VI

El libro de mis pasiones

«Querido libro de mis pasiones:

»Madrid está mejor que nunca. Cabalgo todas las mañanas por el paseo del Prado, acudo a las corridas de feria y practico la esgrima. Es el único deporte que me ayuda a liberar el desasosiego y la inseguridad de las que soy presa y también a mantener viva la memoria de papá. ¿Recuerdas cuando me matriculó en aquel gimnasio ortosomático de París? Mi dominio del florete sin lugar a dudas le hubiese satisfecho.

»Paca nunca había sido tan feliz. Por fin cumplió su deseo y se casó. De la boda no hay más que decir, ni te lo voy a contar. Las gacetas y lenguas se encargaron ya de desgastar el tema. Tanto que no se les pasó por alto ni el detalle más insignificante. Sólo te puedo asegurar una cosa, me sorprendí a mí misma. Por una vez me olvidé de mi persona y disfruté con la alegría de mi hermana.

»¡Estaba rozagante y plena! A pesar de haber sido ella la protagonista del día, no distrajo ni un solo instante su atención y preocupación hacia mí.

»No me he mudado aún a Liria. Cavilándolo, he decidido no hacerlo. Jacobo y Paca están dichosos desde que se casaron. He de respetar su intimidad, aunque debo reconocer que en muchas ocasiones me veo obligada a controlarme para no resultar pesada. En definitiva, procuro mantener mi mente ocupada en todo momento, no detenerme a pensar y evitar a mi madre. Son los tres mejores remedios que he encontrado para tanta desazón.

»Los comentarios no me afectan en absoluto. Todos creen que vivo ajena a las habladurías; pero no es así. Simplemente los ignoro por completo. Muchos se obstinan en verme casada, no se explican cómo no lo estoy aún.

»No lo estoy porque sólo hay un miedo que no he superado. Temo que algo o alguien pueda llegar a herirme de nuevo.

»Precisamente por eso me muestro distante y no me involucro. Al fin y al cabo desde que falta papá he estado bastante sola. No obstante, me basto y me sobro. Pero aunque lo parezca no estoy cerrada. Algo he aprendido de los arrebatos: a ser desconfiada y a no soñar imposibles.

»Si alguien me pretende habrá de demostrarme su amor. No soló exteriormente, sino con máxima profundidad. Riquezas y grandezas nunca me han alterado en absoluto. Desde que he llegado a esta conclusión, la serenidad de ánimo que poseo me sorprende a pesar de que desconcierta a los que están más cerca.

»Los jóvenes me requieren y no hay estreno teatral u ópera a la que no asista. Existe alguien especial de quien no te he hablado todavía. No quiero implicarme por miedo al desengaño, pero sin duda su mera presencia me turba.

»Espero que mamá no frustre mis esperanzas. Más ahora que su puesto en palacio pende de un hilo si no muestra más respeto hacia Miraflores, el actual gobernador. Ese hombre fue muy amigo de mi padre y precisamente por eso la abomina. Conoció sus infidelidades y posiblemente consoló a papá ante las humillaciones de su mujer.

»Se empeña en contradecirle y estoy convencida de que no es consciente del peligro. Se cree tan insustituible y todopoderosa que resulta imposible convencerla de lo contrario. Ni siquiera calibra su verdadera fuerza. Allá ella. Ya se pegará un buen estacazo si continúa así. Lo único que me aterra es que se sienta incómoda en Madrid y decida mudarse de nuevo.

»Pero dejemos a un lado este aburrido episodio. Hay algo que me consterna y te lo confiaré gustosa.

»¿Recuerdas aquel cosquilleo interior que sufrí una vez por Jacobo? Pues se está repitiendo y esta vez me tiene atontada. No quiero sentirme así, pero no lo puedo evitar. Supongo que la pasión es insoslayable. La disfrazaré tal como hago con mi personalidad. Mañana te hablaré más detenidamente de lo que me está ocurriendo.»

Dejé la pluma sobre la mesa. Soplé sobre la hoja para que la tinta se secara más rápidamente y escondí mi diario. Miss Flower entró en ese preciso momento.

—Señorita Eugenia. El señor marqués de Alcañices la espera en el rellano.

Me acerqué el perfumador al cuello y le di dos toques. El agua de jazmín me recordó a Granada e inspiré profundamente.

Miré a mi más adorada servidora.

—¿Qué tal estoy?

Ella ladeó el espejo de cuerpo entero hacia mí.

—Para mi gusto, recargada.

Mis botas altas de satén rojo sin duda no conjuntaban con el clásico vestido verde de amazona, pero a mí me entusiasmaban. Hacían juego con las clavelinas que llevaba en el pelo.

—Estoy perfecta y nunca me he sentido mejor.

Flower sonrió.

—Eso es cierto, señorita. Hacía tiempo que no se mostraba tan eufórica. ¿No tendrá nada que ver con el caballero de abajo?

Sabía que ella nunca me delataría por sí misma, pero mamá hacía verdaderas mezquindades por conseguir información y Miss Flower no era inmune a sus interrogatorios. No hablaría de amor con nadie. Ya lo había hecho una vez y me salió el tiro por la culata. No confiaría en nadie. La evidencia necesita corroboración y no la daría hasta estar segura.

Pepe me esperaba en la cochera, sosteniendo los dos caballos por las riendas. El caballerizo aguardaba agachado a que pusiese mi bota sobre sus manos para darme impulso.

—Estás preciosa. Pero hemos de darnos prisa. La entrega del premio está prevista para dentro de un cuarto de hora. El Chiclanero se enfadará si no estás presente para entregárselo. Además, está previsto que la reina llegue al segundo toro. No está bien que lo retrases todo.

Ordené al mozo de cuadra que desensillara mi caballo.

—Eugenia, ¿es que no te importa nada? —dijo Pepe, impaciente.

—El diestro es amigo mío y conoce mi impuntualidad. No le extrañará.

Diciendo esto monté a pelo y espoleé al caballo. Pepe, riéndose a carcajadas, me siguió al galope. Sabía que lo que más le atraía de mí eran mis excentricidades.

El palco real estaba situado en la Casa Panadería. Los balcones, con colgaduras, y la banda lista para deleitarnos con su música. La plaza Mayor se preparó para la ocasión y todos acudieron a ella ya que hacía años que las corridas se celebraban en Alcalá.

La reina Isabel II se acababa de casar con su primo Francisco de Asís. Madrid vivía los festejos. Fuentes de vino y leche se dispusieron en las plazas para todos.

Entregué el premio merecido al diestro y me situé en el balcón que Paca y Jacobo tenían muy cerca del real. Tan cercano, que dudé si cambiarme para no ver a mi madre. Pero Pepe Alcañices insistió en quedarse.

Entre el primer y el segundo toros llegaron las carrozas reales con su séquito. Como era de esperar, mi madre, junto a Miraflores y otros miembros, los seguían muy de cerca.

Justo antes de que saliese el cuarto animal de la tarde comenzó a anochecer. Cientos de antorchas iluminaron la plaza. La reina se incorporó un momento y entró en la casa con el consorte. En cuanto desaparecieron supimos el porqué. Una fuerte discusión se mantenía en su palco.

Mi madre gritaba a Miraflores. Me avergoncé de su actitud. No sabía el motivo y no me importaba. Sólo pensaba que si ella dejaba su posición querría regresar a París conmigo.

Eso me obligaría a olvidarme de Pepe. En ese momento lo miré desconsolada y me quedé estupefacta. No estaba atento al palco real. No me miraba tampoco a mí. Qué más hubiese querido, porque sus ojos rebosaban amor y pasión. ¡Ensimismado, admiraba a otra mujer! ¡Paca!

Ajena a todo, mi hermana sufría en silencio por la escenita montada por nuestra madre. Jacobo la tenía cogida de las manos en señal de aliento, ¡y Pepe la admiraba con frenesí!

¿Y a mí quién? Mi hermana acaparaba la atención de todos, en cambio yo estaba sola.

Me alejé sin mostrar a nadie mi frustración. Alcañices era demasiado ambicioso para comprometerse conmigo. Sus miras eran mucho más altas. Yo simplemente era un medio para conseguir el fin. Su empeño por permanecer en el palco persistía, por lo que le podría proporcionar la posición de Jacobo de un lado y la admiración por Paca del otro.

No lloré. ¿Para qué? Pero la rabia me comió las entrañas. Aquel mismo día me juré a mí misma que demostraría mi valía. No me vendría abajo, muy al contrario, un día les haría ver a todos esos buscadores de grandezas e intereses que yo llegaría a más.

¡A mucho más! Me lo dijo una gitana cuando era niña y feliz. Ayudaría al destino a cumplir con sus propósitos, aunque para ello tuviera que renunciar al amor.

¿Qué más daba? Por mucho que me obsesionara en amar, no lograba ser correspondida. ¿Qué era el amor si no se mostraba recíproco? Algo por lo que luchar sin solución hasta desfallecer abrigada por el dolor. El mundo en el que me tocó nacer se empeñaba en darme la espalda.

Primero papá, después Jacobo; le siguió Paca; Pepe no dudó en imitarles. Me golpearon el amor filial, el fraternal y el apasionado. Quizá tenía un concepto demasiado utópico de él.

No sabía muy bien cómo desprenderme del sentimiento con el que más me identificaba. Pero ya nadie me dañaría el corazón. Seguiría a mi madre a París. Allí sacaría el máximo rendimiento a mis encantos femeninos. Imitaría a mamá en muchas cosas y le haría caso. No por darle la razón, sino por atizar mi triunfo en las narices de todos los engreídos que me rodeaban.

Quizá las mujeres que se empeñaban en luchar por la igualdad tenían razón. Viviría sola y aprendería a disfrutar mis ilusiones en silencio. Siempre lo hice, primero con mi rincón, más tarde con mi libro de las pasiones y ahora no sabía con qué, pero algo encontraría. Me gustaba estar al lado de grandes personajes, pero también había aprendido que las multitudes pueden llegar a ser frías e insensibles. Sobre todo, cuando pides un poco de profundidad o comprensión.

La casamentera de mi madre sólo me dedicaba un momento de atención cuando algún pichón interesante merodeaba a mi alrededor.

Me negaba a ser un simple artilugio para ubicar en buena posición. La época de los matrimonios amañados y los ingresos no vocacionales en los conventos ya había pasado. Yo no sería un elemento de trueque para que ella ascendiese en el escalafón. No tenía alma de sufragista, pero comencé a entender lo que pretendían aquellas mujeres tan criticadas. Igual un día conocería a alguien que me llenara y, si además era correspondida, me casaría, pero si no llegaba a ocurrir, no me traumatizaría el hecho de permanecer soltera.

La segunda opción era la más probable, porque no me ataría a nadie que no superase mis anteriores amores. El hombre que se uniera a mí tendría que dar en las narices a todos los que antes me habían rechazado. No lo decía por Jacobo, que fue fiel a su amor, sino por Pepe, que antepuso sus intereses a mi corazón.

Estaba tan enojada que sólo soñaba con verle inclinando la cabeza ante mí. ¡Quién diría que años más tarde se vería obligado a hacerlo! Me casaría con alguien mejor y más importante que aquel fatuo.