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«En Navarra y Aragón,

No hay quien tribute un Real,

Cataluña y Portugal son de la misma opinión,

¡Sólo Castilla y León y el noble reino andaluz

llevan a cuestas la cruz!».

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS

Aquel mes de julio, todas andábamos al tanto de las noticias. En un principio mis vaticinios se cumplían con una derrota a todas luces inminente. La ciudad fronteriza de Fuenterrabía aguantaba el ataque de los franceses por mar y tierra a duras penas. Sitiados como estaban y sin atisbar la llegada de nuestros ejércitos, al principio se abastecieron como pudieron gracias a las pequeñas barcas que venían cargadas con los pocos y escasos suministros que desde San Sebastián les mandaban.

Un buen día la hambruna les llegó de sopetón cuando la flota enemiga al mando del arzobispo de Burdeos echó a pique a la nuestra en la rada de Guetaria. Ahogaron a cuatro mil de nuestros mejores hombres, impidiendo definitivamente los pocos socorros que recibía la agonizante Fuenterrabía. Sabíamos que el marqués de Morata llegaría en su auxilio en poco tiempo, pero seis mil inexpertos infantes que había conseguido alistar de entre los pocos que nos quedaban en Castilla no parecían ser suficientes. La sorpresa fue general cuando supimos que aquel general llegó tan de repente al cuartel de Guadalupe que sorprendió a los franceses desprevenidos y libró del sitio a Fuenterrabía sin apenas esfuerzo. Me alegré por la victoria a pesar de que sabía que mis compañeras de conjura andaban al límite de su paciencia y aquel triunfo probablemente enervaría aún más sus hastiados ánimos al ver como todos lo celebraban y el conde duque una vez más se atribuía la corona de laurel ante su majestad el rey.

Al regresar a Madrid fui testigo de cómo las recientes victorias de Flandes, Fuenterrabía y Milán se festejaban por todo lo alto. Por aquel entonces esperaba a mi segundo hijo; le llamaríamos Juan si era varón en honor a su bisabuelo, y si era mujer, Ana por nuestra abuela recientemente fallecida. Asomada a un balcón de Platerías, sostenía a mi primogénito. El pequeño Rodrigo, aferrado a la barandilla, miraba embelesado al gentío. Sé que no he hablado de él hasta ahora, pero el dolor de su posterior pérdida me cuida la memoria y elude su recuerdo aunque no logra borrarlo.

Acababa de pasar la carroza de la reina y del príncipe Baltasar Carlos, que iban a recibir al rey a las puertas de la ciudad. Pensé en ella y en mi pequeño. Su majestad hacía tres años había parido una niña casi al mismo tiempo que yo a Rodrigo; la bautizó Mariana, pero como casi todas sus hijas, no cumplió el año de vida. Ahora de nuevo me acompañaba en mi estado, y fueron muchas las ocasiones en que me dijo que si nuestros dos hijos nacían del mismo sexo, le gustaría contar con los míos como pajes en el alcázar, donde compartirían juegos y educación con el infante. Nuestras expectativas se vieron frustradas cuando el mío resultó ser un Juan y la suya, una María Teresa.

Alguien entre la multitud gritó:

—¡Tardarán en llegar porque se han detenido a ver a la Virgen de Atocha!

Era de esperar, ya que don Felipe, manteniendo la tradición de su padre y abuelo, era muy devoto de esta pequeña y oscura Virgen bizantina. Acudía a visitarla todos los sábados que estaba en Madrid para pedirle unas cosas y agradecerle otras tantas cuando la ocasión lo merecía. No sería extraño que a la hora de su muerte quisiese tenerla cerca.

Cansada de la espera y con las piernas hinchadas por el peso de mi abultado vientre, tomé asiento en un pequeño taburete que para mí habían dispuesto. De mi bolsa tomé un mondadientes de plata para entresacar los desmenuzados pedazos de tierra sigilada que habían quedado incrustados entre mi dentadura antes de meterme otra piedra en la boca.

Rodrigo, tan extasiado como estaba, repentinamente se dio la vuelta para tirarme del bajo sayo señalándome a la muchedumbre entre carcajadas.

Un mamarracho enano disfrazado de cardenal imitaba a Richelieu montado sobre una tiñosa mula. Hacía aspavientos entre mofas y burlas. Todos le rodeaban jaleando sus bufonadas hasta que dejaron de prestarle atención al escuchar el clamor del séquito real que a lo lejos ya se veía.

Un alguacil celoso del orden y azuzado por la prisa del momento detuvo al pelele acusándole de falta de respeto a las ropas del clero. Mientras, todos los demás se alzaban de puntillas forzando el alargamiento de sus cuellos para alcanzar a ver más lejos. Nosotros disfrutábamos de nuestra predominante posición.

El rey encabezaba la regia procesión; a su derecha, como siempre, Olivares venía vestido casi a la par y saludaba junto a él a la multitud enardecida. Tras ellos, la reina con el príncipe habían abierto las cortinas para compartir saludos de alegría.

Mi señor esposo, asomado al balcón y apoyado en la barandilla, musitó pensativo.

—Olivares, recoge las últimas migajas de tu victoria porque este pueblo es conocido por abrazarte hoy y pegarte un puntapié en las nalgas mañana, que bien os lo contaría mi abuelo Lerma y mi tío Uceda si los hubieseis dejado vivir.

Era el mejor momento para hacerle partícipe de nuestro plan, aunque no se lo hubiese consultado a las demás.

—Sentaos a mi lado porque con vos he de hablar.

Pareció no escucharme mientras se enrollaba meditabundo las puntas de los bigotes con sus dedos índice y pulgar.

—Me enervan, María. El tirano ni siquiera se digna a marchar dos pasos tras el rey. ¡Ya no es la sombra de su majestad, sino la sombrilla que le tapa! ¡No tiene el más mínimo pudor y se crece ante el clamor!

Le acaricié la mano que llevaba desenguantada.

—¿Acaso no veis que el pueblo lo único que ansía es el inicio de los festejos?

Antes de tomar asiento despeinó la ya encrespada melena de nuestro pequeño Rodrigo y me contestó un poco más tranquilo.

—Miradlos. Caen en las redes del jolgorio que el tirano les tiende mientras cierran los ojos ante nuestra ruina. Refugio de inocentes lerdos es el divertimento.

Sonreí.

—Desde mucho antes de que los romanos inventaran el circo o los teatros el hombre se acogía ya a ellos con gusto y ansia de evasión. ¿Acaso no lo hicisteis vos hasta antes de ayer?

Tirándose hacia fuera de las retorcidas puntas de los mostachos, me contestó:

—Evadirse es lo que no podrán hacer mañana en las Cortes porque pienso defender a ultranza de una vez el vapuleado honor de mi abuelo el cardenal duque de Lerma. Ahora que en mí han de recaer por varonía las casas de Lerma, Uceda, Cea, Ampudia y Denia, el Consejo está obligado a escucharme.

Sabía que andaba en pleitos con sus primas las hijas de Uceda, pero no que ya hubiese resolución por parte del tribunal.

—¿Ganasteis?

No dudó lo más mínimo.

—Aunque se opusieron a mis pretensiones, yo las defendí a ultranza convenciendo al tribunal de que mis primas Mariana y Feliche, aunque sean hijas de mi tío el de Uceda, no tienen derecho a sus títulos y señoríos por el simple hecho de ser mujeres.

Aquel comentario despectivo me dolió, pero lo cierto era que nosotras siempre caminábamos a la sombra de nuestros varones. Así estaba estipulado y mucho tendría que llover para que alguna de nosotras nos rebelásemos. El último caso de mujer sediciosa conocido en la corte había sido el de mi abuela, la princesa de Éboli, y en el recuerdo aún quedaba su triste destino final.

De todos modos, me satisfizo ver que Ruy por fin sentaba la cabeza en pro de sus intereses. La duquesa del Infantado, su abuela, lo vaticinó una y mil veces, pero yo nunca llegué a creérmelo. Las turbulentas aguas en las que había nadado tiempo atrás al fin se calmaban, sus visitas a las mancebías eran casi nulas o tan recatadas que parecían no existir, bebía menos vino y su vicio por los juegos de dados remitía con el transcurso de los años. En pocas palabras, lo cabal ganaba terreno a la majadería con que la juventud nos tienta.

Para entonces ya había pasado la comitiva y entramos para sentarnos a merendar chocolate con torreznos. Era el momento de plantearle mis planes. Disimuladamente le hice una señal a la viuda de don Rodrigo para que se llevase a mi pequeño.

Ésta lo arrancó de la reja del balcón al que estaba asido para llevarlo en volandas entre protestas y pataleos.

Tomé la taza.

—Ruy, ahora que doña Ana ha muerto, como grandes de España, debemos hacer honor a nuestro nombre aparte de honrar el de vuestro abuelo Lerma. Nuestros antepasados lucharon siempre por salvar al rey y no deberíamos traicionar su tradición.

Me miró expectante. Continué.

—A la vista está que su majestad está sometido al influjo hechicero de un tirano que no le deja ni a sol ni a sombra. ¡No podemos seguir como pasmarotes expectantes! La vida transcurre a una velocidad desorbitada y este crimen se está prolongando demasiado.

Mi esposo consideró solazada mi preocupación.

—En eso estoy.

Sorprendida me incorporé, mientras que él, divertido ante mi actitud, continuó:

—¿Recordáis al hombre que vinieron a detener a casa hace unos días?

Hice memoria.

—¿El sirviente nuevo que os trajisteis de Alcalá de Henares?

Asintió.

—Al saber que lo habíais liberado, no indagué más. Son demasiadas las caras de la servidumbre y por mucho empeño que pongo, sólo consigo recordar a las que me son más próximas. Pero ¿a qué viene eso ahora?

Ruy procuró calmarme.

—Sentaos y escuchad sin interrumpirme. Obedecí sumisa.

—Mi abuela en su lecho de muerte me habló de vuestros secretos y de vuestra conjura. Me hizo prometer que os ayudaría sin que fuese demasiado evidente, pues sólo erais mujeres y sospechaba que así queríais continuar.

Bajé la cabeza contrariada ante el levantamiento del secreto, pues me habría gustado ser yo misma la que se lo revelase. Ruy continuó.

—Fiel a mi juramento para con ella, al regresar a Madrid desde Guadalajara me detuve como siempre en el colegio enclaustrado de Santo Tomás de Alcalá, donde como sabéis tengo licencia para pernoctar.

Asentí sin comprender nada. Sabía que había pasado allí dos días, pero era usual y no me extrañó.

—Ese día vino a verme por senderos diferentes y sin apenas séquito el duque de Medina Sidonia, vuestro primo hermano.

Pregunté extrañada:

—¿Por qué no os acompañó en el viaje? Si él también estuvo en el entierro de Guadalajara…

Susurró con sarcasmo:

—Porque el que hayamos estado juntos a solas ha de ser un secreto para todos, incluidas vuestras compañeras de conjura. ¿Me prometéis antes de continuar que así será?

Me besé el dedo pulgar como las agoreras.

—¡Os lo juro!

Se levantó inquieto, miró tras las cortinas y entornó la puerta para ver si alguien escuchaba antes de continuar. Por fin, poniéndose los monóculos, se relajó.

—El sirviente que detuvieron en casa mientras vos estabais durmiendo y yo estaba ausente en realidad es un espía que trabaja para nosotros. Le conocí hace muchos años siendo contable de esta nuestra casa. Era bueno pero demasiado inteligente como para conformarse con un cargo tan bajo. Se marchó un día para recorrer mundo hasta que al regresar se dispuso a ayudar a Medina Sidonia en sus negocios. Nuestro camuflado contable se llama Miguel Molina y no nos fallará.

Lo dudé.

—¿Cómo lo sabéis?

Ruy se esforzó en ponerme en antecedentes.

—Desde que salió de su Cuenca natal ha demostrado una maestría especial en ciertos menesteres que no se ciernen únicamente a los números. Los jesuitas le enseñaron a guardar un secreto, y sus conocimientos contables le han empujado a la estafa. Sólo tiene un defecto para pasar inadvertido como todos desearíamos…

Se calló un instante. Mi curiosidad le hizo gracia.

—Ha estado cumpliendo condena en galeras. Ahora la Santa Inquisición le condona su pena por haber sido apresado por los moros, pero no por eso le deja de vigilar.

Una pregunta me vino a la mente:

—¿Cómo consiguió salir de Argel?

Sonrió.

—Figuraba en las listas de los cautivos, y al recordarle yo mismo pagué su rescate a los frailes trinitarios. Ahora comprenderéis que nos lo debe todo y no nos engañará.

Me encogí de hombros, demostrando mi ignorancia al respecto.

—Demasiado confiáis en la palabra de un hombre de semejante calaña. Si ahora la justicia le persigue de nuevo, por algo será. Sólo sé, Ruy, que por rescatarle el otro día a la fuerza de casa del alguacil y facilitarle la huida, a vos os querrán detener. ¡Qué ingenua fui al contradecir a la reina cuando me lo advirtió! Será una equivocación, le dije, mi señor no ha hecho nada esta vez. Ahora lo entiendo todo.

De repente se preocupó.

—Detenerme. ¿Acusado de qué?

—Según me ha dicho doña Isabel, por desacato reiterado a la autoridad. Su majestad me ha asegurado que intentará por todos los medios evitar que os lleven preso al castillo de Burgos como ansía Olivares, pero no sé si lo logrará, ya que está cansada de salvaros el pescuezo.

Bajé la cabeza desilusionada.

—¡Algo más tenía que esconder ese hombre que os hiciese arriesgar tanto!

Ruy, consciente de su pobre explicación, se esforzó:

—El tal Miguel Molina es un mero transmisor de las palabras de nuestro pariente Pedro de Mendoza en Lisboa. Son muchos los portugueses que están fraguando su independencia de Castilla y quieren destituir a don Felipe para coronar a Braganza. El único propósito de Molina era el enterarse de si tendríamos hombres suficientes para resistir el inminente asedio de la capital lusa. Una vez lo ha sabido, se ha marchado.

Le miré horrorizada.

—¡Pero si no los tenemos! Los pocos que aquí quedaban han partido hacia Aragón para sofocar la revuelta. ¡Perderemos Portugal!

Se mostró sorprendido ante mi preocupación.

—Y qué más nos da si con ella cae el valido. Olivares lleva veinte años en el Gobierno celebrando pequeñas victorias y silenciando las derrotas. Está claro que el rey no reaccionará si el mal es pequeño. Necesitamos mucha pólvora para que despierte de su aletargado estar, y está a punto de estallar.

Me preocupé.

—¿Estáis seguro? ¿No es demasiado arriesgado? Mirad que el silencio nos hace cómplices de un gran delito.

Negó con la cabeza.

—Si se enteran, será la primera vez que me condenen por callar en vez de por hablar. Lo cierto es que Portugal ansía su independencia, cansada de los muchos desagravios que recibe. Lo intentará tarde o temprano, y nosotros debemos aprovechar el beneficio de esta información.

Me besó. Había algo que aún no llegaba a entender.

—¿Por qué mi primo el duque de Medina Sidonia nos ha de ayudar? ¿Olvidáis acaso que su mujer es prima del valido?

Dudó un segundo en contestar.

—También lo es de la mujer de Braganza y el tirano no parece haber caído en la cuenta. Dice que si Olivares sigue mucho más tiempo y nuestro plan fracasa, él se sentirá incapaz de seguir soportando sus desmanes y se erigirá rey de una Andalucía independiente.

No pude evitar el taparme la boca.

—¡Volvemos a un reino de Taifas! ¡Es que nadie se da cuenta de que la ruptura de la unidad en nuestros reinos nos hará débiles e insignificantes! ¡Si Felipe II levantase la cabeza y viese en qué está convirtiendo su nieto el imperio que le dejó, se moriría de inmediato!

Ruy chistó para que me callase.

—Vos traed al mundo a este niño que portáis en las entrañas sano y salvo y a mí dejadme hacer. La excusa de vuestro embarazo será buena para retener aún un poco más a la Guevara, la Calderona y a nuestra vengativa viuda. Os prometo que después de llevar a cabo mi plan, el camino os quedará libre. Yo sólo heriré de muerte al tirano para que se tambalee a los ojos del rey; después le dejaré a merced de vuestras conjuradas para que gocéis dándole el empujón que le hará caer definitivamente. Pero insisto en vuestro silencio.

El dulce sabor de un desafío en ciernes me embargó el paladar. Sonreí al imaginarlo.

—Seré una tumba.