X

Grandioso imperio

Ese día estaban todos reunidos alrededor de una descomunal maqueta de París, transformada ahora en una ciudad nueva y moderna.

Haussmann explicaba paso a paso cada una de las reformas a emprender en la villa medieval. Provisto de una batuta, señalaba los inmensos jardines que surgirían una vez demolidas las casuchas, y los bulevares surcados por fastuosos edificios que se construirían ensanchando las callejas.

El gran arquitecto me saludó con una leve pero educada inclinación de cabeza, a diferencia del resto de los asistentes que me dirigieron miradas recriminatorias. Demostraría a aquellos engreídos el porqué de mi presencia. En silencio, rodeé la réplica de la ciudad y pregunté:

—Barón, aquí vemos el aspecto externo de París. ¿Qué hay de las tripas?

Las caras de asombro se centraron en mí. Haussmann me miró con aire de complicidad, ambos ya habíamos hablado del tema antes.

—Me refiero al alcantarillado. Con este proyecto construiremos una ciudad diferente y hermosa. Más cómoda y fastuosa que Londres. Pero nada se empieza por el tejado y menos una empresa de semejante calibre.

Me preocupaba la salubridad de la nueva ciudad, tanto como el lugar donde vivirían los más necesitados, una vez derribadas las humildes casas en las que moraban. ¿O es que querían construir una ciudad palacio plagada de vagabundos indigentes?

Uno de los caballeros presentes se rascó la cabeza desconcertado. El barón sonrió y sacando un gran plano de debajo de la mesa lo extendió satisfecho de poder demostrar sus dotes.

—Su majestad está en todo. Aquí viene el trazado de los alcantarillados. En cuanto a los que quedarán sin hogar, no se preocupe, señora, porque recibirán la compensación debida. Nuestro contable ya está barajando las cifras. Se hará rápido porque el proyecto debe estar terminado para la próxima Exposición Universal.

Luis se acercó para susurrarme al oído lo orgulloso que estaba de mí.

Tiempo atrás le había manifestado mi satisfacción por la invención de la margarina, que permitiría a los más pobres contar con una grasa comestible a más bajo coste que la mantequilla. Bromeando, me respondió que lo único que me faltaba era que leyese el Manifiesto comunista de Marx y Engels.

—No mezcles peras con ciruelas —le reprendí sabiendo que no había nada más contrario a la monarquía que esa ideología—. La caridad no tiene nada que ver con la política. Además, es mi deber.

La fe en Dios y el inmenso deseo de ayudar a las clases míseras y carentes de todo me animaban. Si la Providencia me había colado en un lugar tan elevado, era para servir de intermediaria entre los que sufrían y los que podían poner remedio a estos sufrimientos.

Por ello le expresé mi deseo de aprenderlo todo acerca del gobierno y de añadir libros sobre teoría política a mi reducida biblioteca. Sabía que muchos no verían con buenos ojos mi incursión en esos asuntos, pero lo que a mí me importaba era estar preparada.

El emperador no objetó nada al respecto. Muy al contrario, le pareció una buena idea y me prometió que no dudaría en pedirme consejo. Sabía que yo nunca le engañaría, mi fidelidad estaba asegurada.

Superaríamos con creces a los ingleses. Impresionaríamos a toda Europa. Luis era capaz de hacer realidad la utopía.

La puerta se abrió repentinamente. Era mi madre, que exclamó:

—Rápido, Eugenia, la sombrerera acaba de llegar. ¡No sabes lo que trae!, esa mujer es una genio.

Me enfadé pero no tuve tiempo para contestar. Luis se retorció el bigote y se ajustó el monóculo. Apagó el puro en el cenicero que tenía junto a él y con tono imperativo dijo:

—María Manuela, comprendo que los más burdos aderezos sean para una señora como usted lo más importante, pero la emperatriz y todos los aquí presentes estamos discurriendo sobre algo que vuestra mente nunca llegaría a entender. Si nos hace el favor nos encantaría que se retirase.

Mamá enrojeció, pero contuvo su protesta. Dando media vuelta, se retiró. Los asistentes no sabían cómo reaccionar.

Luis soltó una sonora carcajada. Le secundé alegre al comprobar, una vez más, que mi temor hacia mi madre había pasado.

En cuanto estuvimos solos, Luis cambió de actitud. Con gesto serio, me sentó sobre sus rodillas y me cogió de la mano.

—Eugenia, esto es difícil para mí y sé que lo será para ti.

Le miré asustada. No sabía a qué se refería.

—Hace un momento me reí para no añadir más leña al fuego. Los caballeros que aquí estaban no tienen por qué saber nada de nuestra vida privada.

»Tu madre tiene que salir inmediatamente de París. Le compraremos una casa para que se hospede cuando venga a visitarte. Estoy cansado de defenderla ante la opinión pública, pero no para de hacer y decir cosas que nos perjudican.

»Incluso ha llegado a correr el rumor de que tú eras hija de lord Clarendon. Sé que no es cierto; sin embargo, ella no disimula, ni intenta cambiar de actitud. Muy al contrario, disfruta restregándoles a todos en las narices su nueva posición.

La escena que montó cuando le comuniqué la orden de Luis era digna del mejor teatro dramático. Lloró, pataleó y me acusó de desagradecida. Luego no tardó un segundo en ir a buscar cobijo en los brazos de mi supuesto padre.

Tres días después su carruaje abandonaba París. Clarendon la acompañó a Tours y de allí a España. La pobre Paca tendría que cargar con ella.

Mi embarazo alegró a todo el mundo. Pero mi agilidad habitual se vio mermada, y sufrí una caída. Sentí cómo algo en mi interior se desprendía sin remedio. Los médicos me ordenaron reposo y alguien, no recuerdo quién, mandó que me bañaran en agua muy caliente.

La nítida y humeante agua de la bañera enrojeció de inmediato. Entonces supe que la vida que albergaba en mi interior había dejado de existir.

El vacío que dejó la criatura se vio ocupado por la melancolía y la tristeza. Luis intentaba animarme. Me aseguró que ya vendrían más hijos, que lo importante era que me recuperase pronto.

Una mañana intenté levantarme pero las piernas me fallaban. Angustiada por mi debilidad, me contenté con incorporarme y me senté en la cama a escribir.

Queridísima hermana:

¿Quién sabe cuál hubiese sido el destino de mi hijo? Hubiera preferido para él una corona menos resplandeciente pero más segura. No creas que me falta valor. Pero mis pensamientos no son muy alegres.

Luis se ha mostrado cariñoso y preocupado en todo momento, pero a mí no me engaña. Su mirada es diferente, carente de pasión y desconcertante.

Por prescripción médica hemos estado obligados a la abstinencia total desde que quedé embarazada, algo que no ha llevado con mucha facilidad. Sospecho que intenta calmar su fogosidad con otras mujeres y esto me entristece.

Ahora comprendo lo que debió de sufrir Elisabeth Howard a su lado. Ella se conformaba con ser la preferida de entre muchas. Yo, en cambio, no estoy dispuesta a ser plato de segunda mesa.

Nuestra religión nos ordena procrear. Hacia ello va dirigido el salvaje acto. De todos modos, he estado pensando y lamento reconocer que, para mí, el yacer con Luis ha de estar acompañado de un amor infinito que no admite terceros. Me niego a ser utilizada como una herramienta indispensable para conseguir un sucesor a la corona.

Como podrás apreciar, estoy hecha un mar de dudas. Para mí el sexo por el sexo no vale la pena. Y la frigidez que padezco desde que esta idea arraigó en mí no es desconocida para Luis.

La princesa Matilde parece ocuparse muy bien de proporcionarle divertimento.

Los que no me aceptaron nunca dicen que mi infertilidad se debe al tono de mi cabello. Estúpidas sandeces.

Si hoy te escribo sobre temas que siempre eludimos es porque no tengo a nadie con quien compartirlos.

Tu hermana que te quiere.

Eugenia