19. La ruta del galeón Manila
15 de abril de 1805
Navega, velero mío, sin temor,
que ni enemigo navío ni tormenta,
ni bonanza tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
JOSÉ DE ESPRONCEDA,
Canción del pirata
No hubo un día durante el mes y pico que duró nuestra travesía hasta Manila en que el capitán de El Magallanes, Juan Vernaci, no discutiese con Balmis. Y es que el haber estado a las órdenes del Alejandro Malaspina a bordo de La Descubierta parecía darle derecho a todo. ¡Como si nosotros fuésemos unos aprendices en esas lides! ¡Cómo eché de menos a Pedro del Barco a pesar de sus debilidades!
En aquel barco había demasiada mezcla de gentes como para imponer el orden. Si a eso le sumábamos que prácticamente vivíamos hacinados en los sollados, la convivencia se hacía insoportable.
En el nuestro lo peor solía llegar al anochecer, cuando intentaba que los niños se durmiesen. En cuanto lo conseguía, los cuatro soldados que allí estaban alojados los despertaban empeñados en matar el tiempo jugando a los naipes, bebiendo y en muchas ocasiones peleándose hasta la hora de los maitines en que el murmullo de los rezos de los misioneros frente a un altar portátil que montaban solía devolver la paz al sollado.
Al descubrir que muchos de los mexicanitos mataban las horas de insomnio jugando de dos en dos en los coys, los regañé por contravenir mis órdenes y porque, a pesar del reducido espacio, al fin había conseguido que todos tuviesen un lugar asignado que no debían despreciar. Desistí de mi intento al comprender que los de los jergones odiaban dormir en el suelo porque, apenas quedaban inmóviles, decenas de ratones salían de sus escondrijos para mordisquearles los pellejos de los pies.
Pensé que teniendo bien vigilados a los dos inoculados para que no contagiasen incontroladamente a los demás, no habría problema. Pero llegó el día en que caí rendida por el cansancio y los enfermos invadieron el espacio de los sanos. Mi temor se hizo realidad cuando a los cinco días de aquello teníamos a siete niños vacunados en vez de a los dos que habíamos previsto. Eso adelantaba irremisiblemente el tiempo calculado para llegar a Manila con la vacuna en alguno de sus cuerpos. Lo conseguimos inoculando a partir de entonces a uno solamente, temerosos del riesgo que aquello significaba y dejándonos llevar por los propicios vientos. Así, el día que divisamos tierra aún teníamos a uno con los granos a punto para transmitir la salvación.
Aquel 15 de abril desembarcamos en Manila esperando ser recibidos por don Rafael María de Aguilar y Ponce de León, el gobernador de Filipinas, pero no estaba. ¿Por qué, si nos necesitaban para salvar a la población?
Suspiramos aliviados al comprobar que en su lugar nos mandaba a una delegación compuesta por tres de sus hombres más insignes. El primero era el deán de la catedral de Manila, don Francisco Díaz Duana; el segundo, el capitán Pedro Márquez Castrejo; y el tercero, el sargento mayor de las milicias Francisco Oynelo, que se encargaría de hospedarnos. Fue este último quien nos dijo que se nos necesitaba con urgencia en las islas circundantes porque corrían el riesgo de quedarse despobladas ante la epidemia.
Sin darse un respiro, Balmis tomó a los niños filipinos que nos traían, los inoculó con la linfa del único mexicano que nos quedaba viable y mandó a su sobrino Paco Pastor y a Pedro Ortega que partiesen a las islas Visayas en un barco llamado La Diligencia, curioso nombre que le venía al pelo ya que periódicamente hacía el mismo recorrido.
A la espera de su regreso, el tiempo pasó rápidamente. Todo en Filipinas era tan distinto a lo que habíamos conocido antes. Sus gentes, vestimentas y costumbres rezumaban exotismo; hasta sus alimentos estaban tan condimentados que nuestros estómagos tardaron en aprender a asimilarlos. Desde que Magallanes añadiera aquellas más de siete mil islas al imperio de Felipe II y hasta que Miguel López de Legazpi decidiese fundar allí su capital, miles de barcos como el nuestro debían de haber cubierto la ruta del galeón Manila uniendo en su transitar tres de los continentes principales del mundo.
No tardé en comprender el porqué de que Manila fuese conocida como la Venecia asiática, ya que decenas de barcos fondeaban y zarpaban a diario de allí con las bodegas repletas de las más exquisitas mercancías. Quizá lo que más me incomodaba era el andar soslayando las largas filas de malayos que corrían sin descanso de un lado al otro del puerto. Eran verdaderos hormigueros formados por hombres casi desnudos y sudorosos que fuertemente custodiados por soldados obligaban a los transeúntes a detener el paso. Al principio pensé que serían esclavos, pero luego supe que no era a ellos a quienes vigilaban sino a la carga que llevaban sobre sus cabezas. Arcas repletas de perlas del Japón, rubíes, zafiros o topacios. Otros hacían acopio de alfombras persas, porcelanas chinas, pequeños ornamentos de marfil, biombos y vistosas sedas bordadas. Los cargueros más humildes se cargaban a rebosar de toda suerte de especias; la mayoría venía de las islas Molucas y Sumatra. El trajín de aquellos sacos dejaba un suave aroma a nuez moscada y clavo que inundaba todo el puerto.
Temerosos del constante transitar de hombres y a sabiendas de que ese era el mejor caldo para la propagación de cualquier enfermedad, no perdimos un instante para montar la casa de vacunación.
Llevaríamos un mes trabajando a destajo cuando llegó la mañana en que Balmis no apareció tan puntualmente como solía. Temí lo peor porque hacía días que la extenuación del trabajo le tenía agotado. Desde su disimulado abrazo en la cubierta del barco había procurado mantener las distancias, pero ahora debía de necesitarme.
Entré tras tocar a su puerta y no obtener respuesta.
Tumbado en la cama, ni siquiera se incorporó. Al acercarme un poco más pude comprobar que las diarreas y fiebres habían regresado de nuevo.
Como las dos veces anteriores, me dispuse a cuidarle personalmente hasta que mejorase. Lo estaba consiguiendo cuando me di cuenta de que buscaba mi mano para asirse a ella. Se la tendí sonriendo para comprobar que no solo quería cogerse de ella sino que además me la acariciaba. El primer beso que me dio en el envés lo interpreté como de agradecimiento; el segundo, de osadía; y los siguientes, ya a la altura de las muñecas, de licencia excesiva. Comprendí que su intención iba mucho más allá cuando con la otra sacó de debajo de su almohada un mantón de Manila cuajado de vistosos bordados. Era un regalo. Con delicadeza aparté mi mano de sus labios y rehusé el presente. El, defraudado, se dio media vuelta para mirar a la pared. Fue entonces cuando definitivamente tuve la certeza de a quién había dirigido aquellos «te quiero» en su recaída anterior.
Ruborizada, salí de su cuarto dejando a Gutiérrez a su cuidado. ¿Cómo podía ser? Éramos tan diferentes y tenía una manera tan ruda de cortejar. Quizás el roce fraguó un cariño que él malinterpretó como amor. Pero, sobre todo, ¿desde cuándo se sentía tan atraído por mí? ¿No habría mandado a Salvany a la otra parte del mundo por celos? Para no hacer más incómoda aquella situación preferí dejar irresueltas esas preguntas fingiendo no haber advertido su intención. Muy pronto sabría cómo iba a reaccionar ante mi evidente rechazo.
Esperé dos días antes de volver a su habitación. Aún no estaba totalmente restablecido cuando lo encontré escribiendo sobre una bandeja de cama un informe a don José Antonio Caballero. Al ver mi sombra reflejándose sobre el papel, me miró de reojo para entregarme el primer pliego.
—No tengo nada que ocultar. Es más, conviene que estéis al tanto.
Comencé a leer después de las presentaciones y saludos pertinentes.
Cuando la soberana voluntad del Rey determinó que esta expedición llevase a todos sus dominios de América e Islas Filipinas el precioso preservativo de las viruelas, derramando amor fraternal y los caudales de su real erario para librar a sus súbditos del azote exterminador de las viruelas, las angostas miras de S. M. se extendieron hasta las generaciones futuras de sus súbditos pero no hacia los que no lo son y por ello he decidido extender su buen hacer hacia China.
En cuanto me recupere completamente de mi enfermedad, tengo el firme propósito de partir hacia Macao junto a mi sobrino Francisco Pastor, dejando aquí en Manila a doña Isabel de Cendala junto a Antonio Gutiérrez para concluir las vacunaciones. Os ruego que lo entendáis ya que allí reinan constantemente las viruelas y es de donde siempre nos ha venido el contagio a Filipinas y al resto de sus reinos causándonos la más cruel carnicería.
Con respecto a los que aquí dejo, he decidido mandarlos de regreso a México con los niños que de allí nos trajimos. Con ellos, como siempre, irá doña Isabel de Zendala y Gómez, la rectora del hospicio de La Coruña que infatigable noche y día ha derramado las ternuras de la más sensible madre con todos los niños que ha tenido a su cuidado, asistiéndonos a todos en nuestras enfermed…
Dejó inconclusa la frase.
—¿Qué os parece?
Deseando que terminase, solo fui capaz de corregirle en una cosa.
—Que unas veces soy Isabel de Zendala y Gómez; otras, Gómez Sandalia; y las menos, De Cendala a secas y es así como me gusta que me llamen en realidad. ¿Os dais cuenta de que llevamos dos años juntos y aún no lo sabemos todo el uno del otro?
A la espera indudable de otra respuesta por mi parte, continuó cabizbajo. Posiblemente esperaba que le pidiese que le acompañase a Macao o que al menos le hubiese intentado convencer de no acudir allí, pero no lo hice. La verdad es que aquella situación nuestra cada vez se me hacía más incómoda y la noticia de mi regreso a México me alegraba muchísimo dado que por fin podría afincarme en aquella casita que dejamos en La Puebla.
—Os ruego que me perdonéis y excuséis dejándome solo. Sea como fuere, mi intención no es otra que pedir que os asignen una pensión de por vida por los servicios prestados a la Corona.
Eso sin duda solucionaría holgadamente el resto de nuestras necesidades. Arremangándome el delantal me dispuse a dejarle en su quehacer.
—Gracias, señor.
Antes de salir me contestó sin levantar la vista de su abatimiento.
—No hay de qué y por el flete del barco de vuestro regreso a Nueva España no os preocupéis porque todo está ya arreglado con el capitán de El Magallanes para que embarquéis cuando terminéis aquí y lo estiméis oportuno. Ya sabéis que constantemente va y viene de Acapulco.
—¿Y vos?
Mirándome de reojo fríamente, me contestó tajante:
—La verdad, no creo que os incumba ni os importe en realidad.
Eran palabras de despecho que no pensaba rebatir. ¡Acaso creía que ya había olvidado a Salvany! La distancia fortalecía nuestros vínculos por mucho que le costase entenderlo. No me hacía gracia regresar en el mismo barco que nos había llevado a Macao, pero tampoco se lo dije.
El 2 de septiembre de 1805, después de cinco meses vacunando a diestro y siniestro y acompañado tan solo por su sobrino y tres niños filipinos, Balmis desapareció definitivamente de mi vida. Nuestra despedida frente al mismo barco que Paco Pastor había utilizado para visitar las islas fue fría y distante. A partir de ese momento el único vínculo que conservaríamos sería la promesa de mantenernos informados de los avances que uno y otro hiciésemos.
Contaba los meses soñando con llegar a La Puebla para leer las cartas que sin duda Salvany me habría enviado, cuando a cambio recibía las de Balmis notificándonos como nos prometió cada uno de sus pasos.
Por ellas supe que tardaron más de lo previsto en un inicio en llegar a Macao a causa de otro tifón que los acompañó durante seis días. Tan angustioso debió de ser el trance, que llegaron a perder a veinte hombres de la tripulación. Aun así Balmis consiguió que ninguno de los suyos terminase sepultado por la mar. Cuando al fin lograron llegar a Macao, el gobernador portugués, Miguel Arriaga Brum, los recibió con los brazos abiertos. Como en otros lugares, él fue el primero que se vacunó para animar a los más reticentes. Y vaya si lo hizo. Tanto fue así, que en solo tres semanas cientos de personas ya figuraban en su libro de registro y pudo partir hacia Cantón, donde la viruela causaba muchas más muertes que en la costa.
Siendo tan necesario en aquel lugar de China, tardó casi un mes y medio en comprender a qué se debía el maltrato que constantemente recibía por parte de los máximos responsables de la Real Compañía de Filipinas, sobre todo por parte de Francisco Mayo y Martín Salvatierra. Y es que al parecer aquellos hombres tenían demasiados intereses económicos con los agentes de la British East India que desde hacía meses vacunaban por su cuenta cobrando a los chinos pudientes y dejando de la mano de Dios a los más pobres.
Tan difícil como era de doblegar ante las injusticias, aprendió algunas palabras en chino con la intención de informar personalmente de aquel abuso a Pan Ke Kua, uno de los hombres más representativos del pueblo, pero de nada sirvió porque su voluntad también se había rendido a las generosas ofertas de la Corona inglesa. Fue entonces cuando, sumamente decepcionado por la corrupción reinante, decidió regresar a Macao para poner rumbo final a España.
Al llegar, el mismo Arriaga le recibió con una copia de la carta que el odioso virrey de Nueva España había mandado desde México al gobernador general de Filipinas advirtiéndole de que bajo ningún concepto Balmis debía regresar a España pasando de nuevo por México. Los agentes de la Real Compañía de Filipinas del Cantón tenían tantas ganas de perderle de vista que le sufragaron los pasajes para el Bom Jesus de Alem e incluso le dieron 2500 pesos para otros gastos siempre y cuando no regresase.
Consciente de que allí no trabajaba para el rey de España y de que no tendría otra oportunidad mejor, los aceptó sin rechistar. Lo que más le molestó fue que de este modo Iturrigaray conseguiría salirse con la suya al obligarle a regresar por la ruta del oeste.
No supimos más de él hasta casi pasado un año desde su partida. Aún seguía en Filipinas cuando el gobernador me entregó otra carta. ¡Procedía de España!
Estimada Isabel:
Hoy me dispongo a informaros de todo lo acontecido desde mi última comunicación. Costeamos la India, parando en Goa, cruzamos el cabo de Buena Esperanza al sur de África y paramos en varios lugares para hacer víveres.
Estos meses se me hubiesen hecho eternos si no fuese porque aproveché para escribir un diccionario de chino-español e ilustrar un tratado con las plantas que recolecté en el Cantón. Sin duda servirán, ya que la gran mayoría de los esquejes y semillas que traje en macetas ha sobrevivido al viaje y ahora los jardineros del Jardín Botánico de Madrid se esmeran en reproducirlos. Solo espero que se aclimaten con éxito ya que además de ser desconocidas aquí, sirven para paliar diferentes enfermedades.
De todos los puertos que tocamos creo que solo merece la pena recordar el de Santa Elena. Es una pequeña isla situada en la costa occidental africana que por ser colonia inglesa y con el recuerdo aún fresco del agrio encuentro que con estos mantuvimos en China nunca pensé que fuese de interés. Pero las sorpresas aparecen donde uno menos se lo espera y no tardé en enterarme de que allí nadie había oído hablar de Jenner, y es que, por despiste, hacía ocho años que las vacunas que la Corona inglesa les mandó se descomponían hacinadas al fondo de uno de los graneros de su ejército. Menos mal que aún conservaba una caja de cristales sellados con ella.
Al saber de aquel desmán, con suma diplomacia limé las asperezas que el gobernador Robert Patton podría guardarnos dado que en ese momento España era aliada de Francia y estábamos en guerra con Inglaterra. Era un hombre razonable que al saber que el verdadero descubridor había sido un compatriota suyo me permitió empezar la labor con un par de niños. Más que nada para comprobar los resultados. Después de aquello, me bastó con entregar un par de libros del tratado de Jenner que guardaba sin traducir para poner al día a sus médicos. Cuando desatracamos a la semana siguiente ya habían vacunado a todos los niños de la isla.
El 14 de agosto de 1806 llegamos a Lisboa y el 7 de septiembre al palacio de la Granja de San Ildefonso donde el rey Don Carlos IV me citó para una audiencia. A la espera, aproveché para pasear por sus versallescos jardines y refrescándome con las gotas de agua que la brisa arrancaba a las fuentes pensé en todos los que aún seguís luchando por esta expedición filantrópica mientras yo, el director, rindo cuentas al otro lado del mundo.
El recibimiento de S. M. no fue más allá de lo correcto. Le he querido excusar debido a los problemas que últimamente sufre por el acoso de los franceses, y es que aquellos que tanta ilustración nos trajeron ahora no se conformaban solo con eso. Las malas lenguas aseguran que Napoleón pretende anexar España a sus vastos dominios y la entrada de sus tropas por la frontera con el permiso de nuestro rey dan que pensar.
La mayor satisfacción no ha venido de nuestro rey, sino del mismo Jenner, que a sabiendas de mi paso por Santa Elena ha escrito algo que a todos nos concierne: «No me imagino que en los anales de la historia haya un ejemplo de filantropía tan noble y extenso como este».
Con esta frase me despido de todos y quedo a la espera de que me notifiquéis vuestro regreso a Nueva España y la devolución de los niños mexicanos a sus destinos para cerrar todos los trámites burocráticos.
Siempre a vuestro lado,
Francisco Xavier Balmis