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«Mentidero de Madrid,

decidnos, ¿quién mató al conde?

ni sabe, ni se esconde,

sin discurso discurrid:

Dicen que le mató el Cid,

Por ser el conde lozano;

¡disparate chabacano!

La verdad del caso ha sido

Que el matador fue Bellido

Y el impulso soberano».

LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE

Aun andaba caliente en la sepultura el cuerpo de Siete Iglesias cuando su viuda cambió su estado de humor y ánimo. Cada día se mostraba más distante y enigmática para con nosotras. Parecía que hubiese enterrado nuestra confianza junto al padre de sus hijos. Ya nunca nos hacía partícipes de sus miedos o temores, y lejos de empeñarse en ser nuestra sombra como antaño, ponía como excusa el luto para dejar de seguirnos en nuestros paseos.

Era tanta la devoción que parecía haberla embargado y tantas las horas que andaba recluida que dimos por hecho su inminente ingreso en algún convento. No era extraño, ya que ése era el refugio que encontraban muchas viudas desesperadas ante su penar. Ante la sospecha, no queríamos que su precipitada decisión nos encontrase desprevenidos con respecto a sus hijos y aprovechábamos su segura ausencia a la hora de la merienda, por la promesa que hizo de guardar ayuno durante un año de luto, para hablar del futuro de sus descendientes.

Las alternativas para los niños no eran muchas. O conseguíamos endosárselos como pajes a los nobles que a su padre le fueron fieles como nosotros, o seríamos nosotros mismos los que tendríamos que educarles y asegurarles alimento, techo y vestimenta hasta lograr su ingreso en alguna orden o procurarles un matrimonio ventajoso, cosa ardua ya que sin peculio sólo los locos querrían desposarlos.

En el fondo no nos importaba, entre los doscientos lacayos y demás sirvientes que alimentábamos a diario unos cuantos platos más en la mesa principal pasarían desapercibidos. Eso era al menos lo que mi abuela aseguraba, pero la verdad era otra, pues todos sabíamos que la duquesa del Infantado había arruinado sus arcas con su capricho de transformar las ruinosas casas de nuestro antepasado Garcilaso de la Vega en el palacio con gran portada herreriana en el que ahora morábamos.

Desde entonces las deudas nos devoraban y los campos de Guadalajara no daban suficientes rentas como para recuperar las pérdidas. Según el contable, tendríamos que menguar gastos, y sólo lo lograríamos vendiendo o echando a la calle a una docena de criados. La duquesa, a sabiendas de que aquello era mandarles a una hambruna segura, prefirió empeñar unas cuantas joyas para disimular los primeros desaguisados que la necesidad provocaba en la casa.

Al fin y al cabo, la decadencia hacía tiempo que impregnaba hasta al más poderoso como una plaga de lepra, y no íbamos a ser nosotros inmunes al contagio.

Tardamos un tiempo en descubrir las verdaderas intenciones de doña Inés. Tanto pensar y pensar para sacarla del atolladero y ¡qué equivocadas estábamos! La clausura no era ni por asomo el remedio en que se escudaba para solucionar sus males. Simplemente, había cambiado el pañuelo que le brindamos para enjugar sus secas lágrimas por un saco de esparto lleno de odio.

Compadeciéndome de ella, me ofrecí a acompañarla a la iglesia. Sabía de antemano que rechazaría mi compañía, dejándome muy clara su ansiada soledad, pero aun así no quería que se sintiese desvalida.

La acompañé al portón de salida a pesar del nerviosismo que demostraba por ello. Cuando intenté averiguar la causa de su desasosiego y el porqué de que de un tiempo a esta parte se mostrase huidiza, hizo oídos sordos. Se limitó a empujarme con delicadeza, insistiendo en que entrase porque ella tenía mucha prisa.

¿Prisa para qué, si nadie le iba a cerrar las puertas de la iglesia? Deduje que algo escondía porque esquivaba mi mirada mientras de reojo parecía vigilar la calle de la Cava Baja, que desembocaba en la atestada plaza. De repente, como si alguien le clavase un alfiler, pegó un respingo y me dio la espalda; alzó el brazo al aire como espantando una mosca y se alejó dejándome con la palabra en la boca.

Me extrañó la dirección que tomaba, pues no iba a la iglesia de San Andrés. Tres hombres embozados en sus capas cruzaron frente a mi indignación impidiéndome seguir su trayectoria. La perdí de vista al tiempo que el reflejo del sol en el filo de un espadín desenvainado me cegó. ¡Iban armados y rodeaban a un caballero! Antes de gritar me cercioré de que en la plaza de los moros encontraría ayuda. Al localizarla, di la voz de alarma:

—¡Alguacil!

El guardián, que andaba en ese momento separando a dos mujeres en pendencia mesándose de los pelos e insultándose, se echó la mano al arcabuz y corrió hacia el punto donde yo le señalaba.

Los breves instantes que tardó en soslayar a la muchedumbre en día de mercado bastaron para que los asesinos desapareciesen dejando a su víctima tumbada en el suelo. Sin atreverme a salir sola, miré hacia donde doña Inés se había ido por si aún estuviese allí. Empalidecí al verla agazapada tras un carro lleno de heno, observando. ¿Por qué se escondía?

Al percatarse de mi observar, salió como queriendo disimular. Lo más extraño de todo fue que, al pasar frente al tumulto, aceleró el paso cubriéndose el rostro con la mantilla sin ni siquiera acercarse a fisgar de quién se trataba. ¿Por qué parecía tener tanta prisa? ¿Acaso no le picaba la curiosidad? Quería acercarme, pero seguía sin atreverme a hacerlo sola. Sabía perfectamente que una noble señora no debía salir sola de casa, y menos aún en semejantes circunstancias. Aún quedaban aletargados en mi ser los retazos de la pronunciada timidez que me caracterizó en la infancia.

Al oír tras de mí los acelerados pasos de Ruy, alertado por los gritos y las trompetas de los alguaciles, me alegré. Mi señor marido apareció en el rellano intrigado por el guirigay. Por una vez en su vida acudía oportunamente.

Le supliqué:

—¿Puedo acompañaros? Quiero ver de quién se trata esta vez.

Dudó un instante antes de tomarme de la mano para guiarme, sacó su caja de tabaco, inspiró éste por sus narices y salimos. Estábamos a la distancia de unas dos varas cuando otros dos alguaciles nos impidieron el paso para que su compañero pudiese catar con tranquilidad la posibilidad de un improbable pulso en las venas del cuello del asesinado, necesitaba libre el espacio que le rodeaba. Pudimos ver cómo negaba contrariado mientras sacaba un pequeño espejillo de su bolsa y lo colocaba frente a la nariz del hombre atacado. Inmediatamente levantó la vista hacia sus compañeros.

—¡Mandad aviso al carro funerario!

Por su rica vestimenta, no era ningún pícaro o ladrón de los que usualmente morían en ajustes de cuentas a plena luz del día. Don Ruy preguntó.

—¿Se sabe quién es?

Sin mirarle siquiera, negaron con la cabeza. Insistió.

—Dejadme ayudaros a identificarle. Mi mujer lo ha visto todo y quizá podamos aclarar las cosas.

El más alto de los dos guardianes, al reconocernos, apartó su arcabuz para que entrásemos en el protector círculo que sus compañeros habían formado alrededor. El muerto yacía de espaldas, totalmente ensangrentado. Desde atrás se apreciaba un estilete clavado sobre las nalgas, el corte de una espada en su cuello y lo que parecía una larga aguja de un espartero atravesándole el pecho de lado a lado. Fuimos aminorando la marcha según íbamos intuyendo de quién se trataba. Con voz temblorosa me santigüé.

—Válgame Dios.

Ruy empalideció al darle la vuelta y ver su rostro. Me asió fuertemente del antebrazo y me obligó a regresar sobre nuestros pasos. Al acercarse al alguacil, procuró adquirir un tono de voz convincente.

—Ya podéis avisar a la familia porque ese joven es el viudo de Francisca de Tabora, apodada en la corte como la Portuguesa.

El sayón dudó un segundo.

—¿Estáis seguro?

Don Ruy mantuvo su altanera posición.

—Como de que esta bella dama es mi mujer y no disfruta con la escena.

El alguacil asintió satisfecho de que alguien le hubiese facilitado el trabajo. En silencio recorrimos los pocos metros que distaban de nuestra casa y nos encerramos en ella. Al asegurar el portón, pudimos escuchar nuestra respiración acelerada inmersa en el repentino silencio. De nuevo fui yo la que tuve que romperlo.

—Sin duda estáis trastornado. ¿Por qué le habéis llamado viudo? No habéis de disimular, porque sabéis que hace tiempo que lo sé todo.

Me detuve un segundo para tomar aire y tragar saliva.

—¿Os dais cuenta, don Ruy, de que han asesinado al esposo de vuestra querida frente a nuestra casa? ¿Por qué habrá sido? Quizá alguien quiera cargaros el muerto.

A pesar de que no demostré celos, Ruy quiso darme una explicación.

—¡Ni lo penséis! Es más complicada la empresa de lo que se presume. Todo el mundo sabe que el asesinado fue el cornudo más consentidor de la corte, y hablo en pasado no porque ya esté muerto, sino porque a su mujer también la hallaron degollada frente al convento de la Trinidad.

Me asusté.

—¿Cuándo fue eso?

Respiró hondo y contestó en un susurro:

—Antes de ayer. La encontraron sentada en su silla de manos con las cortinas cerradas. Según dijeron, fueron sus mismos lacayos los que la mataron antes de huir. Bajo el asiento encontraron una nota junto a su bolsa. La letra decía dejar doscientos ducados para pagar los gastos de su entierro. No os lo dije porque, como bien sabéis, no es plato de buen gusto el reconoceros mis devaneos y menos una vez enterrados. Pero…

Quedó pensativo. Algo más me escondía.

—¿Qué es lo que teméis?

—No lo sé, María. Son muchas las intrigas que se fraguan en la corte en estos días y demasiado retorcidos las que las inventan. Me despierto por las noches atenazado por la certeza de que Olivares no tardará mucho en tomar represalias mucho más contundentes que las pecuniarias en contra de nuestra familia.

Me abracé a él.

—Nunca os reprocho nada cuando salís y entráis a vuestro antojo. Pero tengo miedo. No hace un mes que mataron al conde de Benavente en la plaza de la Paja y aún no han detenido a nadie. Hoy matan al marido de vuestra amante, y antes de ayer a ella misma, dejando una sola pista que sin duda apunta al arrepentimiento de alguno de los hombres que la mantenían.

Saqué un pequeño arma de fuego que guardaba en el refajo y la alcé.

—¿Creéis que esto nos guarece de quien quiera atentar en nuestra contra? Cada vez me siento más insegura ante la multitud de bandoleros que, cansados del campo, acuden a la corte sólo para matar con menos impedimentos y mayor recaudación. ¿Quién será el siguiente?

Ruy me acarició mientras bajaba el arma.

—Tranquilizaos, María.

—Lo estaré si me prometéis estar en casa al anochecer.

Asintió y salió. No quise decirle nada de cómo doña Inés había presenciado el asesinato, no fuese aquello a ser un simple malentendido que me jugaba la imaginación. Pero el recuerdo de una escena me asaltó repentinamente.

¿Y si el gesto que hizo al salir de casa como espantando una mosca fuese en realidad intencionado? ¿Y si lo que quiso con ello fue hacer una señal a aquellos hombres para indicarles su debida presa, evitando una posible confusión?

Últimamente, nuestra refugiada sólo pensaba en devolverme los favores que le había hecho para no andar en deuda conmigo. ¿Y si por un casual hubiese pensado en recompensarme librándome de los ilícitos amores de don Ruy para saldar su deuda, y así decidió matar a este matrimonio de cornudo y puta? A ella de acuerdo, pero ¿por qué a su viudo?

Sacudí la cabeza, queriendo despegar de mi sesera tanto retorcimiento a pesar de que las casualidades eran demasiadas. ¿Por qué dejaron en la silla de la Portuguesa una cantidad exacta a la que yo le entregué a doña Inés ese mismo día para vestir a sus hijos? Quizá simplemente fue una coincidencia. Quizá el asesino se los dejó allí para pagar la absolución de su alma y librarse del infierno, ya que la moral y el pecado se entremezclan a menudo confundiendo a los locos. Quise convencerme de que se debía a un capricho del destino, aunque intentaría por todos los medios hablar con doña Inés.

Al regresar, aquella misma tarde, aproveché un momento en el que coincidimos tomando chocolate y leche helada para indagar con sutileza. Tomé a una de sus hijas en brazos y alcé su falda para mostrar a su madre los remendones raídos de la tela.

—Doña Inés, esta niña no puede seguir con un sayo lleno de zurcidos. ¿Le habéis encargado ya uno nuevo? Si no lo habéis hecho, mañana viene mi costurera a probarme tres vestidos y podríais aprovechar para tomarle medidas ahora que ya tenéis el peculio para hacerlo.

Se mostró tranquila.

—Os lo agradezco, pero ya tengo a una mujer que se encarga de ello. Es más barata que la vuestra y no lo hace mal.

Por un lado me sentí satisfecha al descubrir que mis sospechas eran infundadas, y por el otro tuve un gran cargo de conciencia al haber desconfiado de ella. Di otro sorbo a la taza y proseguí ahondando en las pesquisas.

—¡No sabéis de la que os librasteis esta mañana! Nada más salir vos hacia la iglesia, aquí mismo asesinaron al marido de Francisca de Tabora.

Sin cambiar de posición, comentó:

—Ese extraño matrimonio había de terminar mal tarde o temprano, que un hombre no puede vivir tan alegremente de las ganancias que su mujer saca en el gusto del holgar con cualquier caballero que ose pretenderla.

Insistí:

—Es extraño que no lo vieseis porque acababais de salir.

Creí intuir cómo su ceño se fruncía levemente.

—Lo vi, pero no quise intervenir por miedo. ¿Quién sabe si entre el gentío expectante podrían haber estado los asesinos a la espera de averiguar si algún delator los denunciaba? Creo que podría incluso describir a dos de los asesinos, pero teniendo en cuenta que probablemente ya estarán a muchas leguas de la corte, prefiero velar por mi seguridad guardando silencio. Bien sabéis que delatar en esta ciudad es llamar a la muerte.

La exhorté de nuevo, procurando camuflar mi pesquisa.

—Creo que hacéis mal. No debéis temer por vuestra vida porque hubiese sido muy extraño que los malhechores se quedasen ante el riesgo de ser descubiertos. Si podéis identificarlos, ¿por qué no ayudáis a la justicia?

Sonrió con sarcasmo.

—¿A qué justicia? ¿A la misma que ajustició a mi señor el marqués de Siete Iglesias? Sabéis que desde entonces no creo en ella, y de todos modos, creo que en este asesinato todo está resuelto. El marido de la Portuguesa, enfermo de celos, mató a su mujer antes de ayer simulando casi un suicidio y sin calcular que a la postre quizá uno de los cuantiosos amantes de su mujer, más enamorado que los demás, decidiese vengarla contratando a tres sicarios que le diesen muerte. No es difícil, ya que hoy en día se compra la muerte en la calle por el valor de un mendrugo de pan.

Su explicación no era del todo convincente.

—Qué absurdo. ¡Si vos misma habéis dicho que era un consentidor! ¿Por qué iba a matar a la mujer que le procuraba caprichos y alimentos? Me parece, doña Inés, que mucho sabéis de estos delitos para no andar metida en el ajo. ¿Acaso ignoráis que mi señor también con ella holgaba? Siempre podrían meterle en el saco de los sospechosos.

Se apartó las tocas de anascote de la cara y sonrió, esta vez con dulzura.

—No os preocupéis, que si a alguien le cargan el muerto, será a Villamediana. Dicen en el mercado que el rey está muy cansado de sus desaires y le guarda ojeriza. Si sigue así, será Olivares el que, dando gusto al monarca, actúe en su contra. De todos modos, ¿estáis contenta?

Sus enigmáticas preguntas me hacían sentirme una ignorante al no saber cómo descifrar los pensamientos que surcaban su sesera. Sin duda era la reina en los ardides del escondrijo y el juego de palabras.

—¿Por qué habría de estarlo? ¿Por la muerte de la amante de mi señor?

Ella asintió.

—Si eso me librase de las mujerzuelas venideras, quizá, pero soy consciente de que sólo será un eslabón de la larga cadena que ha de recorrer antes de sentar la cabeza.

Doña Inés se mostró contrariada ante mi poca gratitud, y yo, al sentirme incapaz de sonsacarle, preferí ignorar la certera intuición que me había llevado a imaginar un sinfín de absurdos.