I
Galopando a rumbo cierto, 1830
Diríase que Dios quiso darme todas las cosas que se pueden desear en este mundo, para luego quitármelas una a una, hasta dejarme tan sólo los recuerdos. El más fuerte de todos, el de los muertos. La muerte siempre me aterró y aunque siempre intenté huir de ella, topó conmigo desde muy joven.
Cabalgaba junto a mis perros labradores, seguida de mi padre. Mis dos canes preferidos jadeaban al lado y uno de ellos se cruzó frente a mi potro. Éste se asustó y me derribó, pero quedé estribada.
Mi pie se empeñaba en deshacerse del estribo, mas todo intento era infructuoso. Un golpe en la espalda, un desgarro en el vestido enganchado con una mata y finalmente conseguí liberar mi pie. En ese mismo instante el caballo se detuvo y los dos labradores me alcanzaron cubriéndome la cara de lametones.
El hombre que más quise en mi infancia desmontó y corrió cojeando hacia mí, exasperado por su propia lentitud. Apartó los perros de mi rostro y con el único brazo sano que le quedaba me incorporó.
—¿Estás bien?
—Sí, padre. Siento lo ocurrido pero no sabéis cómo he disfrutado.
—Deberías ser más prudente, Eugenia.
Conseguí levantarme con dificultad y recompuse como pude mi falda.
—No puede ser don Cipriano de Guzmán, Palafox y Portocarrero el que esté diciendo esto a su hija. El hombre que no hizo otra cosa en su vida que defender a ultranza sus ideales.
Sonrió y me sentí tan bien que se me pasaron momentáneamente todos los dolores. Casi siempre se le veía tan triste que para mí era grandioso observar en él un leve indicio de felicidad.
—Eres tan mordaz cuando quieres. Anda, déjame comprobar que estás bien.
—Padre, no te preocupes tanto por mí y hazlo por tu persona. Colócate el parche en el ojo. Sabes que no me gusta verte la cuenca vacía.
—Ves, esto es un simple ejemplo de cómo la vida pasa factura a las acciones arriesgadas e impulsivas. Yo ya pagué por mi inconsciencia. No quiero que te ocurra lo mismo. —Se quedó unos instantes pensativo y luego añadió—: Bueno, por lo menos tu madre utiliza mi maltrecho físico para alimentar las historias fabulosas con las que alardea en sociedad.
No soportaba verle apesadumbrado. Ni que fuese tan irónico consigo mismo. Pero así como mi madre era fantasiosa, mi padre se mostraba siempre exageradamente sincero y pesimista, aunque la verdad causase dolor.
No era partidario de educarnos ajenas a los desatinos y defectos del hombre. Esto enervaba a mi madre, que prefería eludirlos e ignorarlos.
—Entonces, ¿no es cierto que las mutilaciones que has sufrido son debidas a tu lucha a favor de los franceses? —le pregunté decepcionada.
—No te entristezcas. Es cierto que combatí en el catorce defendiendo París junto a las tropas de Napoleón. Aquellos cien días de batalla se me hicieron eternos, aunque gracias a Dios salí bien librado.
»Pero después, en la batalla de Trafalgar contra los ingleses, caí herido. Al llegar al Puerto de Santa María la infección era tan grave que me mataba y lo mejor, según los carniceros que nos atendían, era cortar por lo sano. Erradicaron mi dolencia y mis libres movimientos de un solo golpe, dejándome cojo y manco.
Le acaricié y besé en la mejilla. Él se separó incómodo. ¡Estaba tan poco acostumbrado a las muestras de afecto!
Haciendo memoria he intentado recordar una y mil veces algún gesto de cariño de mi madre hacia él. Sin embargo, lo único que recuerdo son desprecios y vergüenzas. Y digo bien. Ella siempre soñó con ser una gran señora y nuestra humilde pero feliz vida en Granada no la satisfizo nunca.
Soñó con riquezas e inventó historias sobre su familia, según ella de origen noble, pero todos sabíamos que era hija de unos emigrantes irlandeses que se acomodaron con un negocio próspero de frutas y vino en Málaga.
Comerciantes, eso era lo que eran. Pertenecían a una de las profesiones más desprestigiadas entre la nobleza española. Los mercaderes ni siquiera eran aceptados en las órdenes militares de caballería, algo que ella sabía y por eso eludía, como todo lo que odiaba. Si consiguió casarse con mi noble padre fue gracias a un árbol genealógico inventado.
Su vanidad fue bien conocida por mí desde muy pequeña. Más tarde tuve que sufrirla para complacer su insaciable ego. En cuanto a mi padre, la infelicidad lo carcomía día a día. La suerte nunca le acompañó. Pasadas sus hazañas guerreras había llegado el momento para la serenidad que todo hombre busca en la familia. Pero mi madre, en vez de agradecerle el haber llegado a ser condesa gracias a él, se empeñaba en ciscarse a diario en nuestra manera humilde de vivir. Supongo que todo aquello me impulsó a intentar proteger a mi padre. Me gustaba sentirme indispensable para él.
Atamos los caballos a un árbol y nos sentamos sobre la hierba. Desde la ladera de la montaña divisábamos la Alhambra, los mártires y, entre las casas de su alrededor, aquella casona que nos cobijaba.
Inspiré. El aire era frío en primavera y los manantiales corrían caudalosos por el deshielo de Sierra Nevada. Fruncí el ceño por el fulgor del día claro e inmediatamente me llevé la mano a la cabeza.
—Es el tercer sombrero que pierdo en dos semanas.
Mi padre me apartó un mechón de la cara.
—No sólo eso Eugenia, sino que además te estás quemando tu blanca piel y ya sabes que para tu madre la piel dorada representa el más horrible signo de pobreza.
—Por no hablar del ceño. Parece que la estoy oyendo…
Una voz sonó a nuestras espaldas.
—Madre tiene razón, porque ahora mismo pareces una pordiosera. Deja de meterte con ella y da gracias a Dios de que lo encontré por el camino.
Paca me tendió el sombrero y sentándose tras de mí intentó arreglar mi cabello. Me encontraba tan a gusto con mi padre que casi había olvidado que mi hermana había salido a cabalgar con nosotros.
Éramos tremendamente opuestas. El patrón que la formó no tenía nada que ver con el mío. Ella, sumisa, correcta y obediente, siempre se ponía del lado del ofendido y no soportaba que se hablara mal de nadie a sus espaldas. Supongo que, a su manera, también tuvo que habituarse con el tiempo a muchas cosas que aborrecía. Aunque su conformidad con los acontecimientos le ayudó a asumirlos con más facilidad.
Por un lado la envidiaba, era mi hermana mayor, y por mucho que me pesase, inconscientemente la admiraba. Odio y fascinación convivían en mis sentimientos hacia ella.
Sabía guardar la compostura y lo mejor de todo es que no parecía costarle en absoluto. Mi señora madre siempre me la ponía como ejemplo y eso me enfurecía. Según ella, yo era un diamante en bruto que necesitaba pulirse. Paca, sin embargo, ya nació según sus pretensiones. Rivalizaba con ella constantemente.
¿Celos quizá? No lo sé. Lo que sí puedo asegurar es que doña María Manuela de Kirpatrick no dudaba en evidenciar nuestras diferencias. Aborrecía el modo en que mamá intentaba manipularnos para convertirnos en lo que ella jamás consiguió.
De todos modos el carácter tranquilo, sosegado y ecuánime de Paca me permitió durante muchos años seguir jugando a ser el trasto de la casa, más que nada por llamar la atención.
Miré de reojo a mi padre solicitando ayuda, pero él se encogió de hombros aconsejándome sumisión.
—¡A quién se le ocurre salir al campo con un potro recién domado!
Me levanté cansada y alcé la barbilla.
—Mira, Paca, eres desesperante. De vez en cuando hay que hacer lo que a uno le da la gana. Pero supongo que tú no sabes lo que es tener criterio propio.
»Nací durante un terremoto y eso me hace muy distinta a ti. Por mucho que intentes aplacar mi ánimo no lo conseguirás, al igual que no se puede aplacar un temblor de tierra. Yo soy así. ¡Nadie me cambiará por mucho que lo intente!
Me miró sorprendida y luego dirigió una mirada inquisitiva a mi padre, que enmudeció. Indignada, me agarró por los hombros.
—Sabes, Eugenia, estoy cansada. Ya tienes edad para dejar de soñar. Si padre no te lo quiere decir lo haré yo.
»Aquel terremoto nos azotó diez días después de que tú nacieras. Lo que pasa es que a madre le encanta repetir que serás importante porque naciste durante aquel temblor.
Me quedé callada y di un paso atrás. Miré a mi padre con la vaga esperanza de que lo desmintiera, pero volvió a guardar silencio.
—Padre, ¿es igual que las batallas que cuenta sobre tus accidentes?
Asintió y me enfadé. La verdad es que Paca nunca mentía, pero a pesar de la certeza me negué a renunciar a mis sueños. Aquella hermana soberbia se empeñaba en machacar mis ilusiones.
—Lo que ocurre es que me envidias.
Paca se hizo la sorda, sacó un pañuelo de su manga y me lo pasó por la sien.
—Te has hecho una herida. No parece grave pero tendrás que lavarte. Regresemos a casa andando tranquilamente, debes de estar llena de magulladuras.
Podía controlarse tanto que era prácticamente imposible discutir con ella. Se comportaba como una adulta. Yo, en cambio, nunca lograba reprimir mis impulsos.
Siempre la quise, pero también la odié, según el momento que estuviésemos viviendo. Fue experta en destruir mis sueños e ilusiones. Ella siempre me venció pero, muchos años después, cuando me sentí verdaderamente sola, comprendí que la necesitaba y nunca me falló.
A la espalda de nuestra humilde casa tres cuadras destartaladas cobijaban a los animales. El ama, al vernos llegar, salió corriendo y gritando. Todos nuestros intentos por pasar desapercibidos ante mi madre, por lo menos hasta que yo me adecentara, fueron inútiles.
—Corre Eugenia, tu madre se enfadará si te ve en este estado, sobre todo hoy que viene Monsieur Mérimée.
Me agarró fuertemente de la mano y miró con aire de superioridad a mi padre. Sin duda aquella mirada le culpaba de mi aspecto. Aquello me molestó. ¿Por qué no se defendía? El hombre de la casa estaba totalmente desprestigiado. Ni siquiera el pobre y miserable servicio le guardaba ya el más mínimo respeto. Todo gracias al trato que mi madre le daba ante ellos. Esperé a que dijese algo. Pero el silencio, como siempre, fue la única respuesta. Aquello me impacientó y no pude evitar que me contrariara. Pegué un tirón y me deshice de la mano del ama. Le entregué las riendas al caballerizo y salí disparada.
—¡Señor conde, hay que hacer algo con esta niña! Cada día se muestra más rebelde e irrespetuosa.
Al oír aquellas palabras, me detuve en seco. Quizá mi padre reaccionaría y me defendería.
Vanas esperanzas; el arrojo de mi padre quedó pertrecho en el campo de batalla. ¿Se agotó? La defensa de sus ideales afrancesados se frustraron hacía tiempo y aquello le hirió el carácter hasta deformarlo y amansarlo de tal modo que el dolor lo engulló.
—No se preocupe, yo me ocuparé de ella. Mientras, le ruego que me excuse con Monsieur Mérimée. La señora condesa se ocupará de atenderle con toda corrección. Eugenia estará lista en muy poco tiempo, se lo prometo.
Volví a correr. Mi padre gritaba para que me detuviese, pero yo salté un pequeño muro consciente de que para él sería imposible seguirme. Me paré a escuchar lo que intentaba decirme desde el otro lado de la tapia. Ya me estaba arrepintiendo cuando, al darme la vuelta, la vi. No me asusté. La conocía de una vez que me escapé con mi padre. Era una de las gitanas más viejas que moraban en las cuevas de la sierra.
La había visto una noche a la luz de una fogata.
Una poblada y canosa trenza le tiraba tanto de la frente que el pelo parecía nacerle en el mismo lugar donde mi madre se colocaba la diadema. Los pendientes que colgaban de sus orejas estaban a punto de rasgarle el lóbulo.
—¿Quiere que le lea la mano, señorita? —Ni un solo diente asomó de entre aquellos labios arrugados.
Como un susurro lejano oí la voz de mi padre llamándome. Dudé por unos segundos pero la idea me tentaba.
—No llevo una perra encima.
Aquello no pareció importarle y comprobé que, muy al contrario de la fama de pedigüeños que tenían los de su raza, no titubeó un segundo en proseguir.
Escupió sobre mi palma secándola después con su delantal. Luego se acercó tanto a ella que pude ver como los piojos corrían por su cabello. Ni siquiera eso hizo que me apartara. No sería ni la primera ni la última vez que me los contagiaran.
Las dos permanecimos un instante concentradas. Ella en averiguar mi buenaventura y yo en los movimientos de aquellos parásitos.
—¡Lo sabía! Ni siquiera vuestro señor padre os domina.
El ama me agarró fuertemente y tiró de mí al mismo tiempo que lanzaba una moneda a los pies de la gitana.
Quería soltarme pero el dolor del tirón me obligaba a seguir los pasos de aquella lacra. Entre forcejeo y forcejeo se oyó una voz:
—¡Seréis más que reina!
El ama no se detuvo, sólo gritó:
—¡Pamplinas, ya has cobrado! ¡Ahora lárgate porque aquí no dan más!
Esa predicción alimentó aún más mis sueños. Aunque la única que se lo creyó a pies juntillas fue mi madre. En el futuro me llevaría a visitar a un sinfín de gitanas y quiromantes para ver si lo corroboraban.
Jadeando y enfurecida entré en el salón. Mi madre tocaba el piano mientras Mérimée leía uno de sus últimos poemas. Me tranquilicé.
Junto a la chimenea mi padre leía una carta en silencio. De una sonrisa casi imperceptible pasó a una mueca de dolor y de la mueca a una mirada perdida en el infinito fruto de momentos de reflexión.
Yo aguardaba callada a que se percataran de mi presencia y me diesen permiso para presentarme.
Mi madre levantó la vista de las teclas.
—Saluda a don Próspero, que acaba de llegar con unas noticias maravillosas de Madrid.
¡Grandiosas debían de ser cuando a mi madre le hicieron olvidar mis desatinos!
Me lancé a los brazos del poeta.
—El rey se ha visto obligado por fin a solicitar ayuda. ¿Sabes que él tiene una niña como tú? Se llama Isabel. Su tío Carlos no quiere que reine y le disputa el trono. Su majestad está tan agobiado que solicita los servicios de tu padre y de otros liberales.
No entendía nada de lo que él decía.
—¿Es el mismo rey que mandó apresar a papá? ¿O el hermano del emperador que regresó a liberarnos de este destierro?
Instintivamente miré el retrato de Napoleón que teníamos sobre el piano.
—Todos quisiéramos que fuese el segundo, pero aquello ya pasó. No, Eugenia, es el primero, don Fernando. Sé que no lo entiendes pero los hombres cambian constantemente de voluntad y más si esto beneficia sus intereses.
Mi madre intervino rápidamente, incapaz de callarse.
—El caso es que hemos decidido que dentro de tres días partiremos para Madrid. Si todo marcha según mis proyectos, por fin viviréis como Dios manda. Conoceréis a personas de vuestro rango. Asistiréis a un selecto colegio de monjas donde os enseñarán a ser grandes señoras. De Madrid iremos a París, la ciudad en la que conocí a vuestro padre, y quién sabe, tal vez podamos llegar hasta Londres.
»Pronto dispondremos de más medios. Por fin comprobarás que mis monsergas y sermones han sido indispensables para vuestra formación. ¡Seremos Grandes de España!
Al trasluz de la ventana su figura me parecía sombría. No alcanzaba a comprender nada, pero su actitud era vibrante. Estaba hablando consigo misma, como también yo hacía en muchas ocasiones. Sus castillos de arena parecían ahora tan reales que incluso resultaban alentadores.
Paca la escuchaba entre estupefacta y alegre. A mí me daba miedo tanto cambio en pocos días.
Mi padre prestaba atención, pensativo.
—La ambición te come —dijo interrumpiéndola con voz grave—. Aún no ha muerto mi hermano Eugenio y tú, sin embargo, ya pareces disponer de sus títulos, mercedes y pecunios.
Mi madre cerró la tapa del piano contundentemente.
—Al conde de Montijo le queda un cuarto de hora y tú lo sabes mejor que nadie —dijo desairada, sin ni siquiera mirar a mi padre—. Tu hermano tiene ya un pie en la tumba. En vez de alegrarte te empeñas en machacar mis ilusiones. Quieras o no, las cosas son como son y tú no puedes evitarlas.
»Si quieres seguir viviendo como un pordiosero lamentándote y compadeciéndote, adelante. Puedes hacer lo que te venga en gana, pero te aseguro que mis hijas nunca sufrirán tu cobardía.
Se levantó y caminó hacia la puerta sin dejar de protestar.
Mientras, nuestro invitado leía las partituras como si no escuchara. Paca y yo disimulábamos. Aunque aquellas discusiones eran frecuentes, nunca nos acostumbraríamos a ellas. Al menos ésta fue corta, porque mi señora madre salió de la habitación con paso firme.