasado algo así.
—A mí sí. Yo descubro cuadros perdidos semana sí, semana no.
—¡No te burles! —dijo con mohín casi infantil.
Allí estaba la mujer de fuego, necesitando palabras y consuelo, quizá una caricia.
—Mañana todo se resolverá. Pase lo que pase, hay que tener calma, no sirve de mucho preocuparse por el futuro —Javier la tranquilizó—. Puede ser un día señalado. De hecho, ya lo es.
En sus ojos desvalidos supo que ella necesitaba un abrazo y Javier la rodeó con dulzura y le acarició el pelo. El lenguaje de la piel los llevó a los besos, a las caricias y al encuentro inevitable, las prendas despedidas y desprendidas al costado de la cama. Tanto había deseado aquel momento que cuando ocurrió, Javier se extrañó de que la pintora se escabullera, o por definirlo mejor, se achicara, volviéndose de un tamaño menor, hurtando sus ojos. Cuando besaba, el ardor primero iba dejando paso a una languidez extrema. Era ya demasiado tarde para dar marcha atrás, pero supo que todo iba a ser un error.
Ella no buscaba sexo, ni siquiera amor, sino cariño, recostarse en un torso masculino como refugio, añoranza de lo que no había tenido. Aquella certeza fue un freno para su deseo. Himiko pareció no darse cuenta, en un estado difuso, flotante, cuerpo maleable en estado de trance. Aunque él seguía excitado, dentro de ella, fue incapaz de concentrarse. Antes de que llegara el desconcierto y el vacío, él fue parando sus movimientos hasta detenerse, sustituyendo los besos en la boca y en los pezones por un abrazo amoroso, y se separó de su cuerpo. Ella no articuló palabra. De manera intuitiva, él empezó a acunarla rítmicamente, movimiento al que ella se acopló de inmediato.
Durante muchos minutos, ninguno de los dos dijo nada. Para Javier era evidente que el abandono paterno en la infancia la había marcado. Se escondía en el arte, que era su particular ballena donde refugiarse.
«¿Por qué no daré con una mujer normal? —pensaba Javier—. Se supone que los raros somos nosotros».
Tardaron poco en dormirse. El último pensamiento de Javier fue una maldad que se le escapó: «Tengo el hombro a prueba de balas, solo espero que no ronques». Pero Himiko ya no lo oía. Acurrucada junto a él, dormía plácidamente. Javier vio en su cara una sonrisa antes de alargar su brazo libre y apagar la luz.