17. Adiós a mis gallegos

Es tan corto el amor,

y es tan largo el olvido.

PABLO NERUDA

Al despedirnos desairadamente, el virrey pidió al arzobispo don Cosme de Mier y a Antonio Pérez Prieto, el decano regidor del ayuntamiento, que nos acompañasen junto a una escolta. Aquello nos resultó absurdo pero preferimos aceptarlo para no enfurecer más aún a Iturrigaray. Lo que nos habían ocultado de manera premeditada era que aquellos dos hombres tenían unas órdenes estrictas que cumplir de inmediato.

Apenas aparecimos, mis confiados ángeles salieron a nuestro encuentro para conocer a los recién llegados cuando el arzobispo hasta el momento afable se tornó el hombre más detestable de la tierra.

—¡Alguaciles, acompañad a estos niños a recoger sus pertenencias! ¡Nos los llevamos!

La desagradable sorpresa anuló por completo mi capacidad de reacción. Los galleguitos, al verme pasmada, corrieron hacia donde yo estaba para abrazarse a mis faldas. No supe hacer otra cosa que besarle el anillo y suplicar.

—Por favor, vuestra excelencia, dadnos tiempo.

Fue tajante.

—Tiempo para qué.

Aquel hombre no estaba dispuesto a perder un segundo en sentimentalismos.

—Para despedirnos.

Fui tan concisa en la contestación, como él en su réplica.

—Tenéis cinco minutos.

Tragando saliva, me agaché para ocupar el centro del corro que me habían formado.

—Id tranquilos con él. Obedeced sin rechistar y ya veréis como las cosas serán más fáciles. Aún no sé adónde os llevan pero en cuanto lo sepa iré a visitaros. Os lo prometo.

Uno a uno, al igual que a mi Benito cada noche, fui haciéndoles la señal de la cruz en la frente.

—Esto es un regalo que os hago para que Dios vele por vosotros ahora que yo no estaré.

En cuanto la voz se me quebró, supe que tendría que terminar si no quería contagiar mi congoja a los niños.

—Ahora corred a por vuestras cosas. Tú, Benito, quédate a mi lado.

Se mantuvo pegado a mí como un mono a la tripa de su madre y, al oír cómo hipaba, la tristeza en mi interior apretó su abrazo. Sacando de mi bolsillo la carta que me había llegado apenas unos días antes, se la enseñé al pequeño.

—Me gustaría habértelo dicho en otras condiciones más felices para celebrarlo, pero esta carta de La Coruña es precisamente el documento que nos une por siempre. Es una copia de tu partida de bautismo y aquí en el margen figuro como tu madre. Eso significa que ya nadie ni nada podrá separarnos.

Con ojos acuosos no supo si sonreír o llorar. Separándole el flequillo, le besé en la frente.

—Ahora ve y despide a tus hermanos gallegos, que a tu madre la tendrás siempre.

Fue entonces cuando contesté definitivamente a esa pregunta que con tanta insistencia me había hecho. Consciente de su suerte me devolvió el beso antes de salir corriendo.

Cinco minutos después, sus compañeros de vida, salvación y juegos partían cabizbajos tras el arzobispo. Mis ingenuos ángeles confiaban ciegamente en mis palabras, mientras que yo sentí traicionarlos. Sabía que desde ese preciso momento habían dejado de ser mi responsabilidad pero aun así no pensaba defraudarlos. Les daría un tiempo para aclimatarse a su nueva vida e iría a visitarlos. Si por casualidad descubriese que no estaban como debieran, lucharía con uñas y dientes para que recibiesen todo aquello que en España se les prometió antes de partir. Por su felicidad y por la tranquilidad de mi conciencia.

No habían girado aún en la primera esquina cuando Antonio Pérez Prieto nos apremió a los pocos que quedábamos para empacar y mudarnos a un pequeño palacete a pocas cuadras de la plaza de armas de la ciudad, propiedad del mismo virrey que no la utilizaba. Al comprobar mi abatimiento, el corregidor se excusó ofreciéndose para lo que necesitásemos. Le pedí que me informara en cuanto supiese de adonde llevarían a los gallegos.

Aquel atardecer por primera vez hice la cama de Benito junto a la mía sin el temor de que los demás se sintiesen celosos. Aquella noche, tras siete meses en duermevela cuidando de todos los demás, me sentí como una madre después de malparir, con el útero huero y el pecho a estallar de una leche que nadie solicitaría. Después de mil y una vueltas me levanté, fui al catre de Benito y me acosté junto a él para sentir el calor de todos los que se habían ido a un tiempo.

Aburrida por el poco trabajo que tenía desde la partida de los niños fui incapaz de esperar más de un par de días para ir a visitarlos. Según las pesquisas de Prieto, a los mayores los habían ingresado en el seminario de los bethlemitas para que una vez formados llevasen la palabra de Dios a los lugares más recónditos e inalcanzables de Nueva España. Poco importaba la vocación que tuviesen porque aquella era la salida más segura para ellos. ¡Qué lejos estaba aquello de lo que yo había imaginado para mis galleguitos!

Mi desasosiego se calmó al comprobar que sus nuevos hermanos los trataban con una deferencia casi paternal. Además de alimentarlos y asignarles una celda, les estaban enseñando a leer y escribir correctamente. Lo único que les molestaba era lo estricto de la norma, pero ya se acostumbrarían.

Fue al tocar la segunda aldaba cuando supe que ninguno de los pequeños había sido adoptado por alguna familia. Ni siquiera destinado a una de acogida como las que visité en los alrededores de Santiago. ¿Tan difícil resultaba? ¿De verdad se habían esforzado?

Preferí acallar estas incómodas preguntas hasta haberlos visto, no fuesen los monjes a prohibírmelo de antemano.

Me guiaron al comedor para el encuentro. Dos mesas corridas con sus respectivos bancos lo cruzaban de lado a lado. Los niños comían en silencio mientras dos monjes guardianes paseaban vigilando que no quedase en los cuencos ni un grano de frijol. Al lado, cada uno de ellos tenía una pieza de fruta. Disimuladamente me acerqué anhelando que en el guiso además hubiese un poco de carne o pescado, pero nada. Aquello no era algo que les pudiese echar en cara, ya que como rectora del hospicio de La Coruña sabía que muchos días la divina providencia no llegaba a más de un mendrugo de pan duro y unas cuantas mondas de patata.

En aquella casa de misericordia las reglas debían de ser tan estrictas o más que en el seminario de los bethlemitas, porque al verme los dos más pequeños se vieron obligados a contener su alegre impulso en cuanto la fusta de uno de los guardianes golpeó la mesa. La huella sobre el polvo quedó marcada a una pulgada de donde se encontraban sus diminutos dedos y pensé que de haberles dado probablemente les hubiera partido algún huesecillo. Después de aquello, no se atrevieron a mirarme hasta terminar.

Observándolos desde la puerta, Benito me apretaba la mano con fuerza. Como yo, no comprendía el porqué de tanta disciplina sin haber cometido una falta. Tragado el último bocado, levantaron la mano a la espera de ser supervisados. Una vez obtenida la conformidad de los vigilantes, se allegaron a una pila llena de agua, lavaron sus respectivos cuencos, los colocaron en una alacena y salieron a recibirnos. Corrí a abrazarlos.

—¿Es esto lo que coméis a diario?

Pascual, que a pesar de haber cumplido ya los cuatro años seguía arraigado al privilegio que le otorgué al iniciar el viaje por ser el más pequeño, se sentó en mis rodillas.

—Gauracos, frijoles, habas y algunos días como hoy, frutos tropicales. —Con sus bracitos me rodeó el cuello para besarme—. Y nosotros, ¿cuándo tendremos una madre? ¿Cuándo saldremos de aquí? Nos dij…

Le interrumpí agachándome para alcanzar su mirada.

—Ya sabes que los padres adoptivos no crecen como las margaritas. Yo nunca os prometí que tendríais unos. Solo os dije que intentaría buscároslos y os juro que lo haré.

—La primera para mí, ¿de acuerdo? —me susurró al oído.

Él sabía que las cosas no iban así. Por eso preferí encogerme de hombros sin contestarle. Al salir de allí de nuevo me asoló esa sensación de haberlos abandonado.

Después de aquello y con la excusa de vacunar a todos los niños huérfanos que pudiesen quedar sin inmunizar en el real hospicio de los pobres, los pude visitar a diario. Hasta que llegó el día en que el doctor Balmis fechó nuestra partida de México.

A una semana de la temida fecha, lo único que había conseguido para ellos era la promesa desganada del arzobispo don Cosme de Mier de que sacaría del real hospicio a los niños que demostrasen la suficiente capacidad de aprendizaje como para aprovechar las vacantes que quedaban en la escuela patriótica. Confié en que las pruebas no fuesen demasiado exigentes, repasé junto a ellos lo poco que les había logrado enseñar aprovechando las tediosas horas de travesía y me encargué de que ninguno se quedase sin examinar para al final esperar impaciente los resultados.

A las veinticuatro horas, el obispo llegó a verme con las calificaciones bajo el brazo. ¡Tan solo seis de los catorce que tenían en el hospicio fueron calificados como aptos!

Despojándome de todo recato le supliqué sin descanso una segunda oportunidad para los suspensos. Apelé a su compasión relatándole una por una sus historias. Me escuchó atentamente, pero aquel hombre de Dios tenía el corazón demasiado curtido por las desgracias que le rodeaban y no se anduvo con tapujos ni delicadezas.

—En la virtud de pedir, doña Isabel, está la de no dar. En justicia no puedo otorgar una oportunidad a un niño que otro aprovecharía con más capacidad. Lo siento mucho, pero esos zoquetillos solo me han demostrado con creces su estupidez. Tanto, que dudo hasta de su capacidad para aprender algún oficio. ¡Si algunos ni siquiera saben santiguarse correctamente!

Aquello era una infamia. Quizá no supiesen escribir pero la señal de la cruz era lo primero que trazaban sobre sus cuerpos al levantarse cada mañana y lo último antes de dormirse. ¿Cómo podrían haberlo olvidado tan de repente? Quise contestarle como se merecía, sin embargo me contuve porque sabía que, en cuanto desapareciese, ellos serían los únicos perjudicados por mis reproches. Después de haberlo intentado, mi conciencia se asió a la satisfacción de haber conseguido un futuro digno para al menos seis de ellos. Me hubiese gustado que todos tuviesen un hogar. De hecho había soñado con ello casi más que los propios interesados, pero no pudo ser. Solo era otra de tantas ilusiones frustradas.

Solapé la dependencia que últimamente había mantenido con mis galleguitos con la plena dedicación a la búsqueda de alguien que viniese a vacunarse. Para ello me dirigí de nuevo a ver al decano corregidor del ayuntamiento. El día que me dio las direcciones de los niños, Antonio Pérez Prieto me dijo: «Si me necesitáis en otra ocasión, no dudéis en buscarme». Le tomé la palabra y él, comprendiendo mi desesperanza, acabó obligando a punta de bayoneta a algunos indígenas a que me trajesen a sus hijos. Cuando me preocupé por las consecuencias que aquello le podría acarrear, se sinceró.

—No os preocupéis por mí, porque ese virrey ha conseguido crearse tantos enemigos que muy pronto habrá un alzamiento y yo pretendo ser uno de los que lo lideren, os lo aseguro. Si triunfamos le echaremos. Mientras, no tengo otra opción que seguir tragando con esta infame servidumbre.

Al día siguiente fue destituido por su manera de actuar. ¡Como si Iturrigaray fuese ejemplo de nada! Al saberlo, estuve tentada de aconsejarle prudencia, pero me contuve, pues lo último que convenía a nuestra misión era inmiscuirnos en ese tipo de problemas gubernativos. Lo cierto era que el éxito de un alzamiento en contra de aquel indeseable sería del todo imposible mientras siguiese siendo uno de los principales protegidos de Godoy. Por aquel entonces ni siquiera suponíamos que allá lejos, en España, se fraguaban cambios mucho más drásticos que los que aquel hombre pudiese imaginar.

Aguardaba pacientemente el tañer de las campanadas de la catedral para asistir a misa zurciendo unos raídos calcetines cuando llamaron con insistencia a la puerta. Junto a mí, y aburrido desde que sus amigos nos habían dejado, Benito pintaba un exvoto de la Virgen de Guadalupe para dar gracias a Dios por habernos unido. Era una imagen atiborrada de collares y coronas de flores que pensaba dejar en la primera iglesia que encontrásemos en La Puebla. Desganado por la interrupción, mi pequeño se limpió las manos de pintura para ir a abrir.

Los apresurados pasos de regreso me preocuparon. Tras él venía el rector del real hospicio. Parco en palabras, fue directo al grano.

—¡Habéis de venir inmediatamente porque vos sois los principales responsables de que desde el viernes hasta hoy haya perdido a cinco niños! ¡Cinco en menos de día y medio! ¿Se da cuenta de que eso rompe el promedio habitual?

No me lo podía creer. Incapaz de reaccionar continuó:

—¿Adivináis cuáles? ¡Son precisamente cinco de los inoculados! ¡Ya he informado al virrey y ha sido su excelencia el que me ha mandado a buscaros para ver si sois capaces de detener esta hecatombe!

Corriendo, fui a avisar a Balmis que, sin ponerse siquiera la casaca del uniforme, salió despavorido. Debía de haber un error. Tenía que existir una explicación lógica.

En la misma puerta topamos con la comisión de investigación que Iturrigaray nos mandaba. Eran los mismos protomédicos que conocimos el día de la visita a palacio y solo les faltaba frotarse las manos de satisfacción por nuestro fracaso. En silencio nos acompañaron al orfanato.

La gran sorpresa fue descubrir que había muchas más estancias de las que yo había conocido en días anteriores. Supongo que me las habían ocultado de manera premeditada por su insalubridad. Precisamente allí era donde habían aislado a los enfermos.

Cuando cruzamos un barrizal y nos adentramos en aquellas cochiqueras, las sombras de varias cucarachas y ratones corrieron a esconderse. Un olor a moho y a paja fermentada atacó nuestras fosas nasales; poco a poco nuestra vista se acostumbró a la penumbra. Allí yacían solos cuatro cuerpecillos inmóviles sobre inmundos jergones. Apenas un sucio trapo a modo de sábana les cubría las vergüenzas porque como a los desahuciados, los habían desnudado. ¡Es que nadie les había explicado la importancia de la higiene! Me hallaba tan indignada que ni siquiera pensé en el peligro al contagio; le arranqué a nuestro guía el candil que llevaba y me acerqué corriendo a ellos.

El alivio que me produjo comprobar que ninguno de los míos estaba entre los enfermos me dio fuerzas para continuar al lado del doctor en su reconocimiento. Apenas diez minutos bastaron para cerciorarnos de que nosotros no éramos los responsables de semejante ignominia y otros seis para convencer con argumentos contundentes a toda la junta de valoración, puesto que las erupciones que sufrían nada tenían que ver con las conocidas pústulas de la vacuna y mucho con las erupciones de la tina, la sarna y otras tantas enfermedades características en los niños mal cuidados. Definitivamente lo que mató a los pequeños de aquel orfanato no fue nada más que la debilidad para afrontar las múltiples infecciones que padecían.

Ante la evidencia, el desconfiado comité no pudo más que estar de acuerdo con el diagnóstico. Fue el médico personal del virrey, don Alejandro García de Arboleda, la voz que emitió el veredicto final mientras Balmis escribía en un papel el tratamiento que debía seguir cada uno de los enfermos.

—Ha sido una clase práctica excepcional, doctor Balmis, y creo que todos estamos de acuerdo con vuestro diagnóstico.

Los demás se limitaron a asentir. El silencio de Balmis dio pie a unas excusas que nunca pedimos.

—No me gustaría que nos malinterpretaseis considerándonos vuestros enemigos, porque os aseguro que os admiramos profundamente. Solo es que…

Miró a un lado y al otro solicitando apoyo a sus compañeros pero solo encontró silencio. Por fin expresó aquello que tanto le costaba.

—Habéis de entender que nos sentimos obligados a cumplir con las órdenes de don José de Iturrigaray sin rechistar y a veces incluso tenemos que forzar las cosas en el sentido que desea pero…

¿Era una amenaza lo que estaba a punto de pronunciar? Por primera vez desde que había comenzado a hablar, Balmis dejó de escribir para levantar la mirada.

—La verdad prevalecerá, siempre que informéis al Consejo de Indias de nuestra labor antes de vuestra llegada. Así al menos nuestros nombres quedarán inscritos por siempre en los anales de la historia.

¡La lista de los embelesados por la vanidad crecía! Balmis se quitó las gafas para desafiarle.

—¿Y si no lo hago?

Don Alejandro carraspeó dubitativo.

—No violaré el juramento hipocrático mintiendo sobre el estado de salud de estos niños, pero tampoco os ayudaré a convencer al virrey de la necesidad de que coopere económicamente con vuestra expedición.

Aquel ofrecimiento bien merecía sostener las bridas del orgullo. Solté la gasa con la que desinfectaba la herida de uno de los pequeños para mirar a mi jefe. Al verle con las mandíbulas apretadas, corrí a susurrarle al oído.

—Doctor, pensadlo. Aún no hemos nombrado a los directores de las diferentes filiales de vacunación que fundaremos en Nueva España y precisamente necesitamos seis. ¡Hay una por cabeza! Si aceptan esos puestos sus nombres aparecerán en nuestros escritos, nos evitarán mucho trabajó y además sonsacarán a ese miserable para que nos pague los gastos.

Incapaz de bajarse las calzas ante el agresor, sin mirarlos siquiera, asintió, cogió la pluma y el tintero y se marchó a otro lugar a continuar con sus recetas. Ya de espaldas, se despidió.

—Doña Isabel de Cendala es de mi total confianza. Ella os explicará.

Como delegada principal del director, allí quedé frente a frente con los protomédicos. A partir de ese preciso momento y por la potestad recibida del rey de España, ellos serían los encargados de que la junta central de vacunación quedase perfectamente constituida y de que todas las provinciales en puertos, locales y regiones según su ubicación la secundasen. Así sus firmas quedarían para siempre plasmadas en los registros de vacunados.

No pude evitar que don Alejandro García de Arboleda, como el preferido del virrey, se erigiese director de la casa central. No me parecía el más idóneo para ello pero tampoco iba a discutir dado que los demás tampoco lo hicieron.

A la mañana siguiente, Paco se reunió con nosotros con la alegría de un más que satisfactorio viaje a Guatemala al haber vacunado a muchos más en las aldeas de aquel pequeño país que nosotros en la capital de Nueva España. Los dos niños indígenas que nos facilitó Prieto ya eran portadores de la linfa de la viruela y abajo todo el equipo quirúrgico esperaba empacado a ser cargado en las carretas para partir hacia las muchas ciudades y poblados que nos quedaban por visitar. Ya nada más nos retenía en México.