La botica del Viejo de la Montaña
Es decir, la botica de los haschichins, de los asesinos, en el castillo de Alamut, en los altos montes que vigilan los pasos desde la Caspiana a la meseta siria. Hay que decir que los caminos que llevaban el haschich, la cannabis indica et babilonia de los versos de La pipa de kif, de Valle-Inclán, desde los campos del Irán y del Afganistán al Imperio bizantino y a todo el Oriente Próximo, los vigilaba el alto Alamut. Y fue el haschich la droga principal para los ensueños de los fieles de Hassan Sabbah, el Viejo de la Montaña. La historia es conocida: el Viejo, cuando quería deshacerse de un enemigo, o dar un buen golpe en Ispahan o en Alepo, el elegido para el largo cuchillo era probado en Alamut, donde después de unas buenas dosis de droga se despertaba en un jardín secreto, rodeado de muchachos y muchachas de rara belleza. Sí, verdaderamente despertaba en el Paraíso, acariciando hermosos cuerpos y enormes racimos de uvas de Hama. ¡Largas jornadas de placer! Hasta otra dosis de droga, y el elegido despertaba en uno de los desfiladeros que llevan a Alamut, solo y hambriento. Y era entonces cuando se le decía que si quería volver al Paraíso debía matar en Ispahan. Y como loco, iba hacia allá. Nuestra palabra asesino viene de haschichin, el devoto del haschich. Ya aparece en las Partidas del rey Alfonso, y en La Gran Crónica de Ultramar. La palabra llegó a través de los caballeros francos que fueron cruzados. Si el crimen tenía éxito, y el asesino regresaba a Alamut, tenía a su disposición todo el haschich que quisiera, pero salvo que fuese a ser empleado en otra misión tan sangrienta como la que había cumplido, los galanes y los muchachos cuya esbeltez hacía, según una rubai atribuida a Omar Jayyam, aparecer retorcido al ciprés, y las doncellas ante la brillantez de cuyo rostro la luna es pálida, solamente los veía en sueños, en los sueños profundos de las grandes dosis de haschich.
Pero no todos los hombres eran enemigos para Hassan Sabbah; el Viejo de la Montaña. Incluso entre los cruzados cristianos tuvo amigos, a los que permitió el uso de las más preciosas pócimas de su botica, en la que triunfaba la doctrina alquímica del sabio Gabir, aunque moderada por el Kitab al-saydata fi al-tibb, o Libro de la farmacopea en la medicina, de donde, dicen los sabios alemanes que lo han estudiado especialmente, viene toda la ciencia arábiga y persa de los purgantes. Se purgaban con viborillas de oro, con rollitos de pergamino en los que estaban pintadas, a todo color, pequeñas piedras preciosas y plantas raras, pero también con mezcla de aguas de diversos pozos y manantiales, con polvo de dientes de camello lechón, o vino de palma conteniendo nada menos que unas gotas de semen del gran Abu Ali al-Husayn ben Abdallah Ibn Sina, el famoso Avicena de la latinidad, autor del célebre «Canon», médico, y a la vez político y filósofo, incansable gozador venéreo, brutal glotón y espléndido y tempestuoso beodo. Murió de una indigestión, y como había escrito, además del «Canon», un libro titulado Al Sifa (La Curación) y otro Al hagat (La Salvación), a su muerte alguien hizo un pareado que corrió por las escuelas y los zocos:
Vi a Ibn Sina morir de una sucia indigestión. La «Curación» no lo curó, y la «Salvación» no lo salvó.
En la botica de Alamut se pretendía disponer de todos aquellos medicamentos que vienen en el segundo de los libros del «Canon» de Avicena, y de los productos que permiten preparar todos los compuestos que figuran en el libro quinto. Para los clísteres, los purgantes, la sangría y la cauterización, también se estaba con Avicena, libro primero. El único gran occidental que parece haber podido traer a Europa algunas pócimas del Viejo de la Montaña fue Ricardo Corazón de León, que no tenía tal corazón de león, que el mote parece haber sido «senhal» de trovadores provenzales, y era sodomítico declarado, y del Viejo de la Montaña consiguió unas hierbas continentes: las hierbecillas se las daban, amasadas con miel, a un ave cuyo nombre se ignora, paloma o milano, y luego en terapéutica, se usaba el excremento. Aseguran que en la botica de Fontevrault hubo durante mucho tiempo de estas píldoras. Como es sabido, los descendientes actuales del Viejo de la Montaña y sus sucesores son los jefes de la secta ismailita. Ellos mismos, por lo menos hasta el difunto y tan popular Aga Jan, eran considerados como medicina. Se vendía a sus fieles el agua en que se bañaban, y no era esta la menor de sus rentas. El agua servía para curar la lepra, remojar en ella paños para aliviar los dolores de las parturientas, prevenir el tracoma y, lavando los genitales, adquirir los maduros fuerza viril. Maurice Barrés, en su viaje a Levante, se encontró en una casa en Siria con una botella, respetuosamente guardada y envuelta en seda, que contenía agua «del Hombre de la Luz, el Sabio de los Tiempos, el Conocedor de lo que está oculto en la Noche, el Auxiliador de los Crepúsculos, etc.». Barrés se sorprendió de que este poderoso, iluminado, iluminador, salutífero señor todavía viviese. Sus huéspedes le mostraron una fotografía, que era la del Aga Jan, gordo, de chaqué y chistera, en las carreras de Longchamp, en París. Barrés se maravilló:
—¡Pero si a este tipo lo conozco yo del hall del Ritz!
La botica de Alamut estaba en una sala abierta en la roca viva, en el castillo. Por unas chimeneas se recogía en ella, en una bandeja de plata, rocío de la Luna. Pero el lugar de honor en la botica lo ocupaba, sobre una piel humana curtida con azafrán —dicen que la piel de Nizam al Mulik, el gran visir de Ispahan, amigo del Viejo de la Montaña, pero un día mandado asesinar por él—, una copa de marfil que contenía la famosa mezcla del semen de Avicena y vino de palma. Según una nota de Mieli, el historiador de la ciencia, se le ha seguido la pista a esta copa, cuyo contenido, en un momento dado, fue repartido entre los shas de Persia y los grandes mogoles de la India; pero también se corrió el rumor, a finales del siglo XIV, de que andaba por Venecia el precioso líquido, y que una partecilla había sido usada más tarde por el lujurioso y violento Malatesta de Rímini, el de la pieza de Henri de Montherlant.
Otros hacen que la droga esté en manos del César Valentino. Parece ser que en Shakespeare hay una frase nunca bien interpretada, y que se supone alude al semen de Avicena, entre brutales excitantes incluida. Acaso el caballero Casanova —cuatro coitos en doscientos pasos, con salto de tejado y maniatamiento de escudero— había bebido una cucharadita de la pócima. De las dosis que circulaban a escondidas por Venecia.