IV
Utópico amor, 1843
«Estoy cansada y triste. Cansada de la laxitud moral que este país demuestra y triste por la pérdida de papá. Él hubiese vigilado más intensamente a mamá. Ésta no cesa de acosar a cualquier bípedo con pantalones que se cruza en su camino y lo peor es que nadie la detiene. Sus amigas la podrían advertir, pero andan muy lejos de ello. Al contrario de lo que se podría esperar de tan grandes y nobles damas, parecen admirarla con ligera envidia.
»¿Por qué he de encontrarme siempre desplazada de mi lugar? En París ansiaba regresar y ahora en Madrid añoro nuestras estancias en aquella ciudad. Supongo que lo único que me unía a estas tierras era la querencia hacia mi padre.
»Son carcajadas lo que oigo y me enojan. Mi madre y sus comparsas montan a horcajadas sobre los lomos de sus secuestrados mozalbetes y luchan entre sí como en los torneos. No sé cómo no se les cae la cara de vergüenza. Me abochorna cada día más y no puedo evitarlo.
»Ojalá que George Villiers hubiese permanecido en su embajada. Lo que un día me pareció lo peor, hoy hubiera sido lo mejor. Sin embargo, George partió a Inglaterra y se casó. Mamá lo consideró vejatorio e indignante. Cada vez que habla de él lo hace sarcásticamente. Más vale malo conocido que bueno por conocer. Al menos Villiers sabía comportarse como un caballero y no como esos amorales. Mi madre está embebida de una lujuria permanente.
»Para colmo, ahora trama festejos para nosotras. Pretende exponernos como dianas a los dardos de los mejores partidos de Madrid.
»Me niego a ser un artículo de subasta al alcance del mejor postor. Huiré del baile que trama en Carabanchel. Se tendrá que conformar con mostrar a Paca, porque yo me niego a comparecer ante tal exhibición. No seré carnaza de su insaciable ambición, por mucho que se empeñe».
Cerré mi diario, alertada por su voz. Aquel cuaderno era el sustituto de mi rinconcito. Recogía mis temores y sentimientos, y además, me los dejaba repasar cuando me apetecía.
—Date prisa, todos aguardan —dijo mi madre al entrar—. Y no puedes imaginar los pretendientes apetitosos que desean conocerte.
—¿Apetitosos?
Mi mirada recriminatoria no la impresionó.
—¡Mira que eres remilgada! ¿Por qué no puedes ser igual que Paca? Ella me sigue y sabe que si hago esto es sólo por vosotras. Cada día me recuerdas más a tu padre. Te doy dos minutos para que bajes o no me hago responsable de mis actos. Tengo que dar una noticia importante y tu presencia es vital.
Me empujó para poderse ver en el espejo de mi tocador. Se subió el busto. Se bajó un poco más el escote. Miró la camelia que yo llevaba sujeta en la cintura y sin consultarme me la arrancó, para ponérsela entre los pechos, prendida del escote.
—A ti te sobra y a mí me falta. Date prisa, sabes que odio repetirme.
Salió, altanera y orgullosa de sí misma. Me miré en el espejo. ¿Por qué nos comparaba constantemente? A pesar de que ella fomentara nuestras diferencias entre hermanas, cada día me sentía más cercana a Paca.
¿A quién si no? Papá ya no estaba, Monsieur Beyle se hallaba lejos y mi madre no tenía ni un solo punto en común conmigo, ni pretendía tenerlo. Paca, callada y comprensiva, era la única que parecía entenderme.
¿A qué noticia se refería? La verdad es que no me importaba. Era capaz de inventar cualquier cosa con tal de aparecer en la gaceta.
Bajé la escalinata erguida e intentando ocultar mi lamentable estado de ánimo. Mi sonrisa era fingida, pero nadie parecía percatarse de ello y esto me animó a proseguir con la pantomima.
Últimamente mi soledad aumentaba en los lugares más concurridos. Todos me acribillaron con la mirada. Lo más usual es que en un baile el número de mujeres sea más o menos equivalente al de hombres. A mi madre eso no le importaba en absoluto. Paca y yo teníamos que resaltar.
Las pocas amigas invitadas eran escoria alrededor de pepitas de oro. Las más bellas habían sido descartadas de antemano. ¡Hasta en eso mostraba su más denigrante interés!
Saludé correctamente a todos. Vi a Jacobo Alba y eso me reconfortó. Pasamos al comedor. A mi derecha Andrés de Arteaga y a mi izquierda Mariano, Duque de Osuna, Infantado y Pastrana. Famoso por su incontrolado estipendio, este último asombraba a media Europa. Era dieciséis años mayor que yo y sin embargo se suponía que era aún un buen partido.
Se habló de su posible boda con la infanta Luisa Fernanda, pero nunca fructificó. Era un vanidoso insaciable.
Andrés, callado y discreto, le miró de reojo e inmediatamente soltó una carcajada. Mariano admiraba su propio reflejo en el revés de un gran cucharón.
—Tu narcisismo pasma a cualquiera.
Mariano, consciente de haber sido descubierto, intentó disimular.
—No te entendemos. Eugenia, ¿sabes a lo que se refiere?
Sonreí sin contestar. El presumido de Mariano se molestó y prefirió cambiar de tema. Ajustándose el monóculo requirió mi atención hacia el lado opuesto de la mesa.
—Vuestra hermana se muestra extasiada con Jacobo y creo que es correspondida. Lerma, Ayerbe o Molins parecen descartados. Una vez más el heredero de los Alba triunfa.
Me sentí incómoda y celosa al mismo tiempo. Había conocido a Jacobo en París, precisamente en casa de Mariano; siempre se mostró cariñoso conmigo. Era culto, cortés, tímido y estable. Se acercaba bastante a mis pretensiones. En casa no era un secreto, Paca sabía lo que yo sentía por él. Pero su ubicación en la mesa no había sido obra suya.
Mi madre eligió los puestos. Supongo que para frustrarme de nuevo. No se saldría con la suya. Paca nunca me traicionaría, ella me quería. Aunque siempre que le hablaba de Jacobo se mostraba triste y preocupada.
Aquella noche se lo haría saber al duque, durante el baile. No era ducha en amores, pero estaba convencida de que mi corazón me ayudaría a actuar del modo más propicio.
Cuando terminamos con la copiosa cena, muchos de los caballeros, incluidos mis dos acompañantes, se trasladaron al salón de fumar. Fue entonces cuando vi que Jacobo se dirigía al despacho. Aproveché la ocasión para interponerme en su camino.
—Tengo que hablar contigo —le susurré al oído.
Él pareció sorprendido.
—Si puedes aguardar dos minutos, vendré —se excusó con elegancia.
Me costó animarme, pero ya no podía contenerme. Cualquier otra cosa podía esperar. Le cogí con fuerza de la mano y le miré apasionadamente a los ojos.
—Jacobo, siento fuego en las entrañas cada vez que te veo. Necesito que lo sepas.
Asustado, dio un paso atrás. Con la mano libre me tapó la boca.
—No sigas, Eugenia. Mañana lo olvidarás todo, te lo aseguro. Sin duda eres una mujer muy apasionada, pero no es preciso que te sulfures.
Pronunciadas estas palabras entró en el despacho.
Me dejó paralizada. Acababa de sufrir el primer desengaño de mi vida. ¿El primero? No, el segundo. El primer hombre que me defraudó fue mi padre al abandonarme sin despedirse. Pero el duque estaba vivo. Carecía de una razón tan poderosa como la de mi padre para repudiarme. ¡No me rendiría! Lucharía por su amor hasta desfallecer. Nada estaba perdido. Él era tímido y por eso se asustó ante mi ímpetu.
«Eugenia, has de ir más despacio», me dije a mí misma. Estaba cansada de escuchar este consejo en boca ajena, pero reconocí que debía de ser cierto.
Una pieza de Strauss comenzó a sonar en el salón de baile y, más tranquila, entré. Todos danzaban en cuadrillas de la mano. Mariano me hizo saltar a la palestra.
La orquesta cesó repentinamente y todos quedamos expectantes. Mi madre, subida en la tribuna, pidió silencio. Junto a ella, Jacobo y Paca parecían tener algo que decir. ¡No podía ser cierto! Como siempre mi imaginación desbordante me traicionaba.
Mamá tomó aire para hacerse más audible y anunció:
—Siento interrumpir el baile. Pero he de darles una maravillosa noticia. El duque de Berwik y Alba, Jacobo, y mi hija Paca, la condesa de Montijo, se casarán este otoño.
Una voz ebria surgió de entre los asistentes.
—¡Vivan los novios!
Me quedé inmóvil. Pañuelos, abanicos y tocados surcaron mi cabeza y la música comenzó de nuevo. Una voz sonó a mi lado.
—Lo predije en la cena. Pero nunca pensé que fuese tan inminente.
Quise contestar a Mariano pero no pude, tenía la vista clavada en la tribuna. Mi madre estaba más inflada que nunca. Jacobo se mostraba conforme y agradable. Paca me miró por un instante suplicando perdón.
Salí corriendo hacia mi habitación. ¿Cómo pude ser tan tonta? Los silencios de Paca no representaban comprensión sino un cargo de conciencia que era incapaz de exteriorizar.
Un volcán de furia y angustia, desamor y tristeza, se revolvía en mi interior a punto de entrar en erupción. Subí los escalones de dos en dos y me derrumbé en la cama llorando.
Llamaba a papá pero no me contestaba. Entre suspiro y suspiro miré hacia la mesilla de noche. Junto al velador, una caja de fósforos aguardaba ser utilizada. Sabía que eran venenosos.
¡Veneno! Eso era lo que me pedía el cuerpo. Veneno para dejar de sentir, de respirar y de sufrir. Veneno para cargar en las conciencias ajenas sus errores, para que al fin me tomasen en serio. Veneno para volver a encontrarme con mi padre.
Temblorosa, comencé a separar las pequeñas astillas de mi medicina curalotodo. Ya estaba lista. Un considerable montón de fósforos esperaba a ser diluido en un gran vaso de leche. Tomé el vaso y fue entonces cuando pensé de nuevo en Jacobo.
Él no tenía la culpa de nada. Ni siquiera sabía hasta qué punto podía llegar a herir una mujer como mi madre. Tendría que darle explicaciones.
Frente al tocador, observé mi imagen desaliñada y entristecida. Sequé las lágrimas que me nublaban la vista y comencé a escribir. En la lejanía se oía la música del baile.
Al Duque de Alba
a 16 de mayo de 1843
Mi queridísimo primo:
Encontrarás raro que te escriba una carta como ésta pero todas las cosas de este mundo tienen un fin, y el mío está muy cerca. Quiero explicarte todo lo que encierra mi corazón, que es más de lo que puedo soportar. Mi carácter es muy fuerte, es cierto, no quiero excusas por mi conducta, pero así como cuando se es bueno conmigo se puede hacer lo que se quiera de mí, cuando se me trata como a un burro al que se pega delante de todo el mundo, entonces no lo aguanto.
Mi sangre hierve y ya no sé lo que hago. Mucha gente cree que no existe en el mundo nadie más feliz que yo, pero está equivocada. Soy desgraciada porque me hago desgraciada a mí misma. Hubiera tenido que nacer un siglo antes, ya que mis ideas más queridas son ahora ridículas, y temo el ridículo más que a la muerte. Amo y odio con extremismo y no sé cuál de los dos sentimientos es mejor. Tengo una mezcla de pasiones terribles y todas son fuertes. Lucho contra ellas, pero pierdo ese combate y al final mi vida acabará miserablemente en un amasijo de virtudes y locuras.
Pensarás que soy romántica y tonta; pero eres bueno y perdonarás a una pobre chica que ha perdido a cuantos la aman y que es mirada con indiferencia por todo el mundo. Incluso por su madre y su hermana y, me atreveré a confesarlo, por el hombre a quien más ama. Por quien hubiera pedido limosna e incluso consentido su propia deshonra.
No digas que estoy loca. Ten compasión de mí. No sabes lo que es querer a alguien y que te desprecie. Pero Dios me dará valor. No lo niega nunca a quien lo necesita y así podré acabar mi vida en un triste convento sin que se sepa nunca que he existido.
Si hay personas que han nacido para ser felices, tú eres una de ellas. Dios quiera que te dure siempre. Mi hermana es buena, te quiere, vuestra unión no se aplazará por mucho tiempo; entonces nada faltará a vuestra felicidad. Si tenéis hijos, queredles por igual: pensad que todos ellos son vuestros y no humilléis nunca el ánimo de uno demostrando más cariño al otro. Seguid mis consejos y que seáis felices. Así os lo desea,
Eugenia
P.S. No intentes persuadirme, es inútil. Iré a acabar mis días lejos del mundo y de sus apegos. Con la ayuda de Dios nada es imposible y mis resoluciones ya están tomadas, puesto que mi corazón está roto.
Dejé la pluma sobre el papel. Mi sinceridad era absoluta. Había sustituido la opción del suicidio por la de la clausura para mortificarles aún más. Los sufrimientos de mi madre y Paca serían más intensos y duraderos si, en lugar de morir, entraba en un convento para siempre.
Una mano se posó sobre mi hombro. Tuve tiempo para esconder la carta.
—Lo siento. No tuve fuerzas ni valor para decírtelo y tampoco sabía que mamá lo comunicaría hoy.
Enfurecida, miré a Paca a través del espejo.
—Te ruego que me comprendas —dijo—. Estoy enamorada de Jacobo, al igual que tú, pero sabes que yo procuro guardar mis secretos. Te prometo que aplazaré la boda hasta que te sientas mejor.
Rechacé su abrazo a pesar de que intuía una gran aflicción en su voz. Al ver los fósforos los cogió asustada.
—No hagas locuras, Eugenia. Abajo hay un millón de hombres suspirando por una mirada tuya. Olvídate de ventanas y venenos. Vive la vida.
Me encogí de hombros.
—Ese es mi mayor error. Vivir la vida apasionadamente.
Paca no tenía la culpa. Pero me costó superar su deserción. Desde que murió papá solamente me quedaba ella. Ansiaba que me quisiera como yo la quería. Pero el amor por un hombre pudo más. A pesar de ello, a partir de ese momento se mostró mucho más comprensiva conmigo.