La farmacia de La Meca

¡Sea alabado el Dios único y misericordioso! La primera noticia detallada de la farmacia de la ciudad santa de La Meca la tenemos por Ahmad el Gafiqí, el más célebre de los botánicos y farmacólogos de Al Andalus, famoso por su Kitab al adwiya al mufrada, o «Libro de los medicamentos simples». A Ahmad le trajeron de La Meca, de la gran botica protegida por los Califas, una uña del caimán que allí colgaba del techo. Este caimán —como más tarde el de todas las farmacias renacentistas germanas— había de ser de sexo masculino y virgen o, por lo menos, que no hubiese tenido contacto sexual alguno con mujeres. Aquí entraba una tradición alejandrina recogida por Plinio, según la cual, en el antiguo Egipto, las mujeres se prostituían con los cocodrilos. El califa Harun al Rashid regaló en dos ocasiones caimanes y manteca de caimán a la botica de La Meca, traídos los caimanes a Basora por sus pilotos que iban a Especiería, al trato de la canela, la pimienta y el clavo. Sinbad, por ejemplo de almirantes. Bonacosa de Padua, el traductor al latín del «Colliget», de Averroes, amplía cómo el caimán de La Meca era probado de virginidad introduciendo en sus testículos polvo de oro. Si el caimán no era virgen, el oro se disolvía, pero si no había usado comercio carnal, el oro era retirado después de una luna, brillantísimo, y puesto en bolitas, y pasando estas por los ojos humanos, impedía la aparición de las cataratas. Polvo de la piel del caimán era usado como somnífero; y en infusión, contra la erisipela, y la lengua, como afrodisíaco; pero también ayudaba a los senectos a conservar la memoria. Se la reducía a polvo y se sazonaba con este los sesos de liebre, que se comían crudos.

Se dice que toda la farmacopea del caimán la trajeron a Europa los barones del Temple. Ítem más, aparece en el famoso cuento medieval, repetido por Cervantes, el cuento de la viuda. «Hermosa, moza, libre y rica y sobre todo desenfadada, se enamoró la viuda de un mozo motilón, rollizo y de buen tono; alcanzolo a saber su mayor —el prior del convento—, y un día dijo a la buena viuda por fraternal represión:

—Maravillado estoy, señora, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como Fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir este quiero, este no quiero.

—Para lo que yo quiero a Fulano, respondió la viuda, tanta filosofía sabe y más que Aristóteles».

Pues bien, el cuento viene a las Castillas desde Francia, y el prior, en la fábula francesa, dice que los monjes que él ofrece a la viuda, estaban, además, ayudados de la lengua del caimán, naturalmente como ayuda venérea que no para favorecer la memoria y recordar mejor los capítulos del Maestro de las Sentencias.

Colocado el caimán en el techo de la botica de La Meca, a su lado colgaban en cestos de palma y en bolsas de buen lienzo, y aun de seda, ciento veinte clases de hierbas que nunca han existido, según la botánica moderna desde Linneo, pero que allá aparecen en inventario. Entre ellas, la famosa yizad, que nace en el ámbar; se le da a comer a una gacela un trocito de este, y la tal se lo queda en su interior durante setenta semanas, y al final de este tiempo, lo escupe. La hierba yizad hay que arrancarla con cuidado del ámbar; es blanquecina y, por las descripciones, parece una anémona. Comida cruda, hace a las mujeres y a las camellas fértiles, y aplicada sobre las heridas de los guerreros, es hemostática. Dicen que Saladino la llevaba siempre consigo en una cajita de oro y marfil, y en las noches plenilunias, la oreaba, para que no perdiese virtud. De una manera o de otra, la yizad aparece en las farmacias medievales, en las boticas de las grandes abadías[1] y en la del monasterio de Guadalupe. Ahora no nace en el ámbar, sino entre los dedos de los pies de los que, sinceramente arrepentidos de sus crímenes, han muerto en la horca. En Toledo, en un proceso inquisitorial del XVI, aparece una bruja que lleva consigo la hierba inzada, gracias a la cual hizo quedar preñada a una ilustre dama por mor de una herencia, y la señora parió un monstruo parlante en arábigo desde que echó la primera meada al llegar a este mundo.

Pero lo más célebre de la botica de La Meca eran los purgantes, algunos tan fuertes que bastaba con escribir su nombre en un trozo de piel de oveja y frotarse con él el vientre para que hiciesen efecto. La preocupación arábiga, en Damasco y en Bagdad, fue el andar ligeros de vientre. Era muy requerido el purgante índico, compuesto de arañas azules secas, que venía, por decirlo a la lusitana, de más allá de Trapobana. Hay que imaginarse a Sinbad desembarcando en una isla, adentrándose con los suyos en la selva y recogiendo entre las ramas de los árboles unas raras arañas, con el vientre redondo del color del océano Índico a mediodía, un vientre duro y brillante como una piedra preciosa. Los príncipes del desierto salían, con ayuda de este purgante, de los estreñimientos producidos por la leche de camella.