XX
Demasiado bonito para ser duradero
La situación política estaba muy revuelta. Los periódicos demagógicos excitaban al pueblo y los republicanos parecían más activos que nunca. Quizá pronto llegaría una tormenta purificadora. Hasta entonces había que cargarse de paciencia y prepararse para resistir el golpe.
Emile Olliver, republicano hasta la médula, había conseguido atraer la atención de Luis con promesas. Me costaba tanto aguantar a ese hombre que alguna vez me hizo perder la educación.
Juró al emperador que engrandecería y tendría preparado el ejército, por si Bismarck atacaba. A Luis no le quedaba otro remedio que creerle. Muchos de los soldados ya no le eran fieles.
No me inquietaba tanto el temor a la guerra como el desprestigio de Luis ante el pueblo.
La chispa del pavor saltó en cuanto llegaron noticias de España. La reina Isabel había sido derrocada y se planteaba la posibilidad de que en su lugar reinara el príncipe Leopoldo de Hohenzollern. Un miembro católico de la familia real de Prusia, nuestro mayor adversario.
No había que ser un gran estratega militar para darse cuenta de que estábamos rodeados.
Luis envió a nuestro embajador a pedir garantías de paz a Prusia. Si era así, en cuanto nuestro hijo cumpliera la mayoría de edad, el emperador abdicaría en su nombre.
La tranquilidad pareció reinar cuando llegó la noticia de que Leopoldo había retirado la candidatura. Pero la sombra descomunal de Bismarck seguía sobre el territorio francés. Hasta que consiguió, mediante una astuta tergiversación de los hechos de Ems, de la que todos los periódicos se hicieron eco, que nos sintiésemos ofendidos. ¡Con el honor de Francia no se juega!
Los gritos de «¡A Berlín!», acompasados por la Marsellesa, se secundaron en cada rincón francés y la guerra comenzó.
En la estación mi hijo me abrazaba fuertemente. Una lágrima corrió por mi mejilla. Esta vez no era yo la que me alejaba para un viaje de placer. Nuestra separación era diferente. El aliento mayor de mi vida partía hacia la guerra y existía el riesgo de perderlo.
—No te preocupes, madre. Venceremos, como siempre.
A sus catorce años estaba radiante. La inconsciencia propia de la adolescencia no le dejaba ver los riesgos. Me abrazó y subió al tren.
Busqué a su padre y lo encontré a pocos pasos. En los brazos de su prima, la princesa Matilde, que estaba montando una escena lamentable. Aquella anciana histérica seguía enamorada de mi marido. Luis la apartó y me besó en la mejilla.
—Confío en ti.
Aquellas palabras podrían ser las últimas que escuchara de sus labios. Matilde, celosa, me acusó de haber arruinado al mejor y más generoso de los hombres. Supongo que no se perdonaba el haberme puesto en contacto con él.
Cuando regresé a mi habitación me derrumbé. El emperador me había nombrado regente y la responsabilidad me agobiaba. Podría haber intentado convencer a mi marido para que no partiese, pero eso le hubiera desprestigiado por completo.
No ansiaba la guerra, pero peor hubiera sido conseguir la paz al precio del deshonor. Por otra parte, estaba convencida de que nuestro ejército se hallaba en plenas facultades. Sin embargo, en las reuniones tenía la sensación de ser tratada por los ministros como un simple objeto de decoración. Cuando pedía información no me daban respuestas sinceras o las tergiversaban; en otras ocasiones actuaban sin consultarme.
No tardé mucho en saber la verdad. Luis se encontró con ciento cincuenta mil soldados menos de los esperados, la mayor parte de ellos mal instruidos.
El seis de agosto se declaró el estado de sitio en París. Dos de nuestros más importantes generales habían sido vencidos.
A partir de ese momento me vestí de negro y me dispuse a luchar por Francia. Destituí al ministro de Defensa y en su lugar puse a un reconocido estratega militar. No podía cerrar los ojos, cada vez que lo hacía soñaba con mi hijo ensangrentado y malherido en el campo de batalla.
Le escribía a menudo procurando transmitirle valor, serenidad, patriotismo y, sobre todo, le informaba sobre su padre. La dinastía ya estaba perdida pero teníamos que salvar el honor como fuese.
Nuestras tropas ya no luchaban. Habían visto perecer a tantos compañeros durante los últimos días que lo único que querían era disfrutar del saqueo, olvidando los valores más importantes. El ejército prusiano, perfectamente organizado, aprovechó la ocasión.
Temiendo por la vida de nuestro hijo, Luis lo puso en la retaguardia. Sus ayudantes quisieron traerlo a mis faldas. Después de meditarlo pausadamente, lo prohibí. Prefería a mi hijo muerto o malherido que fugitivo.
Me desesperé. ¿Es que Luis no se daba cuenta de que una derrota en la guerra significaba el fin? A su regreso habría una revolución. Debíamos ganar al precio que fuese. Ofuscada, mandé al general más arriesgado que conocía.
Sin embargo, Luis no quería seguir aquella lucha sin sentido. El 1 de septiembre de 1870 el rey de Prusia recibió la bandera blanca y el fatídico mensaje.
«Al no haber podido morir en medio de mis tropas, sólo me queda rendir mi espada en manos de su majestad.»
Napoleón III
Ajena a todo ello había intentado calmar mi nerviosismo visitando a los enfermos del hospital de las Tullerías. Acababa de regresar agotada a mis apartamentos cuando Plom-Plom entró con un telegrama en las manos. Me lo entregó y se quedó mirándome para ver mi reacción.
«Hubiera preferido la muerte al dolor de presenciar tan desastrosa capitulación. No obstante, en estas circunstancias era la única forma de evitar la matanza de 80.000 personas. El rey ha puesto a mi disposición un castillo cerca de Kassel. ¡Pero qué importa ya!, estoy desesperado. Adiós. Te beso con ternura.»
Luis
Mis ojos enrojecieron repentinamente llenos de furia. Grité. Mi marido no se había rendido. Aquel pedazo de papel era una argucia para desalentarnos a todos.
¡Un Napoleón jamás se rinde! ¡Ha muerto! Ésa es la verdad e intentan ocultármelo, como tantas otras cosas.
Al instante siguiente las piernas me fallaron y perdí el sentido. Sólo oía las campanadas lejanas tocando a difuntos.
¿Por qué no murió? ¿Qué nombre dejará a su hijo? Ha deshonrado a sus antepasados. Jamás uno de su sangre se rindió y vivió para cargar con esa vergüenza sobre sus espaldas.
Veía a mi padre retorcerse en su sepulcro. A los Bonaparte señalándole con dedo inquisidor y a mi hijo corriendo detrás de una corona.
Ansiaba enloquecer para no ver la realidad. Los prusianos podían entrar en París en cualquier momento. La sed de dominio de Prusia, que no soportaba ver a Francia en un papel predominante en la escena europea, había sido alimentada por el astuto y avasallador Bismarck. Y Francia, rica pero mal preparada para la guerra, había sido vencida.
Me desperté molida, pero todos aquellos extraños sueños me hicieron reaccionar. Me despedí de mis enfermos en el hospital y recé en la catedral. Rogué a Dios que me diera fuerzas para afrontar las penurias. Al regresar, quemé algunos despachos que podían crear malentendidos al escribir la historia.
Los gritos de «¡Viva la república!» y «¡Abajo la española!» llegaban desde la calle.
Todo París pedía a gritos mi abdicación. Sería el camino más fácil. Ya estaba todo perdido. Era consciente de que tenía que desaparecer o la revolución estallaría. Luché por ser una emperatriz amada por el pueblo. Pero la vida es así. Precisamente él pedía a gritos mi destitución.
«¡A por la emperatriz!» «¡A la guillotina!»
Miles de personas de todo tipo y condición derribaron las verjas del jardín. Pisotearon los rosales y tiraron las puertas de entrada. Las doradas águilas imperiales eran arrancadas y destrozadas.
Sentí miedo pero no lo demostré. Siempre fui afrancesada, pero ahora los gritos enardecidos me recordaban mi origen con añoranza.
Me vestí en tonos oscuros y me tapé el rostro con un velo para no ser reconocida. Un último vistazo al tocador, la biblioteca y mi habitación.
Bajé la escalera lo más dignamente que pude y me dirigí a la salida. Al abrir la puerta, el pavor me asaltó. Unos incontrolados estaban destrozando mi carruaje.
La puerta se cerró inmediatamente. Me vi forzada a salir por una puerta lateral que daba al Louvre. Estaba cerrada pero nuestro tesorero apareció como un ángel salvador con la llave.
Comencé a correr. Pasamos por la sala de Apolo, recordé mi viaje al canal de Suez. No sabía adonde dirigirme. No podía ser a casa de ningún francés, eso le comprometería. ¡El doctor Evans! Aquel hombre que nos acompañó en el viaje a Egipto era americano y sin duda me cobijaría.
Al intentar salir, oímos los pasos apresurados de un grupo desenfrenado. Nos escondimos y despedí a parte de mi séquito. Eramos demasiados para no ser vistos. Le entregué a la princesa Paulina Metternich, mi mejor amiga, un cofre con mis joyas. Confiaba en ella. Sabía que si me pasaba algo y alguno de los míos me sobrevivía, podría vivir dignamente vendiéndolas.
En silencio esperamos a que aquellos desalmados desapareciesen.
Metternich trajo un landó, suficientemente humilde como para pasar desapercibidos. Subí.
Una hora interminable pasó mientras esperábamos la llegada del doctor Evans. Cuando me vio no necesité suplicarle. Estaba sometiendo su amistad a una dura prueba y no me falló.
Me trató con cariño. Después de mucho pensar decidimos que lo mejor era huir hacia Inglaterra.
No tenía dinero por lo que me lo tendrían que prestar. Me sentía tan mal que ni siquiera notaba hambre o sueño.
París dormía las borracheras y descansaba de los destrozos.
Fue el amanecer más dramático que jamás he vivido.
Ya nada me ataba a Francia.
La vida es un insospechado vaivén de sorpresas. Había nacido noble pero humilde en Granada. Nuestra posición se afianzó gracias a la muerte de mi tío. De repente me alcé emperatriz y ahora todo se desmoronaba a una velocidad vertiginosa.
Fugitiva de la justicia, huía como una desertora. Mi conciencia estaba tranquila, siempre actué como ella me dictaba y como mejor supe.
El temor a ser reconocida disminuía a medida que nos alejábamos de París. Me sentí mísera, sin un cepillo para peinarme ni una muda para cambiarme.
En la costa tomamos un vapor hacia Inglaterra. Los salvoconductos para cruzar las fronteras con nombres falsos fueron nuestra salvación.
¿Cómo me recibiría Victoria? Mi hijo Luis se me había adelantado. Sólo pensaba en abrazarlo.
Se desató una tormenta. Ni siquiera el cielo parecía querer compadecerse de mí. ¡Al fin divisamos la costa!
Desde el puente de mando, miraba el amanecer. Cuando posé el pie derecho en suelo británico la mitad de mi frustración desapareció. Se esfumaría por completo en cuanto localizara a mi hijo.
Nos hospedamos en un hotel tétrico, humilde y diminuto, vivo reflejo de mi estado de ánimo. Mi fiel doctor Evans acudió raudo con la noticia: ¡Luis estaba en Hastings!