5. Los desperdigados
Una cifra vigilante y sigilosa
vapor los arrabales llamándome y llamándome,
pero qué falta, dime, en la tarjeta diminuta
donde están tu nombre y tu calle y tu desvelo,
si la cifra se mezcla con las letras del sueño,
si solamente estás donde ya no te busco.
JULIO CORTÁZAR,
Objetos perdidos
Sorteando a multitud de peregrinos, subimos hacia el casco viejo. Nada más detenernos frente al arzobispado salté de la carreta como si la reciente historia de Balmis me hubiese puesto alas en los pies. Un segundo después tocaba a la campanilla.
No había dejado de balancearse cuando nos abrió un monaguillo que debía de estar apostado tras la puerta. Le tendí las credenciales y esperamos pacientemente sentados en un banco del zaguán a que el arzobispo nos recibiese. Sus arrastrados pasos no tardaron en sonar al final del pasillo.
Don Bernardo traía una copia de la real orden que el ministro de Gracia y Justicia, José Caballero, había mandado publicar en la Gaceta de Madrid haciendo referencia a la expedición. Sin saludarnos siquiera procedió a leérnosla en alta voz a modo de saludo.
Excelentísimos Señores: Deseando el rey ocurrir a los estragos que causan en sus dominios de las Indias las epidemias frecuentes de viruelas, se ha servido a resolver que se propaguen a ambas Américas, y si fuera posible a Filipinas y a costa del real erario, el precioso descubrimiento de la vacuna preservándolos de las viruelas naturales. Asignando para ello como director de la expedición marítima a Francisco Xavier de Balmis con una asignación de dos mil pesos fuertes de sueldo anualmente y hasta que finalice la misión.
Levantó la vista del papel en cuestión y nos miró un segundo sobre las gafas, murmuró mientras buscaba lo que le interesaba y, al hallarlo, continuó:
Siendo lo más esencial y difícil de esta empresa la conservación del fluido vacuno con toda su actividad en tan dilatados viajes, ha resuelto SM que lleven los facultativos un número proporcionado de niños expósitos que no hayan pasado la viruela para que así arribe a América la primera operación de brazo a brazo continuando después por los cuatro virreinatos e instruyendo a todos para practicarla.
En cuanto cerró la gaceta le pregunté.
—¿Nos ayudaréis?
Arqueó las cejas sorprendido.
—¿Cómo voy a negarme a ayudaros sabiendo que todo el reino ha acatado esta orden sin rechistar? ¿Cómo voy a ignorar una real orden que vela por la salubridad de todos los hombres de la tierra y que lo único que busca es erradicar de una vez para siempre la enfermedad más mortal que conozco?
Me reí ante la exageración.
—¿De verdad creéis que es tan grandiosa la empresa?
Esta vez me dirigió una mirada de reproche.
—Señora, sé de buena tinta que se han mandado órdenes como esta a decenas de ciudades. El comandante general de las islas Canarias fue el primero en recibirla y después todos los virreyes del reino sin olvidar a los más aislados gobernadores de Vera Cruz, Yucatán, Puerto Rico, La Habana, Caracas y Cartagena de Indias. ¡Si hasta nuestro máximo delegado en Filipinas tiene una copia!
Bajó la cabeza con un leve movimiento de negación.
—Doña Isabel, a pesar de que intuyo una entrega total en su labor, creo que vos aún no os habéis percatado de la verdadera envergadura de la empresa. Por primera vez en mucho tiempo, el rey está dispuesto a correr con todos los gastos de la vacuna. ¿No es algo admirable?
Asentí a pesar de la molestia que me causaba su premeditada forma de juzgarme.
—Seguidme, no hay tiempo que perder.
Le obedecimos sin rechistar. La verdad es que nunca había pensado en aquello con tanta grandeza. Acostumbrada a mi pequeño orfanato, solía preocuparme tan solo por los problemas cotidianos y mi espacio se reducía a su edificio y las calles colindantes. Imaginar a Balmis surcando los mares cargado de salvación para medio mundo me produjo una satisfacción inmensa. ¡Y pensar que sin comerlo ni beberlo me había visto involucrada en semejante bondad! Si todo salía según él esperaba, probablemente el ayudarle a conseguir los niños necesarios para su primer viaje sería una de las cosas más importantes que haría en mi tediosa vida, pero… Una descabellada idea me asaltó de pronto. ¿Y si pudiera ir a más? ¿Y si pudiese acompañarle? Cuidaría a los niños como la madre de la que carecen y conocería mil lugares. Quién sabe si incluso me quedaría en alguno de ellos como tantos gallegos de los que allá fueron. Aunque… vaya estupidez, una mujer entre tanto hombre. ¿Cómo iban a aceptarme en ese barco si ni siquiera se habían planteado llevar niñas a bordo? ¡Con lo que aquello nos hubiese facilitado la búsqueda!
Opté por mantener la cabeza despejada y la boca cerrada en pos de don Bernardo. Este caminaba apoyado sobre un báculo y arrastraba su cojera a través de las callejas empedradas de Santiago rumbo al Hospital Real junto al que estaba el hospicio. Debía de ser muy popular, porque a cada paso alguien le saludaba.
Para mí, su eminencia había idealizado al rey en sus propósitos, ya que no sería lo mismo si su hija, la infanta María Luisa, no hubiese caído enferma hacía cinco años de viruela. Solo a resultas de ello había hecho vacunar al resto de sus hijos, y es que nadie comprendía el dolor de un mal hasta que no lo sufría en sus propias carnes. Carlos IV no era el primer miembro de la realeza que padecía la cercanía de esta letal enfermedad: el recuerdo de la muerte del príncipe Baltasar Carlos —hijo y heredero de Felipe IV—, el de Luis I —después de haber reinado en España tan solo 299 días—, el del infante Don Gabriel —hermano del rey— o el del mismo Luis XV de Francia seguían vivos en muchos.
Una vez en el Hospital Real, el arzobispo se despidió de nosotros tan precipitadamente como nos había saludado, dejándonos en las buenas manos del capellán.
—El mejor que nadie os ayudará a encontrar a los niños más propicios de entre todos los que tenemos bajo nuestra custodia.
Aquel hombre de mejillas sonrosadas se mostró eufórico desde el mismo instante en que cerró la puerta despidiendo a su superior.
Era tan bajo que cualquier niño de apenas diez años alcanzaría a ver su tonsura, y tan rechoncho que la papada se unía a la molla de su cogote colgándole por detrás del cuello como una pequeña capucha de pellejo. Pensé que aquel hombre tenía que comer mucho más de lo debido dada la escasez de alimentos que padecíamos en las inclusas.
Al darse la vuelta, sus ojos reflejaron una gran ilusión.
—¿Imagináis un mundo sin nadie marcado por la viruela? Siempre ha afectado a todos al margen de su estamento y ahora resulta que serán justo estos niños dejados de la mano de Dios los que llevarán la salvación al mundo.
Me molestó que fuese precisamente él quien acusase a Dios de su cuestionable olvido, pero era una frase hecha y no dije nada porque no hacía falta mucha agudeza para ver que aquel no andaba sobrado de inteligencia.
Bamboleándose en el caminar como todos los obesos que no lograban unir las piernas, le seguimos mientras él continuaba empeñado en atribuirse parte de la gloria.
—¿Os dais cuenta de que si de verdad conseguimos proteger a toda la humanidad de este mal, en un futuro no muy lejano las nuevas generaciones carecerán de un referente palpable de los estragos que la viruela produce en los cuerpos? Tendrán que limitarse a imaginar lo que fue su cicatriz en damas tan nobles como la reina Isabel de Valois, la esposa más querida de Felipe II, o en Isabel de Borbón, la mujer de Felipe IV. Los hombres del futuro ya no tendrán que cuidar de aquellos que, habiéndola sobrevivido, quedaron para siempre deformes, ciegos o faltos de juicio.
Jadeó al subir las escaleras, pero ni siquiera la falta de aire le callaba. Estaba a punto de terminar con mi paciencia cuando por fin tiró de una inmensa llave que pendía de su cinto y abrió un cuarto.
Prácticamente se desplomó sobre la silla que había tras la mesa principal. Con gran esfuerzo abrió uno de los combados cajones de su derecha para sacar una caja llena de lo que parecían historiales de ingreso.
Mi joven acompañante, sin esperar una indicación al respecto, tomó asiento a mi lado dispuesto a comenzar de inmediato la selección. Ansiosos extendimos las manos a la vez para que nos entregase la caja sin más dilaciones, pero aquel parlanchín no parecía tener tanta prisa como nosotros. Rascándose la tonsura continuó inmerso en sus más que exasperantes conjeturas.
—Que yo recuerde, desde la epidemia de 1762 no hemos sufrido más su asesina visita, pero aun así no encontraréis un gallego por estos lares que no tema a su fantasma ya que este nos sigue amenazando con casos aislados. ¿Sabéis vos que todos los días muere alguien de viruela en Galicia? ¡Bendito sea Dios, que nos envía este remedio de su mano!
Posando la mano sobre la caja, no pude contener mi desesperación.
A punto de estallar de furia por su falta de sensibilidad, mantuve fija la mirada sobre ese gran montón de papeles temerosa de lo que mi instinto me indicaba. Cortante y seca le interrumpí:
—Dios deja de su mano a los niños, Dios nos enviaba el remedio y Dios ¡quiere que nos facilitéis lo más rápido posible las cosas! ¿Por qué me sacáis papeles? ¿No íbamos acaso a ver a los pequeños?
Ajeno a nuestra enojosa decepción, me contestó con una sonrisa abierta:
—Doña Isabel, ¿de verdad pensáis que los tengo aquí a todos? Hace ya meses que os escribimos haciéndoos partícipe de la falta de espacio en el hospicio y solicitándoos ayuda. Como comprenderéis, al recibir una negativa por vuestra parte y la de los demás hospicios tuve que buscar otra solución. Solo pude repartirlos por diferentes aldeas donde algunas familias caritativas se ofrecieron a darles el cobijo y el sustento necesarios.
Bajó la cabeza antes de proseguir:
—Además, de nada os serviría ver a los niños que tengo aquí porque están todos vacunados.
Le miré sorprendida e incapaz de contener ya mi arrojo.
—¡Me estáis diciendo que aquí no hay niños provechosos con la prisa que tenemos!
Rascándose la barba, sonrió otra vez el descastado. Era como si disfrutase poniéndonos cortapisas.
—Para bien nuestro y mal de vuestra búsqueda, hará seis meses que un médico catalán llamado Francisco Piguillem nos visitó. Acababa de terminar su peregrinaje en la catedral de Santiago para dar gracias a Dios por su buena fortuna después de casi tres años trabajando en la exitosa propagación de la vacuna de Jenner por Cataluña.
Una vez hubo oído misa, confesado y comulgado para cumplir con todos los requisitos del jubileo y la obtención de la indulgencia plenaria, vino a esta casa de misericordia y en un solo día vacunó a todos los niños con la linfa que traía en cristales de Puigcerdá y Tarragona.
Me desinflé incapaz de rebatirle.
—¿No queréis niños sin vacunar? Pues siento deciros que aquí no nos quedan. Solo podréis encontrarlos entre los que distribuimos antes de la llegada de aquel médico.
Sabía que Piguillem en Cataluña y Jáuregui en Madrid habían sido los primeros en divulgar la vacuna por toda España, y me alegraba de ello, pero ignoraba que hubiesen llegado hasta allí. ¡Aquello nos tomaría mucho más tiempo del que teníamos! Conforme se alejaban de las ciudades, los caminos en Galicia eran más angostos y escarpados, y según pude apreciar en un primer momento todos aquellos niños repartidos no estaban que se dijese muy accesibles.
Animada por el jovial sobrino de Balmis y después de la inicial decepción, nos quedamos toda la noche a la luz de una lámpara de aceite seleccionando a los posibles candidatos.
Me sobrecogió la cantidad de fichas que había cruzadas de abajo arriba y de derecha a izquierda por una línea roja, porque significaba que aquellos niños habían muerto. Me estremecí al calcular que solo el año anterior en ese orfanato habían enterrado a un 60% de sus inquilinos. ¿Cómo es que aun así andaban desbordados? Preferí alejar esos sepulcrales pensamientos de mi mente para concentrarme en la tarea.
Al amanecer, partimos procurando disimular nuestro desengaño con un documento donde el capellán explicaba por qué necesitábamos llevarnos a los niños. Como estaba dirigido a muchos analfabetos, pusimos especial cuidado en que lo redactaran de una forma sencilla. Para más aval llevaba el sello del arzobispado y la firma del mismo párroco. Ilusos, pensamos que así los padres de acogida no pondrían demasiadas objeciones y colaborarían sin rechistar con la causa.
Con la lista en una mano, un mapa en la otra y las gafas sobre la punta de la nariz intenté trazar mentalmente la ruta más corta y fácil. Así, en primer lugar nos dirigimos a San Manuel de Rivadulla. No fue difícil identificar la destartalada vivienda que buscábamos de entre las cinco que había.
Llamamos a la aldaba, convencidos de que sus moradores nos recibirían con los brazos abiertos al leerles las cartas que llevábamos, pero aquella gente vivía prácticamente aislada del resto del mundo, tanto que jamás habían visto un sello arzobispal o unas credenciales reales y eso los convertía en criaturas ermitañas y poco sociables. Sentados a su mesa y con mucha paciencia les explicamos todo, pero a ellos aquello poco les importaba. Su desconfianza era clara y no estaban dispuestos a ponernos las cosas demasiado fáciles porque la única verdad que entendían era que el acceder a nuestra petición significaba prescindir de un par de manos para el trabajo.
Mientras discutíamos frente a un jarro de leche y un plato de lacón con grelos, el pequeño Juan Antonio nos miraba con expectación. En su rostro no había un atisbo de temor. El pequeño estaba a cargo de María Batallan, una mujer tan rolliza como testaruda, y de su marido Ventura Couxo, un hombre enjuto que junto a ella parecía aún más enclenque. Cansada de intentar hacerles entrar en razón, hube de amenazarlos advirtiéndoles de las duras consecuencias que el incumplimiento de aquella orden les traería. Tuve la suerte de que los otros tres hijos del matrimonio ya estuviesen crecidos para cumplir con las labores de Juan Antonio, y al final cedieron. Nunca sabré si por temor a mis amenazas o por librarse de una boca más a la que alimentar. De todos modos sabía que hubiese sido mucho más difícil si aquel pequeño en vez de acogido hubiese sido hijo consanguíneo o adoptado.
Lo cierto fue que a mi nuevo ángel custodio no pareció importarle demasiado dejar esa casa. Ni siquiera se molestó en despedir con un beso a los que hasta entonces habían sido sus casi hermanos y padres; ellos tampoco hicieron amago ni siquiera de abrazarle, y es que el cariño no se finge. Estaba claro que solo le echarían de menos a la hora de trabajar.
Oí su voz por primera vez justo cuando su hogar se perdió de vista en el primer recodo. Allí parados y dubitativos frente a una encrucijada de caminos sin indicación alguna me tiró de la manga.
—Por allí se va a San Isidro de los Montes.
Sentándolo sobre mi regazo le susurré.
—¿Y qué es lo que hay allí que tanto te interesa?
Sonrió.
—Mi amigo Jerónimo María vino conmigo desde Santiago, pero nos separaron y se quedó a vivir allí en el molino con Tomasa y el Alberto.
Rápidamente saqué la lista y allí estaba.
—¿Quieres que vayamos a por él?
Entrelazando los dedos de su mano como si rezase, asintió con aire de súplica. Nos desviaba del trazado en el mapa pero me fue imposible negarme. El sobrino de Balmis no necesitó que le dijese nada para dirigir la carreta hacia San Isidro. Aquellos padres, menos míseros que los primeros, al ver las credenciales nos guiaron sin rechistar a donde el pequeño, tiznado entero de blanco, estaba cargando sacos de harina sobre una carreta. Al ver a su amigo se abrazaron con tanta fuerza que parecían querer fundirse el uno con el otro. Sus risas y juegos nos acompañarían hasta la siguiente parada. Pero… ¿adónde? Empezaba a angustiarme al leer una y otra vez la escasa lista de nombres, cuando Tomasa nos gritó desde el zaguán como si acabase de recordar:
—¡En San Esteban de Cos, mi prima Antonia y su marido Pedro Roel tienen a un niño llamado Juan Francisco! No hace mucho que tuvieron que vender la casa y han de irse. ¡Quizás os lo entreguen ahora que ni siquiera tienen campo que labrar!
Agradecida por la información, le saludé al viento mientras que los pequeños quedaban con la mirada fija en aquel molino de adobe y teja sin ser conscientes de que probablemente sería la última vez en sus vidas que verían humear su chimenea. El sonido de la corriente a través del caz y de sus ruedas de eterno girar se fue silenciando según nos alejamos.
Al recoger a Juan Francisco, la misericordia me hizo entregar unas monedas a la que le había servido de madre hasta entonces. Ella las metió inmediatamente en un cacharro de barro escondido al fondo de la alacena. Parecían pobres de solemnidad y sin embargo pronto nos dimos cuenta de que cuanto más nos adentrábamos en los montes, más miseria y más reticencia a entregarnos a los niños encontrábamos. La pregunta que nos hacían siempre era la misma: si se los llevan, ¿quién va entonces a cosechar, arar y ordeñar el ganado?
Transitando entre los maizales sembrados de patatas y los bosques de eucaliptos que flanqueaban nuestro estrecho sendero, pensé que de haber recibido la vacuna, alguno de esos padres no hubiese dudado en venderla a buen precio. No sería extraño porque ya eran muchos los falsificadores y buhoneros charlatanes que andaban dando en los mercados gato por liebre sin pensar en las consecuencias que podría padecer un supuesto vacunado que en verdad no lo estuviese.
Precisamente de camino hacia aquella aldea nos habíamos cruzado con uno que llevaba un inmenso pasquín colgado en un lateral de la carreta enumerando los amuletos, preservativos, licores y antídotos que tenía para sanar cualquier tipo de enfermedad. En definitiva, curas maravillosas que se alimentaban de la esperanza ajena. Desalmados sin escrúpulos que se aprovechaban del dolor de otros.
En Santo Tomé, Ana e Ignacio nos trajeron a un niño llamado Florencio que tenían a su cargo. Aunque la voz de nuestra presencia se fue corriendo, fueron muy pocos los que acudieron a nuestro encuentro y de entre estos pocos, solo pudimos dar por válido a Jacinto. Este niño de Santiago de Parderoa sería el quinto y último que pudimos recoger antes de cumplir los plazos estimados para nuestro regreso a La Coruña.
Aquella noche me derrumbé. Cinco, solo teníamos cinco niños que sumados a los doce de La Coruña hacían un total de diecisiete.
El sobrino de Balmis vino a verme, estaba tan preocupado o más que yo. Los dos sabíamos que necesitábamos al menos veintidós niños o la expedición nunca podría zarpar con las máximas garantías. Sentada sobre un muro cubierto de musgo que había a la vera de un camino, no pude más que aprovechar el descanso para desahogar mis penas con el joven que me acompañaba.
—Cuando acepté esta empresa, nunca pensé que sería tan difícil.
—Nadie dijo que lo fuera —me animó el sobrino de Balmis—. Si algo he aprendido de mi tío, es que nada se consigue sin esfuerzo. No deberíais preocuparos tanto.
Le miré indignada.
—¡Es que si en una semana solo hemos logrado inscribir a cinco niños, necesitaríamos al menos otros siete días para, con mucha suerte, completar la lista!
Fue entonces cuando sacudió la bolsa ante mis narices.
—Lo que hemos conseguido ha sido por las buenas y lo que hemos gastado ha sido por propia voluntad. En estos lugares no hay nada que no pueda solucionar un buen puñado de monedas, os lo aseguro. Si no hay más huérfanos, dispondremos de niños de padres conocidos.
—¿Me habláis de comprar niños?
Negó con la cabeza.
—Eso sería esclavitud. No, os hablo más bien de pagar un favor a unos padres de familias demasiado numerosas como para poder alimentar a todos sus vástagos. Ellos nos prestarán a sus hijos a cambio de ocho reales y la promesa de darles una buena educación y vida una vez nos hayan servido en la expedición. Es duro, pero el sacrificio de prescindir de uno para siempre posiblemente salve de la hambruna o la muerte por inanición al resto de sus hermanos, y ellos lo saben.
Le miré sorprendida.
—¿De verdad lo creéis?
Asintió convencido.
—Balmis, como buen previsor, ya se temió que esto pudiera suceder y me dijo que podríamos dar nuestra palabra a los padres si algo se enconaba.
—¿Y si aun así no lo conseguimos?
—Sería extraño.
Recé para que el joven practicante tuviese razón, y Dios me debió de escuchar porque en solo dos días tuvimos a la partida de niños que nos faltaban a pesar de que las despedidas fueron mucho más dolorosas que las anteriores. Mientras las madres se aferraban a ellos con lágrimas en los ojos, los padres acongojados tragaban su angustia intentando separarlos y terminar lo antes posible con aquel doloroso trance. Los niños, nada faltos de cariño como los anteriores, temían su viaje a lo desconocido y no lo disimulaban. El dolor era tan grande que prometí a cada una de aquellas madres que velaría por ellos como si fuesen mis propios hijos. Las más sumisas me lo agradecieron con harto dolor de su corazón, pero otras aprovecharon mi oferta para desquitarse. Aún recuerdo la respuesta de una en concreto. Frente a mí y con los ojos inyectados en sangre me culpó de su triste despedida.
—¡Qué fácil es prometer cuando sois vos quien se lo lleva! Decís que lo cuidaréis como a vuestro propio hijo. ¿Acaso sabéis lo que es condenar a uno de los frutos de vuestro vientre para salvar a los demás? ¡Me siento como un animal que niega la leche a un cachorro para amamantar al resto! ¡No me vengáis con mandingas!
Quise contestarle como era debido; decirle que, dentro de lo malo, era una mujer con suerte. Que aún tenía cinco hijos más en los que volcar su amor y que era una privilegiada porque yo quedé huera de maternidad y hombre en solo una semana y nadie me dio a elegir; pero preferí callarme y perdonarla porque la comprendía y el mal de muchos solo es consuelo de tontos.
Nuestra entrada de nuevo en el hospicio de La Corana fue triunfal y Balmis vino a recibirnos con gran algaraza. Después de inspeccionar personalmente a todos los niños nuevos, nos dio su enhorabuena y me pidió que le acompañase a su despacho. Fue allí donde se sinceró.
—Doña Isabel, todo ha salido a pedir de boca y estamos listos para zarpar. Durante estos días he conseguido las credenciales, los instrumentos, los libros, los reales y, gracias a vos, los niños. Ahora me falta una sola cosa.
Le miré expectante sin musitar palabra. Me miró fijamente a los ojos.
—No sé si sabréis que camino de Madrid, con todos los niños que ya nos habían servido y que me disponía a devolver a su casa cuna, se nos murió uno en Lugo.
Las palabras se me escaparon recordando al más débil de todos.
—¿No sería Camilo?
El doctor Balmis asintió pesaroso.
—Es el primer niño que pierdo y albergo la esperanza de que sea el último. Al menos me queda el consuelo de que quedó muy demostrado que no murió de viruela sino de una hinchazón en el estómago provocada por un apéndice infectado. Intenté extirpárselo, pero ya era tarde.
Su dolor sonaba verdadero a pesar de la frialdad de su carácter. Quise consolarle.
—Lo siento de verdad, pero no dudo de que ese era su final pues contó con uno de los mejores cirujanos a su disposición. Solo os puedo dar un consejo. No lo penséis más y centrad vuestra atención en los que aún os quedan. Al menos eso es lo que yo procuro en situaciones similares.
Busqué su mirada de nuevo.
—La muerte de Camilo me ha hecho pensar mucho en las necesidades que estos niños puedan tener, y por eso, doña Isabel, he decidido que nos acompañéis en la expedición. Seréis la única mujer del barco, pero no creo que eso os asuste.
Se me hizo un nudo en el estómago y el silencio que precedió a mis palabras sonó eterno.
—Dadme un tiempo para decidir.
Balmis chasqueó la lengua.
—No lo hay. Salimos al amanecer.
Su tono se tornó súplica.
—Vos sois la mujer que necesito para que vele por los niños. Os he observado y sé que los sabéis tratar. No os engaño, las condiciones del viaje no serán del todo placenteras, pero precisamente por eso creo que os necesitamos más. El sueldo no será alto, pero estará justamente equiparado con los cuarenta reales de vellón que yo cobro, los veinte de mi segundo, los doce de los practicantes y los diez de los enfermeros. ¿Os parecería bien cobrar ocho?
Paró un segundo para ver mi reacción antes de continuar:
—Estaréis rodeada de hombres de mar, de la medicina y de niños, pero sé que eso no os angustia en absoluto porque a esta tierra solo os ata el recuerdo del dolor. ¡Venid con nosotros! ¡Conoceréis nuevas tierras al tiempo que con vuestros cuidados colaboraréis con la mayor expedición que España ha organizado desde la de Malaspina!
Una fuerza incomprensible me impulsaba a creer todo lo que él me decía sin necesidad de debatirlo. Fue entonces cuando pronuncié mis pensamientos.
—Mañana… Apenas tendré tiempo para empacar, despedirme de las monjas y del resto de los niños. Y además… ¿qué hay de mis credenciales?
Esta última excusa disfrazaba mi aceptación. Balmis sonrió al cerciorarse de ello. Por primera vez rompió el distanciamiento que entre nosotros había dejándose llevar por el impulso y me tomó de las manos.
—Os juro que no os arrepentiréis. Por el resto no habéis de preocuparos porque a excepción de sus pertenencias más personales, los hatillos de los niños ya están dispuestos a los pies de sus camas.
Nervioso, se rebuscó en el bolsillo interior de la casaca y con pulso ligeramente tembloroso sacó mi pasaporte.
—Aquí os entrego las credenciales firmadas a vuestro nombre. Las hermanas del hospicio os esperan esta noche en el refectorio para despedirse de vos.
¡Cómo podía permitirse ese doctor que apenas me conocía disponer de mi vida a su antojo! Sin darme tiempo a contestar enmendó su falta.
—Os pido que no me toméis por un metomentodo. Son meros trámites que me he permitido ejecutar sin vuestro permiso por el acuciar del tiempo. Ahora bien, si no estáis de acuerdo lo comprenderé. De un modo u otro, mañana os espero a las ocho de la mañana en el puerto con los niños. Tenéis una noche para pensar detenidamente si queréis embarcar. Yo me limitaré a deciros que las oportunidades en la vida solo se presentan una vez y es de ingenuos cobardes desaprovecharlas. ¡Pensadlo, doña Isabel, porque si todo sale bien, vos probablemente seréis recordada por los anales de la historia!
Vanidad de vanidades, pensé. Como si aquello me importase. Una vez sola noté cómo mis latidos se habían acelerado y mi respiración desbocado. Apenas había pronunciado una frase de queja y aun así ya sentía bajo las plantas de mis pies la madera de la cubierta del barco. Aquel hombre sin duda sabía cómo convencer sin perder un minuto divagando.