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«Calle el sonoro parche, y haced alto

Soldados fuertes, gloria de Castilla,

Pues con vuestro valor, que aquí no exalto,

Ya su arrogancia Cataluña humilla:

Entrad, robad, dad saco, que al asalto

De Barcelona sólo la cuchilla

Y el fuego abrasador vengará agravios,

Callar y obrar es de valientes sabios».

Entrada del Marqués de los Vélez en

Cataluña, por el mismo marqués

Sola en las casas de San Andrés parí a mi segundo hijo Juan mientras aguardaba a que Ruy fuese liberado. De Buenache le habían dejado irse a Guadalajara para desde allí eludir su destierro y entrar lo más discretamente posible en la corte para quedarse y conocer a su hijo Juan.

Mientras tanto, la viuda de Calderón y la Guevara continuaban azuzándome sin tener en cuenta mi maternidad solitaria. Me hubiese gustado hacerlas partícipes de los planes de Ruy, pero no les podía decir nada, pues había jurado silencio.

Aquellos meses resultaron interminables; sufría en silencio las críticas de las lenguas más mordaces al señalarme como la mujer de aquel noble preso y rebelde que no supo callarse a tiempo.

Aprovechando que la reina también acababa de ser madre, me reunía con ella a menudo para ver la forma de terminar de una vez con el doloroso destierro de mi señor y al mismo tiempo ahondar sutilmente en la voluntad regia con los desatinos de Olivares. Pero si doña Isabel puso gran empeño en perdonar a Ruy, no obró del mismo modo en cuanto al tirano, a pesar de que las quejas de los disconformes eran ya incontrolables en Barcelona. Sobre todo desde que el rey, agobiado por las peticiones de los catalanes, había huido sin despedirse y en secreto de sus últimas Cortes antes de disolverlas, dejando al odiado tirano como único mediador.

Los ciudadanos de la ciudad condal se sentían tan vapuleados que ardían en deseos de una sedición sin temer ya las represalias del valido. Olivares, viendo clara su intención, no supo hacer otra cosa que valerse de su argucia diplomática implicándoles de lleno en la guerra del Rosellón para que mandasen a doce mil de sus mejores hombres a luchar contra los franceses. Aquéllos no supieron negarse a pesar de que con ello desproveerían momentáneamente a Cataluña del mismo ejército que algún día podría haberse alzado en armas en contra de Castilla.

Esta inteligente medida del tirano podría haber sosegado sus enardecidos ánimos si al regresar sus hombres triunfantes hubiesen sido reconocidos debidamente por Castilla, pero no fue así. Olivares, como siempre, se erigió el único responsable de esta victoria, y se lo contó al rey como si la gallardía de los catalanes se debiese sólo a la fidelidad de éstos para con Castilla.

En vez de con enhorabuenas, los catalanes y aragoneses se encontraron con que los soldados que habían luchado en el Rosellón recalaban en sus puertos para pasar el invierno sin haber cobrado sus salarios, hambrientos y miserables. Sus generales, al no recibir ayuda pecuniaria de Castilla para afrontar los gastos, les dieron patente de corso para servirse de lo que necesitasen hasta ser de nuevo embarcados.

La corrupción era tanta y estaba tan arraigada entre los más altos dignatarios que eran muchos los que aseguraban que en las revistas figuraban el doble número de soldados de los que en verdad había en los contingentes de las guarniciones. Así, como hábiles pícaros, los soldados especulaban en beneficio propio vendiendo muchos de los víveres y municiones que se les mandaba.

Estaba claro que del heroico semblante de nuestros históricos capitanes sólo quedaba el recuerdo. Apenas nos quedaban mosqueteros, infantes ni caballeros, y mejor sería no contar ya las velas de nuestras escuadras para no entristecernos. Por no hablar de la marina mercante, que con la prohibición de Olivares de negociar con nuestros enemigos había visto sus bodegas vacías y nadaba en la miseria más absoluta.

Los soldados, acostumbrados al pillaje en Italia y Flandes, no dudaron en hacerse con todo lo que a su paso hallaron sin dar nada a cambio. Esquilmaban los campos, ganados y graneros hasta terminar con sus existencias, sirviéndose en muchas ocasiones de mucho más de lo que necesitaban, incluyendo las vidas y honores de sus legítimos dueños.

La llama de la insurrección no tardó en prender en los corazones de los catalanes, al ver éstos con qué moneda les pagaba Castilla sus desvelos. Los campesinos empezaron a tomarse la justicia por su mano, sin achantarse ante los soldados y armándose con guadañas, rastrillos, hachas y cualquier cosa que les sirviese.

El día del Corpus Christi, como era de esperar, los segadors congregados a miles en Barcelona estallaron en un motín incendiando media ciudad. Los demás ciudadanos inmediatamente se les unieron y los gritos de «¡venganza!», «¡libertad!», «¡viva el rey y la fe!» y «¡muera el mal gobierno de Felipe!» se oyeron en todas la partes mientras buscaban al virrey como máximo representante de su infortunio.

Supimos que dieron caza a Dalmacio de Queralt cerca de las peñas de San Beltrán, camino de Montjuic. Éste, consciente de lo que se le venía encima, momentos antes había embarcado a su hijo en una galera para salvarle la vida, pero él no quiso huir como un cobarde. Fueron en total cinco las puñaladas que recibió en el pecho este hombre que hasta el momento fue gobernador de Barcelona a las órdenes del rey.

La burguesía de Cataluña, Gerona, Balaguer y Lérida, al enterarse, secundó la revuelta contra el inmediato sucesor del asesinado, Enrique de Aragón, duque de Cardona. Éste, si consiguió amainar la tormenta que asolaba Barcelona, no logró acallar la insurrección que seguía expandiéndose por el resto de Cataluña alentada por el clero desde sus púlpitos. Ante tal desbarajuste, el nuevo virrey muy pronto cayó enfermo con unas calenturas que acabaron con su vida.

Al comentarle semejantes barbaridades a la reina para convencerla del mal gobierno al que estábamos sometidas, doña Isabel, al igual que yo hacía con la Guevara y la viuda de Calderón, me imploraba paciencia. Me aseguraba que el rey empezaba a sentirse defraudado y que sólo había una mujer en España capaz de convencerle definitivamente de los desatinos del tirano con sus piadosas cartas.

Se trataba de sor María de Ágreda, aquella monja que conocí el día en que fuimos a darle el pésame a la reina por la muerte de su suegro. Don Felipe la había visitado en su convento de Ágreda la última vez que acudió a las Cortes de Barcelona, y desde entonces le escribía asiduamente, refugiándose tanto en sus sabios consejos como en los de su confesor.

Por lo poco que logré saber de ellos, deduje que eran recomendaciones que, sin aportar un viso de maldad a nuestra venganza, nos eran favorables. Aquella monja, a pesar de andar enclaustrada, parecía más inmersa en el mundo que nadie alertando a don Felipe en contra de Olivares como el máximo responsable de las desgracias de su reinado.

Aquel día doña Isabel me había mandado llamar con urgencia. Acudí rauda al alcázar, segura de que quería darme personalmente la noticia de la liberación definitiva de Ruy. Me la encontré como casi siempre dando su cotidiano paseo por entre los rosales del jardín; parecía angustiada, y sostenía su sombrilla dándole vueltas y más vueltas sobre su mango de marfil. Al sentir mis pasos acercándome, tomó asiento bajo un pequeño cenador junto a la fuente de Baco y ni siquiera me miró. En silencio observaba aquella figura gordinflona y semidesnuda que, coronada por racimos de uvas y hojas de vid, empinaba el codo a conciencia. El agua que brotaba de una de sus caracolas chocaba contra su pétrea boca para derramarse sobre la inmensa tripa del dios borracho. Saqué la caja de piedras sigiladas de mi bolsa, la zarandeé para que sonase y le ofrecí.

—No, gracias, doña María.

Ni siquiera bajó la mirada. Permaneció extasiada mirando aquel voluptuoso manantial. Tomé un pedacito de aquel barro perfumado y me lo metí en la boca a la espera de que fuese ella la que iniciase la conversación. Al no hacerlo, durante un eterno instante no pude contener el nerviosismo.

—¿Me llamó su majestad?

La reina suspiró antes de pronunciar palabra.

—Los catalanes dicen que el rey no ve sino por los ojos de Olivares y no oye sino por sus oídos, y por eso no sabe nada más que lo que el valido le quiere contar. ¿Habéis oído algo al respecto?

Al ver mis ilusiones frustradas, le contesté defraudada.

—No sólo son ellos, sino todo el reino, pero como vuestro esposo, os empeñáis en no verlo. Está bien que sor María de Ágreda escriba a su majestad, pero mejor estaría que vos la secundaseis.

Nada más pronunciar aquellas palabras, me arrepentí. Mi misión como dama de la reina era escucharla y entretenerla sin recriminarla. Por las malas nunca conseguiría el perdón para mi esposo. Para mi tranquilidad, la reina, embelesada por el agua, no se dio por aludida y siguió a lo suyo.

—Al parecer Cataluña y Aragón se sienten tan desatendidas que mandan a una comisión de sus hombres más respetables a la corte para hablar directamente con el rey y sin intermediarios. Hoy he sabido que, estando éstos a punto de llegar a Madrid, Olivares les ha detenido en Alcalá de Henares y les ha obligado a retroceder para que no puedan acceder a su majestad.

Apartando por primera vez la vista de la fuente, me miró a los ojos.

—¡Una cosa es que deleguemos en Olivares el peso del gobierno y otra muy diferente, el que nos silencie un tema tan grave! ¿Creéis que debería informar a don Felipe?

Esta vez era yo la sorprendida. La reina estaba espiando al tirano a hurtadillas y parecían empezar a importarle los grandes secretos que el valido les escondía.

—¿Os escuchará?

La reina cerró la sombrilla, la dejó en el banco y se rebuscó bajo la manga para sacar lo que parecía una carta.

—Aquí tenéis, juzgad por vos misma.

Desplegué el papel y comencé a leer. Estaba firmado por los consellers y el Consejo de Ciento de la ciudad de Barcelona. Lo debían de haber escrito al ver frustrada su entrevista con el monarca. Leí en alta voz.

—Proclamación católica a la majestad piadosa de Felipe el Grande, rey de las Españas y emperador de las Indias.

La reina me chistó:

—Leedlo en silencio, no vaya la mujer del conde duque a estar espiándonos.

Proseguí aún más perturbada al sentirme vigilada por la reina. Aseguraban los artífices que la rebelión en Cataluña era ya como un incendio que no se podría extinguir sino con ríos de sangre desde que Olivares había mandando a Zaragoza al ejército.

En cuanto alcé la vista del papel, doña Isabel me azuzó.

—¿Qué creéis que deberíamos hacer?

Pensé detenidamente mientras lo plegaba para devolvérselo. Sin quererlo ni buscarlo, estaba a punto de tensar la cuerda del arco que dispararía la primera flecha envenenada hacia el corazón del valido.

Recordé la voz de Ruy al hablarme por primera vez de la incipiente independencia de Portugal; el rey llevaba tanto tiempo sometido a Olivares que sólo un daño de esas proporciones podría derrocarlo. Portugal por aquellos tiempos debía de estar a punto de alzarse en armas contra Castilla, sólo esperaban no tener demasiada oposición en la revuelta, y yo desde allí lo conseguiría. Si todo salía según mi plan, los lusos se independizarían sin derramar apenas sangre porque no habría nadie para defenderse.

Ensimismada como estaba, la reina me zarandeó. Sacudí la cabeza y fui concisa.

—Humildemente os aconsejo que mandéis al rey a Barcelona con la firme voluntad de no marcharse hasta haber dejado resueltos todos aquellos problemas. Escuchad los gritos de los que allí moran. No quieren saber nada de Olivares y sólo le escucharán a él.

Me preguntó de nuevo

—¿Será seguro?

Contesté muy rápido.

—Siempre que nuestros ejércitos no estén muy lejos. Si se sienten amenazados, no intentarán un regicidio.

La reina pareció convencida; si el rey le hacía caso, Portugal quedaría desasistida y la independencia estaría asegurada.

Nos despedíamos cuando la reina me informó de que Ruy podría regresar a la corte porque había obtenido la amnistía del rey. Le besé las manos pensando que todo estaba solucionado definitivamente. Ansiaba más que nunca hacerle partícipe de todo, pero al ir a recoger su despacho de absolución me dijeron que antes debía pagar seis mil ducados de multa y aportar un centenar de nuestros hombres mejor instruidos a los tercios de su majestad mientras la contienda perdurase. Malhumorada por aquello y engrosando el endeudamiento de la casa, accedí a ello.

A los pocos días supe que Olivares no sólo nos había obligado a nosotros, sino que además pedía la colaboración del resto de los nobles y sus huestes para avanzar hacia Cataluña. Necesitaban donativos de fuego para sufragar unos gastos que no podían afrontar, ya que las guerras de Italia, Lorena y Flandes habían agotado las arcas del reino. Inconsciente de lo que en Portugal se cocía, no dudó en demandarles sus donativos envileciendo y precipitando sus hastiados ánimos.

Como muchos temían, Richelieu también aprovechó la debilidad de la guerra en Cataluña para arremeter contra Olivares y España. Al parecer, el diputado Pau Claris, contrario al nombramiento del marqués de Vélez como nuevo virrey y capitán general de Cataluña, negociaba con Luis XIII de Francia su ayuda en nuestra contra. Doña Isabel no soportaba que su propio hermano nos declarase la guerra.