Capítulo XIII

TRES HOMBRES BUENOS SE ALEJAN…

En el Rancho Cuadrado X, nombre que correspondía a la marca del ganado que allí se criaba: un cuadrado con una X cuyos brazos unían los cuatro ángulos, todo era actividad. Habían transcurrido algunos días desde el exterminio de la banda de cuatreros. Todos deseaban trabajar, y el trabajo abundaba. Entre los ganados recuperados se encontraba un sin fin de reses pertenecientes al Cuadrado X. El trabajo de seleccionarlas era agotador, y a él coadyuvaron Guzmán y Silveira con su esfuerzo y consejos. Abriles acudía a verles trabajar y sostenía con ellos animadas charlas.

—Esta vez habéis hecho más de policías que de lo clásico en nosotros. Apenas ha habido tiros.

Y esto lo decía con la mirada fija en las ruinas que aún se veían en la lejana Mesa Orondo.

—No siempre han de hablar las armas —replicó Guzmán—. También a veces debe intervenir el cerebro. Esta vez ha sido trabajo cerebral. Las armas sólo han servido de estorbo.

—Pronto podremos emprender la marcha —dijo Abriles, acariciándose la herida.

—¿Qué dice Carvajal?

—Me da ya por curado. Dice que ahora sólo tengo que reponerme de la debilidad sufrida. Comer bien, beber mejor, descansar mucho. Empiezo a criar grasa. De todas formas aquí no me molesta estar.

—Ya se ve que no te ocurre lo que en el Rancho de los Olmos. Marisol fue veneno para ti.

—No hables así, Silveira. Me duele.

—Perdona —replicó el portugués. Y notando que Guzmán se había alejado, añadió—: Ahora es él quien está cogido en la trampa. No tiene fuerzas para desasirse.

—¿De veras? —preguntó Abriles—. ¿Y ella?

—Está más enamorada que él.

—¡Ojalá se quedara aquí! Guzmán necesita rehacer su vida. Es el que ha sufrido la tragedia más grande. Aunque tuviese que separarme de él me alegraría que se quedase aquí. Roana es divina,

—Yo también quisiera que César dejara los trotes en que va metido, se casara otra vez, y se hiciese ranchero o lo que quisiera. Esta vida no es para él. Guzmán es todo un caballero. Necesita ambiente donde poder lucir su prestancia y su sabiduría.

—Sí, es verdad, mas no se decide.

Y como en aquel momento regresaba Guzmán, Silveira y Abriles se pusieron a hablar de otra cosa.

Entretanto, en el rancho, Roana paseaba por la galería, observando, distraída, el paso, de los vaqueros y peones, que la saludaban cortésmente. No había vuelto a vestir su traje de amazona, antes habitual en ella. En vez de eso había desenterrado de los viejos cofres del desván los trajes de su madre y de sus abuelas, eligiendo algunos de ellos que le sentaban a maravilla. Y con esos vestidos, y los otros trajes netamente femeninos, Roana Martin soñaba conseguir su sueño.

Aquella noche, la luna brillaba con toda su intensidad sobre el rancho. Un hálito de paz lo invadía todo. En las rancherías los vaqueros entonaban a media voz canciones camperas, que llegaban hasta la galería como un dulce susurro. El otoño, ya próximo, doraba los árboles. La noche era más bella que nunca.

Abriles, Silveira y el doctor Carvajal estaban jugando a cartas en el salón. En la galería, Guzmán y Roana estaban sentados en un sofá de piel de caballo.

—Qué hermosa noche, ¿verdad? —susurró la joven.

—Muy bella —replicó Guzmán—. Todas las noches son hermosas aquí.

—Hacía muchos años que no recordaba una tan embriagadora como ésta. Me produce la sensación de estar bebiendo un licor sutilísimo que anula mi voluntad y al mismo tiempo me impele a hacer y decir cosas de las que mañana tal vez me avergüence.

—Es verdad, Roana. La noche tiene ese terrible efecto sobre nosotros. Callemos. A veces el silencio expresa más cosas que la palabra.

Roana movió negativamente la cabeza.

—No, César, no. El callar sería, en nosotros, una hipocresía. Debemos confesarnos nuestros sentimientos. Tener el valor de nuestras convicciones, y de nuestros deseos.

—Es usted muy niña, Roana.

—Soy una mujer.

—No, no lo es. Cree serlo. ¿No comprende que si se realizase lo que usted desea se cometería una locura?

—¿Y qué?

—¿Cómo, y qué?

—Sí. Supongamos que el casarme yo con usted sea una locura. Yo soy la única que sufriré las consecuencias. Y si las sufro con gusto, seré dichosa.

—¿Y si las sufre con disgusto?

—Entonces no podré echar en cara a nadie mi locura, si es que lo resulta, y por lo tanto seguiré callando y conformándome con mi destino.

—Eso es, precisamente, lo que yo no quiero que suceda. Usted, Roana, es joven. Apenas ha empezado a vivir. Hoy desprecia lo que tiene al lado, lo que corresponde a usted, y busca más lejos. Mañana se arrepentirá de haber perseguido un ideal romántico que sólo la conducirá al dolor.

—¿Dolor? ¿Por qué me ha de causar dolor? Tú, César, me amas. Lo he leído en tus ojos. No mentían cuando estuviste a punto de besarme.

—Sí mentían, porque estaban engañados. Sentíanse atraídos por un hálito de primavera que endulzaba su otoño. Por un momento fui otro. Mas sólo por un momento, ¿comprendes? Luego volvió el otoño. Y el otoño, Roana, está cargado de recuerdos. De toda clase de recuerdos. De memorias de la primavera que ya pasó, de recuerdos del verano, aún próximo, y lleno de presentimientos del invierno, que está al llegar.

—¿Tan viejo eres? —sonrió Roana.

—No, aún no lo soy. Ni lo seré dentro de diez años. Pero sí dentro de quince. Y cuando ya no pueda sostenerme a caballo y tenga que retirarme de esta vida, tal vez piense en la primavera y en el verano que no vivimos juntos. ¿Comprendes? Y tú te sentirás muy desgraciada.

—¿Sigues aún pensando en ella? —Había quiebros de sollozos en la voz de Roana.

—Ahora pienso menos que antes. Cada vez menos. Mas a medida que transcurran los años volveré a pensar. Cuanto más lejos estén la primavera y el verano, más los echaré de menos. Es inevitable.

—No me importa —insistió, valientemente, Roana—. Si no pude alegrar tu juventud, alegraré tu vejez.

Guzmán movió negativamente la cabeza.

—No la alegrarías, Roana, pues yo me daría cuenta de tus esfuerzos. La madrugada y el atardecer nunca pueden unirse.

Roana inclinó la cabeza.

—Ya sé que es inútil querer luchar contigo. Has tomado una decisión, la crees buena y no te apartarás de ella para nada. Eres incapaz de cometer una de esas deliciosas locuras que son lo mejor de la existencia.

—Las cometí cuando mi espíritu me las exigía. Hoy no podría hacerlo.

—¿Y te irás?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Quizás mañana mismo.

—¿Tan pronto?

Roana no podía contener ya las lágrimas, que resbalaban silenciosas, por sus mejillas, como rebosando de un cáliz de amargura. Su rostro no mostraba ninguna contracción, ni se escapaba ningún gemido de sus labios. Sólo lágrimas continuas, y encima de ellas, una súplica, como si pidiera perdón por no poder contenerlas.

—Nenita mía —susurró Guzmán—. Es tu primer gran dolor. Pasará. Vendrán otros y te harán olvidar éste. También es un dolor para mí. Y me costará mucho más olvidar. A ti, Roana, te esperan otros amores, muchachos de tu misma edad, dignos de ti…

—No los querré ni ver —aseguró la joven.

Como si no la hubiese oído, Guzmán prosiguió:

—Para mí no habrá otro amor. Es el último. Tal vez algún día, cuando seas una mujer, explicarás a tus hijos que de jovencita estuviste enamorada de un hombre malo del Oeste. Y reirás al recordarlo. Y tal vez entonces, también, sepas comprender el sacrificio que ahora hago al rechazar lo que me brindas.

—¿Por qué complicas la vida con esos pensamientos? ¿Me amas? Sí, lo leo en tus ojos. Entonces, ¿para qué pensar en el mañana? Vivamos el día de hoy. Mañana viviremos el mañana; pero entretanto disfrutemos del presente sin preocuparnos del pasado ni del futuro.

—Cuando no se tiene pasado y en cambio se posee un futuro inmenso, resulta muy fácil hablar así, Roana. Algún día, te lo repito, me comprenderás.

—Siempre pensaré que pude haber sido muy feliz y que por ti no pude serlo.

—No digas eso, Roana.

—Sí, César. Es verdad. Yo veo la dicha y la felicidad, que es lo mismo, de una forma muy particular. A todos se nos concede la misma cantidad de ella. Hay quien la alarga, y tiene una felicidad muy flojita durante toda su vida. Esas son las personas que no son nunca ni felices ni desgraciadas. Son los que llamamos seres vulgares. Hay otras felicidades que se condensan en un par o tres de años. Y por fin, hay otras en que la felicidad que Dios nos da para toda la vida se comprime en una hora. Igual da gozar de toda una vida de dicha incolora, que ser feliz tres años, o embriagadoramente feliz una hora. Esa hora bastará para llenar de recuerdos toda una vida.

—Tal vez tengas razón.

—La tengo, César. Hazme feliz dos o tres años. No te pediré nunca más nada. Si luego quieres, puedes marcharte. El regalo de dicha que me habrás hecho me bastará para ser feliz eternamente.

—No puede ser, Roana. Tengo que marcharme. Ha habido momentos en que he llegado a creer que el recuerdo estaba ya muerto. Pero no es así. El rescoldo es aún muy fuerte, aunque lo cubran las cenizas. Los que se van poseen una fuerza que los hace superiores a los que se quedan. Surgen en el recuerdo en el momento más inesperado, y forman una barrera infranqueable. Despidámonos hoy, Roana. Mañana al amanecer partiremos los tres.

—¿A correr más peligros?

—A nuestro destino.

—¿A la muerte?

—Tal vez.

—¿Y yo he de quedarme aquí, día y noche, pensando, a cada momento, que te pueden estar matando sin que yo pueda morir junto a ti?

—No te exaltes, Roana. No creo que me maten. Además, de ahora en adelante, por las noches, cuando junto a la hoguera no pueda conciliar el sueño, te enviaré una gran parte de mis pensamientos.

—Y yo los recibiré aquí, sentada en este mismo sofá, recordando esta noche.

—Hasta que olvides esta noche para recordar otra más cercana.

El rostro dé Roana se entristeció.

—¿Por qué me hablas con tanta crueldad? Me haces sufrir.

—Perdóname.

Guzmán se había puesto en pie. Roana le imitó en seguida. Quedaron uno junto a la otra.

—Adiós —musitó Roana, tendiendo su dorada manita al hombre.

—Adiós… Roana —murmuró, con voz tensa, el español.

La cabeza de ella se inclinó hacia atrás. La de Guzmán descendió. Durante unos segundos estuvieron juntas; luego, separándose él, sus ojos se miraron.

—Adiós —repitió la joven, mientras la luna se reflejaba en dos lágrimas.

—Adiós —murmuró Guzmán.

Él fue el primero en abandonar la galería. Roana tardó aún más de una hora en alejarse de allí.

A la mañana siguiente, cuando aún el sol no había asomado su rojo disco por encima de los Montes del Ciervo, tres jinetes abandonaban el rancho Cuadrado X. Aparentemente sólo les veían marchar unos vaqueros y peones que les habían ayudado a ensillar sus caballos y a colocar en la grupa las abundantes provisiones preparadas por Sara.

Pero detrás de los cristales de una de las ventanas, la del cuarto de Roana, la joven, aún con el mismo traje que luciera la noche anterior, con los ojos irritados por el mucho llorar y el no dormir, miraba partir a los tres negros jinetes y, aunque sabía que ni podían verla ni oírla, agitaba la mano derecha lentamente, como si temiese romper algo, y con voz que ni ella misma podía oír, musitaba:

—Adiós; César, adiós para siempre.

Los tres hombres ascendían por la ladera de la primera montaña. En la cumbre empezaba a verse el borde amarillo anaranjado del sol naciente, que era saludado con alegre griterío por todos los pájaros de la enramada. ¡Era el amanecer! ¡La hora más alegre del día! Y, sin embargo, aún quedaban lágrimas en los ojos de Roana.

Silveira, con su inconfundible sombrerito de alas cortas; Guzmán, con su levita de flotantes faldones, y Abriles, con su traje charro, formaban ahora una negra silueta contra el amplio disco del sol. Los tres levantaron al unísono las manos, saludaron con los sombreros y picando espuelas desaparecieron entre las nieblas del amanecer, dejando tras ellos un polvo que no se sabía si era realmente polvo, jirones de niebla o un rayo de sol.

Durante mucho rato, aún, Roana siguió mirando hacia lo alto, conservando en sus pupilas la imagen del hombre a quien nunca más volvería a ver.

F I N