XV

Viaje sin despedida, 1860

Mi hermana me agarró débilmente la mano.

—Eugenia, no seas tonta. Tienes unas obligaciones importantes como emperatriz y has de cumplir con ellas. Debes marcharte. Yo estoy bien. Mamá cuidará de mí. Aprovecha este viaje para reencontrarte con Luis. Puedes engañar a todo el mundo menos a tu hermana. Te vendrá bien un viaje a solas con tu marido.

Sólo fui capaz de asentir.

Era cierto que la pasión que había sentido por Luis fue tan efímera como su fidelidad hacia mí. Pero me había convencido a mí misma de que lo más importante era una estabilidad emocional sensata y eso me lo proporcionaba.

Ver a mi vital hermana postrada en cama me había hecho recapacitar. Dejé de buscar, como cuando era joven, el disfrutar cada momento intensamente sin pensar en las consecuencias que podría acarrear. Quería vivir tranquila y ajena a toda perturbación, meditando pausadamente cada acto en sí y valorando lo positivo de cada acontecimiento.

La vida es efímera, traicionera e injusta y hay que saber dirigirla. Paca era buena y equilibrada. Sin embargo, acababan de extirparle un tumor en el pecho. Y la operación había acabado con todas sus fuerzas.

Me abracé a ella con lágrimas en los ojos. La besé, hice la señal de la cruz en su frente y me retiré. Los médicos me habían asegurado que estaba mejorando.

De todos modos dejé órdenes precisas para ser avisada si su estado se agravaba. En ese caso, correría a su lado.

Saboya, Marsella y Córcega me sedujeron tanto que volví a saber lo que era pasar una noche junto al cuerpo de Luis.

En julio recibí un correo urgente de mi madre. Paca no estaba bien. El cargo de conciencia que me quedó al dejarla postrada me sumió en una angustia mortal.

Pero en Argelia todo era como un cuento de hadas, sencillo y fastuoso a la vez. Pensé en regresar, mas Luis me convenció de que mi hermana había superado el trance.

Una noche, después de cenar, nos obsequiaron con una danza del vientre. El dominio de aquella mujer contoneándose y dirigiendo cada músculo de su firme y ejercitado estómago era increíble. La sensualidad de cada uno de sus movimientos asombraba a nuestro séquito, y no era de extrañar.

Me sentía bien. Nuestro viaje tocaba a su fin y pronto estaría de regreso en París junto a Paca. La ilusión me ayudó a olvidar y me entregué al divertimento.

Las señoras nos levantamos y procuramos imitar a la bailarina, entre grandes carcajadas. Debíamos de resultar cómicas porque entre el corsé y el estómago pudorosamente tapado no lográbamos movernos. Ni siquiera las faldas, un poco más cortas de lo habitual, dejaban libertad a nuestros frustrados vaivenes.

El olor a especias y la embriaguez de una bebida oriental nos hicieron perder totalmente el sentido del ridículo.

Al terminar la velada busqué a Luis recordando el consejo que Paca me dio antes de que partiésemos.

Su silla estaba vacía y me dijeron que se había retirado a su cuarto sin querer interrumpir mi diversión.

Al entrar en mi habitación me lo encontré de espaldas, sentado frente a mi tocador leyendo un documento. Parecía abatido. Al acercarme, lo dobló rápidamente y se lo guardó en el bolsillo.

No sentí curiosidad.

—Vamos, Luis, sea lo que sea no nos aguará esta mágica noche.

Le besé en la nuca y lo abracé. Me miró sorprendido. La frivolidad no era uno de mis defectos aunque muchos así lo creyesen. Era lógico que le extrañara. Las noticias debían de ser malas, aunque no podía imaginar de qué se trataba. Una idea me vino repentinamente a la cabeza.

—¿Tiene que ver con Víctor Manuel?

—Garibaldi y Víctor Manuel se acercan para conseguir la unidad. Pero eso no es lo que me preocupa.

Me separé de él enojada.

—¿Qué pasa con los estados pontificios?

—¡Escúchame! Para mí es muy difícil darte esta noticia.

Estuve a punto de rechistar. Pero se levantó y me tapó la boca para continuar.

—Por primera vez desde que nació Lulú estabas de nuevo espléndida y cariñosa. No quise preocuparte con nada.

Le di un manotazo para que me dejase de amordazar y me mantuve callada. Él prosiguió:

—Antes de salir de París tuve una reunión con Jacobo. Paca no andaba bien a pesar de lo que te dijeron los médicos. Pero su deseo era que tú no sufrieras. Sabía muy bien que si te notificaban su verdadero estado de salud no hubieses querido venir. Por eso me pidieron que no te informase de nada hasta que regresáramos.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Miré aterrada a Luis y sólo pude balbucear una palabra:

—¿Sabías…?

Me abrazó con fuerza.

El odio que sentía hacia él un instante antes se acrecentó hasta estallar. Si sólo me hubiese ocultado un asunto de Estado posiblemente le hubiera perdonado. ¡Pero engañarme con respecto a mi hermana era muy diferente!

Comencé a llorar, no de pena sino de rabia.

—¡Te aborrezco! Le prometí a Paca que intentaría enmendar nuestras diferencias. Sólo por eso cambié. ¿Lo entiendes? ¡Por amor a ella! No por ti, en absoluto. Eres engreído e infiel, el peor marido que nadie ha podido tener.

»Para una mujer que haya nacido en el seno de una familia real será fácil aguantar lo que yo he aguantado. Pero ya no puedo más. ¡No quiero volver a verte!

»Lo que has hecho no tiene perdón. Me has privado de compartir con mi hermana sus últimos días.

Me tumbé desesperada en la cama y el resto de la noche estuve hablando en sueños con papá y Paca. Luis se retiró y no quise verle durante todo el viaje de regreso, a pesar de que en el barco el espacio era reducido, lo que me obligó a pasar la mayor parte del trayecto recluida en el camarote.

Cada día que pasaba le culpaba aún más de mi desgracia. Por otro lado, el orgullo Bonaparte no le dejaba acercarse a mí para procurar diálogo. De todos modos, supongo que si lo hubiese intentado sus disculpas habrían caído en saco roto.

Esperando ser trasladado a Madrid, el ataúd de mi hermana yacía en la Madeleine, entre los cuerpos de la emperatriz Josefina y la reina Hortensia. Pasé tantas horas junto a ella, que comenzó a dolerme la espalda, como si Paca me hubiese transmitido su dolor para acompañarla. Inmediatamente después de que se la llevaran, le hice saber a Luis que me marchaba a Inglaterra. Dijo que estaba loca pero no me lo impidió. Sabía que necesitaba un tiempo para calmar mi desazón. Por otro lado, era consciente de que si me obligaba a permanecer a su lado acabaría aborreciéndole con todas mis fuerzas.

Lulú se quedaría en Francia. Tendría que sacrificarme y no verle. Sin embargo, era mejor para él, porque no hay nada peor para un hijo que una madre alterada.

Al llegar, intenté pasar desapercibida utilizando un nombre falso. Pero los reporteros me seguían a todas partes y ni siquiera en Escocia conseguí librarme de rumores y persecuciones. Todos daban por hecho que me había separado de Luis, debido a mi delicado estado mental.

Aquello me dolió.

La reina Victoria, tan cariñosa como siempre, me recibió en Windsor; fue un consuelo para mis destrozados nervios. Aunque la frialdad de mi ánimo me hacía indiferente al afecto de los demás, su regia y maternal figura me convenció una vez más.

—Cuando llegaste, delgada y pálida, temí por tu salud. Pero eres una mujer sensata y debes actuar en consecuencia. Tienes que regresar. Tu hijo te necesita.

»Has de agarrarte a lo que te queda en la vida y no menospreciarlo. Borra la angustia y la melancolía de tu rostro y ¡lucha! Tienes mucho por lo que seguir viviendo.

Años más tarde, cuando la tragedia volviese a cernirse sobre mí, aquellas palabras que un día consiguieron hacerme resurgir se convertirían en dagas mortíferas.

Un año después la propia reina de Inglaterra sufriría la muerte de su esposo el príncipe Alberto.

Victoria se enlutó y enclaustró sin pensar en nada más. A pesar de que, siguiendo las voces de ultratumba de su marido, alemán hasta la médula, acabaría apoyando a Prusia en contra de Francia, le escribí un pésame cariñoso. Una cosa no quitaba la otra.