La botica del basileo de Constantinopla
La botica imperial constantinopolitana estaba en una torre en el jardín imperial, conduciendo a ella cuatro caminos pisados de mármol —un camino hacia cada punto cardinal—. En los mármoles aparecían grabadas inscripciones griegas, que pisaba, descalzo, el que iba a la botica en busca de medicinas, y se entendía que el pisarlas era como cumplir un rito de purificación. Nunca se supo muy bien cuáles eran los textos grabados, que unos creen eran hipocráticos, e incluso pitagóricos, de antes de la disolución de las escuelas de Atenas, y otros, cristianos eruditos, que se trataba de los preceptos mayores de los santos Cosme y Damián. Los mismos que suponen que Cosme era verdadero médico, siendo Damián como ayudante o enfermero. De la farmacopea de los anárgiros Cosme y Damián corrieron siempre en Bizancio, como en Grecia y Bari, en Italia, así como en Sicilia, polvos de diversos colores, los más contra las jaquecas, el dolor de muelas, los sabañones, los desarreglos menstruales y las varices o hiedras, etc, pero corrían por libre, y no salían de botica reconocida. Desde Ulises, los griegos en el mar siempre fueron muy atacados de sabañones, y es raro que en la Odisea no se diga nada de ello.
El boticario mayor imperial era, en Bizancio, elegido en secreto, y una vez instalado en su torre nadie hablaba con él, ni lo veía, que despachaba por una ventanilla y se cubría el rostro con un velo. Esta práctica duró hasta la politización de la ciudad en el hipódromo y la aparición de los bandos de Azules y Verdes, los cuales bandos exigieron que en la botica imperial hubiese un representante de cada uno para vigilar la llamada «tabla de venenos»; de este modo, solamente estando de acuerdo los dos bandos podía ser envenenado el emperador, o el heredero, o algún estratega que se surtiese de infusiones allí. El fondo de la botica bizantina lo constituían las hierbas sasánidas, la mayor parte de las cuales no han sido todavía identificadas, especialmente las que se supone proceden de China. Lo importante de estas hierbas —como en los polvos de Cosme y Damián— era el color, hasta el punto de que en una enfermedad dada no se recetaba la hierba, sino el color, amarillo, rojo, celeste, etc. Una mala lectura, al parecer de un antiguo texto filogalénico, hacía creer que numerosas dolencias procedían de perturbaciones del suelo terrenal, de la descomposición de materia orgánica —perros, cuervos y cabras enterrados, mayormente—. Los aristócratas eran los más sensibles a estas influencias, y en el siglo IX, pese a encontrarse el Imperio sumido en las grandes disputas teológicas, un obispo tuvo tiempo para inventar un calzado que entre suela y pie llevaba un compartimento estanco, lleno de agua preventiva, hecha con agua traída de una fuente del Ponto, agua ferruginosa y gruesa, y zumo de la raíz del llantén. La fuente estaba en la diócesis del obispo, y pasó a formar parte de sus rentas. Así, no pisando el suelo sino el agua preventiva, los grandes señores de largos títulos y las delicadas princesas y damas no pescaban ninguna enfermedad oriunda de la podre terrenal. Este tipo de zapato llegó a estar de moda en Venecia, pero se prohibió porque usando el compartimento estanco se hacía contrabando de oro arábigo en polvo, y además podía ser utilizado por los espías de las potencias enemigas de la Serenísima.
Pero quedaban las enfermedades aéreas, contra las que los ricos bizantinos se previnieron de tres maneras: a) poniéndose ante el rostro, colgando por tres hebillas del sombrero de cuerno o redondo, paños transparentes que un esclavo regaba constantemente; b) llevando al lado, en brazos de un esclavo, un perro sirio, de enorme lengua y ansiosa respiración, como si llegase de carrera venatoria, el cual tragaba en los agostos y septiembres el aire infectado, y lo devolvía purificado; c) usando un pájaro, el «ave de los oasis», nunca descrita, que se aprovisiona de aire para un año en la frescura del palmeral y los pozos antes de emprender sus vuelos por el desierto; se mantiene a la altura de la boca del aprensivo, y poco a poco va soltando el aire fresco y perfumado que trae dentro, y lo respira el humano. Todo esto dio origen a grandes modificaciones en la sombrerería bizantina; por ejemplo, a la creación de los sombreros-jaula, en los que iba el ave de los oasis, y por un tubito de oro o de plata bajaba el aire susodicho a la nariz y boca del bizantino previsor. En el Museo Británico se conservaba uno de estos sombreros-jaula, y nadie sabía de qué se trataba, ni cuál máquina era aquella, hasta que en el siglo pasado un médico armenio, el doctor Gomelkian, amigo de Disraeli, lo aclaró en un apéndice de su tratado Arte de la respiración convenientemente modulada, arte que enseñaba a los lores como complemento de las lecciones de oratoria lacónica que les impartía.
Los venenos se dividían en regios, civiles, eclesiásticos y militares, según a quienes fuesen destinados. El capítulo de civiles tenía un apartado de venenos amatorios. Los venenos eran usados con más frecuencia en los momentos de crisis sucesoria, emperatriz regente, polémicas conciliares y derrotas militares en las fronteras orientales. Se cree fundadamente que la frase «un argumento envenenado» tiene origen bizantino, y procede de los días de las grandes polémicas religiosas, de los días de los iconoclastas, monofisitas, monotelitas, etc. Días de terrible violencia, que condujeron a grandes herejías y al Cisma de Oriente. Pues bien, un argumento envenenado era literalmente envenenado: las palabras del argumento iban envenenadas, mediante procedimientos que no conocemos en detalle, a los oídos del enemigo, envenenándolo al introducirse en ellos. Salía el argumento envenenado de la boca del monotelita y se adentraba en el oído del monofisita, o del legado romano, quien a poco se sentía mareado, le venían vértigos, le ardía la cabeza, y al fin caía al suelo, babeante y muerto. Cuando los ortodoxos bizantinos, apurados por los turcos, a mediados del XV, vinieron a Occidente buscando ayuda y paz con los católicos romanos, se les exigió a sus oradores que antes de ponerse a discutir se enjuagasen la boca con una mezcla de agua salada y orilla de corderillo lechal, no trajesen argumentos envenenados soto lengua.
Como es sabido, los bizantinos fueron siempre muy atacados del reuma y de la gota. Para la primera dolencia usaban paños calientes cocidos con huevas de diferentes peces, o se ahumaban el lugar reumático quemando cerca de él, en un braserillo de hierro, sapos y ranas. Sobre la parte del cuerpo ennegrecida por el humo se escribía el nombre de los anárgiros Cosme y Damián, o de Tecla, o de otro cualquier santo medicinal de su iglesia. Para la gota usaban leche de burra, sangrías en creciente y pediluvios de sal de higuera. Si el gotoso era un paleólogo o un comneno, el basileo mitrado o el diadocos o heredero, se le daban friegas con vino en el que se había disuelto algo del maná del desierto de los días de Moisés, que se conservaba en copa de ágata en la sacristía de las Blanquernas, en la propia Constantinopla. Cuando la toma de la ciudad por los turcos, en 1453, se aseguró que en el saqueo de las Blanquernas una yegua de un otomano comió el maná derramado en la sacristía, y no bien lo comió salió volando, y nunca más se volvió a saber de ella ni del que la montaba, un tal Abu Baj, trompeta mayor de la caballería mogola.
En cosmética se usaba mucho polvo de perla y resinas varias, y las cabelleras de las mujeres se espolvoreaban con hinojo en polvo, que era estimado como afrodisíaco.
Por Pascua Florida se lavaba la botica, y el boticario y sus ayudantes de escrúpulos, cuentagotas y almirez se bañaban delante de un miembro de la familia imperial. Después, herencia de la higiene griega, orinaban al sol del mediodía, con lo cual quedaban propios para abrir de nuevo la botica y comenzar a despachar.