Perrón de Braña
Se sentaba al lado del enfermo, montaba una pierna sobre otra, sacaba cachimba, vertía el tabaco, cebaba lentamente y con mucho taco de pulgar, encendía, y por fin lograba que una gran nube de humo le envolviera la cabeza y le cubriera el rostro; que parecía que el humo le brotaba de la boca, de la nariz, de las orejas. Estaba una hora larga junto al enfermo, fumando, hablando de las cosas que van y vienen, del tiempo, y de gente ajena y sus vidas. Le ponía la mano diestra en la nuca al enfermo, y le hacía escupir en un pañuelo limpio. —¡Ahora di el padrenuestro en voz alta!
El enfermo lo decía. Perrón escuchaba, muy atento, mirando de soslayo.
—Vuelve ahora a «venga a nos el Tu reino». El enfermo volvía. Perrón comprobaba el calor de su frente.
—Te lavas bien el cuerpo durante toda una semana, y comes papas de centeno cuatro veces al día. El veintidós es creciente, y he de sangrarte.
Perrón sangraba siempre en cuarto creciente. Iba mucho por la farmacia de mi padre. Curaba con sangrías, con papas de avena o de centeno, baños calientes y muchas horas de sueño. Perrón era, por su propia naturaleza, somnífero. Conocía las enfermedades de sus clientes por la voz. Por lo que le tengo escuchado, parece ser que hay nueve tonos. El enfermo del hígado no tiene la misma voz que el que padece de los riñones, o del estómago, o del corazón. Ya dije que en su terapéutica tenía mucha importancia el sueño. Pasaba horas a la cabecera de los enfermos para escucharlos dormir.
—¡Tú duermes muy mal! ¡Te voy a poner a dormir sin almohada, y con una manta de menos!
A algunos los obligaba a nuevas posturas en la cama, o les cambiaba esta de lugar. Enseñaba a los enfermos cómo debían respirar mientras dormían, para lo cual se metía en cama con ellos, cogiéndolos de la mano, haciéndoles acompasar la respiración a la suya. Aunque el enfermo fuera una mujer o un cura, se acostaba lo mismo. Acostarse con un cura plantea graves problemas de conciencia.
—¿Y si el cura sueña en voz alta y dice lo que escuchó en el confesonario?
Para Perrón había dos clases de sangría, la de vísperas, que se hace en el momento de salir la luna, y la meridiana, a las doce del día. El enfermo, mientras lo sangran, tiene en la boca una ramilla de romero. Una vez sangrado el enfermo, el romero era quemado. Que se sepa, Perrón de Braña fue el último curandero que sangró en el país.
Perrón, además, curaba con historias. Le contaba al enfermo una adivinanza, no muy fácil.
—Cuando vuelva a sangrarte, a ver si me la tienes resuelta.
El enfermo pasaba horas y horas discurriendo, sacándole la figura a la adivinanza de Perrón. Los enfermos de Perrón se aficionaban a las historias que les contaba, las comentaban, discutían con la familia y los vecinos, soñaban con ellas. De las adivinanzas, pocas acertaban. Las historias lo eran de tesoros escondidos, de pleitos y de robos, y hablaban en ellas moros, franceses y animales diversos, el zorro, el cuervo, la comadreja… Un tal Grilo de Abeledo, que tenía fama porque, yendo a servir al rey, aprendió en una noche todos los juegos de cartas, aclaró una vez una adivinanza de Perrón. Una que se refería a siete zuecas que calzaban cuatro hombres, y ninguno era cojo. Cuando se murió el Grilo, el cura de Labrada andaba medio cabreado, porque el Grilo había palmado sin decirle la solución correcta. Perrón era de mediana talla, entrerrubio, los ojos claros, muy lucida la dentadura con tres piezas de oro en la delantera. Gastaba gorra de visera negra y vestía de pana. Perrón era apellido, que no apodo. Decía que el Perrón le venía de un soldado francés que enfermara en Santalla de fiebres, cuando Soult pasara por allí, y era músico de segunda. Hubo discusiones en las barberías de Mondoñedo y Ribadeo sobre si Perrón sabía francés o no; un diccionario español-francés, seguro que lo tenía. Cuando se murió el médico y poeta don Manuel Leiras Pulpeiro, Perrón compró a sus herederos un juego inglés de lancetas que aquel usaba. Perrón, que fuera siempre de la cáscara amarga, en los últimos años de su vida llegó a beato. Le quiso regalar un traje a san Bernabé de Santalla, un santo muy robusto y barrigudo, y tomándole una costurera las medidas, se vio que el santo tenía las medidas mismas que el curandero, en altos y en anchos. Perrón fue a Lugo a encargar el traje, y estuvo allí probándose la túnica roja y el manto amarillo, sirviendo de maniquí y sin quitarse la visera, porque era muy dado a catarros. Se asegura en el país que a veces, en casos peliagudos, Perrón iba a la ermita de san Bernabé —de la que tenía las llaves su hermana Clotilde—, y se vestía con las ropas del santo. Los vecinos que lo veían pasar, formaban como en procesión, en filas a ambos lados del camino, y muchos con velas.
Un día cualquiera, tras ayudar en el vareo de las castañas, se metió en la cama y pidió que le pusiesen dos sanguijuelas en un costado. Me contó su yerno su muerte.
—Perrón le pidió a la mujer que le dijese una adivinanza. La mujer solamente sabía una: —Mosca y media, tres medias moscas y dos moscas y media, ¿cuántas moscas son?
Sumaba in mentis Perrón, y ya iba a responder que cinco moscas y media, cuando le vino un golpe de tos, y dio con él el alma. Fue muy sentido.
Tan pronto como murió Perrón, un tal Cabo de Lonxe, pasó a cobrar dos reales por quitar las verrugas. Usaba nitrato de plata. Pero Perrón quitaba las verrugas de palabra, y a varias leguas de distancia.