II
Riquezas a manos de un muerto
Las escapadas nocturnas junto a mi padre se hicieron cada vez menos frecuentes. En una ciudad como Madrid todo era mucho más complicado que en Granada. La endeble verja tan fácil de burlar se transformó en una puerta permanentemente cerrada. Aquella mañana seguíamos a doña María Manuela, mi madre, en silencio como si fuésemos un cortejo. Ella charlaba con una amiga sosteniendo la sombrilla y girándola de vez en cuando.
Detrás de nosotras el ama empujaba un cochecito repleto de encajes. En su interior viajaba plácidamente un niño de pocos meses que nunca supimos muy bien de dónde procedía, pero al que nuestra madre nos obligaba a tratar con el máximo respeto. Una noche apareció con él en brazos y se quedó para siempre en casa.
Una mujer nos adelantó contoneando descaradamente las caderas. Paca me pegó un codazo. Su risita alertó a mi madre, hasta entonces tan ensimismada en su cháchara que aquel detalle le había pasado inadvertido.
—Una señorita no se comporta de este modo. Ésa es una mujer de la calle, ¿comprendes? Hay que ignorarlas.
Aunque la verdad es que no entendía nada, su tono de exasperación me asustó. Tomó asiento en un banco y nos dijo que fuéramos a jugar. El ama se sentó en otro, cercano pero suficientemente alejado como para mantenerse aparte de la conversación de las señoras. Al darme cuenta de que mi madre seguía hablando con su amiga, presté atención a sus palabras.
—¡Es increíble! Ni siquiera por las mañanas se esconden. Antes las fulanas permanecían encerradas durante el día, pero ahora han perdido el respeto a todo. Por no hablar de las que pretenden formar parte de los nuestros.
Se detuvo en seco. Supongo que se percató de que estaba hablando demasiado. Pero su ladina amiga no quería permanecer en ascuas.
—María Manuela, lo que dices me corrobora las habladurías.
Señaló descaradamente el cochecito. Mi madre nos miró de reojo. Saqué una peonza del bolsillo de mi abrigo. Paca intentaba dominar el diábolo. Aparentemente estábamos absortas en nuestros juegos.
—Para qué voy a negar la evidencia. Sí, son ciertas. La pobre criatura no tiene la culpa de lo que ocurrió y lo menos que puedo hacer es encargarme de él.
»Aquella mujerzuela engatusó a mi cuñado para casarse con él y no contenta con ello pretendió convencernos de que había quedado preñada. ¡Figúrate!, embarazada del pobre Eugenio, que lleva cuatro años postrado en una cama. Lo que nunca imaginó aquella arpía es que yo desharía el entuerto.
»La noche que llegué a su casa quiso prohibirme la entrada mientras gritaba como una descosida simulando el momento del parto. Menos mal que precavida como siempre he sido, le había pedido al rey don Fernando una licencia para estar presente y fue entonces cuando lo descubrí todo.
Su amiga sonrió maliciosamente.
—Menos mal, porque si aquello hubiese sido cierto os hubiera privado de una gran herencia.
Mi madre se incomodó, pero no pudo contestar. Resultaba evidente que se tomó todas esas molestias para conseguir algo a cambio, si no hubiese sido absurdo.
Alguien se acercó presuroso.
—¡Señora condesa!, menos mal que la encuentro. Vengo corriendo desde Atocha; con lo largo que es el paseo del Pardo, ya estaba a punto de desistir.
El mayordomo de casa jadeaba exhausto.
—¿Qué ocurre?
—Falleció su cuñado hace una hora. El señor conde me ordenó que las buscara.
Mi madre agarró fuertemente de la mano a su amiga y dio un profundo suspiro que pareció más de alivio que de pesar; pero yo no lo entendí. Años después lo comprendería: ese fallecimiento le abría las pocas puertas que aún se le resistían. Mi padre era el único heredero de su hermano.
Pronto nos mudaríamos al antiguo palacio de Ariza, ahora de los Montijo, en la calle del Ángel. Nos olvidaríamos de nuestra digna pero humilde casa. Los sueños de mi madre se hacían realidad de la mano de aquella triste noticia.
Se levantó por impulso, apresuradamente, y agarrándonos a cada una de una mano comenzó a andar rápidamente. Sólo se dio la vuelta un segundo para despedirse de su amiga, sin fingir el más mínimo desconsuelo.
—Rápido, jovencitas, tenéis que cambiaros.
Intenté desasirme de su mano, pero me lo impidió. No comprendía el porqué de tanta premura. El tío Eugenio ya estaba muerto y no se iba a ir a ninguna parte.
La pobre niñera nos intentaba seguir, pero el ocupante del cochecito importaba poco a mi madre. Ella atendió a su educación y poco más; aun así, aquel huérfano siempre le estuvo agradecido.
Bajamos del carruaje con vestidos más negros que la noche. Para mi imaginación me asemejaba a una cucaracha. Subimos las escaleras y accedimos al salón. Las contraventanas estaban cerradas. Junto a aquella caja inmensa, iluminada por cuatro velones, estaba sentado mi padre; dos sacerdotes mascullaban rezos en latín.
Señoras y caballeros de los que asistían a nuestras tertulias escuchaban en silencio. Un escalofrío hasta entonces desconocido recorrió todo mi cuerpo. No alcanzaba a ver al tío Eugenio, pero algo en mi interior me ordenaba que me mantuviera alejada. Temblando, le di la mano a Paca, que me miró asustada y me dijo en un susurro:
—Tranquilízate.
La mirada inquisidora de mi madre le mandó callar.
A medida que íbamos acercándonos al ataúd, mi corazón se aceleraba sin remedio. Sabía que la costumbre y las buenas maneras me obligaban a ello pero me sentía incapaz de hacerlo. Aunque podría haber gritado, no lo hice. Procuré acortar mis pasos en esa dirección.
Miré al suelo. Me concentré en ampliar el número de losetas que nos separaban de aquel punto. «Si la fe mueve montañas, si quiero, puedo hacer eterno el camino», pensé ingenuamente. Pero todo resultó en vano. Estábamos junto al féretro. Di gracias a Dios por ser pequeña pues por mi estatura no alcanzaba ver el interior; ya me creía liberada del angustioso trance.
En ese momento se santiguaron los sacerdotes. Un «amén» generalizado resonó en la habitación y al instante sentí como dos fuertes manos me alzaban por la cintura.
—Despídete de él, Eugenia —dijo mi padre.
Me volví, horrorizada. El pavor se adueñó de mí. Pataleé y me tuvo que soltar porque le di en la espinilla. A pesar de ello mis ojos se encontraron por un segundo con la figura inerte del tío Eugenio, justo en el momento en que su cadáver emitió un extraño sonido.
No pude más. Presa del pánico, corrí en dirección a la ventana: necesitaba luz, el aire de la habitación se hacía escaso a mis pulmones. Abrí las ventanas y las contraventanas. Salí al balcón, dispuesta a lanzarme al vacío, a la libertad.
Las mismas manos que un minuto antes me hicieron contemplar el abismo se tornaron en tenazas que me impidieron saltar.
Mi señor padre me abrazó con fuerza, llenó mi rostro de besos y me juró que nunca más me obligaría a mirar a la muerte.
Añoraba con frecuencia nuestra pequeña y acogedora casa de Granada. Era mucho más humilde que el nuevo palacio frío y ostentoso, pero todo estaba más a nuestro alcance y no nos veíamos obligadas a esperar más de lo preciso al servicio. Para colmo, aquel día íbamos a un baile. Pasamos la mayor parte del tiempo cambiándonos para la ocasión. ¡Echaba tanto de menos la informalidad de nuestra ciudad natal!
Mi dulce hermana me miraba en silencio a través del espejo. Quietas e inmóviles aguardamos sentadas frente al tocador a que nuestras doncellas terminaran de recogernos el pelo. Sonaron tres golpes en la puerta y tras ella oímos una voz que para mi gusto se estaba haciendo demasiado familiar en casa.
—¡Niñas, daos prisa! —dijo George Villiers—. ¡La mayoría de los invitados ya espera vuestra llegada y vuestra madre se impacienta!
No se dignó a entrar, las dos percibimos como sus pasos se alejaban por el pasillo. Me ofendí; pero al menos respetaba nuestra privacidad.
—Es como el perro faldero de mamá, podría haber enviado a cualquier miembro del servicio y sin embargo tiene que venir él. No puedo más, Paca. Últimamente vemos más al embajador que a nuestro padre. Entra y sale como si estuviese en su propia casa.
Paca se levantó un poco enervada. Miró en el espejo la mimosa que la doncella le acababa de prender en el pelo.
—Siempre estás igual, Eugenia. Hoy peor que nunca. Deja de refunfuñar y no te metas con George. Él se muestra cariñoso con nosotras y hemos de agradecérselo.
—¡Demasiado! ¿O es que no lo ves? Siendo mayor que yo, a veces resultas más ingenua. ¿Acaso no te has percatado todavía de que si nos adora es por mamá? Sólo somos un aderezo de su conquista.
Paca se enfureció conmigo y observó de reojo al servicio. Su calmado rostro enrojeció, y apretó el puño.
—Eugenia, esta vez te has pasado. Mamá es buena y no puedes levantar falsos testimonios de ese tipo. ¡Me voy! Te espero abajo.
Inmediatamente me di cuenta de mi desatino. Había hablado demasiado, tenía que haberme mordido la lengua a tiempo, sobre todo delante de tantas personas. Aun así, mi querida hermana defendía excesivamente a mamá.
Las dos intuíamos que algo extraño pasaba. El embajador británico no era un amigo corriente de la familia, como lo podría ser Mérimée. Algo lascivo se entreveía en sus ojos cuando miraba a mi madre. Además, las discusiones entre mis padres se habían acrecentado desde que aquel hombre apareció en nuestras vidas.
Descendí por la escalinata en dirección al murmullo compuesto de música, multitud de voces y el lejano traqueteo de los carruajes que paraban frente a nuestra puerta.
Estuve tentada de deslizarme por la barandilla pero cuando estaba a punto de hacerlo me detuve en seco. Bajo la escalera mi madre hablaba con alguien. Me asomé y vi como el embajador le acariciaba la mejilla.
Quedé petrificada. Fue entonces cuando descubrí a mi padre observándoles tras el cortinaje de la puerta que daba al vestíbulo.
No supe qué hacer, así que carraspeé y empecé a bajar las escaleras.
George se separó inmediatamente de mi madre y, alzando la voz, intentó disimular. Mi padre me ordenó que acudiera a la sala de baile y rogó al embajador que me acompañara. Antes de salir le oí gritar. Su nuevo estatus le había hecho recuperar la confianza en sí mismo.
—Esto es demasiado, María Manuela. Una cosa es que juegues con mi respeto, pero hoy has ido demasiado lejos. ¡Eugenia te ha visto! ¡Ese hombre no pondrá más los pies en esta casa!
George tiraba de mi mano. Tuve que entrar y saludar a infinidad de conocidos. Pronto pude escabullirme entre el gentío y, ansiosa de información, corrí a espiar al infeliz matrimonio que me engendró. Quería ver cómo mi padre se envalentonaba y achantaba a mi manipuladora madre. Pensé en llamar a Paca, pero estaba sentada entre varias sesentonas, encantada de escuchar los halagos que le proferían.
Cuando llegué, los gritos se habían calmado. Mi madre sollozaba entre los brazos de mi padre. Resultó que mis suposiciones eran erróneas. Quien estaba afligido no era mi madre sino él mismo. Las lágrimas femeninas consiguieron su miserable propósito: dar la vuelta a la tortilla.
Agucé el oído y me quedé aún más sorprendida.
—Tienes razón. Nuestro matrimonio no camina por los derroteros correctos. Quizá necesitemos alejarnos el uno del otro —dijo mi padre.
»El cólera merma Madrid día a día y nadie está libre del contagio, ni siquiera nosotros. Por otro lado, yo tendré que marchar pronto al frente. Desde que murió el rey Don Fernando, su hermano Don Carlos cada vez tiene más partidarios. La guerra se vuelve cada día más sangrienta. Ni siquiera en nuestra villa de Carabanchel estaréis seguras.
Después de dar un suspiro casi plañidero, mi madre le acarició.
—Las niñas se educarán al estilo francés, como siempre hemos querido.
Mi padre asintió pesaroso.
Me tapé los oídos. Me negaba a escuchar más. Estaban tramando nuestra partida. No quería marcharme sin mi padre, tenía miedo a lo desconocido y en ese momento odiaba más que nunca a mi madre. Ella sabía manejar a los hombres a su antojo, estaba claro, y siempre conseguía lo que se proponía; era inútil librar una batalla perdida de antemano.
Corrí hacia el balcón a llorar y entre hipidos llamé a mi padre como si me pudiera oír. La plaza del Ángel estaba levemente iluminada. Unos pasos a la carrera sonaron en una de las callejas y un monje aterrado apareció en el centro de aquélla. No conseguí verle el rostro a causa de la capucha. Daba vueltas y más vueltas sin saber hacia dónde dirigirse.
Del mismo callejón surgió una decena de guardias municipales que saltaron sobre él y lo derribaron.
Entre todos aquellos hombres perdí de vista al monje, pero oía sus gritos de socorro. Sacaron sus ballestas y lo atravesaron como si de un asado se tratase. En cuestión de segundos se hizo el silencio más absoluto. Aquellos hombres se cargaron de nuevo el arma a la espalda y huyeron corriendo. En medio de la plaza e iluminado por tres farolas tan sólo quedaba aquel cuerpo inerte.
Otro muerto. Dos muertos en tan poco tiempo. Comencé a temblar, y cuando estaba a punto de caer al vacío alguien me tapó los ojos y me abrazó.
Los balcones contiguos estaban repletos de grandes damas y caballeros que miraban impávidos la escena. Mi padre me llevó a mi cuarto y me estrechó en sus brazos de nuevo. Solamente así pude llorar.
Deseé decirle un millón de cosas. Lo mucho que le quería, lo que oí y cuánto le echaría de menos. No pude porque la congoja me enmudecía vilmente.
Aquella noche volví a soñar con él. Los dos cabalgábamos por los campos de Granada felices y tranquilos. Me reflejaba en sus ojos claros; nada perturbaba nuestra compañía.