11
«Los trajes que acá se quitan
Sirven allá de usos nuevos,
Y Ansí traen todos los diablos
Azul, guedejas y peto».
FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
La villana de Vallecas
Amanecía cuando subimos a la carroza lo más prestas posible para que nadie nos reconociese. A la parte de atrás atamos el corcel de mi señor. Ruy prefirió sentarse a nuestro lado, más por su lamentable estado, que le impedía mantenerse erguido para cabalgar, que por el miedo que pudiésemos tener a que le agrediesen.
Después de visto lo visto, le analizaba de soslayo. Al sentir su cabeza posada sobre mi hombro, me aparté. Ésta quedó pendida de su cuello mientras roncaba. Un almizcle de repugnancia y aversión se me agarró a las entrañas al oler de nuevo el vino pasado que rezumaban los poros de su piel. El sudor me invadió y la angustia me obligó a soltarme la cinta de la golilla.
Me ahogaba. Por un lado, por el desprecio más absoluto que sentía hacia él, y por el otro, al sentirme traicionada e impotente ante el secreto que todos los de alrededor me guardaban. Pero ¿de verdad era mi deber callar si quería vivir tranquila? ¡Ya no estaba dispuesta a ello! ¡Si hasta Joaquina, mi dueña y confidente desde la infancia, parecía esconderme una y otra cosa! ¿Cómo es que doña Inés había cambiado sus visitas a los altares por paseos a las mancebías? ¿Por qué mi abuela y benefactora, la duquesa del Infantado, mi estandarte de moral, ahora también parecía estar conchabada con los de aquella calaña?
Un silencio gélido alimentó los primeros minutos de trayecto hasta que la algarabía del exterior nos obligó a detenernos. Al asomarnos vimos cómo una gran hoguera nos cortaba el paso.
Nos bajamos sin comprender nada. Los alguaciles sujetaban a una mujer que aún en camisa gritaba desaforada.
—¡Apiadaos de mí! Quedé viuda hace tan sólo dos meses y me condenáis al hambre más feroz.
Los alguaciles habían derribado la puerta de su tienda. Ante su mirada desesperada sacaban su preciada mercancía, se la mostraban al alcalde y éste, como gran sacerdote de la Inquisición, iba condenando al fragor de las llamas aquellas fruslerías que a su juicio pudiesen estimular la vanidad de cualquier hombre o mujer fomentando su ruina.
Los paños prohibidos, como los tradicionales cuellos alechugados, las valonas bordadas que superasen la anchura de un doceavo de vara, los ricos puños de más de tres anchos y las sedas demasiado ostentosas, ardían como velas de un mástil atacado por los holandeses antes de hundirse en el océano. Sólo se salvaban de la quema en montón aparte los cuellos más austeros, incluidas las golillas y las arrugadas valonas flamencas que a falta de almidón querían imponernos. El absurdo de la pragmática aprobada por la junta de Reformación si continuaba por ese camino sólo conseguiría anclar el hambre en los estómagos de los comerciantes que aún podían llenarlo y el descontento en quienes podían permitirse algún capricho en la vestimenta.
La mujer, cuando vio todo perdido, se arrodilló en el suelo escondiendo su cabeza entre las manos para no ver más. Su frondosa cabellera suelta, abrigándole los hombros, le sirvió además para ocultar el llanto más pesaroso. El empujón que le propinó el alguacil que la custodiaba la dejó, para más desconsuelo, sentada justo en medio de un charco enfangado del suelo.
En ese preciso momento, un arrojo de rabia endemoniada poseyó a la comerciante, reflejándose en su semblante, secándole las lágrimas y ensangrentándole el blanco de sus ojos. Apretó hasta el dolor sus puños y mandíbula. Se levantó empapada como estaba y tomó de la pechera al que la había empujado, tirando fuertemente de él a diestra y siniestra hasta que las cintas que cerraban su jubón se partieron desabrochándolo. El montón de abanicos, guantes, ligas, almillas y finas valonas que ocultaba cayeron al barro.
Su voz pareció manar del fondo más recóndito de sus entrañas.
—¡Quemáis lo que como jubetero fabricó y compró honradamente mi difunto marido, y me robáis el resto! ¡Si esto es justicia, que venga Dios y lo vea!
Ante el silencio de todos, el desembarazado de tan goloso botín le dio tal golpe con el mango de su espada que la dejó inconsciente y muda de una vez. La engrilletaron, la echaron a la jaula del carro de los alguaciles y la llevaron a la casa de galeras. Al fijarnos en el resto de los compañeros del ladrón, pudimos comprobar que también habían engordado.
Nada más la jubetera y sus injustos custodios abandonaron el lugar, la muchedumbre que observaba hasta el momento en silencio se dispuso a saquear lo poco que quedaba dentro de la tienda.
Nuestro cochero azuzó a los caballos, dimos la vuelta y tomamos una calleja alternativa para llegar a casa.
—Esto es absurdo, pretenden la sujeción del lujo sin base ni concierto. No sólo nos roban y decomisan a los nobles, sino que ahora, escudándose en la junta de Reformación, también acaban con el negocio de los comerciantes. ¿Es que no ven que todo subirá de precio y que los únicos que se enriquecerán con esta medida serán los vendedores clandestinos?
Nerviosa como estaba, abrí mi cajita de nácar y tomé un pedacito de barro para mascar. Joaquina metió cizaña.
—¿De qué os sorprendéis? ¿No os han prohibido ya portar oro y plata en las guarniciones de las carrozas, sayos, capas, ferreruelos y balandranes? ¿No os han limitado a los grandes de España a cuatro los escuderos y gentiles hombres que os acompañen en vuestro tránsito por las calles y a doce vuestro servicio total entre pajes, gentiles hombres y lacayos? ¿No son sólo cuatro hachas las que os permiten para iluminaros en la oscuridad de la noche? Si os dejáis avasallar de este modo, acabarán prohibiéndoos a las damas mascar barro y a los caballeros fumar.
—A la prohibición del uso del guardainfante puede que me rinda, dado que desde ahora sólo tienen licencia para usarlo las mujeres públicas. Pero por lo que a mí respecta, en el resto no pienso subir mis escotes, respetar las cuatro varas de ruedo que me obligan al diámetro de mi basquiña bajo el sayo, prescindir de polvos y joyas u obligar a mi señor a que se peine con copete, guedejas de crespo largas o rizos si le gusta. Olivares, con sus leyes, quiere dirigir hasta lo más íntimo de nuestras almas. ¿Por qué iba a hacerlo?
Joaquina se encogió de hombros.
—Haced lo que os plazca, al fin y al cabo, hoy nadie cumple en la corte. Pero ya habéis visto lo que le ha pasado a esa buena mujer, y las penas por seguir engalanándose con esos aderezos llegan a un centenar de ducados de multa. Ayer mismo vi como seis alguaciles en tropel se armaron de tijeras a la hora del paseo para cortar a las gentes que por allí transitaban todo lo que contravenía la pragmática, incluidas las alas de los sombreros demasiado anchas.
Sólo de imaginar la escena, reí a carcajadas. Ruy, después de la resaca, había recuperado el tono de sus mejillas y retorcía el final de sus bigotes.
—Dejad que Olivares se ahogue en su pragmática. Desde que se ha mudado a vivir en las dependencias del alcázar que hasta hace muy poco ocuparon los mismos reyes, sólo pierde el tiempo adulando al monarca y susurrándole al oído las lisonjas que ansía escuchar. Tendremos que aprovechar su distracción para pensar en cómo deshacernos de él y su yugo.
La viuda sonrió.
—Dejadlo en mis manos, que la conjura está en marcha.
Ruy, posándose la mano sobre la frente en un gesto sin duda debido al dolor de cabeza que las resacas le solían producir, la miró de soslayo sin comprender a qué se refería ni pretender enterarse. Aquella frase, en cambio, a mí me alertó sobre el secreto que sin duda me guardaban. Antes de lo que suponía, todo se esclarecería.
Al llegar a casa, doña Ana nos esperaba despierta; a pesar del cansancio de una noche en vela, estuvimos hablando hasta la hora del almuerzo. Fue la primera que quiso ponerme en antecedentes. Me dejó claro que ella quería vengarse de Olivares, pero su marido, el duque del Infantado, había sido nombrado mayordomo del rey y eso la ataba de pies y manos para actuar. Además la misma reina Isabel la veneraba demasiado como la antigua amiga de su suegra como para traicionarla directamente. Por eso delegaba en mí al comprender que había que hacer algo al respecto.
—Doña María, sabéis que hay pocos secretos para mí en palacio, yo, a partir de ahora, sólo os alertaré si intuyo peligro hacia vuestro propósito. No he dejado de pensar en cómo conseguir lo que queremos, y he llegado a una conclusión: el conde duque, teniendo en su mano la fortuna de tantos hombres, ahora pone buen cuidado en atesorar la suya, y por la bolsa precisamente creo que podríais atacarle.
Sin saber cómo ni por qué, ya me involucraba directamente sin preguntarme si estaba de acuerdo con ello. Dudé de su creencia de que por su ansia de dinero le atraparíamos.
—¿Me lo aseveráis de corazón? ¿Acaso no hicieron lo mismo los nuestros? Y mirad cómo han terminado. No, señora, por la bolsa no se caza a un valido del rey. La codicia, el poder y la opulencia que da la privanza son normales en ellos, y creo que tenemos que buscar más afrentados en nuestro bando, esperar la oportunidad y atacarle en el preciso momento en el que esté desprevenido con un arma más poderosa que el peculio.
Se mostró sumamente complacida al comprobar que no me negaba a la hora de unirme al desafío. Continué:
—Me honra que abdiquéis de este delicado propósito delegando en mí, pero ¿me avisaréis en el momento que intuyáis el instante más idóneo para actuar? ¿Cuándo creéis que será?
Se recostó cansada.
—No lo sé, quizá tengamos que esperar décadas, pero lo haremos. Cuanto más tiempo pase, mayor número de enemigos tendrá el conde duque. Vuestra meta principal será que finalmente su mayor enemigo sea el rey. Ahora el tirano aprovecha la debilidad del real espíritu, convirtiéndose en un veneno dulce que envicia al magno cautivo. Acabará dominándolo a su voluntad. Quizá yo no lo vea, soy vieja, pero vos, como mi nieta que sois, prometedme que os encargaréis de continuar una y otra vez con la conjura por muy difícil que sea.
Asentí. Ella sonrió.
—Estoy segura, doña María, de que todas juntas conseguiréis que el rey deje de decir «conde, no os retiréis, pues vuestra persona me es muy agradable y estoy contento con vuestros servicios».
—¿De qué servicios habla? ¿Del de desterrar y matar a todos los que sirvieron a su padre?
Antes de retirarse, convencida de mi entrega, sólo dijo:
—Eso parece.
Para mi nerviosismo e inseguridad, no había pasado ni un mes cuando aquel momento tan esperado pero lejano acortó sin previo aviso su distancia en el tiempo. Todo se precipitó cual cascada en un río en contra de nuestros intereses cuando recibimos la fatídica noticia de la muerte del cardenal duque de Lerma muy poco tiempo después de la de su desagradecido hijo, el duque de Uceda, acontecida entre cadenas en Alcalá de Henares. Desde aquel preciso momento, la responsabilidad de un pleito por el mayorazgo y señorío de esta casa caía sobre las espaldas de Ruy, ya que su tío Uceda sólo había dejado dos hijas vivas y la escritura de concesión de estos títulos obligaba a que fuese un varón el que heredase. Sabíamos que sus primas pondrían todo tipo de reparos en ello, pero el escrito dejaba clara la preferencia sucesoria del varón frente a la hembra por mucho que lo contradijesen los testamentos de su abuelo y tío.
Según doña Ana, aunque la posible herencia se encontraba gravemente mermada después del pago de los 20.000 ducados iniciales a que condenaron a Lerma al desterrarle y a la condena posterior de otros 72.000 ducados anuales, más el atraso de los veinte años de riquezas que atesoró en su ministerio, merecía la pena luchar. Además, ¿de qué nos serviría cejar en nuestros intentos si, desde la llegada de la noticia de la muerte de estos señores, el conde duque había fijado la ojeriza que un día les tuvo en mi señor esposo? Tendríamos que actuar rápido si queríamos eludir su daño. Interponer la demanda contra nuestras primas, vencer y hacernos poderosos para poder rivalizar con él de un modo u otro.
Si a nuestros intereses propios le añadíamos que por deber y juramento muchos nobles nos obligamos a ayudar a los infantes don Carlos y don Fernando en contra de Olivares y su afán por despedirlos de la corte, todo encajaba y el momento no podía ser más ventajoso. Si fuésemos descubiertas confabulando en su contra, siempre podríamos justificar nuestro proceder alegando nuestra ayuda y defensa a los infantes.
Ellos eran demasiado jóvenes para rebelarse, pero no lo suficiente como para no darse cuenta de que el conde duque estaba intentando quitárselos de encima a toda costa. El destierro de veinte leguas al que solía condenarnos a los que le estorbábamos sería un corto trecho comparado con el lugar adonde maquinaba enviar a don Carlos.
Los mentideros de palacio aseguraban que hacía tiempo que escudriñaba entre todas las infantas católicas y casaderas del mundo para desposarle lo antes posible y así, con esa excusa, mandarle de virrey lo más lejos posible de la corte. Más o menos lo mismo que quería hacer con la infanta María al casarla con el príncipe de Gales, que muy pronto llegaría.
El único que no parecía plantearle ningún problema era el infante don Fernando, ya que, como arzobispo cardenal que era en Toledo, escondía la cabeza bajo los hábitos clericales, y Olivares le mantenía a su lado tentándolo con la mitra pontifical. Sin duda el ejemplo de Lerma había servido de inspiración a más de uno para soslayar un incierto destino.
Esta subordinación real hacia el ambicioso tirano no podía continuar. No esperaríamos a que los infantes acudiesen a los nobles para expresarles su necesidad de socorro. Seríamos sutiles y discretas en nuestros pasos al no poder contar con más cómplices.
Estaba claro que los que le conocían preferían la desidia y abandono a sus caprichos que su represalia, y continuarían mucho tiempo abrazándose fuertemente a su propia cobardía. Pero nosotras éramos diferentes y nuestras razones, demasiado poderosas como para permanecer sentadas. Ya éramos tres en la conjura. La viuda, por vengar la muerte de su marido, la Guevara, por haber sido empujada gratuitamente al hampa de las callejas después de haber servido fielmente y durante media vida al rey, y esta servidora, para salvar el honor y peculio de los Sandoval y Rojas, que algún día se perpetuarían en mis propios hijos. La venganza que urdiríamos sería barroca. Un desafío tan retorcido como los pensamientos que surgiesen de nuestras recalcitradas y tergiversadas mentes femeninas.