VIII
Inesperadas ilusiones
Adelaida no aceptó el matrimonio. Según me dijo Mariano, por no sentirse capaz de soportar el peso de la corona imperial y por la diferencia de religión. Ahora me parecen excusas que escondían razones más poderosas, pero entonces andaba tan prendada de Luis que no podía comprender cómo alguien podía rechazarlo. Sin duda había motivaciones políticas que no llegaba a entender, y tampoco me importaban.
Decidimos regresar a París.
Frente al espejo de la entrada, esperaba a que mamá bajara. Mi broche preferido prendido del sombrero, el vestido recién encañonado, las botas relucientes, las mejillas sonrosadas gracias a un par de pellizcos y la sombrilla con mango de plata bien lustrada.
La marquesa de Santa Cruz nos había organizado una reunión secreta. Lord Clarendon iba a recogernos en su coche. Nos acompañaría para despistar a los curiosos. Cada segundo me parecía una eternidad.
Clarendon ya había llegado. Mi madre bajó rauda. Sin mediar palabra, subimos al coche.
La incertidumbre de lo que acontecería me había alterado.
Ansiaba ver a Luis. Llevaba meses aguardando este momento, pero temía no poder hablarle de todas las cosas que nos habían sucedido. Él era libre de elegir.
El coche se detuvo. Bajé y corrí hacia el portal. Mi madre gritó. Fui hacia Luis y le abracé. Santa Cruz me miraba. Luis sonreía.
—Eugenia, ¿ni siquiera saludas a nuestra anfitriona?
Me ruboricé. Ella me sonrió y salió, tropezando con mi madre. Sin decir palabra, la agarró del brazo y se la llevó.
Luis me besó ardientemente. Cedí gustosa, pero inmediatamente miré hacia la puerta.
—No entrarán, te lo aseguro —dijo Luis, riendo.
Tras la puerta se oían las quejas de mi madre.
—No la conoces. La curiosidad le puede.
—Escúchame. Antes de nada es justo que te diga toda la verdad. Aparentemente estoy rodeado de fieles e incondicionales, pero mañana pueden cambiar las cosas, lo cual significaría el exilio o incluso el asesinato. Creo que eres valiente y tienes todas las cualidades que siempre soñé en una mujer. Eres impulsiva, cariñosa, alegre, hermosa y vives la vida intensamente.
Alcé mi rostro hacia él y pude comprobar cómo la nuez de su garganta se movía para tragar saliva.
Aprovechando la breve pausa, me abracé a él.
—Sólo hay una cualidad, o defecto, no sé bien cómo especificarlo, que no ha nombrado su majestad.
Él abrió los ojos interrogante.
—La impaciencia. No puedo seguir escuchándote hablar de mí. ¿Qué es lo que deseas? Sea lo que sea puedes estar tranquilo. Nunca podría negar nada al hombre que más amo sobre esta tierra.
Una sonrisa sarcástica y burlona fue su respuesta.
—Sabes bien lo que quiero, Eugenia. Te lo he pedido una y mil veces. Tú, sin embargo, siempre contestas lo mismo.
¡No era posible! Había imaginado algo muy diferente. Le empujé hacia atrás y me dispuse a abandonar la habitación. Pero él me sujetó fuertemente de la cintura y me atrajo hacia sí.
—No lo estropees, por favor. Era una broma. Alguien me dijo una vez que yo me casaría con la mujer que me rechazara y, ¿sabes una cosa?, estaba cargado de razón.
Me quedé petrificada: la palabra «matrimonio» había salido de sus labios.
Frente a mí había un estuche abierto con el collar más maravilloso que jamás había visto.
Luis lo cogió, me lo puso y me besó en el cuello. Sin mediar palabra le abracé fuertemente.
Al oído y muy despacio me susurró:
—¿Quieres casarte conmigo?
No le contesté, sólo pude asentir con la cabeza y besarle de nuevo con más pasión que nunca.
La puerta se abrió de golpe y apareció mi madre gritando. Luis sonrió apartándose de mí.
—No le digas nada. Espera a mañana. Si no, todo París se enterará antes de que lo haga saber públicamente.
Mi madre, enrojecida y despeinada, se puso frente a él.
—Y bien, señor, ¿tenéis algo que preguntarme?
Luis se estiró y levantó la barbilla.
—¿A vos, señora? ¿Por qué habría de hacerlo?
—¡Porque es la tradición!
—También lo es respetarme y vos os lo saltáis a la torera.
Mi madre me miró con soberbia y agarrándome fuertemente de la mano me condujo hacia la salida.
—Eres una inútil. Hubiese jurado que te iba a pedir en matrimonio.
No le contesté. En ese momento ella había pasado a segundo plano en mi vida.
Una vez en mi cuarto, me encerré. Ella hizo lo mismo en el suyo. Estuve tentada de ir a consolarla pero recordé todas las veces que me había hecho sufrir. Eran tantas las ofensas que preferí olvidarlas.
Me sentía la mujer más feliz del mundo. Iba a casarme con el hombre al que amaba a pesar de que en un principio el amor no había entrado en mis cálculos. Necesitaba compartir mis sentimientos con alguien. Así que saqué papel y pluma y escribí:
Querida hermana:
En vísperas de ascender a uno de los tronos más grandes de Europa, no puedo evitar cierta sensación de terror. Le doy gracias a Dios porque ha puesto a mi lado un corazón tan noble y devoto como el del emperador.
He sufrido mucho en mi vida. He recuperado fe en la felicidad. Estaba tan desacostumbrada a ser amada que mi vida era un desierto.
El emperador tiene una voluntad admirable y fuerte, pero no obstinada. Es capaz de grandes y pequeños sacrificios. Buscaría una flor en la oscuridad de una noche invernal olvidándose del frío con tal de cumplir el más mínimo deseo de la mujer que ama, y esa mujer soy yo.
Eugenia
Al terminar de escribir, me puse a bailar con la almohada. Al día siguiente, no me desperté hasta bien entrada la mañana. Mi madre entró en mi habitación y me zarandeó. Reía y lloraba a la vez. Apretaba una carta contra su pecho.
—Eres increíble, hija mía. No te reprocho que no me hayas dicho nada porque creo que me excedí.
Me besó en la frente y salió canturreando mientras yo me desperezaba.